Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Langston Hughes viaja por un mundo encantado. No se referiría a la guerra española, aunque el poeta negro siempre se aproxima a la belleza, tal vez a la sospecha de ella. Se ha hecho profundo como los ríos, dice, y extraña a su amor en Alabama mientras los aviones bombardean. Hay, también, luna en Valencia y don Quijote es tanto España como el cuchillo artero por la espalda.
Las cinco
de la mañana en Poltava. Las cinco en Kharkiv. Un vaso de agua a mi derecha,
tomado a medias. Intento escuchar ecos de la guerra sin éxito. Por ahí, en la
oscuridad, una banda ataca en cumbia. Ladran los perros. Sancho no está para
escucharlos, solo yo ante la ventana con ojos telescopio que observan vida en
las estrellas. Comencé a ver un filme acerca de un lobizón. Lo dejo para más
tarde, con agua en botella esta vez, acompañado de la misma afonía de este
momento. Una mujer se acuesta sobre las sábanas rojas y hace parte del paisaje.
Apenas penetro en ella, juraría que no existe. Pongo dos almohadas grises para
ver si el contraste la hace real y fracaso. No me duele fracasar, no hay penita
pena pero tampoco indiferencia. Camino por la esquina de América y Gabriel René
Moreno, visito la piscina donde he de inscribirme, compro ocho pesos de pan y
como en la calle un sándwich de vacío. Retorno a mis sábanas carmesíes ajenas
de fantasmas ya.
Las cinco
de la tarde en Denver. Imagino mi casa antigua, me hace pensar en el poeta
cuando escribe que se bañó en el Éufrates. Salgo en memoria a mi terraza, con
un libro de Canetti que no abro al fin; me distraigo mirando canes que pasan
llevando de la mano a sus amos. Antes de la pandemia, al amanecer, recién
salido del trabajo, cruzaba en mi auto el parque Cheesman, cementerio de antes
en donde abandonaron tres mil cadáveres que pueblan césped y pinos. Me gustaba
ir por ahí, silencio encima de silencio. Luego bajaba por la calle 9 hasta
llegar a mi callejón a la izquierda. Hay dos parqueos, uno es mío, el del
apartamento 1. Cierro la puerta y miro arriba hacia el balcón cerrado. Siempre
está allí esa mujer, cabeza y parte del busto, sus ojos en mí. No hago caso y
subo las escaleras de la puerta lateral. No se oye nada, es cuasi macabro,
tenebroso. Lo mío está en el primer piso, justo antes de la puerta principal
con delgados vitrales. Cierro con llave y pongo la oreja. Al no haber ruido,
tiro pantalones y zapatos a cualquier lado y me arrojo en cama con camisa y
calcetines. Mi delgada y flexible lámpara queda encendida. La regalé a un
vecino cuando me fui. Intactas botellas de ron y de aguardiente. Peter
Mathiesen y Eduardo Rosenzvaig en el velador. Agua, siempre agua para aliviar
mi desierto. Ligia descansará, lejos, en un cuarto de Daly City, bastante cerca
del océano. Me contaron anoche que murió un hombre que la amaba, mi enemigo, a
quien azoté enfrente del café Carajillo. No llevaré flores a su tumba, por
supuesto, pero me hizo pensar. No quiero jugar senil y afirmar lo efímero de
esto, de todo esto, prefiero dormir recordando la sonrisa de una bella muchacha
italiana que por su edad podría ser mi hija, o mi nieta… Estoy llegando a la
canción de los Beatles en unos días, When I'm Sixty-Four. Por cierto que
no he perdido el cabello y que sigo enviando notas de amor y a ella, a la
italiana, le mandé con el mesero dos jarras de caipirinha con olor a trópico.
Luego se marchó y me dejó una foto que ni haré enmarcar ni veneraré; si
estuviera acostada en mis sábanas rojas la penetraría hasta el principio del
mundo, donde uno suele morir.
Rosenzvaig escribe: “Sabíamos con Umbral que Borges escribía uno de los
mejores castellanos del siglo, pero su ceguera de heroico versallismo nos
desbarataba”. “Borges, el erudito, que nos decía que la erudición es un juego,
una simulación, una chanza a los estúpidos jóvenes que creen en ella”. “Borges
hacía de la ironía un género de vida y del escepticismo un absoluto que
redondeaba en epílogo, por ello nos robaba millones de años y confundía en la
inercia”.
Mi primer año en los Estados Unidos como trabajador ilegal ahorré once
mil dólares. Por cinco mil compré a mis padres la Encyclopaedia Britannica en veintidós tomos forrados de cuero azul
oscuro. La mandaron a Cochabamba desde Washington DC con dedicatoria a Alicia y
Joaquín en el primer volumen. Mi padre la leía en su mesa de comedor día tras
día, año tras año hasta que accidentalmente falleció. Sigue aquí, en casa de mi
hermana Elena que por ser mayor a mí consideró apropiársela. A veces Joaquín
traducía largos textos por el ejercicio de hacerlo. Con sus desvencijados
anteojos se acercaba a las delgadas y suaves páginas que todavía huelen a él. En
el teléfono me comentaba sus descubrimientos: el genocidio circasiano, la
biografía de Leonid Andreyev. De segunda mano venía la ilustración hacia mí,
cuánto le debo. Con la Británica
rememoro, cómo no, al ciego de Buenos Aires.
Las cinco y media en Poltava. Puedo reconstruir en mente el nacimiento
del sol en el raion de negras tierras. No hace mucho, Ronald Arandia ponía en
la bocina en casa de Elena canciones que acercaban el pretérito. Entre ellas a
Gilbert Bécaud y Nathalie: “les
plaines d'Ukraine”. ¡Ah! Los campos de Ucrania…
Atrapan prisionero a un moro herido, guerra de España, y Langston Hughes anota
que es “tan oscuro como él”. Salto a las “voces dolorosas del África” de
Agostinho Neto. Las lámparas se han hecho pesadas y descienden hasta hacer de
casa casi refugio antiaéreo. El único obús que tenía, uno del 105, ha caído con
estruendo desde el quinto piso. No tengo defensa ni alternativa. Creo que leeré
a Dickens, algo de infancia no ha de venir mal. Después de almuerzo escuché
música perdida de los judíos de Transilvania y sones del istmo de Tehuantepec.
Miré fotos de Marina en malla, cuánta belleza, y dormí. Soñé que no soñaba y
quedé vacío. Trago de agua, trago de sombra. Escucho pasos en la habitación:
son los míos. Atento, trato de concentrar el sonido de pies descalzos por la
madera. Froto algo de mentisan para dolores de alma y acaricio la piedra
alumbre que me regaló un brujo en Cholula. Más que eso, nada, escribir un verso
sin lírica, algún texto vacío. Las ocho cincuenta y nueve de la noche en
Cochabamba; ayer me deslumbraba una sonrisa y al oído me contaban cosas tristes
que no me hicieron llorar.
Termino citando de nuevo a Rozenzvaig: “Nada se parece más a la pérdida
de la infancia como una dictadura”. Hablaba del Z de Costa-Gavras. Años 70. Camino al cine que creo estaba en la
calle Sucre. He de ver Investigación de
un ciudadano sobre toda sospecha, de Elio Petri, con Gian Maria Volonté y
Florinda Bolkan. Hay pasos en el dormitorio. Han dejado de ser míos, hora del
hombre-lobo.
09/03/2024
_____
Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot/Casa de Bill
No comments:
Post a Comment