Claudio Ferrufino-Coqueugniot
No crean que caigo en aquello de la añoranza de la comida de casa, de la tierra, cuando la nostalgia se convierte en patrioterismo gastronómico sin ton ni son. He oído de todo: que no hay carne como la de Bolivia, que nuestras lechugas, que el choclo sin par. No me preocupa escucharlas, sí compartirlas. Cada región está plena de sabor; la sabiduría resta en encontrarlo. Inútil me parece discutir que si los picantes de acá no tienen parangón con los de allá. A decir verdad, el ají más picante que probé en mi vida fue un fiero rocoto en el mercado de Arequipa, a pesar de que las estadísticas de toxicidad en cuanto a chiles ponen al habanero solo un poco abajo del gas pimienta que utiliza la policía para reprimir a los marchistas descalzos del Isiboro. Y están el peri-peri, el jamaiquino, el puta parió de los coyas del norte argentino. Maravillas de la naturaleza, distintas unas de otra, no mejores ni peores.
No crean que caigo en aquello de la añoranza de la comida de casa, de la tierra, cuando la nostalgia se convierte en patrioterismo gastronómico sin ton ni son. He oído de todo: que no hay carne como la de Bolivia, que nuestras lechugas, que el choclo sin par. No me preocupa escucharlas, sí compartirlas. Cada región está plena de sabor; la sabiduría resta en encontrarlo. Inútil me parece discutir que si los picantes de acá no tienen parangón con los de allá. A decir verdad, el ají más picante que probé en mi vida fue un fiero rocoto en el mercado de Arequipa, a pesar de que las estadísticas de toxicidad en cuanto a chiles ponen al habanero solo un poco abajo del gas pimienta que utiliza la policía para reprimir a los marchistas descalzos del Isiboro. Y están el peri-peri, el jamaiquino, el puta parió de los coyas del norte argentino. Maravillas de la naturaleza, distintas unas de otra, no mejores ni peores.
Pero, siendo
contradictorio, necesito hablar de la empanada, y el sublime monumento de ella
que es la salteña. No hay conversación con compatriotas, por insulsa o
pervertida que sea, donde de una manera u otra, a la pregunta de que cuándo
voy, derivo en la salteña como icono religioso de mis movedizos avatares. Dicen
que me he vuelto conservador. Los ciegos solo saben distinguir la forma, no el
color, y cómo discutir con ellos, si ni con vela alumbramos sus sombras. Pero
en parte tienen razón, en detalles culinarios como el pique macho y la salteña,
donde invoco la permanencia de lo que eran antes, sin barroquismos ni choleos
que aumentan aderezos y cantidad para nutrir a un pueblo tragón más que
hambriento.
La salteña,
siento y no me cuesta decirlo, es de Cochabamba, así venga de Salta como su
nombre lo indica, que no sé, o la trajera la Gorriti que era mujer de las que
ya no hay. De Cochabamba, aunque me traiga más problemas que mi conducción “política”.
Saltarán los paceños al rodeo, y los potosinos, amén de chuquisaqueños, cada
uno flameando su propia versión no exenta de peculiarismos y bondades pero que
queda flácida, inhábil, inútil, ante las peripecias secretas de los Canguros al
respecto. Jorge Antezana, amigo de siempre de mi padre, descendiente del
fusilado héroe don Mariano, excelente salteñero y mejor puñeteador, como se
preciaban en mis tiempos los calacaleños, es parco en tanto al recetario y
magnífico en cuanto al cariño. Ni preguntarle, porque a veces averiguar los
detalles de un misterio le quita el aura, lo arruina.
Esa la salteña, patria
fuerte y aromática.
La emigración, el
exilio voluntario como se me ocurrió -no muy originalmente- llamarla, ha tenido
sus altibajos. Asuntos que van desde una filosofía de vida hasta las faldas, o
haciendo de las faldas su filosofía, mal les pese a algunos y lo disfrute yo.
Pero fuera de esos alimentos carnívoro-espiritistas, uno tiene que comer, no
solo para sobrevivir sino para encontrarle un gusto a lo que prueba. De pronto
el ostracismo te concede una profesión: la de cocinero en casa, y de a poco la
de gourmand, que es el que produce y aprecia comida gourmet, fina, complicada,
como parte de la sofisticación que de algún modo debe venir con la edad.
Lectura y sexo; comida también. No es texto para referirnos a los afectos; por
eso no se nombran, sin indicar que no existan.
En casa fuimos
construyendo un escarabajo de eclecticismo alimenticio cada vez mayor; sin
embargo la comida popular se mantiene como el diamante en bruto de donde sale
la sustancia. No en vano el chef neoyorquino Anthony Bourdain anda metido en
bohíos y covachas explorando la esencia cultural, diversa, multirracial y
fabulosa de la mano simple, plebeya, en la preparación de incontables delicias.
Lo invito a trashumar los caminos del país, en donde si no termina linchado por
malinterpretación de caracteres, podrá entretenerse con sabrosos encuentros: un
chorizo “pichi e’ boli” en las calles de Trinidad, un api mezclado en los
tinglados afuera de la muerta estación de tren en Oruro.
El pueblo aquí produce
tacos, arepas, pupusas, rumbos que la diversidad obliga a tomar. Pero siempre
queda un vacío cuando se sabe que algo en especial no hay o no existe. No
ocurría en el este, porque en la calles del Distrito de Columbia se podían
conseguir empanadas. De no haber bolivianas, se hallaba paraguayas. Hace veinte
años, entonces. Supongo que ha cambiado. La explosión inmigrante rebalsa por
doquier. Mas en Colorado se resume casi en exclusiva a gente de México, con una
menos nutrida comunidad peruana, otra colombiana, e isletas de Bolivia que se
emborrachan a medias el seis de agosto y se miran de reojo.
A estos fortines
casi inexpugnables, los bolivianos, me he acercado en busca de la empanada, que
después de la salteña es un icono más valioso para mí que los hombres notables,
sin éxito.
Toca la puerta de
casa, los lunes, una mujer de Zacatecas que hornea su propio pan dulzón, roscas
y a veces empanadas. La primera vez fue sobresalto seguido de decepción: las
susodichas venían rellenas de dulce de zapallo o lacayote, el menos caro. Ante
la pregunta si las tenía de carne, respondió no conocerlas. No me animo a
afirmar que en México no hay empanadas. País inmenso, de excepcional calidad
gastronómica, pero si las hay, aquí no llegan. Esta mi ciudad de Aurora parece
de crepúsculo en tal sentido.
Recurro a las
amistades, porque el hambre por lo general convoca a los amigos, y de cuando en
cuando arreglo un par de docenas de fritas colombianas, que sin equipararse a
la salteña o a la tucumana no dejan de ser extraordinarias. Ni qué hablar de
los “pasteles” cariocas, que a dólar la pieza hacen de un domingo una pascua,
un día hereje donde devoramos los restos del Señor.
Fin de semana; en
viaje imaginario, tomo la línea de micro D y desciendo en la intersección
Uruguay y Lanza. Cerca, como en cuevas medievales, mujeres ofrecen en canastones
empanadas rojas y de queso. Probarlas cuesta la razón.
11/07/12
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Publicado en
Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 15/07/2012
Foto: Salteña
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