Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Las hijas de Milana Seménova han crecido. De aquellas dos niñas colegialas, pequeñas y elegantes, ahora hay señoritas tan altas como su madre ya que aguardan, primero en Rumania, luego en Francia, un destino. Refugiada rusa, así parezca extraño, una que no quiso quedarse en Novgorod la Grande (Veliky Novgorod) a observar la locura de otro zar más.
Bailo con In Dreams, de Roy Orbison, canción que
era central en Blue Velvet (David Lynch,
1986). Tenía 26 cuando la vi. Faltaban entonces más de treinta años para que
conociese a Milana. Casi toda la vida de ella cuando me desarrollaba yo como
trivial borrachín. Tierra de Alexander Nevski, grandes lagos y aire poderoso
del Báltico. Primera tierra de los varegos, escandinavos que bajaron hacia el
sur fundando dinastías. Eterna guerra, caballeros teutones hundiéndose en el
Peipus y de contrapartida tus hermosas caderas con el lago Ilmen apenas cubriéndote
los muslos. Balanza de vida: pesadas armaduras que descienden en heladas aguas
y tú que desafías la eternidad en un metro que va desde la espalda hasta tu
perfil aguileño. ¿Cómo conservar el instante? No es posible. Frágil memoria que
exiges lo recóndito de mi alma para extraer el aroma de tu piel mojada. Pronto
se irá esfumando, como la neblina en la Siberia entre Cochabamba y Santa Cruz.
Buscan mis dedos y hay únicamente humedad de aire. Pretty Woman, no te soñaba yo cuando en la esquina del bulevar
Clarendon bebía cerveza Miller en medio de racista basura blanca. Ebrio
caminaba, luego, al fondo de la calle North Monroe hasta mi departamento del
piso dos donde me tiraba sobre colchón sin sábanas y mi cuerpo se retorcía por
ausencias.
Tu rastro
se perdió. Fui detrás de otro sueño al revés del mar. En vano. Era un sueño
mudo que jamás respondió. Me cansé de levantar los edificios de San Francisco,
de caminar los cafés del rock donde alguna vez vaciamos cerveza, o ese hotel
chino detrás de la poesía de Ginsberg. En un café Praga bebimos la tarde
californiana que debí entender como exequias. Pero uno es torpe, triste, feble
y alargué la alfombra que de recepción gloriosa no tenía nada.
Del hotel
chino al aire fresco de tu ciudad, el rojo del Kremlin, toda la fantasía de la
historia. Y Rachmaninov cuya estatua domina el parque. Mientras aguardo abro Retrato del artista como perro joven.
¡Salud, Dylan Thomas! En alcohol, en cuando emulas al maestro Schwob, en la
tragedia que quisiera la mía parecerse a la tuya y apenas alcanza parodia. Te
leía en inglés en las noches de la North Clarkson Street, época de mi vida
dorada por la belleza antigua, por sonidos que la oscuridad traía encima de las
escaleras, quizá los millones de ratones del subsuelo de Denver que se refugian
en invierno en las paredes de las casas que levantaron esclavos. Dejo mi
colchón que descansa en el piso, levanto la cubrecama de color primario y me
siento en el sillón reclinable a las cuatro de la mañana. Todavía desde allí te
escribía, antes de que comenzara la guerra y viajaras hacia Bucarest en
interminable flota. Luego silencio, el de las mujeres que es más agudo que la
muerte. Y me fui, dejé una estatuilla de bronce y más. Abandoné en la terraza
sillas que habían sido hermanas, lámparas que tuvieron mi rostro enfrascado en
letras.
Amanecer de
septiembre en el cual salgo al otoño, a los aviones que cargan presagios con
nueve maletas de misterios. Poca gente en la calle, poca conozco en la peculiar
humanidad gringa. Los últimos libros en inglés, que incluyen estudios sobre
literatura rusa, los dejo en una bolsa de supermercado en la puerta de Bill.
Luego vino
el llanto. Las hijas que veían irse treinta años de presencia infaltable. Miami
y la fealdad de la ciudad y su aeropuerto. No entiendo las fauces
latinoamericanas que babean por este bodrio tropical.
¿Milana?
Bolivia la devoró. De pronto renace; una carta y tres fotografías. Senos
hermosos como la mejor Biblia. Kyrie, oh nombre de Cristo.
Hoy es
jueves y te envío notas. Te advierto que escribo sobre ti y que te enviaré el
texto en español. Otra rusa tú de París. Mausoleos que vi en Père Lachaise de princesas. Gloriosos libros
de Nina Berbérova. Billancourt, cerca del bosque de Bolonia. Pasaba por ahí,
desocupado inspeccionaba el Luxemburgo, pateaba piedras en las vías de
Ménilmontant, en el parque de Belleville.
En algún lugar, no lejos, una orquesta canta “Amor, amor, amor”, de lo
mejor de la cumbia mexicana, volver al trabajo nocturno, a la Hora Sonidera que
corría en la radio de once a medianoche. “Cómo olvidarme de ti”. ¿Cómo?, dime,
así fuere en ruso, dímelo pero no dejes de besar, de mi mirada enterrada en las
cumbres del deseo. Corto a Dylan Thomas arbitrariamente, “Abierta como al aire
y a la sombra desnuda/oh es ella la que yace solitaria e inmóvil,/una inocente
entre dos guerras”.
“Cuando sobre la guerra despertaba la mañana, él se vistió y salió y
murió”.
Tenía cien años el hombre, los mismos que tengo yo; tu piel de treinta y
siete se remoja en el rocío que de púrpura brilla en la campiña francesa.
Escribiré este texto y me acostaré en el fondo del bote del barquero, escondido
para no pagar pasaje. Tal vez en las cavernas olvide tus ojos; creo, sin
embargo, que los recordaré mejor porque son mi última luz, rebelde preámbulo de
la eternidad.
28/03/2024
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Imagen: Marevna/Retrato de Marika, 1919-1920