Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Edgardo Cozarinsky cuenta del famoso cuadro de Caspar David Friedrich, un hombre ante la bruma, en alguna mansión escondida de Budapest. Su cuento se teje alrededor de la historia de la pintura, una anciana condesa, la pertenencia de semejante pieza al conjuro centroeuropeo, a ninguna otra geografía. Pienso en el Prater de Viena. El viento frío penetra por la ventana con esquirlas de lluvia. Desde hace unos días, luego de leer el texto de una escritora rumana, pienso en Stefan Zweig, en cómo y cuánto lo leía en la biblioteca de casa: 24 horas en la vida de una mujer… Editorial Tor, de tapa coloreada y delgadísima. Unto mantequilla sobre pan francés. Negro humo del café.
La casa se
ha llenado de silencios. No he tocado ni almohadas ni fundas, todo está como lo
dejaron. Tengo cierto escrúpulo de destruirlo, de ponerme a limpiar y permitir
perfume de aire fresco entre las paredes, quitar polvo de lámparas y apagar el
disco de boleros de caballería que he ido tocando en el ocio libre. Esto se
refleja en reembranzas de lo que escuché, las bandas que oí en el crepúsculo de
pueblos. Enterramientos de domingo, crespones de papel en púrpura y ébano, músicos
desorejados y ebrios que arrecian con el trombón, cornetas del fin del mundo,
tambores inquisidores y bombos de antesala del destino.
Desde su
balcón solariego, mi abuelo, subprefecto de Punata, veía pasar la banda
borracha, alegre beodez que no coincidía con la penuria de los sones. Se
acercaban, pasaban y desaparecían rumbo al campo dicho santo. Cruces pintadas a
cal, que azules solo para la élite, inclinadas, deshechas, caídas. Flores
nuevas para muerto nuevo. Viejo será apenas se marche el público y los
desenterradores desvestirán al sujeto o aprovecharán el cuerpo de la difunta
antes de medianoche. Luego palazos sonoros, arena y cascajo, el o la difunto
difunta pelados con un resfrío que no podrá matarlos estando como ya están.
Hacia ese
mundo encaró el domingo desde las nueve de la mañana, informándome de las vías
modernas superpuestas sobre los durmientes del otrora tren al valle. Viajé allí,
por Tin Tin y Vila Vila, en el techo, agachando la cabeza en un par de túneles
de no larga extensión. Viajó mi padre niño de la mano de su primo Gualberto
Villarroel, Ferrufino era, crío del cura Quintín. Desde su casa en la hoy
confitería Dumbo, sobre la avenida Heroínas, visitaba a los abuelos en la calle
Lanza, casa de tres patios, al lado de las monjas y el diario Ángelus ¡de rodillas, de rodillas! Hogar
que contaba con un peculiar fantasma pianista a quien infructuosamente combatió
mi padre con corto sable de oficial paraguayo obtenido por un pariente en el
Chaco. El piano siguió tocando y el cuchillo cercenó macetas y flores de
cartucho. Melancólico, un árbol de floripondio observaba hasta dormirse de
nuevo al ritmo de teclas hermosas y malditas de quien nunca fue.
El cadete
Gualberto Villarroel, de etiqueta militar, recogía al pequeño Joaquín y viajaba
de la mano con él en ese tren del valle. Lo entregaba a su tío Armando
Ferrufino Camacho e iba a visitar a su madre en Muela, después Villa Rivero,
que en mi memoria aparece con los compadres Montaño, ambrosía al pie del ordeño,
más deliciosos y en extremo grandes duraznos de partir de San Benito y los
mejores de Ulincate.
Pobre
Gualberto, lo ahorcaron más tarde, de ese poste de luz que muestro a Emily y
Aly, mientras el otro pariente, ahorcado a su vez, mira desde el alto pedestal
de palomas cagonas hacia el mamotreto de la “gran casa del pueblo”. ¿Copiaron
el pomposo nombre de los guaraníes o de los iroqueses? Dejamos a nuestros
queridos colgados para subir al en verdad impresionante teleférico. Aly me dice
que La Paz le recuerda Lisboa, Emily sufre con el gentío de trescientos
atolondrados camino de El Alto en la línea morada.
El alto
valle, el Valle Alto. Tierra que nos liga a la Cochabamba rural de manera estrecha.
Desde los ya fallecidos álamos reales que el abuelo plantó en el camino de Punata
a Arani hasta los adustos ojos de Manuel Ignacio, héroe, a otros más suaves
pero muy característicos. El mayor Celiz, de la Fuerza Aérea, de visita en
casa, afirmaba el común parentesco con René Barrientos Ortuño; de boca en boca entre
los viejos corría la leyenda del Ferrufino apuntando la charpa al macizo pecho
del tirano Melgarejo. Charpas somos, algunos incluso llevan el mote como apodo
personal. Los charpas y los otros, será, supongo, signo de distinción. Tarata y
Huayculi.
Sugiero a
Elena que conduzca no por el asfaltado entre Cliza y Tarata sino que tome el
empedrado que atravesará el misterioso algarrobal de Tiataco. Este está en un
sitio de las Naciones Unidas marcado en el mapa con otros alrededor del mundo
como lugar notable.
Corría un
“rápido” de color rojo entre los espinales de allí, cincuenta y cinco años
atrás. Pertenecía al tío Jaime, el que a pie escapó de Curahuara de Carangas a
Chile durante el período de los campos de prisioneros en el auge del MNR.
Loayza Beltrán lo cuenta en el libro Campos
de concentración en Bolivia; también cómo su hermano Rómulo Ferrufino Ustáriz
se arrastraba por los helados pisos de la cárcel inutilizado por el ferviente
látigo movimientista que castigaba su osadía de haberse cargado a dos policías
durante una insurrección falangista en Cochabamba. Brisa del altiplano que
construye figuras volantes. El frío duele más que el fuego. He pasado por
Curahuara y pensado en los parientes, visto las magníficas pinturas de la
iglesia, calentado las manos enguantadas con la fogata encendida debajo del
tanque de diesel para descongelarlo.
El tío
Rómulo, el mayor, hijo de Cecilio, era muy serio. Tres de los hermanos vivían
al lado de lo que sería la Universidad Mayor de San Simón. Poco salía él cuando
íbamos al campo en familia. “Rápidos” se llamaban las grandes vagonetas que
utilizaba el transporte interprovincial. El tío Armando tenía una negra, y
Jaime la roja con la que cruzamos Tiataco y donde por primera vez en mi vida
veía ese paisaje entre dantesco y épico. Nunca lo olvidé. Elena, encara por
este camino hacia Tiataco, luego curvarás hasta Arbieto y saldremos a la
carretera que bordea la Angostura. Chevrolet “sapitos” de los años 50, tal vez
Studebakers y Dodges al lado. Esos llevaban carga y gente. Eran altos; no
encuentro ninguna foto en la red que los identifique. Me queda el recuerdo.
Iban a Quillacollo, a Vinto y Capinota; a Tiraque y Pojo.
Niños
alrededor del baile, nosotros. Tango y cueca, taquirari. Rómulo y Jaime se han
quitado los sacos y danzan. Metidos en el pantalón, en la espalda, cargan
revólveres de ocho tiros. En el amanecer de la fiesta salen al patio y echan
balazos al aire. Mi padre con la Beretta calibre 32 que heredó mi hermano.
Salvador Lobo, tío, contralor, lleva pistola pequeña. Canguro Antezana, dos, y
mientras gira apaga una a una las estrellas con cada disparo.
A las dos
de la tarde el sol no perdona. Pero debajo de los algarrobos la sombra cobija
cactos. Algunos parecen muy antiguos. Creo que al menos esto se preserva en el
país. La plaza cuenta con una espantosa iglesia de ínfulas modernas.
Caminamos
por los ceibos que bordean la vertiente de Juturi. En la plaza de Anzaldo, de
sombrero y anteojos negros como jamás uso, digo a mis hermanos que es quizá en
mi novela El señor don Rómulo, casi
al principio, que menciono a un pariente que vivía aquí, en una de las casas
alrededor, y que tenía tres calaveras en su velador de hombres que había
matado. Necesitaría compañía el señor, callada presencia, allá él.
Este viaje
al pasado semeja casi un paseo por la muerte. No podía ser de otra manera en tierra
belicosa, donde amedallados y no amedallados se mataban con fruición. Igual sus
descendientes. Papá con un Winchester y el tío Jaime con pistola ametralladora
haciendo guardia en la casa del abuelo en Cliza porque un par de veces los
Jordán les habían arrojado dinamita al techo. Yo que no tengo armas de fuego
bien sé que a pesar de eso el asesino anda agazapado. Si saldrá o no saldrá es
el acertijo. Por ahora escucho calmado música provenzal y me acaricio las
piernas.
Cuento las
ulupicas, verdes y rojas, que compré en Anzaldo igual a un rosario. Una tras
otra en su menudez letal. Desconozco su preparación pero he de aprender, vicios
del capsicum.
Domingo que
fue algo que nunca cedió, que permanece como argamasa de hierro aunque
alrededor hayan caído en ruinas los artefactos de la memoria. Recolecto
piedrecillas de color, tomo fotografías. La próxima avanzaremos al todavía
fabuloso río Caine. Plantaciones de papaya como flores anaranjadas. Negros
buitres antes de comenzar la subida al Potosí.
Apenas he
comenzado a caminar. Multitud de sombras me sigue como a diputado nacional.
Exigen que escriba sus nombres que si impresos están los justifican. Caso
contrario se hundirán en la tristeza, aciago lodo del adiós.
05/03/2024
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Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2024. Algarrobos en Tiataco
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