Claudio Ferrufino-Coqueugniot
No son sombras sino figuras reales que orinan, vuelan, lloran. El dolor ha zurcido sus mejillas, el hambre ha destrozado dientes que no tienen otra cosa que masticar que sus propios huesos.
En un
entierro, una supuesta alma deja el cuerpo y me pregunto si ella, el espíritu,
será tan horrorosa como lo fue en vida. Pues el alma lo mismo, sale y grita arpía
sedienta de sangre, desgarrando plumas y carne en los zarzales de la colina de
San Sebastián, allí donde España violó y decapitó ancianas, ametralló
acurrucadas hembras con clavos y demás objetos. Por sobre la cabalgata de
Goyeneche, doblando el Ticti, venía enjambre de urracas blanquinegras con ansia
de frescos ojos redondos como uvas.
No es
imaginación, no, basta salir a la esquina, ir a visitar a mi amigo Daniel
Averanga en la terminal de buses. Se escucha un sonido de algo que raspa y veo
en el fondo del suelo, entre escupitajos y hormigas, un despiernado, apoyado el
torso encima de un cartón con marcas de China. Se arrastra, resbala por la
bajada, se pierde en la noche. Se asomará a una pared para excrementar, soñará
entonces con madre, molles y alojas púrpuras. O no sueñan ellos, los míseros, o
solo ríen a la fuerza como en Víctor Hugo. Preguntas que ni quiero hacer pero
me quitan el hambre. Ni recuerdo qué comía jovial Daniel. Hablaba de nalgas y
de Chesterton. Le sugerí Sologub, la broma, la sátira. Abundan entre los
llamados rusos de entonces también estas manchas humanas que nada tienen de
enigmáticas y tanto de vacías. O puede un medio cuerpo todavía aspirar el aire
y percibir que escondida hay una mata de cedrón. Preguntas sin signos de
interrogación porque son idiotas, prurito de la razón que no necesita producir
monstruos porque ya habitan alrededor.
No era la
fenicia Europa raptada por Zeus; en Goya había un caballo furioso que estiraba
por la ropa a una mujer de pueblo. Rememora la imagen de cierta coja colgada
por los brazos de una barra atlética. El novio la poseía por debajo de la
falda. Álamos reales que aún existían en el camino entre Punata y Arani,
plantados por mi abuelo. Con ese fondo se mecía ella a modo de piñata y aullaba
nombres endemoniada. Un balde de chicha yacía derramado, habría sed y el lazo
que ajustaba las muñecas pintábale la piel de oscuro. Terminó con el novio
acezando hecho jumento maltrecho. De allí se fueron de la mano, la noche
devoraba romance y tuve visiones gracias al terrible alcohol.
Un jeep UAZ
ruso iluminaba el camino vecinal. Olía a sexo, maíz fermentado, culo… no
azahares ni perejiles. Los parroquianos del viaje calzaban rostros claroscuros,
abollados unos, hinchados los más. Se hablaba en lenguas no por manifestación
divina sino porque la lengua estaba deformada por el trago. ¿Dónde estabas,
Miguel Hernández? Busqué en la penumbra tu voz de amor hasta que dormí.
Desperté en el baño de mi novia, inundado de hediondo elíxir amarillo. Acaricié
sus glúteos y me marearon que caí en el precipicio de mis faltas y a gatas tuve
que salir para caminar veinte cuadras. Si la recuerdo entonces… un santo
Antonio de carey miraba a Dios. Lo creí volcado, puesto de cabeza, sacrificado
como apóstol. Pero no, mi perspectiva no era la misma de siempre y en el barro
dejé huellas cuadrúpedas porque no pude tenerme en pie.
Cierta
mujer negra, en la esquina del bulevar Colorado y la calle East Colfax, exhibía
senos tan largos como zapatos de basquetbolista, negro también. Maltrechos
blancos, africanos, chicanos, cada quien con su mínimo feudo de hamburguesa de
a dos dólares, ni miraban. Cofradía la suya, cada parada de bus una, historias
inverosímiles y desquiciantes. Imágenes de brutal pasión, chorizos picantes de
Louisiana, promiscuidad, extirpando de basureros públicos restos de cigarrillos
y papas fritas bien mascadas. Escondido en bolsas de papel madera, el licor
malteado que poco cuesta. Mientras la policía no vea de qué se trata, aun
sabiéndolo, todo está bien, marcha. Al lado, albañiles mexicanos comen tres
taquitos por diez dólares bañados en chile rojo. Chile verde y cebolla picada y
a veces rábano. Hacen lo suyo, se comen seis, nueve, y de vuelta al cansador
oficio de techeros, cubiertos de cabeza a pies, poleras de manga larga para que
no queme el sol, envueltos rostros momias y sombreros con cola al modo
legionario. Treinta y cinco grados Celsius y el alquitrán del techo añade
muchos más. Horno a la intemperie, mejillas quemadas, manos de color puerco. Y
dólares, dólares en el bolsillo mientras los mendigos se acuchillan por un
trozo de pan.
Goya no
conoció los bolos de coca, hombres y mujeres deformados y abotagados. Tal vez
hubiese sido demasiado, horrores de otra guerra con centurias de caídos,
víctimas hoy dispuestas al sacrificio con supuesto intenso contento. Esa sí
galería de disparates. Niñitos bien siguen la estela y acullican creyendo que
por la verde baba avanza la rebelión. Qué dirían si viesen los grabados del
insigne sordo retratando lo que el rebuzno político ha tenido a bien llamar
resurrección, retorno. Mejor el canibalismo fúnebre de los malgaches que
devoran a sus antepasados que este ruin vegetarianismo. Un quebrantahuesos los
ha arrojado de arriba para romperse entre rocas. Pero se levantan y andan,
Lázaros del siglo veintiuno ajenos al espanto porque ya lo son en sí. Fanfarria,
banderas, maldiciones y jallallas, tragedia de un pueblo al que no han
permitido liberarse. En eso estaba correcto el joven Ernesto Guevara cuando
desde su motocicleta anotaba que la extinción de esto era urgente y necesaria.
Hoy es hostia de neocuras que bendicen la cópula entre esperpentos balbuceantes
para poblar la tierra de más homúnculos y menos golems.
Disparates,
pero coloreados, también los de Borbón. Faltaba para ellos la sombra porque no
la había, se la donaron a los pobres para solazarse con ella. Explota en el
carnaval el festejo de máscaras, desde Bahía hasta James Ensor, de Oruro a Otto
Dix. Maestro Goya, tus ojos han contemplado lo hermoso, el blanco cuerpo de la
de Alba, pero debajo de la almohada dormitaba sucio lujo de desastres. Lo raro que
incluso allí crecen sonidos de fiesta. También bailan los monstruos, tocan
flautas y visten laureles. Había una casa verde al fin de la avenida Guillermo
Urquidi que se transformaba en Aroma. Vendían la peor chicha. Cruzando la
calle, muy cerca, el triángulo del mercado de la coca. En esta casa se reunían mujeres
tenebrosas, caras marcadas por el horror. Solíamos ir con Julio a bailar
algunas tardes. Risas desdentadas, pútridas gargantas. Mi amigo y yo zapateábamos
y rebotábamos en la cueca. ¿Quieres ver mi antebrazo, papá? A ver, muéstrame.
Todas habían estado en la cárcel de mujeres de San Sebastián. Del dorso de la
mano hasta el codo tenían cicatrices de cuchillo, una tras otra, escalón tras
escalón. Recuerdos de tortura algunas líneas. Otras para recordar martirio. En
las celdas la gente anota días con rayitas de carbón en la pared, ellas lo
anotaban en sus brazos. Regalos policías. Esa casa debió ser colonial, por el
tejado y las paredes. Bajábamos la cabeza y quedamos dormidos. Al despertar
quedaban pocas, la cueca calló. Trastabillando comenzamos el largo idilio de
caminar hasta el otro extremo de la ciudad, a Cala Cala, con Julio quedándose
en la calle 16 de julio, fecha de la revolución paceña.
No he ido a
ver si todavía existe ese lugar. Ya aquellas son flor de cementerio. Todavía
está en la esquina el mingitorio público de Caracota y siguen vendiendo especias
de variados tonos. Calle Lanza abajo deambulaba borracho el sargento Terán, el
de La Higuera, cuando el tiempo presumía de joven y al sur de la Punata cargas
de papa abiertas ofertaban papa runa.
Tanto Julio
como yo partimos a los Estados Unidos; creímos haber abandonado los fantasmas.
Se arriman con dolor de cabeza, tocan los vidrios, uno piensa en sonido de
llovizna y al abrir la persiana revive la carcajada.
03/05/2024
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Imagen:
Francisco de Goya/Disparate matrimonial
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