Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Borro un párrafo en el que voy poniéndome, inútilmente, crítico. Cruz diablo, ni te me acerques de nuevo que perdí décadas en tareas inservibles. Pongo a John Mayall, blues de Londres entre los años 1964-1969. Mejor así. Mi hermano y su esposa salen a la cremación de un amigo. Alrededor del horno, si no recuerdo errado, hay plantas y flores de cartucho blancas. Pensé ir y la mañana me agarró dormido ¿qué cambiaría? La materia ya se transformó y no sabemos qué forma recuperará en un tiempo futuro. Los cementerios tienen poco de tormentosos, mucho de calmos. Nombres, apellidos, bustos, celebridades y gente común. Niños corren alrededor cantando por monedas tristes canciones de Simon & Garfunkel en español. Quema el sol, los arbustos ya eran de desierto y avanzan a serlo de averno pero incluso si este fuese el preámbulo de mundos sórdidos o dichosos no deja de ser atractivo. Tiene la paz de las iglesias, la modorra del no tener que hacer, nunca más, ya nada.
Hace dos días que no escribe Irina. Leo noticias de misiles caídos en su
ciudad. Certeza de la muerte, su incansable rondar, arbitrio del azar. Le
preguntaba anoche del agua; Poltava, como creo toda Ucrania, es inmensa en este
recurso natural. Decía Sienkiewicz que los pastos de los Campos Salvajes
crecían hasta tapar a un guerrero en su caballo en época de verano. Los
tártaros se escondían llamándose con extraños gritos. Tierra negra. Le pregunté
del agua y no contestó. Cuatrocientos kilómetros del río Vorskla discurren
ajenos a las batallas. Bebo un vaso de paciencia y con lentitud voy vistiendo
ánimos para el día. Han pasado seis meses y me falta desempacar algunas cosas,
miniaturas y antigüedades; hacer un mueble para alebrijes que conseguí en
Tijuana mientras buscábamos con mi primo Pablo comida de mar. Madera tallada
somos, y coloreada, para descansar en repisas de recuerdos con belleza. Muda
habita mi campana de Kiev.
Anoche, al lado de la brisa de la ventana norte, escuchaba Long Hot Summer, por The Style Council.
Creo que es lo único que aprecio de este dúo porque, junto a Lou Reed, era lo
que más gustaba a Francine. Puse la canción dos veces, luego salté a una
película serbia que abandoné a medias. Leí sobre Zinaida Gippius y soñé con
objetos de oro, raras imágenes que no venían de cosa alguna que hubiese pasado
hace poco. Cuarenta canciones de John Mayall. Voy con el escrito por la doce
del primer disco. Cajas recuperadas, como se ha hecho usual ahora, de mi
antigua discoteca. De los años en que nació Emily, calles de la hermosa
Washington DC, ciudad de gran amor para mí. Noto que no han sido abiertas desde
entonces. Cuesta sacarlas para ponerlas en el aparato. No huelen a guardado. Sin
embargo pareciera que hablan, me cuentan congojas que quería oír pero olvidé.
Un soldado invasor ruso pierde las piernas por la explosión de un dron.
Otro filma la extensa llanura, una sillería en ruinas. Lo devorarán los cangrejos,
mitad cadáver mitad alerta y la existencia ha de continuar por encima de los
tiranos. Los pastos crecerán más altos y no habrá ruido de armas que altere el
silencio, el grito de patos salvajes, caminata de avecillas de largas patas de
los pantanos. El agua estancada muestra un bellísimo verde claro. El hombre
tiene que ser lo que es: abono.
Escribía Zinaida Gippius:
La realidad
y el sueño
se mezclan
y se confunden,
cada vez más bajo
desciende el cielo funesto.
Camino y me
caigo,
acepto mi destino,
con extraña alegría
y pensamientos sobre ti.
Amo lo
inalcanzable,
lo que no existe quizá…
Mi criatura dulce,
¡mi única luz!
En el sueño
siento
tu tierna respiración,
y este manto níveo
se vuelve ligero y suave.
La
eternidad se acerca,
escucho la sangre que se enfría,
el silencio infinito,
la oscuridad y el amor…
¿Si tengo
una única luz? No, ni de neón siquiera. Trashumo por urbes iluminadas a pesar
de preferir la sombra. Termina el primer disco. He de levantarme para poner el
siguiente y servirme un espeso jugo de frutilla. ¿Quién recuerda a John Mayall?
Por décadas no he oído de él. Ni en nuestras multitudinarias fiestas de Denver,
regadas del más puro y aromático ron de los caribes, con olores de horno que
cubrían cien metros hasta la esquina y música fuerte, romántica, épica y
bailable, de acuerdo al momento. Con lluvia o sol, con nieve cayendo en el
tejado pizarra de la mansión Cass. De laika y rembetika al sensual vallenato, alternancia
en la pena de la vidala y el salto al feroz son jarocho. Leonard Cohen estaba cómodo,
bebía su cubalibre entre Mina y Raimon. Las jóvenes amigas de mis hijas gozaban
del vodka de Finlandia. Denver no era Murmansk. Me frotaba la testa con tal
agüita ardiente y ejercía el peine para dejar tiesos los cabellos. Cocinar y
bailar sin que se mueva un pelo, prácticas aprendidas y ejecutadas.
Ahora,
pronto, retorno a Denver, a treinta años de conducir por sus rincones. Vuelvo
sin casa; por supuesto están las de mis hijas, pero mía no. Caminaré alrededor
de mi terraza y quizá me contemple allí sentado, con trago en mano y un libro.
Me pregunto si él, yo, me reconocerá. Preguntaremos qué hemos hecho desde
entonces. El viejo Bill seguirá leyendo a Borges en su ordenador y llorará cada
vez que lo hace. No creo que me acerque a saludarlo. Ni a nadie otro. Que la
hojarasca se asiente y se haga polvo, que los bichos engullan a los
conquistadores.
Solo espero
que no murieras en el último ataque, mi Irina, me dará tanta tristeza, tendré
que arrastrarla igual a cadenas forzadas. Iré, de todos modos, cuando esto
acabe, a las orillas del Vorskla, a arrojar contigo o sin ti frescas margaritas
amarillas sobre las aguas. Si sigues viva iremos por café con chocolates de
Lviv. Si tu casa está vacía, el televisor apagado, sabré que el zar ha tenido
su pequeña victoria, ha matado una hermosa mujer. Dice Esenin: “Con qué nitidez
recuerdo entonces/La laguna cubierta de hierba y la voz ronca del aliso/Y que
en algún lugar viven mi padre y mi madre”. Ahí está la eternidad.
08/05/2024
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