Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Otro texto perdido. Corte de luz y mejores sueños para aquellas palabras. Había anotado un nombre por mucho olvidado y no está. Una lámpara de nácar me cayó en la cabeza y me mandó a buscar memorias en la escalinata de Eisenstein, abrazado por Anastasia. La Moldavanka, la pequeña iglesia ortodoxa a la vuelta del hotel, el restaurante Kazán. El parque de la ciudad, un kiosko sobre la Preobrazhenskaya donde vendían cerdo y pollo asado envueltos en papel madera, para meterlos en el bolsillo y tomar los atestados tranvías amarillos de Odesa. Frente a la catedral el conductor tiene que parar en medio del cruce de avenidas, descender y a mano mover una palanca para cambiar el rumbo de las vías. ¿Cómo estarás Odesa bombardeada? Me pregunto si siguen sirviendo almejas con hirviente queso derretido encima.
Preguntas. ¿Por
qué el monumento al atamán Holovaty es con mucho mayor al modesto busto de Khmelnytsky
siendo que la plaza central de Kiev lo tiene ecuestre con bastón de mando? Me
falta mucho por aprender.
No dormí.
Las horas se sucedieron casi con asfixia. A las tres me puse a mirar una
película rusa (Amanat/Anton Sivers,
Rauf Kubayev, 2022) sita en Daguestán 1839, en medio de la eterna guerra del
Cáucaso. Como siempre, muy bien hecha, colorida, impecable en el vestuario de
época. La estrenaron en mayo del 22, apenas comenzada la invasión de Ucrania.
Sintomático, el imperio ruso… Un supuesto paseo del poderoso entre poderosos
ejército y medio millón de muertos. Pensé en Lermontov, también en Pushkin. El
joven Tolstoi de Los cosacos, el de Hadji Murat; hasta vino en mente la
novela de Franz Werfel Los 40 días del
Musa Dagh, Armenia, el genocidio. Recordé imágenes de cine del conflicto de
Chechenia. Sables y dagas curvas, casacas circasianas. El fabuloso mundo de
Shklovski y sus azeris, asirios, kurdos, pueblos montañeses, persas. Complicado
universo como el de sus alfombras donde uno suele perderse en la narrativa de
los hilos, en lo compacto del tejido y las tramas invisibles que juntan, aúnan
todo.
Llovía
todavía a las cinco. Viento que levantas la cortina y la ahondas cual vela
cóncava de los bajeles cartagineses, de los griegos que desembarcaban vino en
la Cólquida dorada. Murallas de la fortaleza de Akkerman, orillas pastosas del
Dniester. Veo alejarse tantas olas con las que había soñado al jubilarme. Me ha
atrapado el tedio de los platitos, la minucia cochabambina del placer atroz.
Encerrado
en casa por dos días. Desde el quinto piso veo al ron buscándome, preguntando
al público vecindario si existo todavía. Me entretengo con la febril
imaginación de mi amigo, el poeta Nevado Andeslis y su homenaje al cristalino Silala,
en las alturas del fin del mundo. Distraído con el maestro Juan D'Arienzo instrumental, de una de las
polvorientas cajas que me quedan por abrir. Encuentro una foto de carnet del
tío Jorge Ferrufino, mi certificado de bachillerato ¡1977!, boleros de Leo
Marini.
He encontrado la sangre otra vez y me he sorprendido. Quién supiera del
trabajo de las sombras. Llegó mientras miraba una foto enviada por Milana:
Veliky Novgorod, Bucarest, Francia, vaya trayecto huyendo del genocidio. He
hallado de nuevo la sangre y no eran ni las dos de la tarde. Tango Rodríguez Peña, La viruta.
Al caer el nácar roto del techo se ha clavado según garfios en la piel futuro.
No leo en coca sino en viento. Combada la vela el edificio navega por sobre la
antigua acequia del Phujru, hacia las canchas Gutiérrez, el hipódromo, cruza la
Blanco Galindo, la inexistente torre de Goyeneche, se enfanga en La Chimba y el
barro azul de La Maica. Sigue por Itocta donde campesinos que murieron hace
cincuenta años preparan ambrosía debajo del molle.
Se fue mi maestra Gaby Vallejo; no la veía hace mucho. “En Orihuela, su
pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería”.
Apareció la sangre y demando si es significado.
Anaqueles vacíos que nunca se llenarán. Odres de piel de buey. Desfilan
ante mí mujeres, la Santa Compaña que miré a medianoche mientras descansaba
debajo de un camión al pie de la cuesta de Yocalla. Corría un arroyo cristal de
dulce sonido. Al amanecer subiríamos con el verde camión Leyland rumbo a
Tarija. Ellas ufanas mas tenebrosas. No me descubrieron porque dormía detrás de
las ruedas pares. Se diría que cantaban o eran aullidos de perra ante las
puertas infiernas.
Aparece un video triple sobre Pedro Primero el Grande, con actuación de
Maximilian Schell; otro doble del Napoleón
de Abel Gance. Me resisto a deshacerme de ellos así sean lastre ya. Al fin no
treparé al globo aerostático de la feria en Nuevo México porque la fanfarria
tuvo su tiempo y carga su pasado. Pedro I, si todo me revierte a Poltava,
quiéralo o no. Anoche, en el inicio de una película ucraniana sobre 1918, el
primer voluntario para combatir a los rojos da su nombre, estudiante de
profesión, lugar de origen: Poltava.
Alterno páginas e imágenes y jamás ausente la música. Para combatir la
sangre pongo a tocar calypso.
Me he rodeado de pinturas, cuadros, pintores fantasmas. De la ausencia de
mis hijas me he envuelto. El ron toca a mi puerta y no le abro. Hoy no estoy para
ti, amante, labios de caña azúcar negra a orillas del Esequibo por donde pasó desapercibida
la guerra. Cayena, horror del Surinam. El Gran Almirante miró desde la borda y
aseguró ver el Edén. Corrían hombres desnudos de piel tostada. O monos sin
cabello.
Dejo correr la ducha sin caer en su embrujo. La apago, he humedecido la
piel de los fallecidos para hacerla rosada, rozagante y que al menos por hoy
noche, dancen al ritmo de la marimba. Marimbas durante cada almuerzo en
Cholula, orquesta de ellas en ambiente de chile y nixtamal. Xela. Debajo de la
pirámide escondida, dicen que la mayor de México, he olvidado a propósito
varios recuerdos. No regresaré a buscarlos.
25/01/2024
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