Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Stanley Ketchel, peso mediano, tira a la lona al inmenso negro, Jack Johnson, peso completo; Jack Dempsey, el “torturador de Manassa”, derriba siete veces al gigante Jess Willard en el primer round para derrotarlo pronto después; Max Baer, boxeador judío americano, hace caer en diez ocasiones al goliat italiano Primo Carnera, mimado del Duce. Jack Johnson finalmente destrozó al irlandés pero su hombrada ha quedado en los anales del deporte. Historias únicas que papá nos hacía leer en aquel inolvidable libro empastado en rojo, Los colosos del boxeo, qué habrá sido de él. Llevaba en cubierta y lomo la figura del titán Atlas.
Contaba mi
padre que cuando hizo el servicio militar en la Muyurina fue campeón de peso
welter. En cierta ocasión un oficial mató a patadas a un soldado indígena.
Viendo lo furioso que estaba papá le sugirió que cuando terminase su período de
servicio en el cuartel dirimieran este asunto “como hombres”. El día en que lo
licenciaron, mi padre se le acercó y lo desafió a combatir a puño limpio ahí y
entonces. El bravo guerrero que asesinaba conscriptos desarmados se negó con
cobarde pretexto. Tengo anotados su nombre y el de la víctima, oprobiosas
narraciones muy usuales en la carrera de las armas. Mi amigo Oscar murió a
consecuencia de la pateadura que le dieron en el Colegio Militar. Esos, los
mismos que corrieron ante el embate pila en el Chaco. No en vano, durante la
época de la gran mentira, desfilaron por las calles con polleras, vestidos de
chola.
Papá nos
enseñó a pelear, a Armando y a mí, y a disparar rifle y revolver desde muy
chicos. Esto último a mis hermanas también. Recuerdo acercarme al viejo en la
plaza Cobija, plácida y florida, y decirle que dos pelirrojos del área me
molestaban. La orden cariñosa fue molerlos y así lo hice. Armando saltaba de la
Chevrolet modelo 50 y se metía al medio de un grupo que piropeaba a las primas
a repartir puñetes. Un muchacho, Block, bastante crecido, iba a pelearse
conmigo pero mi hermana María Renée me hizo a un lado, déjamelo a mí, y lo dejó
sangrando. Hermosos recuerdos. Mi madre se espantaba pero dejaba hacer.
Prefería leernos a Juan Ramón Jiménez por las noches, a recitarnos Los motivos del lobo y el Romance del conde Flores. Todo arrullado
al final con “algarrobo algarrobal, qué gusto me dan tus ramas cuando empiezan
a brotar”. Lo dicho: hermoso.
Eduardo
Falú. Rubén Darío. Sam Langford, Rocky Marciano, el “bombardero de Detroit”:
Joe Louis.
Extraño una
buena pelea singular. Creo que la última vez fue en Virginia, en el restaurante
Kantuta, boliviano, cuando lancé a un mexicano contra la mesa. A causa de
Pancho Villa, a quien yo defendía y él hablaba patrañas. El ser compatriota del
Centauro no le daba preeminencia sobre mí. Aquella fue su derrota, maldito
pelón, como en Paredón, Ramos Arizpe, Coahuila, 1914. Se me hace agua la boca,
para no mentir.
Fracasos de
igual modo, por supuesto. Cuando los L se nos lanzaron encima en patota y nos
cosieron a patadas en el suelo. A Armando le abrieron una brecha en la quijada
con un anillo; yo, con mis ojos hechos anteojos de sol, soporté cabizbajo
cuando la madre me reprochó diciendo que cómo era posible que hubiese llevado a
mi hermano, que era un caballero y no un maleante como yo. Entiendo, mamá, y
gracias, tenías razón. En tu memoria acabo de poner en el tocadiscos De Simoca, en voz del Chango Rodríguez.
Pasamos por Simoca ¿recuerdas? Y por
Montiel, de donde me ha quedado el sabor eterno de un vino casero en jarra de
aluminio. ¿O el chivito en cruz de Ojo de Agua? Mera frontera entre Córdoba y
Santiago del Estero, tierras nuestras, las dos.
A Omar le
gustaba aporrear tenientes y capitanes del glorioso ejército nacional en el
Savarin del Prado cochabambino. No en vano era cinturón negro, escuela de Mas
Oyama, y había participado del sudamericano de kyokushinkaikan en São Paulo. Había que escapar con apremio,
ni tiempo de coleccionar los dientes esparcidos para hacerse un collar. Algo de
bisutería natural no hubiese quedado mal. Me hace pensar en varios libros de
Erich María Remarque. De regreso, más
antiguo; Sin novedad en el frente,
clásico; también los posteriores Tres
camaradas y El obelisco negro, cuando
daban soberanas cueras, el autor y sus amigos, a jóvenes nazis que presentían
habrían pronto de ser amos y verdugos del planeta. Omar haciendo arrodillar a un
vanidoso muchacho para que le besara el culo a riesgo de mayor castigo.
El puño
limpio ya no existe. Tal vez los últimos practicantes sean los travellers del
Reino Unido, que pueden ser gitanos, irlandeses, galeses, etc. en mixtura
etnocultural. Hay un excelente documental irlandés al respecto: Knuckle (Ian Pamer, 2011). Brutalidad y poética.
Solidaridad, orgullo, honor.
Canciones
del tiempo de Thomas Hardy…
Hay cosas
que hubiera querido hacer en las batallas callejeras. No las hice y ya no. Nos
apalearon en la calle España, enfrente del hotel Ambassador, multitud que
arribó en dos autos, cuando enfrentamos el insulto de un bestia ensoberbecido
apodado “Duque”. Le escarbé con un par de hebillazos la inmunda cabeza pero
terminaron cosiéndome cuchilladas en la clínica belga. Otra vez hice llorar a mamá
cuando aparecí en la mesa del desayuno con blanco turbante de faquir.
Perdóname, no lo haré de nuevo, no público.
Si hubiera
tenido un hijo hombre le habría enseñado a defenderse de manera violenta. Sobran
horas para palabras y faltan minutos para desquitarse de cada felón. Me
contaron que neutralizaron al Duque en la cárcel muchos años después. Mi amigo
Chaly llegaba de Oxford y me traía un libro de James Joyce. Se fue a dormir a
casa con el cuello marcado por cinturón. A mi esposa Ligia la tiraron al piso
con un golpe en la oreja que le dolió por el resto de la vida.
Cuando
retorné hace seis meses venía con una lista, algo corta hoy, de venganzas
prometidas. Tenía a un tipo en el tope pero de pronto veo que una muchacha trae
a almorzar a un vejete de lentes oscuros y bastón. Era él. Qué injusticia de
vida, me arrebató el placer.
Uno no se
librará, cierto insigne lameculo. Lo dañaré. Que su amo originario, o el otro
gringo, lo reacondicionen para la siguiente paliza; llevará la de Sísifo.
En París
iba a un bar polaco, de un ex boxeador, con fotos suyas pegadas a las paredes. En
el Quinzième. Me recordaba una
novela de Nelson Algren y sus insomnes batalladores. Joaquín Ferrufino Murillo,
juventud de alegre novio en Córdoba, enfrentándose sin saberlo al Mono Gatica y
en otra ocasión al Indio Carbajal, pugilistas campeones. Ambos lo felicitaron por
defender a su chica. Contaba sonriendo: me hubieran matado.
Julio
Dueri, fraterno, gran puñeteador. “Canguro” Antezana, amigo de casa, gran
puñeteador de la estirpe calacaleña, igual al querido y recordado Jaime
Senzano.
14/05/2024
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Imagen: Jack Johnson
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