Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Adoniran
Barbosa. Mujer de pechos desnudos: Klimt; Alfred Kubin, Max Beckmann; Emiliano
Di Cavalcanti en el museo de São Paulo. Zamba del 7 de abril, maravilloso Payo
Solá. Piero. Mikis Theodorakis, rusos de las estepas a caballo y caverna de
voz. Hay brisa. Los edificios comienzan a encender luces como dientes de
monstruo. El teléfono me recuerda otro octubre, pasos por las losetas del
parque Gorky, era Kharkiv de otoño sin guerra y con Kate. ¿Se ha terminado el
mundo? El viaje va haciéndose escabroso, pesado, elijo un yogurt de mora frente
a una grappa. Desde aquel camino se atisbaba Belgorod. Campo de muerte hoy,
todo, ni siquiera queda el camino del sur hacia tierras cosacas. Quería ver las
altas flores de los Campos Salvajes. Era con ella que quería perderme entre los
pastos mientras sonaban insectos voladores en donde hoy crujen hélices de
helicópteros malditos.
¿Cómo
explicarnos la muerte?, me pregunta el cantor. La noche cae a retazos; yo vi
llover barro y pensé que volvían las plagas de Egipto. Barro caía del cielo, de
la greda y el limo de quién sabe quién o qué arriba. Me hallaba en la hora
oscura en la absoluta soledad de Centennial. Si esta solitud de ahora parece
fiesta. Tres décadas de silencio cuando tenía que enfrentarme a mí mismo o
perecer. Era yo mi único interlocutor. Alrededor danzaban atojs, zorros rojos
del hemisferio norte y gritaban las rapaces. Árboles susurrando, muertas que
caminan, barrios enteros apagados, sin faroles, y crótalos que reptan en los
pastos creyendo que no estoy, que no hay ni soy, nadie.
Paz, pero existe
Mussolini. En imaginación bailo calypso bebiendo ron negro de las Guayanas pero
existe Putin. Negrita bacana de la Martinica, no usa vestido no usa calzón… Y
sin embargo Deutschland über alles y el zar rojo.
Noche
cerrada ya. Cuento enfrente dos luces, una amarilla y otra roja. No veo
estrellas, las ha devorado el polvo. El desierto corre por el aire, incesante
caudal. Simún; tormenta del Takamaklan en donde solo te salvan zancos de dos
metros. Contemplas la arena pasar debajo de ti con agilidad de serpiente y
sequedad de vejez. El viento destapa huesos de dinosaurios, la anciana Mongolia
se transforma en bazar de cientistas y comerciantes. Caballitos tártaros
perdidos en aquel sinfín.
Vino de
visita mi sobrina nieta, Renata. Me recuerda a su madre y a mi hija Emily. No
llega a un año pero le regalé un hermoso afiche de Klimt de mi colección; a mi
sobrino Armando otro de Van Gogh, de una exhibición de hace cincuenta años.
Debo tener trescientos pósters a cual más lindo. Necesitaría el castillo del
rey loco, el bávaro, para colgarlos. Voy deshojándolos al viento entonces, de a
poco porque cuesta. Dejé con Omar un fantástico Veermer y un batik indonesio a
lápiz. Con ellos se quedan fragmentos de mi historia. Riego arte y antigüedades
por el camino para poder escapar de la bruja mala del bosque encantado. En el
crepúsculo, a la izquierda de Anocaraire, el bosque sube por la quebrada de La
Llave hacia el misterio de Ayopaya. Eucaliptos de hojas sombrías. Si me asomo
al borde del precipicio que da al río miro a Francine bañándose sin ropa en un
brazo del cauce. No me ve, es una imagen de 1988 que ha permanecido allí. Casi
ninfa del Rin, sirena del pedregal, blanca si la nube es blanca, azules ojos de
profunda aguamarina. Me retiro, dejo que se frote los muslos con agua helada.
Me guarezco en una gran piedra cuadrada llena de agujeros. Eso hizo el hombre
primitivo, seguro. Son las siete de los karisiris. Luego desciendo hacia Vinto
sin haberme topado con espectros germánicos ni locales. Fuerte olor a comida
sale de las casas, focos de treinta iluminan comideros de asados martajados o
amartajados cubiertos de miga seca de pan. Algún aqhallanto queda y demasiados
borrachos. Tomo un micro para enanos y somos treinta donde debieran caber diez.
Salgo despedido por la presión popular apenas cruzo el puente de Quillacollo.
Augures de comida flotan de nuevo en el aire, la ciudad que come, ciudad luz de
brasas de anticucho. El río era, el Rocha, nefasta línea de pura escatología.
Tenía pozas, más sapitos pigmeos con respectivos renacuajos y bagres llamados
such’is del tamaño de la palma en tiempos niños.
Rezaba, en
la casa de la Paccieri, la propaganda de un repelente brasilero para mosquitos:
“Espiral de teflón para mosquitos pernilongos, muricocas, borrachudos”. Me vino
a la memoria. Tenía cuatro años. A mi recién nacida hermana Alicia la habían
puesto encima de una maleta de cuero. La vecina tomaba directo desde el bacín
su propia orina porque se lo habían recomendado. Años que hacen muescas en la
culata de un rifle que nunca ha dejado de disparar. Estaría durmiendo en Denver
para despertarme en tres horas, alistarme, preparar un café, comer cherry pie.
Al retorno ver noticias en YouTube hasta caer rendido. Levantarme al sonido del
correo que abre las casillas metálicas. A diferencia del coronel siempre tengo
quien me escriba. Quien me llame. Quien me ame y odie, quien duerma o disimule
al lado de mi costado más fuerte y sienta sus glúteos descansados y el cabello
que huele a pachulí.
Piano de Ignacy
Jan Paderewski. Cambio el disco a un antiguo pasillo colombiano que incluso
interpretó Gardel. “Oye, bajo las ruinas de mis pasiones, y en el fondo de esta
alma que ya no alegras, entre polvo de ensueños y de ilusiones brotan
entumecidas mis flores negras…”. Al fin me agoto también y permito al disco
correr hasta que termine. De todos modos en la sombra hay siempre quien
escuche, quitándole el peso tétrico de Lovecraft. No siempre lo oscuro es
maligno. Arde un avión en Medellín.
Ochocientas
noventa palabras. Cuando cruce la fatalidad de las mil habré terminado. Un
texto es como un lote en venta, limitado. No quiere decir que no colinde con
otros lotes ni se extienda, pero primero está la transacción de esos metros
medidos y tasados. Es un buen ejercicio literario tanto como comercial. O un
cuadro. Que Marie Laurencin sepa que en ese rectángulo tiene que caber lo que imagina.
Fuera de los bordes está lo imposible, retórica para duendes. Que Hermine David
pinte un retrato bajo la rígida convención de cuatro cantos, nada fuera de
ellos. Inclinamos la cerviz ante lo geométrico que hasta el sueño más febril se
ciña ante las líneas. Claro que me impactan los difusos impresionistas pero ni
ellos escapan del influjo de las directrices. Hasta las gotas coloridas de
Pollock respetan una matriz. Lo que cayó a los costados se lava con agua y
jabón.
Mi tren
sale a las once. A las diez, igual a una bomba de tiempo escribiré mi diaria
confesión de amor. Para entonces hasta la Ada Falcón se habrá dormido. Dejemos
espacio a los que de día no asisten y de noche vienen junto al frescor y el
rocío. Lo sé porque más de la mitad de mi vida la pasé despierto mientras
ustedes tenían los párpados cerrados. Por eso ladran los perros, aúllan los
perros por eso. Pasos leves y ligeros, sin peso físico. Los miro desde la
ventana del quinto piso y siempre los sigue banda de trombones y platillos.
Serpentinas de colores, kaluyo, baguala y cueca, que morirse trae fiesta.
19/10/2023
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Imagen:
Afiche de Emiliano Di Cavalcanti en casa
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