Saturday, May 4, 2024

Disparates de Goya


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

No son sombras sino figuras reales que orinan, vuelan, lloran. El dolor ha zurcido sus mejillas, el hambre ha destrozado dientes que no tienen otra cosa que masticar que sus propios huesos.

 

En un entierro, una supuesta alma deja el cuerpo y me pregunto si ella, el espíritu, será tan horrorosa como lo fue en vida. Pues el alma lo mismo, sale y grita arpía sedienta de sangre, desgarrando plumas y carne en los zarzales de la colina de San Sebastián, allí donde España violó y decapitó ancianas, ametralló acurrucadas hembras con clavos y demás objetos. Por sobre la cabalgata de Goyeneche, doblando el Ticti, venía enjambre de urracas blanquinegras con ansia de frescos ojos redondos como uvas.

 

No es imaginación, no, basta salir a la esquina, ir a visitar a mi amigo Daniel Averanga en la terminal de buses. Se escucha un sonido de algo que raspa y veo en el fondo del suelo, entre escupitajos y hormigas, un despiernado, apoyado el torso encima de un cartón con marcas de China. Se arrastra, resbala por la bajada, se pierde en la noche. Se asomará a una pared para excrementar, soñará entonces con madre, molles y alojas púrpuras. O no sueñan ellos, los míseros, o solo ríen a la fuerza como en Víctor Hugo. Preguntas que ni quiero hacer pero me quitan el hambre. Ni recuerdo qué comía jovial Daniel. Hablaba de nalgas y de Chesterton. Le sugerí Sologub, la broma, la sátira. Abundan entre los llamados rusos de entonces también estas manchas humanas que nada tienen de enigmáticas y tanto de vacías. O puede un medio cuerpo todavía aspirar el aire y percibir que escondida hay una mata de cedrón. Preguntas sin signos de interrogación porque son idiotas, prurito de la razón que no necesita producir monstruos porque ya habitan alrededor.

 

No era la fenicia Europa raptada por Zeus; en Goya había un caballo furioso que estiraba por la ropa a una mujer de pueblo. Rememora la imagen de cierta coja colgada por los brazos de una barra atlética. El novio la poseía por debajo de la falda. Álamos reales que aún existían en el camino entre Punata y Arani, plantados por mi abuelo. Con ese fondo se mecía ella a modo de piñata y aullaba nombres endemoniada. Un balde de chicha yacía derramado, habría sed y el lazo que ajustaba las muñecas pintábale la piel de oscuro. Terminó con el novio acezando hecho jumento maltrecho. De allí se fueron de la mano, la noche devoraba romance y tuve visiones gracias al terrible alcohol.

 

Un jeep UAZ ruso iluminaba el camino vecinal. Olía a sexo, maíz fermentado, culo… no azahares ni perejiles. Los parroquianos del viaje calzaban rostros claroscuros, abollados unos, hinchados los más. Se hablaba en lenguas no por manifestación divina sino porque la lengua estaba deformada por el trago. ¿Dónde estabas, Miguel Hernández? Busqué en la penumbra tu voz de amor hasta que dormí. Desperté en el baño de mi novia, inundado de hediondo elíxir amarillo. Acaricié sus glúteos y me marearon que caí en el precipicio de mis faltas y a gatas tuve que salir para caminar veinte cuadras. Si la recuerdo entonces… un santo Antonio de carey miraba a Dios. Lo creí volcado, puesto de cabeza, sacrificado como apóstol. Pero no, mi perspectiva no era la misma de siempre y en el barro dejé huellas cuadrúpedas porque no pude tenerme en pie.

 

Cierta mujer negra, en la esquina del bulevar Colorado y la calle East Colfax, exhibía senos tan largos como zapatos de basquetbolista, negro también. Maltrechos blancos, africanos, chicanos, cada quien con su mínimo feudo de hamburguesa de a dos dólares, ni miraban. Cofradía la suya, cada parada de bus una, historias inverosímiles y desquiciantes. Imágenes de brutal pasión, chorizos picantes de Louisiana, promiscuidad, extirpando de basureros públicos restos de cigarrillos y papas fritas bien mascadas. Escondido en bolsas de papel madera, el licor malteado que poco cuesta. Mientras la policía no vea de qué se trata, aun sabiéndolo, todo está bien, marcha. Al lado, albañiles mexicanos comen tres taquitos por diez dólares bañados en chile rojo. Chile verde y cebolla picada y a veces rábano. Hacen lo suyo, se comen seis, nueve, y de vuelta al cansador oficio de techeros, cubiertos de cabeza a pies, poleras de manga larga para que no queme el sol, envueltos rostros momias y sombreros con cola al modo legionario. Treinta y cinco grados Celsius y el alquitrán del techo añade muchos más. Horno a la intemperie, mejillas quemadas, manos de color puerco. Y dólares, dólares en el bolsillo mientras los mendigos se acuchillan por un trozo de pan.

 

Goya no conoció los bolos de coca, hombres y mujeres deformados y abotagados. Tal vez hubiese sido demasiado, horrores de otra guerra con centurias de caídos, víctimas hoy dispuestas al sacrificio con supuesto intenso contento. Esa sí galería de disparates. Niñitos bien siguen la estela y acullican creyendo que por la verde baba avanza la rebelión. Qué dirían si viesen los grabados del insigne sordo retratando lo que el rebuzno político ha tenido a bien llamar resurrección, retorno. Mejor el canibalismo fúnebre de los malgaches que devoran a sus antepasados que este ruin vegetarianismo. Un quebrantahuesos los ha arrojado de arriba para romperse entre rocas. Pero se levantan y andan, Lázaros del siglo veintiuno ajenos al espanto porque ya lo son en sí. Fanfarria, banderas, maldiciones y jallallas, tragedia de un pueblo al que no han permitido liberarse. En eso estaba correcto el joven Ernesto Guevara cuando desde su motocicleta anotaba que la extinción de esto era urgente y necesaria. Hoy es hostia de neocuras que bendicen la cópula entre esperpentos balbuceantes para poblar la tierra de más homúnculos y menos golems.

 

Disparates, pero coloreados, también los de Borbón. Faltaba para ellos la sombra porque no la había, se la donaron a los pobres para solazarse con ella. Explota en el carnaval el festejo de máscaras, desde Bahía hasta James Ensor, de Oruro a Otto Dix. Maestro Goya, tus ojos han contemplado lo hermoso, el blanco cuerpo de la de Alba, pero debajo de la almohada dormitaba sucio lujo de desastres. Lo raro que incluso allí crecen sonidos de fiesta. También bailan los monstruos, tocan flautas y visten laureles. Había una casa verde al fin de la avenida Guillermo Urquidi que se transformaba en Aroma. Vendían la peor chicha. Cruzando la calle, muy cerca, el triángulo del mercado de la coca. En esta casa se reunían mujeres tenebrosas, caras marcadas por el horror. Solíamos ir con Julio a bailar algunas tardes. Risas desdentadas, pútridas gargantas. Mi amigo y yo zapateábamos y rebotábamos en la cueca. ¿Quieres ver mi antebrazo, papá? A ver, muéstrame. Todas habían estado en la cárcel de mujeres de San Sebastián. Del dorso de la mano hasta el codo tenían cicatrices de cuchillo, una tras otra, escalón tras escalón. Recuerdos de tortura algunas líneas. Otras para recordar martirio. En las celdas la gente anota días con rayitas de carbón en la pared, ellas lo anotaban en sus brazos. Regalos policías. Esa casa debió ser colonial, por el tejado y las paredes. Bajábamos la cabeza y quedamos dormidos. Al despertar quedaban pocas, la cueca calló. Trastabillando comenzamos el largo idilio de caminar hasta el otro extremo de la ciudad, a Cala Cala, con Julio quedándose en la calle 16 de julio, fecha de la revolución paceña.

 

No he ido a ver si todavía existe ese lugar. Ya aquellas son flor de cementerio. Todavía está en la esquina el mingitorio público de Caracota y siguen vendiendo especias de variados tonos. Calle Lanza abajo deambulaba borracho el sargento Terán, el de La Higuera, cuando el tiempo presumía de joven y al sur de la Punata cargas de papa abiertas ofertaban papa runa.

 

Tanto Julio como yo partimos a los Estados Unidos; creímos haber abandonado los fantasmas. Se arriman con dolor de cabeza, tocan los vidrios, uno piensa en sonido de llovizna y al abrir la persiana revive la carcajada.

03/05/2024

 

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Imagen: Francisco de Goya/Disparate matrimonial

 

 

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