Friday, May 31, 2024

La sombra del humo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Intangible, el humo, y sin embargo proyecta sombra. Me adueño del título de un texto de Vladislav E. Jodasévich acerca de Samuil Viktorovich Kissin, apodado Muni. De su Necrópolis personal, memorias que siendo suyas reflejan una generación perdida en la que percibimos al autor mientras conversa o detalla con y a sus personajes. Sino colectivo, tal vez, pero tan distintos unos de otros, a pesar de que supuestamente existía un aura literaria que los unía.

 

Será la guerra, que mi entorno se ha rodeado de lápidas. Como las placas de metal adosadas a muros exteriores recordando la visita de personas notables a inmensos, vetustos edificios en una de las colinas de Kiev, después de haber fotografiado la verde Casa de los Gatos y habiendo inútilmente querido hallar discos compactos con música de bandura. Será que la tristeza hace que los otrora tambores y trombones impacten ahora con sonido de obuses de ciento cincuenta y cinco.

 

Me asomo a un lugar de comida ramen pero salgo, está atiborrado de estudiantes. Comienzo a descender hacia la avenida principal de la capital, hacia el ángel. Detrás de la columna hay cierto edificio soviético que causa asombro cómo se puede construir algo tan grande. Quizá Bucarest, el palacio de Ceaușescu. Hora de almuerzo; me decido por comida tártara que no aprecié como debía. Solucioné el entuerto con vino blanco del lugar. Pensando, recorriendo lugares de souvenirs para retornar a Denver, chucherías a las que no falta belleza, arte popular a su modo. Olvidé comprarme una camisa bordada. Falso decir que no pensé, y sigo pensando, en mi matrimonio en la estepa, de traje cosaco negro o rojo y botas de cuero. No puedo jinetear ni siquiera mi destino, o sea que no montaré a caballo. Sable ilusorio, una adornada cacha decorativa. Me emborracharé como se debe, hasta caer debajo de la mesa y la pobre esposa me levante para indecorosa luna de miel. Déjate de literatura, espetará, y ámame. Cigüeñas aposentadas encima de las chimeneas, casas coloridas de madera. Huelo campo, mañana estaremos en Berlín y luego París. Ahora froto eneldo entre mis dedos y me transfiguro en niño, al lado de una pila cochabambina que gotea y llena un bañador metálico para asearse los chiwalos de azul oscuro.

 

Despierto sin haberme dormido. No se puede asir el humo pero ¿por qué está el ambiente en penumbras? Porque hay humo que oculta el sol. Insoluble ecuación. Inclinamos la cerviz hacia Dios o el verso, por lo incompresible. Aquello que sonaba como fiesta canto de frenéticas bombas es, era, seguirá siendo. Parece que va a llover, susurran los niños. Parece, solo parece, lluvia no es sino fiebre de batalla, tisis, gas mostaza, cloro.

 

Necrópolis. Sumeria o hitita, modestas capillas levantadas en cuatro piedras imitando casas a la entrada del pueblo de Potolo. Recordando que son demasiados muertos para lugar tan chico, demasiadas pesadillas y demonios que vuelan desde los tejidos y retornan a esconderse en ellos con trajes bicolores. Ají de arvejas que mezclamos sentados en manchadas sillas y piso de cemento lustrado. Muku amarillento e inservible sobre una mesa. Al fin del camino, detrás de cordilleras insalvables y ríos por los que vuela más polvo que agua, corren provincianos simunes de la América meridional.

 

No solo Luvina es triste. También el gran río Manupare de irreal verdor. Esplendores de corona no siempre traen contento.

 

Aleteas por los cielos en traje de novia. Te disputan Kusturica y Chagall. Observo y bajo los ojos a una línea que podría ser mía: entonces te imaginé feliz. Soñamos con los bronces de Benin, con las ruinas de Van, mas crece un incendio popular y colectivo. Si Gurdjieff buscara respuestas hoy en los pasadizos del Cáucaso, si su fin fuese hallar la perdida trama de alfombras antiguas, qué hallaría. No significa que su tiempo olía a rosas, por los caminos crucificaban asirios, imperio de la bestia atroz. Más pronto que nunca la humareda del tren que lo aleja de allí traquetearía hasta encontrarse sin sentido, hundiéndose en el fangoso Támesis en donde se ahogara Dickens. Turner sombrío, no paletazos de luz en la tormenta. Monstruos antediluvianos, tiburones de pupila muerta, pulpos mitad calamares, langostinos pies de cucaracha.

 

Personajes de Theodore Dreiser, en alguna urbe norteamericana, en páginas de Ambiciones que matan, anuncian con énfasis que “Dios proveerá, Dios nos mostrará el camino”. Ni provee ni muestra, ha dejado el cayado para recargar munición a los magníficos César franceses, cañones autopropulsados, epítomes de la belleza del siglo. Evangelio según la muerte.

 

Dejo de lado el silencio para adentrarme en las junglas del aduanero Rousseau. Tigres, gitanas y monos. Hablé del río de Pando que describe Roberto Navia Gabriel en su interminable periplo. Me pongo, otra vez, en la punta de la delgada canoa que corta el Mamoré, veo el cuerpo flotante de Horacio Quiroga devorado por los peces. Si caía dentro de aquellas aguas marrón ceniza nada estaría contando, ningún paso habría sido dado en las escalinatas de Odesa, no habría asistido sin presencia a funerales tantos que tendría que cortarme los dedos para no contarlos. Misterio de los escondido, Henri Rousseau, acerca de quien pensaba cuando el hambre agarraba las tripas bajo el hermoso cielo de París. Botes iluminados con festejantes turistas apenas hienden las aguas. Mi reloj no tiene batería, se detuvo a las nueve menos cuarto de cualquier día. Máquina falta de memoria, soldado japonés con peso muerto a marcha forzada, senda que conduce a nada. Lo extraño, sin embargo, en la muñeca, y continúo llevándolo como si del tiempo dueño.

 

Cierro el último botón de la camisa, saldré a comer algo en Cochabamba de Corpus Christi. No descarto pasar por las iglesias y comprar, a manera de Joaquín padre, rosquetes y maicillos, traerlos a casa para el café solitario, rodeado de voces impresas en páginas carentes de sonido. ¿Tocarán las campanas cada hora? Amaba eso, no me obligaba a pensar en divinidad sino a relajarme. En algún momento cambiaron los tintineantes bronces por maquinarias automáticas y se perdió la esencia. Veré qué hay disponible, estos oídos por horas no han escuchado nada más que los vecinos jugando lotería bingo en el feriado. Observo: refresco de durazno, monedas de a peso, interesados invitados en fraudulenta cábala. Torno para ver si ella está. Está Macbeth.

 

Caminé por la hoy oscura calle Ecuador ¿vida, dónde? En lo que fuera el Café Fragmentos han abierto el bar Berlín. Pedí caipirinha, me senté en silla que sin ser la misma irradiaba historia. Puerta metálica que da a la calle, escaleras en caracol rumbo al amor. Han perecido griegos, españoles e italianos, el aroma de Brasil se ha disuelto. Dos, tres bares en penumbra lo que queda; lejos, vestidos floreados crecían piernas invertidas como blancos cipreses a vera de vertiente. En la pared, un sténcil tipo Bansky retrataba a Ligia.  

 

Tropiezo con un bulto, cuerpo de amante difunto.

30/05/2024

 

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Imagen: Hannah Höch, 1931 

Tuesday, May 28, 2024

Járkov a ritmo de catira


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

He leído libros desde muy joven pero no tengo idea de lo que es la guerra. En la emigración ocurrieron cuatro de ellas en los Estados Unidos, lejanas. No sé lo que causa en la mente de los que viven en medio de la tragedia. Puedo usar razón, empatía, filosofar acerca de lo que desconozco. He pasado el día entre dos libros disímiles: Lady Macbeth de Mtsensk, de Nikolai S. Leskov, planos de violencia y pesadillas con trazos expresionistas de amor. Por el otro, la placidez de Iván Turgueniev en Aguas primaverales. Verde campiña rusa. Y de sangre bermellón. Vaivén. Péndulo.

 

Gastão Formenti, artista italobrasilero nacido en Guaratinguetá en 1894, canta De Papo Pro Ar, hermoso cateretê de mucho ritmo que después interpretó el gran Ney Matogrosso. Luego escucho Zíngara. A Formenti lo conocí en una fabulosa compilación como lo eran todas las de Frémeaux & Associés, discos compactos seleccionados. Ese ejemplar doble tuvo su historia de pasión y abandono como tanto mío. Veré si un día puedo conseguirlo de nuevo. Me educo en cuanto a la mixta, mestiza, caipira danza del cateretê, también llamada catira, de los confines del continente de Brasil, a decir Mato Grosso, Goiás, Paraná, Minas Gerais, Espírito Santo, Mato Grosso do Sul, Tocantins y principalmente São Paulo, según reza la enciclopedia virtual.

 

Ney Matogrosso encabeza una lista de discos y canciones que voy preparando para mi sobrina nieta. Incluye la música perdida de los judíos de Transilvania, por el grupo húngaro Muzsikás, el complejo klezmer Chernobyl y a Karsten Troyke y la belleza de la lengua yiddish. Así como Colombia, Montilla, las noches del Paraguay, merengue apambichao, Ada Falcón…

 

Los rusos atacan la región de Kharkiv en motocicletas. Van dos montados; la cruz de la muerte los enfoca con cuidado. Alocado polvo de imbecilidad. Mientras tanto, el palacio del zar putino, cerca de Sochi, llena sus paredes de épica imperial, desde el mítico Nevski y germanos hundidos en lagos de hielo hasta otras fervientes escenas de supuesto imbatible poder. Borodino. Vi, en el 2018, por última vez en mi tiempo, la estatua de Catalina, reina y amante. Primero la rodearon de bolsas de arena para que las bombas que caían sobre Odesa no la dañasen. Después, la ira ucrania la removió del lugar, a ella y a sus corifeos sexuales. Irá un día, supongo, a un museo, pero dudo que se la muestre en parques públicos. Rusia ha muerto para siempre en tierras donde todavía se habla su lengua. Asesinó a su propia gente. A pesar del dolor, nada hizo tanto por la identidad de Ucrania que este pervertido. Mal le cabrá la corona en la testa sanguinolenta que arrojarán a los perros. Ni el manto de armiño.

 

La sombra de Iván Mazepa busca entre los caídos a sus aliados suecos. Finlandia prepara otra guerra de invierno, Polonia mira con nostalgia la gran extensión que pertenecía a la república, confederada con Lituania, llegando a un tramo de Moscú. Eso sin pensar en el sur, en el Cáucaso que solo aguarda para devorar sus desechos, en Yakutia, república de Sajá. En Tartaria y Bashkiria. Se arremolinan en torno a la historia futuros que cuentan de antiguo pasado. Ya China distribuye mapas en donde recobran Manchuria y donde se renombra a Vladivostok Hǎishēnwǎi, que significa “acantilados del pepino de mar”, esa espantosa delicadeza oriental que se vende en todo lado. Las bellas rusas de Khabarovsk, sobre el río Amur, habitan las postrimerías del delirio de su raza. Gigantescas ciudades chinas van rodeándola. Siberia, después de siglos, parece que va a cambiar de partido.

 

La mira ha sido fijada y los motoqueros guerristas arden vivos o duermen la gloria de un agujero en el cráneo. A ellos les siguen carros de golf que vienen de Beijing que igual terminan calcinados. Se supone que las motos tienen el mismo origen, ahora que el zar, bastante pequeño al lado de su amo Xi, ha decidido venderse a precio de meretriz enana, lejos, muy lejos, de Pedro I Romanov.

 

Motocross hacia el infierno. Festejaremos pronto en las calles, con combos a destrozar adustos rostros en piedra de la maltrecha y embaucadora nación de los soviets, esa que sigue enviando mujiks al matadero mientras los señores navegan el Mediterráneo. Habrá lugar, ojalá, para su emblemática furia. Traspasar el castigo de su mísera ignorancia a los nuevos boyardos y extinguirlos hasta allí donde alcance. Sabemos que la historia se reacomoda y que los patrones resurgen y se entronizan vez tras vez, pero existe el intervalo del sacrificio, en toda circunstancia y lugar, y en él hay que colocar en pira funeraria a la aristocracia comunista, oligarca, fascista y quién sabe qué otras denominaciones sirvan para esta organización criminal. No les sirvió el ejemplo de Qadafi. Pues a reanimarlo. Que al pelele ruso lo paseen encima de un palo, digno de martirologio medieval, a cuanto más sangriento, mejor.

 

La catira se mueve entre golpes de manos y pies, rítmicamente. A diferencia de Francis Ford Coppola que reflexionaba sobre Wagner con napalm, sugiero para Ucrania el festivo trópico y la catira es buena elección. Cierto que caen bombas planeadoras (glide bombs) en las calles de la magnífica ciudad de Járkov. Tiene que llegar el momento, imprescindible, en que haya fuegos contrarios, desde Sumy y Járkov hacia oriente en una suerte de talión justificado. Horas de fanfarria y alegría bien merecidas. Paradójico rezar que el dolor conlleva música, tenebrosa y terrible afirmación. Dios no ha muerto hoy, falleció ha mucho, ahora se crucifica la razón. Quien no actúe dentro de esta locura homicida verá cadáveres alrededor. Hay cierta posibilidad de que con la derrota moscovita se frene en algo el ya marcado destino que devorará Europa y el planeta. Veremos. Lo cierto es que al fin las Escrituras parecen haber dado con la antítesis del profeta. Nunca creí que llegara a ser tan prosaico como un pequeño burócrata del servicio secreto. Se preparan apocalipsis. China contra la India, ésta en guerra con Pakistán; el sureste de  Asia enfrentado al imperio han, apoyados en Japón y Corea del Sur. Bastante memoria de guerra tiene para recordar Vietnam respecto a su poderoso vecino. Balcanes insomnes. El final, de larga espera, del auto de fe del norcoreano orate. Chillará el gordinflón, vivas llamas con sebo derretido. Pese a quien pese esta retórica de medioevo es ahí en donde estamos. Falsamente se creyó que el mundo había cambiado. Estamos a pasos de ser dirigidos, desde la presidencia de Estados Unidos, por un hediondo violador de cagados pantalones, adicto a la cocaína. Jaurías aguardan dispuestas a sacrílega antropofagia, mercenarios africanos estupran soldados rusos del mismo bando que ellos en los campos de Ucrania. No más, hermosa Nathalie, les plaines d'Ukraine; no más les Champs-Élysées, se acabó la rebelión del jolgorio, se ha proscrito la ilusión. Es posible que con firmeza, alarguemos unas décadas la agonía, pero ello pasa por el desmembramiento, literal, del tirano de Moscú. Si no, se acabó Suiza, se incendiará hasta el pacífico Liechtenstein, y los hindúes de Londres harán de su bailable bhangra rito mortuorio. Estamos a tiempo, los sobrinos nietos merecen todavía leer a Severo Sarduy y escuchar a los Latin Crooners como Gastão Formenti. A Ernesto Lecuona y su bella Siboney.

 

Música, música para Járkov, alegre y desmesurada, que la venganza asoma con luces de neón.

27/05/2024

 

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Imagen: Danza campesina/Pieter Brueghel el Viejo, 1568

Sunday, May 26, 2024

El viaje


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Abrí los ojos y ahí estaban los rascacielos de Presidente Prudente. Los volví a abrir y a manera de lagos se presentaron las bahías de Panamá y de Cienfuegos. Anillos y collares de hueso blanco en las afueras de Matanzas. Frágiles y sutiles, de cocodrilos huesos y buril. Iluminó tu cuello calabrés un collar de cuentas de coral negro; mejor te veías con coral rojo. Supongo que habrán quedado en cajones polvorientos o que otras los llevan porque se los diste. Una cabeza en miniatura de plomo, único recuerdo del barrio chino de La Habana, sigue en intocada caja de mi mesa de noche. Me trasladé, cierto, pero no completo. No te deshaces de la mugre de las uñas, permanece, tiene tonos marrones y fugaces sepias.  

 

Arrecia la banda mexicana con corrido movido y machista, “aunque eras mujer paseada”, dice. Pobres mujeres, atareadas por pistolones de cobardes. Prefiero pensar en que atravesando el océano verde, no el de Yellow Submarine sino el de Cancún, acariciaba un tomo de Alejo Carpentier para gozarlo juntos en casa, con una botella de ron de Santiago, de esas que nunca salen en catálogos mundiales. Stefano Varese parte hacia Oaxaca, lo pierdo en el aeropuerto. Llevo conmigo, autógrafa, su emblemática La sal de los cerros: mina del río Perené, resistencia ashaninka, el mítico Juan Santos Atahualpa, Inca jamás derrotado. Yo sigo a México, con inmigración en Houston, Texas, donde habré de mentir que pasé los días en el DF y Veracruz, que Cuba está prohibida. Mar esmeralda, desde el cielo se puede ver el gris lomo de tiburones errantes. Pura literatura.

 

Desperté leyendo a Plotino. Y hojeo hoy a Pierre Drieu La Rochelle que comenta sobre el filósofo heleno y sobre Platón. Me gustaba, cuando lo tenía, seguir las páginas de Plinio el Viejo. Un polvoso libro de Benigno Carrasco: Hechos e imágenes de nuestra historia, dedicado al tío Rómulo el 7 de septiembre de 1950 en La Paz, aguarda por una revisión de casi cincuenta años cuando, apoyado en el frío muro del pasillo de casa, leía avatares de nuestra tragedia.

 

Tulum.

 

Nombre de Dios.

 

Chocó. Festejo del color.

 

Tumba del señor de Sipán.

 

Camino que va desde Suncho Corral hasta Salavina, Santiago del Estero, tras los pasos de los Espeche y los indios huarpes, sangres de mi sangre, sufrimiento y penitencia.

 

Cierro los ojos y estás tú, en nido de ametralladoras. No, no es la ofensiva del 42; está muy claro que el calendario marca el dos mil veinticuatro. Los nueve libros de Heródoto ya no bastan, los despojos de los soldados de Alejandro polvo son.

 

Abro y cierro la persiana en dos tonos. En el claro, viven imágenes de extensos maizales y de un bebedero de vacas en lustroso concreto. Los horizontales oscuros anuncian crepúsculo. Cuenta Máxim Gorki de Anton Chéjov: “Calló, quedó pensativo y dejando caer la mano en un gesto de cansancio, dijo en voz baja: ¡Qué absurdo y torpe país es nuestra Rusia! La sombra de una profunda tristeza cubrió sus divinos ojos, los finos trazos de sus arrugas los rodearon hundiendo su mirada (…)”. El Ejército Rojo ha tomado Berlín, por encima del angustiante gemido de mujeres violadas suena a todo volumen en cada esquina música del gran Tchaikovsky. Ehrenburg se fotografía con los partisanos judíos de los bosques de Vilna. Luego escribe notas llenas de dolor y odio acerca del justo castigo.

 

Atardece sobre la sacrificada Letonia, muertes de ida y de vuelta, como la taba, cara y culo. Ora son nacionales ora revolucionarios. Vuela la moneda de un peso, usaba yo las de diez francos que obtuve de limosna en París, y la rayuela se oye seca, casi golpe de gatillo. Miden puntos los contrincantes y beben. A quien pierda le toca suicidio.

 

Si he de ser franco hoy me gustaría acordarme de ti. Pero franco no es neutral y no haré referencias específicas. Collar de coral, anillo de oro feble.

 

En el confortable bus, despierto: torres de Presidente Prudente. Detrás quedaron pantanos y negras mujeres con baldes sobre la cabeza a orillas del río Paraguay. Deliciosas galletas brasileras, el vagón de tren se inclina peligrosamente de un lado a otro en Roboré porque el piso donde descansan los durmientes es de no sólido barro. En el norte argentino ellos, los durmientes, estaban tallados en quebracho rojo, vaya ignominia.

 

He oído anoche poetas jóvenes versificando aterradores panoramas. Por indumentaria y años no creo hayan vivido nada. Como todos nosotros, pizca de desdichado amor, interrumpido coito con la belleza, quizá una luna carmesí y un cometa que cae sobre tu espalda y abre brecha de lava y fin del universo. Te sacaba uno a uno los terrones de greda que se te pegaron al espinazo mientras me soportabas encima. En tus senos, barba de choclo.

 

Ha caído otra vez del muro la máscara bozo de murciélago. Ya la conseguí rota en varias partes pero hay objetos que incluso destruidos brillan. Mírate tú como ejemplo, bella y a retazos de memoria, ni reconstruirte puedo, menos pintarte, apenas escribirte compungidas necedades. Agarro el pegamento que asegura ser más fuerte que el cemento, que cuidado porque si lo pones en los dedos quedarás rezando para siempre, monaguillo del atardecer.

 

Búhos, lechuzas cuando subo la colina hacia la avenida Leetsdale. Extraño la noche, para qué negar que no, si treinta años al menos fuimos fraternos, tú, yo, el silencio. Animales que danzan y cazan. Ruedo de azares, cerveza negra, la más oscura, Mackeson XXX, triple stout, horneada en Trinidad y Tobago; la llaman la cerveza fantasma del Reino Unido porque se mueve y comercia por fuera de la propaganda. La bebía en Brandywine Street y en Rockville, Maryland, en tiempos solitarios sin asomo femenino. Después me hice suave, no delicado, y, aunque estibador, trashumaba los sábados de asueto con ropa fina, camisas de lujoso leñador, chamarras de falso guerrero.

 

Corta siesta. La comencé en Londres y terminó en Oporto. De hamburguesa a vino del Duero. Había fados y bellísimas que los cantaban. Tan desesperanzados que el sexo moría de asfixia, dando bocanadas de pescado. Desde la ventana, Santo Ildefonso. Te envío fotografías que nunca abrirás. Llegan noticias de Madrid, de Roma y de Odesa. En el reflejo del vidrio mi mirada se hunde; si parecía icono por las ojeras. Creí que Portugal vendría con jugosos pechos, sudor de octubre. Heme aquí contemplando el río desde una altura, con vino blanco no de mi preferencia pero que ayuda a los mariscos.

 

 No me voy en el tren de la ausencia; en él vengo.

25/05/2024

 

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Imagen: Mural de azulejos en la estación de São Bento, Porto, 2018 

Friday, May 24, 2024

En conversación con Claudio Ferrufino-Coqueugniot


MAURIZIO BAGATIN

 

Texto leído en ocasión del evento "En conversación con Claudio Ferrufino-Coqueugniot" llevado a cabo en la UCB (Universidad Católica San Pablo de Cochabamba) el 24 de abril 2024

Claudio Ferrufino, además de ser un gran amigo, es el autor de una de las trilogías literarias, compuesta por El Señor Don Rómulo, El exilio voluntario y Muerta ciudad viva, que más han logrado retratar la esencia del ser boliviano, ser emigrante y ser hijo de la generación que se obnubiló en la revolución marxista de los años ochenta del siglo pasado. Una acuarela o un fresco de la tragicomedia boliviana. Bolivia nace como un laboratorio. Desde Bolívar hasta la tragedia del llamado “Proceso de cambio”, pasando por las mil y una dictaduras que ha sufrido, siempre ha ofrecido escenas irrepetibles en otros ambientes.

(…) Claudio se adueñan de un lenguaje puro y sincero, quechuismos y contaminaciones importadas o de paso -de la época que vive- sin conformismo y con pocas gracias da a la luz una visceral joya literaria, que el tiempo -sabio conservador y madurador- nos devolverá mañana con aún más luz y más poesía. Dejémosla madurar, a cada cosa su tiempo, a cada uno su trabajo… y al lobo el rebaño.

Única en un teatro único, Bolivia, a través de esta trilogía, desnuda muchas de sus calidades y de sus falencias. Bolivia es un espacio adonde la ontológica rebeldía se va mezclando con el retraso hacia una historia que al parecer nunca supo acompañarla. Un camino para conocerla y para conocernos es nuestra literatura, y Claudio con su obra y su lenguaje, nos introduce por un p’ujru único, maravilloso y espeluznante, irónico y tremendamente poético. El invito es a que lo lean.

En 2016, Omar Salinas de la UMSA realiza un estudio: “Rupturas y continuidades: La nación narrada desde la voz del niño patriota al joven marginal”. Dos novelas tan distintas en el tiempo y en el estilo como Juan de la Rosa. Memorias del último soldado de la independencia de Nataniel Aguirre (1885) y Muerta ciudad viva de Claudio Ferrufino-Coqueugniot (2013) tendrían a primera vista muy poco en común como para compartir líneas de análisis. Pero una lectura un poco más atenta a los detalles revela el dialogo que se establece entre ambas obras. Más allá de los lugares comunes y de las referencias directas e indirectas que la obra de Ferrufino-Coqueugniot hace a la de Aguirre, ambas novelas se construyen como narraciones en torno a conflictos de identidad de sus jóvenes protagonistas como formas de pensar lo nacional. El análisis que proponemos se centra en las formas de representación discursiva de lo joven y la estructura temporal a ellas relacionada para poner en dialogo algunos rasgos del sentido de nación propuesto en ambas novelas.

Carlos Crespo Flores, investigador de la UMSS, compartió muchas de las experiencias generacionales que vivió Claudio Ferrufino. Fruto de una profunda lectura de la novela Muerta ciudad viva, son los textos que compartió en el blog Anarquía Cochabamba: “La juventud universitaria de Cochabamba en los 80’s según la novela Muerta ciudad viva”; “Los universitarios en la novela Muerta ciudad viva: Revolución, alcohol y eros”; “Claudio Ferrufino y los aromas del eucalipto”; “Algunos argumentos para leer Muerta ciudad viva”; “El Cruce Taquiña cuando era de tierra”; “La chicha de “Las Garrafas” según Claudio Ferrufino”; La UTCH, legendaria chichería de los universitarios en los 80’s”.

Abril 2024 

Sunday, May 19, 2024

Libros rescatados e historias


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Olvidé cómo comenzar el texto. Entre Cochabamba y Trojes. Y de vuelta. Ayer llovió. Una larga nube cargada salía del pico Tunari y se extendía hasta por lo menos Chiñata hacia el este. El viaje me valió recuperar Isabel de Egipto o el primer amor de Carlos V, de Ludwig Achim von Arnim, amigo de Goethe, comprado en noviembre de 1986 en Valencia, según anotan en tinta verde mi letra y puño.

 

Valencia, del Cid, subidos en el segundo piso de un edificio medieval quise creer, recinto de la CNT. En la radio interna que tenían, hablamos Alain Labrousse y yo acerca de Cuba, Fidel. Jóvenes punk leían revistas o conversaban. Más tarde en un bar en la planta baja nos emborrachamos a puerta cerrada con agua de Valencia. Se habló de poesía, de Durruti, de Negrín y la traición comunista, de Bolivia desconocida. Con el tiempo vendría la ofuscación anarquista de la península ibérica con el tema de Evo Morales, lo que me obligó a romper con ellos. Ácratas defendiendo al rey del capitalismo salvaje y emperador de lo otro, increíble. Allá ellos, hubo un tiempo para todo y el suyo terminó. Ceguera. Pero no hay que permitir que muera la ilusión y que nuestra capacidad de asombro, de descubrimiento, cese de extenderse. Hoy lo insospechado se convierte en real, de crepúsculo a amanecer. Poca cuenta nos damos de nuestra propia rápida transformación. Por ello, amo recuperar libros viejos, mirar de entrada la cronología y la geografía que detalla mi mano en letra de imprenta. Luego, revivir las circunstancias en que se los consiguió. Llegando al aeropuerto de Santa Cruz con la mochila llena de volúmenes, leyendo El rey de la máscara de oro y dejando que su luminosa niebla me obligara a no pensar en pasiones rezagadas ya, cerca de los Alpes, a digerir en mente el postrero París, la novedosa España, los bosques de Québec.

 

Antes, bastante antes, que la emigración a Estados Unidos, que Lou Reed en Dirty Blvd, mi canción receptora para el nuevo país.

“Pedro lives out of the Wilshire Hotel
He looks out a window without glass
And the walls are made of cardboard, newspapers on his feet
And his father beats him because he's too tired to beg”

 

No pensaría entonces que me casaría con una pintora de Nueva York, escucharía música jamás imaginada. Arte, muchísimo, Kazimir Malevich, Rembrandt, Keith Haring, Rubén Blades y Son del Solar, bluegrass, Rosalie Sorrells cantando Good Bye, Joe Hill. Emily y Aly, dos hijas.

 

Casas construidas en cartón, New York. Arica. Rusia narrada por Aleksandr Ivánovich Herzen.

 

Negro es el color del cabello de mi verdadero amor. Tonada escocesa con infinitas versiones, desde Joan Baez a una, la mejor, que me hizo escuchar Hervé en su dormitorio de la Sorbona. Negro el cabello de Irina, como la noche en que irradia su grito el bursak. Vuelan largas cigüeñas, sábanas fantasmas. Irina Nesterrovich, Ирина Нестеррович, ya no despierta al ruido de las bombas. Las cree campanadas del reloj del cielo. Mueve los brazos y arregla el pelo, oscurísimo sobre la blanca almohada con bordados locales en rojo y azul. Me acerco a Poltava, luces por el aire. Alisto el cañón antiaéreo y disparo con enfermiza violencia. Si de cada uno caen tres enemigos pues me habré cargado trescientos; no sembrarán más papa ni comerán col. Simple lógica, el repollo se deshará en mi propio plato con cucharada de crema agria y esparcido eneldo. Me acerco y no te despierto. Sentado, cierro los ojos con alguna desazón por no haber eliminado quinientos. Black Is The Color Of My True Love's Hair, voz de Nina Simone.

 

Abandono las digresiones bélicas, negro es el cabello de mi verdadero amor, y acaricio el lomo de Henry y June, rescatado hoy, mimetizado entre piezas de teoría literaria. Anaïs, Anaïs, lectura de mis veinte años en seis diarios que poseía. París, de nuevo, hogar de un anarquista español y su pareja artista francesa, en Nanterre pero más seguro en Malakoff. Mientras cocía la paella de conejo y mariscos, revisaba la biblioteca. Volúmenes de Anaïs Nin, época muy marcada de mi vida, con Henry Miller, Alfred Perlès, Lawrence Durrell. Entre mis veinte y veintitrés, más o menos. Pilar, Gloria, que iban cediendo paso al mundo de Elisabeth, Elke y Francine. Confusión de muslos, pieles aferradas una a otra que al despegarse descubrían chasquido de látigo. Quilt sensual. Extraños sonidos guturales, suspiros de gruta, termales aguas de caverna, emanaciones de tibio azufre, viaje al centro de la tierra; recordándolo, me retraté en faldas del maestro Verne en la explanada de Vigo. Caminaba un bebé pulpo por el malecón y un garfio lo arrebató de futuro. Delicado balance, me dije, lo que me dio ánimos para no pensar en ellas que a todas perdí. Jules Verne, el pulpo gigante y yo, listos para partir al incansable Orinoco.

 

La marcha de Radetzki, Joseph Roth, libro favorito del maestro Jorge Muzam en su exilio de San Fabián de Alico. La nota reza: Valencia, 12 de noviembre, 1986. Francine, bella y sexual, puso su nombre al lado del mío en octubre del 87. Lou Reed, ahora: Good Evening Mr. Waldheim, una de las canciones suyas más lindas para bailar a pesar de su contenido político. Cómo eras tú, muchacha de Leeds, ligera de prejuicio en las notas de Walk on the Wild Side. He de deberte siempre la alegría. A tiempo de morir pensaré en ti, un poco para no ser egoísta con tanta mujer dadivosa. Joseph Roth no tuvo mi suerte, descorazonado olió la penumbra nazi que asomaba, tomando los dedos de su esposa loca, sabedor que los minutos llegaron a fin.

 

Моя любовь.

 

Моя любовь.

 

Entre la ciudad Sí y la ciudad No. “Todo está muerto y asustado en la ciudad No”. Cochabamba, 5 de mayo, 1986. “La vida, en cambio, en la ciudad Sí, es un canto de mirlo”. Yevgueni Evtushenko me dedicó un libro de ensayos suyo, edición norteamericana. Puso: "Para Claudio Ferrufino con mi amor por Bolivia, 2006, YE". Inolvidable. Ese libro sedujo a E, no yo. Tengo en vista hasta el detalle. Se acojinaba la ciudad inane, había fallecido la Navidad del 85 y entregaste tu amor para reponer la vida exterminada. Una y otra vez cantaron sobrios horneros de paso militar; hacían chirp chirp los mukusuas café y amarillo, ladrones de muku. Media botella de vino barato quedó en el mostrador de la cama. Camino de casa me regalaste la más preciosa sonrisa y cuarenta años pasaron. Rip Van Winkle despertó de su sueño y no encontró nada. Pero tengo tu retrato en carbón, en tinta china, pezones marrones de mujer madura.

 

Sigo con la ciudad española y el año ochenta y seis. Retratos reales e imaginarios, del maestro Alfonso Reyes: Antonio de Nebrija, Chateaubriand, Fray Servando Teresa de Mier. Líneas de trazo efímero, debo volver a leer, no voy a negarme al placer. La noche comenzó hace mucho y aguarda por mí una película sobre la Guerra de Secesión, en el sur de las Carolinas. Lejos, hay jolgorio de fiesta, canta Leo Dan. ¿Han de preguntarme del tiempo? No sabré responder.

18/05/2024

 

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Imagen: Kees van Dongen, 1912. Retrato de su esposa Augusta, llamada Guus, leyendo a Rabelais 

Friday, May 17, 2024

El juego del azar


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

“Vagaba sin cesar, perdido, sonámbulo, por aquellos bosques virtuales, por aquellos bosques de palabras, cabañas de palabras, prados de palabras. (…). Lo que me rodeaba no me interesaba. Todo lo que me interesaba estaba hecho de palabras”. Escribe Amos Oz, el que tenía su madre en Równe (Rovno, Rivne hoy, Ucrania), de donde era también Zuzanna Ginczanka. “Zuzanna Ginczanka tenía los ojos/uno de ellos enfermo y el otro azul/un ojo dolía en el verso/el azul era el de la felicidad” (de la poeta Dorota Chróślcielewska). Amos Oz nunca fue a Równe por miedo de que se esfumara el encanto de las narraciones de su progenitora. Pensé pasar por allí, camino de Lublín, con Natalia Aleksandrovna, mientras dejábamos Vinnytsia. Tanto por hacer quedó detrás. Tengo confianza de que el ángel de la muerte se abatirá sobre Rusia y despejados de cadáveres estarán los campos de girasol. Brillará Van Gogh entonces y los cuervos volarán felices con ojos enemigos colgando de los picos.

 

Aullido macabro de los bursak (tejones), burla de la naturaleza ante la idiotez humana. Con felpudos abrigos grises se confundirán en la floresta y no habrá otro ruido que el de siempre, no explosiones, ni siquiera el suave trajinar de finlandeses sobre esquíes yendo a matar rusos. Me hiciste escuchar ese grito, no había llegado el crepúsculo, el día agonizaba con calma y tu perfume de nombre imposible deslizado entre los árboles. Así nos quedamos, “hasta el alba pelirroja”, bellamente escribiría Vladislav E. Jodasévich. El rubio de tu cabello habíase hecho sangre y desperté con el chaschás de los tranvías. Café, monsieur? Oui, con avellanas. Sabía que al norte se hallaba Zhitomir y quería verla. Distracciones varias que truncaron trenes, vagones que aunque marchasen por antiguos caminos de muerte, lujuriaban en vida contigo, si eras una fiesta, serpentinas de mi pueblo, blusas floreadas e hidromiel.

 

Detenido el tiempo, haría contigo un retablo, deshojaría las páginas de Badenheim 1939, de Aharon Appelfeld, la mejor novela del Holocausto, evitando el porvenir. Cuartillas de sutil, casi imperceptible, paso de alegría a purgatorio, apenas brisa de tormenta, breve rocío en el aire antes de que el mar arrase Indonesia, helado que se derrite; agotaría el libro sagrado con la certeza de que miente. Ríen, la gente ríe; en la sombra se apiñan diablos, reconvenidos espectros que pugnan por otra oportunidad, lava que hierve, caldera que cae de la hornalla y abrasa piel. Acá el adagio de quien ríe último no cuenta, ni el de últimos primeros. No va más, la ruleta se soltó y gira, salta, salpica, cabecea y luego inmóvil. Il ne vas plus, repite sin cesar cierto marqués en Barry Lyndon.

 

Devuelvo las novelas a su sitio, biblioteca de fantasmas. Tal vez, no lo sabré, vuela por encima de la Torre Alpha, donde vivo, un misil atómico. Mientras tanto, hasta mientras en verbo popular, pienso en qué camisa usaré mañana, palpo el arroz para ver si ha enfriado. Quedan segundos, minutos se consumieron. Así ocurrió la creación, un bum majestuoso y decisivo. De igual modo el final, rápido, sin la grandiosidad de Verdi en réquiem. Incinerados los alebrijes de donde hacen cruces de palo verde, destruido el “duerme, amor” de Evtushenko, tu dedicatoria, Elisabeth, menuda letra de ratón, en la segunda página de La hermandad del anillo. Las masitas de la cafetería Zürich que compartíamos en la avenida San Martín serían similares a las que devoraban los ricos comensales judíos en aquel balneario austriaco de Badenheim, instantes previos a que partiesen con rumbo oriente las máquinas de Eichmann humo negro premonición. Ojos de David Bowie que no parpadean, pupilas de distinto tamaño, colores caninos.

 

Perros copulan en las esquinas de Cochabamba, quedan colados, atrapados sin salida en su deseo. Las brujas salen de las casas con escobas y marmitas de agua hirviente para separarlos. Nadie quiere pornografía animal; la desean pero entre cortinas. Se tiró al aire la moneda y el reverso afirmó: después del placer, sangría. A las ocho de la noche el cerro San Pedro se ha esfumado. La silueta simula vago trazo de carbón gris. Sin el gran Cristo plantado arriba, no existiría; aviones estrellados allí. No cerro sino espejismo. Hoy esta mujer que me acompaña tiene dos nombres, jugarretas de acertijo, pero, no, tres, ya que añado una en pensamiento, justo en la falda del mentado monte, tratando de hacer piruetas dentro de un pequeño Volkswagen conmigo para ver si juntamos jugos y bebemos cicuta del cáliz de la única religión.

 

Un par de niños recitan a Rilke. Tweedledee and Tweedledum contemplan desde el mundo de Alice los cuervos que vimos sobrevolando el campo, llevando en pico ojos todavía parpadeantes y algunos que lloran. Ocelos de artrópodo.

 

El viento anuncia fin del escrito. La mesa ha sobrecalentado. El jugo de papaya toma un naranja opaco y sabe algo a limón. Vuelan cortinas, parpadeo de faroles. El histérico perro de siempre ladra sin cansancio. Trémulo se reunirá luego el coro y para medianoche habrán acallado el canto de sapos imaginarios. Acequias de la infancia, nadadores ahogados en Alalay, en la laguna de Sarco. Pies en agua fría y de pronto descenso hacia el abismo. La muerte carece de ríos en este lugar, hay sequía y no hay barqueros.

 

Bowie sigue observando, creo que por error. Busca una mujer de China.

 

Voy apagando luces y cerrando puertas. El pasillo es lobo de boca sombra. A las siete de la mañana, escucharé a la muchacha de la limpieza, Ana, trashumando gradas y elevadores. Gotas de agua detrás suyo, podría creerse que bajó llorando los ocho pisos de este peculiar infierno.

 

Submarinos de oscuro tono guerrean en el fondo de la papaya. Diría que son lombrices pero no, a no ser que sean adjetivos.

16/05/2024

 

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Imagen: Frida Kahlo

Wednesday, May 15, 2024

Derribar muñecos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Stanley Ketchel, peso mediano, tira a la lona al inmenso negro, Jack Johnson, peso completo; Jack Dempsey, el “torturador de Manassa”, derriba siete veces al gigante Jess Willard en el primer round para derrotarlo pronto después; Max Baer, boxeador judío americano, hace caer en diez ocasiones al goliat italiano Primo Carnera, mimado del Duce. Jack Johnson finalmente destrozó al irlandés pero su hombrada ha quedado en los anales del deporte. Historias únicas que papá nos hacía leer en aquel inolvidable libro empastado en rojo, Los colosos del boxeo, qué habrá sido de él. Llevaba en cubierta y lomo la figura del titán Atlas.

 

Contaba mi padre que cuando hizo el servicio militar en la Muyurina fue campeón de peso welter. En cierta ocasión un oficial mató a patadas a un soldado indígena. Viendo lo furioso que estaba papá le sugirió que cuando terminase su período de servicio en el cuartel dirimieran este asunto “como hombres”. El día en que lo licenciaron, mi padre se le acercó y lo desafió a combatir a puño limpio ahí y entonces. El bravo guerrero que asesinaba conscriptos desarmados se negó con cobarde pretexto. Tengo anotados su nombre y el de la víctima, oprobiosas narraciones muy usuales en la carrera de las armas. Mi amigo Oscar murió a consecuencia de la pateadura que le dieron en el Colegio Militar. Esos, los mismos que corrieron ante el embate pila en el Chaco. No en vano, durante la época de la gran mentira, desfilaron por las calles con polleras, vestidos de chola.

 

Papá nos enseñó a pelear, a Armando y a mí, y a disparar rifle y revolver desde muy chicos. Esto último a mis hermanas también. Recuerdo acercarme al viejo en la plaza Cobija, plácida y florida, y decirle que dos pelirrojos del área me molestaban. La orden cariñosa fue molerlos y así lo hice. Armando saltaba de la Chevrolet modelo 50 y se metía al medio de un grupo que piropeaba a las primas a repartir puñetes. Un muchacho, Block, bastante crecido, iba a pelearse conmigo pero mi hermana María Renée me hizo a un lado, déjamelo a mí, y lo dejó sangrando. Hermosos recuerdos. Mi madre se espantaba pero dejaba hacer. Prefería leernos a Juan Ramón Jiménez por las noches, a recitarnos Los motivos del lobo y el Romance del conde Flores. Todo arrullado al final con “algarrobo algarrobal, qué gusto me dan tus ramas cuando empiezan a brotar”. Lo dicho: hermoso.

 

Eduardo Falú. Rubén Darío. Sam Langford, Rocky Marciano, el “bombardero de Detroit”: Joe Louis.

 

Extraño una buena pelea singular. Creo que la última vez fue en Virginia, en el restaurante Kantuta, boliviano, cuando lancé a un mexicano contra la mesa. A causa de Pancho Villa, a quien yo defendía y él hablaba patrañas. El ser compatriota del Centauro no le daba preeminencia sobre mí. Aquella fue su derrota, maldito pelón, como en Paredón, Ramos Arizpe, Coahuila, 1914. Se me hace agua la boca, para no mentir.

 

Fracasos de igual modo, por supuesto. Cuando los L se nos lanzaron encima en patota y nos cosieron a patadas en el suelo. A Armando le abrieron una brecha en la quijada con un anillo; yo, con mis ojos hechos anteojos de sol, soporté cabizbajo cuando la madre me reprochó diciendo que cómo era posible que hubiese llevado a mi hermano, que era un caballero y no un maleante como yo. Entiendo, mamá, y gracias, tenías razón. En tu memoria acabo de poner en el tocadiscos De Simoca, en voz del Chango Rodríguez. Pasamos por Simoca ¿recuerdas?  Y por Montiel, de donde me ha quedado el sabor eterno de un vino casero en jarra de aluminio. ¿O el chivito en cruz de Ojo de Agua? Mera frontera entre Córdoba y Santiago del Estero, tierras nuestras, las dos.

 

A Omar le gustaba aporrear tenientes y capitanes del glorioso ejército nacional en el Savarin del Prado cochabambino. No en vano era cinturón negro, escuela de Mas Oyama, y había participado del sudamericano de kyokushinkaikan en São Paulo. Había que escapar con apremio, ni tiempo de coleccionar los dientes esparcidos para hacerse un collar. Algo de bisutería natural no hubiese quedado mal. Me hace pensar en varios libros de Erich María Remarque. De regreso, más antiguo; Sin novedad en el frente, clásico; también los posteriores Tres camaradas y El obelisco negro, cuando daban soberanas cueras, el autor y sus amigos, a jóvenes nazis que presentían habrían pronto de ser amos y verdugos del planeta. Omar haciendo arrodillar a un vanidoso muchacho para que le besara el culo a riesgo de mayor castigo.

 

El puño limpio ya no existe. Tal vez los últimos practicantes sean los travellers del Reino Unido, que pueden ser gitanos, irlandeses, galeses, etc. en mixtura etnocultural. Hay un excelente documental irlandés al respecto: Knuckle (Ian Pamer, 2011). Brutalidad y poética. Solidaridad, orgullo, honor.  

 

Canciones del tiempo de Thomas Hardy…

 

Hay cosas que hubiera querido hacer en las batallas callejeras. No las hice y ya no. Nos apalearon en la calle España, enfrente del hotel Ambassador, multitud que arribó en dos autos, cuando enfrentamos el insulto de un bestia ensoberbecido apodado “Duque”. Le escarbé con un par de hebillazos la inmunda cabeza pero terminaron cosiéndome cuchilladas en la clínica belga. Otra vez hice llorar a mamá cuando aparecí en la mesa del desayuno con blanco turbante de faquir. Perdóname, no lo haré de nuevo, no público.

 

Si hubiera tenido un hijo hombre le habría enseñado a defenderse de manera violenta. Sobran horas para palabras y faltan minutos para desquitarse de cada felón. Me contaron que neutralizaron al Duque en la cárcel muchos años después. Mi amigo Chaly llegaba de Oxford y me traía un libro de James Joyce. Se fue a dormir a casa con el cuello marcado por cinturón. A mi esposa Ligia la tiraron al piso con un golpe en la oreja que le dolió por el resto de la vida.

 

Cuando retorné hace seis meses venía con una lista, algo corta hoy, de venganzas prometidas. Tenía a un tipo en el tope pero de pronto veo que una muchacha trae a almorzar a un vejete de lentes oscuros y bastón. Era él. Qué injusticia de vida, me arrebató el placer.  

 

Uno no se librará, cierto insigne lameculo. Lo dañaré. Que su amo originario, o el otro gringo, lo reacondicionen para la siguiente paliza; llevará la de Sísifo.  

 

En París iba a un bar polaco, de un ex boxeador, con fotos suyas pegadas a las paredes. En el Quinzième. Me recordaba una novela de Nelson Algren y sus insomnes batalladores. Joaquín Ferrufino Murillo, juventud de alegre novio en Córdoba, enfrentándose sin saberlo al Mono Gatica y en otra ocasión al Indio Carbajal, pugilistas campeones. Ambos lo felicitaron por defender a su chica. Contaba sonriendo: me hubieran matado.

 

Julio Dueri, fraterno, gran puñeteador. “Canguro” Antezana, amigo de casa, gran puñeteador de la estirpe calacaleña, igual al querido y recordado Jaime Senzano.

14/05/2024

 

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Imagen: Jack Johnson 

Sunday, May 12, 2024

Nocturna visita


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Puerta de basta madera, pared de adobe. Se diría campestre, un fierro herrumbrado cruza el ingreso. Lo remuevo. Entro. Está mi hermana, años que ha muerto pero se mantiene joven, de treinta diría. Me da un beso, le agito el negro cabello, pregunto por su felicidad. Sonríe. A las cuatro de la mañana se esfuma; quedo mirando las líneas de luz en la persiana. Sé que vive aquí, en la totalidad de los ocho pisos, que si no nos vemos a veces es por el espacio tan grande. Me pregunto por qué vino, será por la guerra, por las desapariciones, el recuerdo tal vez, pasos que cada uno tuvo por su lado y jamás se cruzaron. El garaje está oscuro y sin embargo cada noche me acerco a él. Autos en silencio, siluetas, muro del fondo, del costado izquierdo, del derecho. Allí estaba la cocina, ahí el sillón de madre, la enciclopedia de padre, los guantes de box en miniatura en memoria de la juventud. El vidrio está frío, quito la frente de él y subo por el ascensor hasta el pasillo a oscuras. La luz automática se enciende al sentirme. Siempre reviso el número para no equivocarme. Entro. Primero está Ben Shahn y luego Kafka con Alfred Kubin. Luego la liturgia de preparar la mortaja temporal, acomodar almohadas, estirar las sábanas bermellón.

 

Noticias, lo primero, a ver qué ha cambiado en horas tan breves. Casi nada, rusos despanzurrados, torretas de tanque volando ígneas a modo de ovnis. Agua. La bebo. Apago la lámpara y duermo soñando con cazas supersónicos, bombas con cerebro propio, la muerte del zar, el desmembramiento del nuevo falso Dimitri. Un misil destroza a cinco traidores en Donetsk, ciudad industrial. En esta región se hicieron barcos, aviones. Grandes nombres nacieron en Ucrania, de los buenos y también perversos. De nada sirve la historia, llegaremos a su final matándonos como perros, escuchando a jerarcas, gemelos Trump y Evo, culpando al cielo de su mortificante labor de convertirse en amos millonarios, al intenso “dolor” del vicio desde el poder. Me duermo con el celular encendido. Hay tanto música como tararás de metralleta. Cuento las horas según me levanto, cuando mis dedos han sobrepasado el número de diez bajas enemigas, me alegro. Al menos la muerte, a esta hora, tiene sabores a guisa de coctel. Fresa o maracuyá, lychee o jabuticaba.

 

Converso virtualmente con el poeta Ricardo Camacho. Nos encontraremos en La Paz, el momento pronto o el momento justo. Promete “un recibimiento con ataúdes alegóricos, de acuerdo con tus galones”. Casi estaríamos leyendo El enterrador, de Robert Louis Stevenson…

 

Edgar Allan Poe en un Baltimore borracho que recuerdo a medias. Llovía y Baltimore apestaba. Sirena del tren a Nueva York, cerveza Miller etiqueta negra, draft.

 

En la estación de Kansas City, Missouri (¿o era Kansas?), rodeados Picha y yo de población afroamericana. Un bracero mexicano maltratado por el chofer del Greyhound. No entiende nada, mira al vacío, pequeño, que seguro viene de la sierra tarahumara. No quiero enojarme, pienso que de aquí salió notable jazz. Se lo digo a mi hermana. La acompaño desde Denver hasta Miami, tres días cruzando el medio oeste y la cuenca del gran río y las montañas. Deliverance, de John Borman. Pensar que dentro de semejante belleza abunda la abyección, que de esos árboles solemnes alguna vez colgaron negros, que el odio se acurruca en Knoxville como en Ivirgarzama y Bucha. Busco con la mirada para encontrar rastros de Sodoma y de Gomorra pero suena un cencerro de borregos cautivos que anuncian el fallecimiento de Dios. Mugen y berrean y chillan los cerdos, el arca del patriarca huele a excremento, el mayor despropósito de salvar lo insalvable, mitomanía de divinidades y santos. Susurro a María Renée que se acuerde del jazz, que no se llene de ideas falsas aun siendo reales y que sepa que su amiga Maju la espera al sur de la Florida para llevarla a comer filetes de pez espada.

 

Ofensiva rusa en Kharkiv. Si antes hubieran visto la ciudad ya de mucho atrás mártir. Calles de árboles y hermosa arquitectura. Iglesias majestuosas, oscuras y de ojos brillando. Santos que son pura pupila, poesía por doquier, cine, fotografía. Placidez de pueblos alrededor, casas que decoran los labriegos pobres con esmero, esa su riqueza. Mi linda Kharkiv, se lamenta Ekaterina, pero nosotros nos adecuamos a todo y venceremos, afirma. Salidas de alguien de sangre zaporoga, de por sí tales palabras son mortal condena para Vladimiro el Último. No verán sus pequeños ojos de bagre el fin de Ucrania. Reían los cosacos zaporogos y se burlaban mientras escribían al sultán, de acuerdo a Ilya Repin. Solo les costaba alzar sus medianos barcos y asolar la costa turca hasta Estambul. Hacia el este lo mismo, de abono quedaban moscovitas y chechenos. Como si matar fuese un problema. O morir. La tozudez indiferente ante la muerte es martillo que aplasta sin piedad. El mar de Azov será libre y volveré a beber oscuro café destilado en las terrazas de Mariupol, cuando Rusia sea un mal recuerdo y sus pingajos destrocen daguestanos y osetios.

 

Si te lo cuento en tu visita, hermana María Renée, poco importa. Por eso has venido, para aliviar mis dudas occidentales, el absurdo miedo a las sombras, la falta de optimismo en la eternidad. No como cuestión religiosa, tú lo sabes. Sentémonos en tu acogedora cocina, ante la mesa de fórmica roja. Juegas solitarios mientras apuramos un trago. No hemos participado en batallas mas estallan obuses en el inconsciente. Hablabas de las mujeres, a quienes tanto querías, la inmensa figura de mamá detrás de todo. Y no te equivocabas. El tiempo hizo tabla rasa, dejó tornados batiéndose unos a otros entre el vacío. Nunca atrás la esperanza. El dolor siendo la mayor escuela del aguante, soporte de sólida empatía.

 

¿Qué son los objetos dispersos por el bosque? Parecen ramas. No, extremidades de soldados del imperio, mil por día, jamás recuperadas y expuestas al sol que en mayo comienza a calentar, a solidificar el lodo. Reunidas conformarían una pira funeraria en donde se incinerará para siempre al águila de dos cabezas. Hablo de empatía y, sin embargo, no tengo piedad. Que los maten a todos, a los dieciocho o a los sesenta, a todos sin distinción, que dejen tendal de huérfanos como lección decisiva y definitiva, que los siervos sepan liberarse o perezcan. Adiós, madrecita Rusia, no serviste para nada a las mayorías, siempre diste leche a beber a los poderosos, soltaste jaurías desalmadas de desharrapados de cuando en cuando, según convenía, sin nunca dejar de ser autocrática. Piara de esclavos, mujiks a los que el calvo Lenin detestaba. ¿Quieren morir por Rusia, los obligan a ello? Que mueran, pues. Papini inventaba que Ulianov le decía que un obrero valía diez mil campesinos. Ni uno ni el otro valen un penique, cargas de muertos vivos. Tinieblas y amanecer de Rusia escribió ilusoriamente el gran Alexei Tolstoi. Hoy solo tinieblas.

 

Crece el amanecer y dibuja la silueta de la cordillera del Tunari. Estoy tan lejos del frente, tanto tan lejos y triste a la vez que sueño convertirme en francotirador y anotar cabezas como si de canicas se tratase.

12/05/2024

 

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Imagen: André Fougeron, 1937

Wednesday, May 8, 2024

I Should Have Known Better


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Borro un párrafo en el que voy poniéndome, inútilmente, crítico. Cruz diablo, ni te me acerques de nuevo que perdí décadas en tareas inservibles. Pongo a John Mayall, blues de Londres entre los años 1964-1969. Mejor así. Mi hermano y su esposa salen a la cremación de un amigo. Alrededor del horno, si no recuerdo errado, hay plantas y flores de cartucho blancas. Pensé ir y la mañana me agarró dormido ¿qué cambiaría? La materia ya se transformó y no sabemos qué forma recuperará en un tiempo futuro. Los cementerios tienen poco de tormentosos, mucho de calmos. Nombres, apellidos, bustos, celebridades y gente común. Niños corren alrededor cantando por monedas tristes canciones de Simon & Garfunkel en español. Quema el sol, los arbustos ya eran de desierto y avanzan a serlo de averno pero incluso si este fuese el preámbulo de mundos sórdidos o dichosos no deja de ser atractivo. Tiene la paz de las iglesias, la modorra del no tener que hacer, nunca más, ya nada.

 

Hace dos días que no escribe Irina. Leo noticias de misiles caídos en su ciudad. Certeza de la muerte, su incansable rondar, arbitrio del azar. Le preguntaba anoche del agua; Poltava, como creo toda Ucrania, es inmensa en este recurso natural. Decía Sienkiewicz que los pastos de los Campos Salvajes crecían hasta tapar a un guerrero en su caballo en época de verano. Los tártaros se escondían llamándose con extraños gritos. Tierra negra. Le pregunté del agua y no contestó. Cuatrocientos kilómetros del río Vorskla discurren ajenos a las batallas. Bebo un vaso de paciencia y con lentitud voy vistiendo ánimos para el día. Han pasado seis meses y me falta desempacar algunas cosas, miniaturas y antigüedades; hacer un mueble para alebrijes que conseguí en Tijuana mientras buscábamos con mi primo Pablo comida de mar. Madera tallada somos, y coloreada, para descansar en repisas de recuerdos con belleza. Muda habita mi campana de Kiev.

 

Anoche, al lado de la brisa de la ventana norte, escuchaba Long Hot Summer, por The Style Council. Creo que es lo único que aprecio de este dúo porque, junto a Lou Reed, era lo que más gustaba a Francine. Puse la canción dos veces, luego salté a una película serbia que abandoné a medias. Leí sobre Zinaida Gippius y soñé con objetos de oro, raras imágenes que no venían de cosa alguna que hubiese pasado hace poco. Cuarenta canciones de John Mayall. Voy con el escrito por la doce del primer disco. Cajas recuperadas, como se ha hecho usual ahora, de mi antigua discoteca. De los años en que nació Emily, calles de la hermosa Washington DC, ciudad de gran amor para mí. Noto que no han sido abiertas desde entonces. Cuesta sacarlas para ponerlas en el aparato. No huelen a guardado. Sin embargo pareciera que hablan, me cuentan congojas que quería oír pero olvidé.

 

Un soldado invasor ruso pierde las piernas por la explosión de un dron. Otro filma la extensa llanura, una sillería en ruinas. Lo devorarán los cangrejos, mitad cadáver mitad alerta y la existencia ha de continuar por encima de los tiranos. Los pastos crecerán más altos y no habrá ruido de armas que altere el silencio, el grito de patos salvajes, caminata de avecillas de largas patas de los pantanos. El agua estancada muestra un bellísimo verde claro. El hombre tiene que ser lo que es: abono.

 

Escribía Zinaida Gippius:

La realidad y el sueño

se mezclan y se confunden,
cada vez más bajo
desciende el cielo funesto.

Camino y me caigo,
acepto mi destino,
con extraña alegría
y pensamientos sobre ti.

Amo lo inalcanzable,
lo que no existe quizá…
Mi criatura dulce,
¡mi única luz!

En el sueño siento
tu tierna respiración,
y este manto níveo
se vuelve ligero y suave.

La eternidad se acerca,
escucho la sangre que se enfría,
el silencio infinito,
la oscuridad y el amor…

 

¿Si tengo una única luz? No, ni de neón siquiera. Trashumo por urbes iluminadas a pesar de preferir la sombra. Termina el primer disco. He de levantarme para poner el siguiente y servirme un espeso jugo de frutilla. ¿Quién recuerda a John Mayall? Por décadas no he oído de él. Ni en nuestras multitudinarias fiestas de Denver, regadas del más puro y aromático ron de los caribes, con olores de horno que cubrían cien metros hasta la esquina y música fuerte, romántica, épica y bailable, de acuerdo al momento. Con lluvia o sol, con nieve cayendo en el tejado pizarra de la mansión Cass. De laika y rembetika al sensual vallenato, alternancia en la pena de la vidala y el salto al feroz son jarocho. Leonard Cohen estaba cómodo, bebía su cubalibre entre Mina y Raimon. Las jóvenes amigas de mis hijas gozaban del vodka de Finlandia. Denver no era Murmansk. Me frotaba la testa con tal agüita ardiente y ejercía el peine para dejar tiesos los cabellos. Cocinar y bailar sin que se mueva un pelo, prácticas aprendidas y ejecutadas.

 

Ahora, pronto, retorno a Denver, a treinta años de conducir por sus rincones. Vuelvo sin casa; por supuesto están las de mis hijas, pero mía no. Caminaré alrededor de mi terraza y quizá me contemple allí sentado, con trago en mano y un libro. Me pregunto si él, yo, me reconocerá. Preguntaremos qué hemos hecho desde entonces. El viejo Bill seguirá leyendo a Borges en su ordenador y llorará cada vez que lo hace. No creo que me acerque a saludarlo. Ni a nadie otro. Que la hojarasca se asiente y se haga polvo, que los bichos engullan a los conquistadores.

 

Solo espero que no murieras en el último ataque, mi Irina, me dará tanta tristeza, tendré que arrastrarla igual a cadenas forzadas. Iré, de todos modos, cuando esto acabe, a las orillas del Vorskla, a arrojar contigo o sin ti frescas margaritas amarillas sobre las aguas. Si sigues viva iremos por café con chocolates de Lviv. Si tu casa está vacía, el televisor apagado, sabré que el zar ha tenido su pequeña victoria, ha matado una hermosa mujer. Dice Esenin: “Con qué nitidez recuerdo entonces/La laguna cubierta de hierba y la voz ronca del aliso/Y que en algún lugar viven mi padre y mi madre”. Ahí está la eternidad.

08/05/2024

 

 

 

Saturday, May 4, 2024

Disparates de Goya


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

No son sombras sino figuras reales que orinan, vuelan, lloran. El dolor ha zurcido sus mejillas, el hambre ha destrozado dientes que no tienen otra cosa que masticar que sus propios huesos.

 

En un entierro, una supuesta alma deja el cuerpo y me pregunto si ella, el espíritu, será tan horrorosa como lo fue en vida. Pues el alma lo mismo, sale y grita arpía sedienta de sangre, desgarrando plumas y carne en los zarzales de la colina de San Sebastián, allí donde España violó y decapitó ancianas, ametralló acurrucadas hembras con clavos y demás objetos. Por sobre la cabalgata de Goyeneche, doblando el Ticti, venía enjambre de urracas blanquinegras con ansia de frescos ojos redondos como uvas.

 

No es imaginación, no, basta salir a la esquina, ir a visitar a mi amigo Daniel Averanga en la terminal de buses. Se escucha un sonido de algo que raspa y veo en el fondo del suelo, entre escupitajos y hormigas, un despiernado, apoyado el torso encima de un cartón con marcas de China. Se arrastra, resbala por la bajada, se pierde en la noche. Se asomará a una pared para excrementar, soñará entonces con madre, molles y alojas púrpuras. O no sueñan ellos, los míseros, o solo ríen a la fuerza como en Víctor Hugo. Preguntas que ni quiero hacer pero me quitan el hambre. Ni recuerdo qué comía jovial Daniel. Hablaba de nalgas y de Chesterton. Le sugerí Sologub, la broma, la sátira. Abundan entre los llamados rusos de entonces también estas manchas humanas que nada tienen de enigmáticas y tanto de vacías. O puede un medio cuerpo todavía aspirar el aire y percibir que escondida hay una mata de cedrón. Preguntas sin signos de interrogación porque son idiotas, prurito de la razón que no necesita producir monstruos porque ya habitan alrededor.

 

No era la fenicia Europa raptada por Zeus; en Goya había un caballo furioso que estiraba por la ropa a una mujer de pueblo. Rememora la imagen de cierta coja colgada por los brazos de una barra atlética. El novio la poseía por debajo de la falda. Álamos reales que aún existían en el camino entre Punata y Arani, plantados por mi abuelo. Con ese fondo se mecía ella a modo de piñata y aullaba nombres endemoniada. Un balde de chicha yacía derramado, habría sed y el lazo que ajustaba las muñecas pintábale la piel de oscuro. Terminó con el novio acezando hecho jumento maltrecho. De allí se fueron de la mano, la noche devoraba romance y tuve visiones gracias al terrible alcohol.

 

Un jeep UAZ ruso iluminaba el camino vecinal. Olía a sexo, maíz fermentado, culo… no azahares ni perejiles. Los parroquianos del viaje calzaban rostros claroscuros, abollados unos, hinchados los más. Se hablaba en lenguas no por manifestación divina sino porque la lengua estaba deformada por el trago. ¿Dónde estabas, Miguel Hernández? Busqué en la penumbra tu voz de amor hasta que dormí. Desperté en el baño de mi novia, inundado de hediondo elíxir amarillo. Acaricié sus glúteos y me marearon que caí en el precipicio de mis faltas y a gatas tuve que salir para caminar veinte cuadras. Si la recuerdo entonces… un santo Antonio de carey miraba a Dios. Lo creí volcado, puesto de cabeza, sacrificado como apóstol. Pero no, mi perspectiva no era la misma de siempre y en el barro dejé huellas cuadrúpedas porque no pude tenerme en pie.

 

Cierta mujer negra, en la esquina del bulevar Colorado y la calle East Colfax, exhibía senos tan largos como zapatos de basquetbolista, negro también. Maltrechos blancos, africanos, chicanos, cada quien con su mínimo feudo de hamburguesa de a dos dólares, ni miraban. Cofradía la suya, cada parada de bus una, historias inverosímiles y desquiciantes. Imágenes de brutal pasión, chorizos picantes de Louisiana, promiscuidad, extirpando de basureros públicos restos de cigarrillos y papas fritas bien mascadas. Escondido en bolsas de papel madera, el licor malteado que poco cuesta. Mientras la policía no vea de qué se trata, aun sabiéndolo, todo está bien, marcha. Al lado, albañiles mexicanos comen tres taquitos por diez dólares bañados en chile rojo. Chile verde y cebolla picada y a veces rábano. Hacen lo suyo, se comen seis, nueve, y de vuelta al cansador oficio de techeros, cubiertos de cabeza a pies, poleras de manga larga para que no queme el sol, envueltos rostros momias y sombreros con cola al modo legionario. Treinta y cinco grados Celsius y el alquitrán del techo añade muchos más. Horno a la intemperie, mejillas quemadas, manos de color puerco. Y dólares, dólares en el bolsillo mientras los mendigos se acuchillan por un trozo de pan.

 

Goya no conoció los bolos de coca, hombres y mujeres deformados y abotagados. Tal vez hubiese sido demasiado, horrores de otra guerra con centurias de caídos, víctimas hoy dispuestas al sacrificio con supuesto intenso contento. Esa sí galería de disparates. Niñitos bien siguen la estela y acullican creyendo que por la verde baba avanza la rebelión. Qué dirían si viesen los grabados del insigne sordo retratando lo que el rebuzno político ha tenido a bien llamar resurrección, retorno. Mejor el canibalismo fúnebre de los malgaches que devoran a sus antepasados que este ruin vegetarianismo. Un quebrantahuesos los ha arrojado de arriba para romperse entre rocas. Pero se levantan y andan, Lázaros del siglo veintiuno ajenos al espanto porque ya lo son en sí. Fanfarria, banderas, maldiciones y jallallas, tragedia de un pueblo al que no han permitido liberarse. En eso estaba correcto el joven Ernesto Guevara cuando desde su motocicleta anotaba que la extinción de esto era urgente y necesaria. Hoy es hostia de neocuras que bendicen la cópula entre esperpentos balbuceantes para poblar la tierra de más homúnculos y menos golems.

 

Disparates, pero coloreados, también los de Borbón. Faltaba para ellos la sombra porque no la había, se la donaron a los pobres para solazarse con ella. Explota en el carnaval el festejo de máscaras, desde Bahía hasta James Ensor, de Oruro a Otto Dix. Maestro Goya, tus ojos han contemplado lo hermoso, el blanco cuerpo de la de Alba, pero debajo de la almohada dormitaba sucio lujo de desastres. Lo raro que incluso allí crecen sonidos de fiesta. También bailan los monstruos, tocan flautas y visten laureles. Había una casa verde al fin de la avenida Guillermo Urquidi que se transformaba en Aroma. Vendían la peor chicha. Cruzando la calle, muy cerca, el triángulo del mercado de la coca. En esta casa se reunían mujeres tenebrosas, caras marcadas por el horror. Solíamos ir con Julio a bailar algunas tardes. Risas desdentadas, pútridas gargantas. Mi amigo y yo zapateábamos y rebotábamos en la cueca. ¿Quieres ver mi antebrazo, papá? A ver, muéstrame. Todas habían estado en la cárcel de mujeres de San Sebastián. Del dorso de la mano hasta el codo tenían cicatrices de cuchillo, una tras otra, escalón tras escalón. Recuerdos de tortura algunas líneas. Otras para recordar martirio. En las celdas la gente anota días con rayitas de carbón en la pared, ellas lo anotaban en sus brazos. Regalos policías. Esa casa debió ser colonial, por el tejado y las paredes. Bajábamos la cabeza y quedamos dormidos. Al despertar quedaban pocas, la cueca calló. Trastabillando comenzamos el largo idilio de caminar hasta el otro extremo de la ciudad, a Cala Cala, con Julio quedándose en la calle 16 de julio, fecha de la revolución paceña.

 

No he ido a ver si todavía existe ese lugar. Ya aquellas son flor de cementerio. Todavía está en la esquina el mingitorio público de Caracota y siguen vendiendo especias de variados tonos. Calle Lanza abajo deambulaba borracho el sargento Terán, el de La Higuera, cuando el tiempo presumía de joven y al sur de la Punata cargas de papa abiertas ofertaban papa runa.

 

Tanto Julio como yo partimos a los Estados Unidos; creímos haber abandonado los fantasmas. Se arriman con dolor de cabeza, tocan los vidrios, uno piensa en sonido de llovizna y al abrir la persiana revive la carcajada.

03/05/2024

 

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Imagen: Francisco de Goya/Disparate matrimonial