Introducción
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Amor, sexo y
violencia en la literatura es un parámetro que la abarca toda. Hasta en las más
extravagantes o alocadas elucubraciones de los literatos, hallaremos casi con
seguridad alguno de tales temas, explícito o subyacente. Tomemos el Quijote, por ejemplo, que fuera de dar
las pautas de la novela moderna es universo de discusión infinita: ética,
política, social, individual, humana. ¿Podríamos calificarla de novela de amor?
¿Por qué no? Actuando Alonso Quijano, de principio a fin, en su andanza de
desgraciado desfacedor de entuertos, no deja de dar o pedir enviar noticias de
sus aventuras a su princesa en el Toboso. Incluso, así fuese ello parodia del
amor, como su personaje lo es de las novelas de caballería, depende del lector
la interpretación, y no faltará quien se retuerza de placer y romanticismo en
la hidalguía y altivez del malhadado héroe que jamás deja de pensar en su
inventado e imposible idilio.
Discutíamos
cierta vez, hace décadas ya y en medio de chichas no propiamente analíticas,
sobre si La Ilíada era un poema. Poco
importan los rótulos, que ese libro dictado por el poeta ciego ha sido para mí
el non plus ultra de la palabra, recitada entonces, impresa hoy. El sitio de
Ilión comienza con sugerencia de sexo y escenas de violencia. Quizá también de
amor.
Sin entrar en detalle,
sabemos que el Pélida rumia su ira en las carpas cerca de las cóncavas naves.
Es el último año de la guerra, aún incierta, y Aquiles se niega a pelear,
enojado porque el rey de reyes, uno de los Atridas que comandan la expedición,
Agamenón, le ha arrebatado a Briseida, hermosa mujer botín de guerra. La
sevicia, lujuria, deseo irrefrenable que el rey de Micenas siente, pone en
riesgo toda la expedición griega, que llenó el Ponto de naves flotantes hasta
el infinito, con el fin de rescatar a Helena, víctima y actriz auspiciante de
esta tragedia mito-histórica que relata la eterna disputa entre Oriente y Occidente,
que se remite al rapto de Europa, repite con Helena, y la revancha del este, se
vuelve a plasmar con Alejandro el Grande, reaviva con Atila en el río Tisza, en
la puzsta húngara, en un ir y venir que incluso abrigarían los tanques de
Guderian en carrera por la estepa y el retorno de Zhukov y su llamado a que no olvidasen
los soldados rusos el por qué estaban allí, a puertas de Germania. Siglos de
conflicto, en apariencia nacidos de un mito, para intentar explicar lo que la
antigüedad hacía inexplicable, y miles de páginas que lo rememoran con viñetas
de heroísmo, dolor, amor, sexo y violencia, desde Heródoto que es historia pero
también literatura, hasta Amin Maalouf y su tétrica descripción del desastre de
las cruzadas; de uno y otro lado del Bósforo, del mar Negro, cualquier frontera
imaginativa que ha ido moviéndose de acuerdo a los acontecimientos.
Pero el sitio de
Troya en voz de Homero no es solamente entrechocar de armas, como no lo es Noruega
en Borges, hablando de las Eddas
nórdicas, en prosa o verso. La Ilíada
es también un delicioso pasaje etnográfico, inmortalidad para decenas de
pueblos que sin él no hubiésemos escuchado existieron. La notable locura de
Schliemann fue creer al vate y seguir sus huellas en tierra a través de las
páginas, convirtiendo el mito en realidad, así no estuviese cierto, o no en su
totalidad. Desenterrar los restos de Troya no fue solo un remover de piedras y
garantizar autenticidades. Su legado humano se refiere al drama de las
ambiciones, miedos y deseos de los hombres, de la caverna a los palacios
teucros, a la torva faz de Agamenón, que resultó no ser Agamenón, en máscara de
oro en Micenas, pero que daba asidero a lo que contara Homero, que hubo una
hermosa Helena, y que por ella se mataron los hombres; de la angustia del rubio
Menelao, esposo y rey de Esparta, que en el campo argivo acumularía pesadillas
pensando en el sexo que el hermoso Paris tenía con la cautiva dentro de los
inexpugnables muros.
Aquiles
¿enamorado?, y dolido, dispensa un tiempo extra a los troyanos. Gracias a argucias
de los gobernantes, bien pronto toma de nuevo las armas para sentenciar el fin.
De cierta manera todo estaba ya predestinado, pero la dinámica de combatir el
destino nos caracteriza como hombres. Sabe que va a morir, y cómo, y cada uno
de los héroes juega un rol ya dispuesto, pero ni hombres ni dioses se ponen de
acuerdo e intrigan, engañan, embaucan para continuar la matanza y conseguir sus
objetivos o dorar la vanidad. Tríadas de amor y de pasión en el fragor de la
guerra: Aquiles-Briseida-Agamenón, Alejandro-Helena-Menelao; apenas se acuna la
Odisea, que merece tema aparte. Apasionamientos que traen consigo violencia
inusitada, impropia de guerreros, cuando cebados con los despojos de Ilión, son
mujeres y niños los que sufren la ira invasora, ajena a cualquier decoro o
siquiera respeto a los dioses y sus templos. Quienes libaban y sacrificaban
prometiendo ahora profanan. Ayax de Oileo violará a Casandra en el altar de
Atenea, y el resto de las troyanas será sacrificado y repartido entre los
vencedores. Eurípides (en Las troyanas)
relata en voz de Hécuba, madre de Héctor, ante el cuerpo de su nieto: “Ahora
que la ciudad ha sido tomada y destruidos los frigios, tenéis miedo de un niño
pequeño. No alabo el miedo de quien teme reflexionar”.
Además, y para
entrar en un tema no mencionado pero que aviva tanto sexo como amor: el
erotismo, La Ilíada guarda uno de los
pasajes más eróticos de la literatura. Pena para mí que no recuerdo el por qué
-algo de castigar a unos y premiar a otros entre los rivales-, labor pedestre
de las divinidades de entonces, y que tiene a la pareja olímpica, Juno y
Júpiter, Hera y Zeus, en situación nada ambigua. Juno decide distraer al padre
Jove para impedir un triunfo troyano. Utiliza recursos de mujer, no de diosa, e
incita al supremo a dormir o recostarse juntos. Lo arrastra a una nube y Homero
no dice más. En el campo se revierte la suerte y los aqueos reclaman victoria.
Tenía como nueve años cuando lo leí, y aunque he olvidado a los que perecieron
esa jornada en la batalla, nunca olvidé lo “otro”, una dulce sensación que se
elevaba por encima de la muerte.
La experiencia anglosajona
El horror, lo
oscuro, habita las mejores páginas de esta literatura. La herencia suele
afirmarse que viene de prácticas profanas y tenebrosas de los antiguos pueblos
que poblaban las islas. Lo recibieron sus descendientes norteamericanos, donde
también se acunó una notable escritura del “mal”. Las condiciones
socioeconómicas de la época en que se desarrolla su período clásico por decirlo,
es el siglo XIX, y tiene que ver con paredes negras de humedad, salarios de
hambre, maquinaria pesada, humo y contaminación. Toma características de feroz
patetismo en Dickens, y se desarrolla hasta la materialización de la violencia,
el crimen como arte en otros autores. La figura de Thomas De Quincey sobresale
con mérito. Este escritor que fumaba opio los sábados por la noche y salía a
observar al populacho, cuyo día libre era justamente ese, explicitó con matices
de incluso cierto heroísmo para el perpetrador, los asesinatos de Williams en
la Londres de 1813. Escuchó, sobrecogido, que en algún momento una de las
víctimas sintió los pasos del asesino y oyó como golpeba la puerta. Luis
Loayza, en un bellísimo prólogo a la obra, anota:
“De Quincey ha
hecho suya la escena atroz del crimen asumiendo el propio terror y esta es la
emoción que nos comunica. No hay duda que para ello tuvo que vencer una
profunda resistencia y bastaría señalar que entre los crímenes y la narración
median más de cuarenta años: la imaginación asimiló, fue enriqueciendo
lentamente sus materiales. Disponemos además en este caso de un documento
precioso que nos permite acercarnos al origen del proceso creador. En el Macbeth, después del asesinato de
Duncan, resuenan unos golpes a la puerta; la escena había intrigado desde niño
a De Quincey, quien no acertaba a explicarse el efecto que le causaba y la
recordó de inmediato al enterarse de los golpes a la puerta de la casa asolada
por Williams.”
También anota el
prologuista que Del asesinato considerado como una de las bellas
artes tiene deuda con Una modesta
proposición, de Jonathan Swift, el mismo de Los viajes de Gulliver, que a modo de combatir el hambre y la
superpoblación de niños irlandeses sugirió asarlos y comérselos. Por supuesto
que tremenda propuesta no debiera considerarse de forma literal, aunque,
conociendo la ambigüedad de los literatos isleños, en ambas orillas del mar de
Irlanda, y continentales ya cuando se afincan en América, podríamos
preguntarnos por qué no.
La sofisticación
de la violencia en las letras locales alcanza un pináculo con los famosos
asesinatos cometidos por William Burke y William Hare en la segunda década del
XIX. El nombre del primero incluso alcanzó notoriedad de verbo, para explicar
un tipo de muerte que el individuo practicaba en sus andanzas. Asfixia y/o
estrangulamiento para obtener cuerpos que serían entregados a un notable doctor
universitario, Knox, ávido estudioso de la anatomía humana. Burke & Hare
fascinaron a los creadores de entonces y posteriores. Robert Louis Stevenson se
inspira en ellos para escribir El ladrón
de cadáveres, que leí en mi juventud bajo el título de El desenterrador, con la salvedad de no mencionar a la famosa dupla
y solo adquirir como inspiración el entorno y el contexto de aquellos hechos en
Edimburgo.
Burke y su socio
Hare solían invitar a sus víctimas a departir tragos de whisky en la covacha
que habitaban. Se cuenta que el interés sobre todo del señor Burke estaba en
averiguar detalles de la vida del elegido, a quien se eliminaba en el momento
preciso en que el relato alcanzaría una suerte de epílogo. La conversación,
inconclusa, terminaba con la vida, lo que daba espacio de fantaseo y especulación
acerca del, o los, posibles finales de una interesante narración. Pero los
seres humanos nos parecemos demasiado, y más pronto que tarde, los relatos van
asemejándose más y más. De allí, los socios decidieron ser expeditivos y no
tanto líricos. Terrible, pero no falto de poética oscura y un aprecio indudable
del oficio propio.
Ese es el punto
que toca a Marcel Schwob, que, francés y judío, se apasionó por la literatura
del otro lado del canal, considerándose un discípulo del gran Stevenson.
Schwob, en su inolvidable Vidas
imaginarias, reinventa con ironía y fineza el periplo de los señores Burke
y Hare, haciendo énfasis, de acuerdo a la tradición de De Quincey, en la
profesionalidad y arte de los asesinos, lamentando a su vez el epílogo, casi no
queriendo dar término a una carrera artística de tan interesantes
características. ¿Elogio de la violencia? ¿Apología? O simplemente ficcionalizar
y embellecer en forma algo tan trivial como el asesinato en las sociedades
industriales de entonces. Relato preciosista, tomando -podríamos sugerir-
partido por la eficiencia -en lo que fuere- aparte de la subjetividad añadida
al desempeño de un oficio riesgoso, brutal pero sutil al mismo tiempo.
Dylan Thomas,
seis décadas después, resucitará los hechos. Ya es el tiempo del cine y la
concisión prima para plasmarla en imágenes. El relato del poeta galés servirá
de guión en un filme posterior. El año pasado, en forma de comedia, tal vez
como lo deseaba Schwob, comedia negra, se estrenó una nueva versión cinematográfica
en Inglaterra, sociedad tan afecta al policial y a los detalles y entretelones
de ese arte tan antiguo de matar.
Recordando a
Burke y Hare, y dada la explosión del gremio de estranguladores, cogoteros en
la jerga boliviana, en la multitudinaria y nativa ciudad de El Alto, me
pregunto si algún autor nacional tendrá el valor de desarrollar en forma de
ficción drama semejante. Las condiciones no se dan, por supuesto, para hacer
interpretaciones que no sean de orden moral sino estético. Creo que la sociedad
enterraría para siempre a sujeto tal, y terminaría su carrera literaria con
prontitud y quizá en circunstancias no muy agradables según vemos las
carácterísticas de esta extraña época. De todos modos, y valga de referencia,
Wilmer Urrelo, en Hablar con los perros,
se aproxima a un tema cercano, el secuestro de mujeres, en La Paz-El Alto, con
fines de lucro y explotación, además de otros asuntos candentes y prohibidos
como la antropofagia. Pablo Cingolani, en un reciente y antológico texto de
crónica, Bandidos en la frontera,
explica parcialmente el negocio de la trata de personas y destina, por haberlo
visto, esas víctimas que aparecen en las páginas de Urrelo a los lavaderos de
oro en la región de Apolobamba, la vieja Carabaya incásica donde ya se
explotaba la maldición amarilla. Casi afirmar, desearlo por supuesto en
términos de denuncia, pero también de arte literario, que Bolivia anda
necesitando, en estilo y género que fuere, la aparición de otra Vorágine, como la de José Eustasio
Rivera, o alucinaciones históricas, tipo José Asunción Silva, sin obviar la
modernidad del tiempo que vivimos, pero sin desdeñar un universo de
incomparable riqueza, crueldad sin límites, cegueras popular y gubernamental, y
lo multifacético de nuestro carácter.
De la mano de Anthony Burgess
La naranja mecánica fue inmortalizada por el cine, cosa que el autor
británico Anthony Burgess, quien la escribió, tomaba con sentimientos
encontrados. Por un lado significó un despegue económico sin precedente en su
carrera; por el otro, y lo diría con dejo de tristeza, lo suplantó como
creador, dejando el mérito del tema y su incuestionable controversia, muy
adecuada al período, en manos del cineasta Kubrick, que sin necesidad de
repetirlo, hizo, a su manera, otra obra de arte tan válida como la original. Ni
mejor, ni peor.
Muchas veces la
premura por publicar, o por no perder un contrato de edición, hace que el
escritor ceda en asuntos esenciales, como estructura de texto, personajes, etc.
Le sucedió a Burgess con esta novela, que para su edición norteamericana fue
reducida a veinte capítulos, desechando uno. Stanley Kubrick se basó en esa
versión para el filme y la razón está en la diferencia que en la edición
inglesa original el último capítulo sugiere a un personaje redimido, que reflexiona,
madura y abandona por voluntad propia sus para el resto nefastas actividades.
En el incario, el Estado obligaba a sus habitantes a contraer matrimonio, para incluirlos
en una maquinaria que debía funcionar. La idea es similar, la de un momento en
donde el frenesí juvenil, singularmente violento en este caso, da paso al
tiempo inexorable y sus condicionamientos, que si bien tornan una existencia en
aburrida, permite al otrora rebelde y pecador sobrevivir, mientras sobreviven
sus congéneres. Ello desmitificaría el ambiente abrupto, jocosamente extremo, casi
horroso, de las páginas de La naranja
mecánica, quitándole atractivo. Un personaje redimido no vende tanto como
uno recalcitrante y reincidente. En Kubrick, la historia de Alex, la forma en
que la termina en la cinta, deja en evidencia el retorno del pandillero a las
andadas. Luego de una traumática “cura”, de la que sale impedido incluso de
escuchar la Novena de su amado “Ludwig van”, se lo muestra mirando de reojo,
con sonrisa cómplice, extasiado por los timbales de Beethoven. Ha vuelto a ser.
Burgess se cuestionaba
qué era mejor para una sociedad. Someter a los ciudadanos a un lavado de
cerebro, consciente y generalizado, llevaría al individuo a comportarse entre
el colectivo según las reglas, mecanizando un sistema que reduciría el crimen,
la conducta antisocial, pero que también arriesgaría su poética, el libre
albedrío, que, querrámoslo o no, va a tener aristas como las de Alex y su gang.
Ese veto a la libre expresión individual podría acarrear la consecuencia de
terminar con creatividad y arte, que suelen venir a veces de situaciones y
acciones disasociadas con lo que la cordura social permite o avala. Pero ¿es el
delito una forma de libre expresión, resultado de ella, hijo espurio del
pensamiento liberal?
Los matices
difieren. Don Quijote y Alex representan dos facetas de un mismo rostro, el de
aquel que se niega a engrosar el montón. Los motivos no interesan. Dado el caso
se los podría diseccionar de a uno. El castigo por una conducta que pone en
riesgo el “buen vivir”, máxima engañosa que han hecho suya hoy algunos
gobiernos de supuesta izquierda, es parecido: cárcel, manicomio, clínica
siquiátrica, paredón, destierro, desaparición. Allí encuentro el no oculto
gusto del maestro Schwob por los caballeros Burke y Hare, rebeldes que
desenmascaran la sociedad inglesa, hipócrita y explotadora, adueñándose de sus
mismos métodos, permitidos para el Estado y prohibidos para el común. Fenómeno
muy particular en los Estados Unidos de América, en donde el criminal y el
antisocial se elevan al heroísmo, todavía aunque en menor grado hoy, en contra
de la policía, los federales, los agentes del orden. No era extraño, en los setentas,
que se aplaudiera en el momento en que Dillinger, el Enemigo Número Uno, en la
pantalla, burlaba a sus perseguidores y se quedaba con el dinero. Bonnie y
Clyde, Charles Manson, John Gotti, Capone por supuesto, llenaron el imaginario
de la gente como expresiones de la frustración y la angustia rebelde, de la posibilidad
de enfrentarse al monstruo. En ellos, el hombre de a pie veía, y ve, a los que
de alguna manera se cobran por su difícil existencia. Paradójicamente, no
sucede cuando es un banquero, un multimillonario el que estafa al fisco. La
reacción entonces se alinea con la de las normas establecidas.
Los métodos “científicos”
que se utilizan para reencauzar al personaje de Burgess, y que peligrosamente
se asemejan a los que manipulan los totalitarismos, son fallidos. Hay
sociedades que se manejan dentro de límites muy establecidos. Eso les permite
crecer, desarrollarse, innovar. Pero, por lo general, países semejantes tienen
leyes que regulan incluso al poder del Estado. La práctica del brainwashing no
puede evitar explosiones individuales. Al contrario, mientras más se aplica,
mayores, más numerosas las reacciones. Incomprensibles, se las denomina, cuando
son tan obvias que no hay donde perderse.
Burgess cita a
Orwell y Huxley, apuntalando aquello de si debe permitirse a un ente abstracto
como el Estado, adueñarse de las vidas de otros. Supongo, volviendo a la novela
y para no dejar cabos sueltos, que una redención personal vale, si es decidida
en absoluta libertad. Eso lo observarán, señalarán, críticos, lectores,
mientras el autor, Anthony Burgess, no se lo plantea de entrada; de acuerdo a
su noción de escritura, evita hacer un esbozo completo de la obra. Comienza
según algunas pautas y luego la narración sigue su propio camino. Por tanto
sería aventurado arriesgar la opinión de que se escribía una novela sobre la
violencia, a pesar de que la historia de Alex y sus muchachos recrea un evento
personal en la vida del escritor donde su esposa fue atacada. Las
consideraciones, preguntas, y posibles respuestas son posteriores.
La masacre de Aurora y algunas consideraciones
sobre ficción y violencia
Hace unos días,
en el estreno, a medianoche, del reciente filme sobre Batman, el hombre
murciélago, el caballero de la noche, ocurrió una masacre. En un cine, el más
cercano a casa en la ciudad de Aurora donde vivo, adyacente a Denver, Colorado,
un individuo compró su boleto, pidió permiso para salir, llegó a su automóvil,
se vistió como quien suponía era a partir del momento, y, por una puerta de
escape previamente forzada, entró de vuelta a matar.
Pongámonos en
escena. Cuando el asesino arroja unos cartuchos de humo, el público piensa que
es parte del espectáculo. Más de alguno al empezar los tiros lo seguiría
pensando. Es que Aurora a momento de cerrarse las puertas había dejado de ser.
Era Ciudad Gótica ahora en la sala de un multicine. Embrujo colectivo que
muestra aspectos muy representativos de la sociedad norteamericana. El cómic
siempre fue acá un fenómeno de masas, acrecentado cuando se hizo cine.
Tradición literaria popular, resultado y creadora de una psiquis particular del
norteamericano medio, la del héroe cuya misión es salvar el mundo. Superman es
el epítome del hombre en la América que les pertenece. Clark Kent lo retrata,
de perfil bajo, trabajador, amable, tierno, y, cuando se necesita, implacable
en su lucha contra el mal. Esto chocaría con lo dicho anteriormente acerca de
que el Malo es el héroe y no al revés. En el caso de Superman, imagen
emblemática del bien habría cierta confrontación, diferencia que se borra
cuando el concepto que unifica las partes es el de individuo en contra de algo,
sea el gobierno, organizaciones criminales, invasores extraterrestres, etc. La
acción individual es la acción “americana”, y bajo ello se fundó esta sociedad.
El caso de Batman es distinto, porque su carácter es algo ambiguo; aunque
trabaja a favor de la ley y el orden, no es bien visto por sus representantes: suerte
de expatriado necesario, útil en momentos en que el riesgo desborda la
capacidad, pero cuestionable. Quizá por eso su traje oscuro, y moverse de
noche, enmascararse como un ladrón, a diferencia de su par y también miembro de
la Liga de Superhéroes, el de rostro luminoso que vuela con una gran S en el
pecho.
El asesino ha
penetrado en los arcanos de la ficción. Existe una vida paralela a su normal de
estudiante graduado, de novio, de amigo, compañero de curso. La literatura, en
uno de sus géneros, lo ha arrebatado hacia un mundo en el cual las cosas se
dirimen de otro modo, no con lo prosaico del día a día sino con la grandiosidad
de lo épico, en circunstancias brumosas, futurísticas, allí donde, otra vez, el
individuo como tal será capaz de grandes acciones, ya sea enfrentar al Mal, o
al Bien. Esa exhibición de estreno es el portal para penetrar al otro lado,
dejando la impudicia de la vida cotidiana de lado. Al instante en que se
cierran las puertas no hay retorno. En su caso, aparentemente, el personaje que
lo había seducido y dominado era The Joker, el Guasón, y la batalla sería entre
él, vilipendiado por la multitud que idolatra al enmascarado, y el mundo. Antes
de que llegue Batman él habrá dado su lección. Lo demás no cuenta.
Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, hace un
inteligente análisis del por qué de los asesinos en los Estados Unidos, los que
cometen masacres o los que van anotando unidad por unidad a sus víctimas.
Volvemos a Anthony Burgess y el lavado de cerebro, que es extensivo y
subyacente en Norteamérica, que se da de a gotas desde que nacen y prosigue en
cada estadio de crecimiento, sobre todo en la escuela. Van conformando una
sociedad de denunciantes, que combate ésa, unas décadas más vieja, que añora a
los grandes criminales y que fue resultado de la Gran Depresión.
A partir de la
Segunda Guerra Mundial los EUA alcanzan su época dorada. Hay un pequeño recule de
rebelión en los años 60 con el movimiento hippie, que se absorbe pronto. Ahora
hay un país rico y poderoso que proteger, y comienza a lavarse el cerebro,
aunque sus raíces son tan antiguas como el calvinismo y estuvieron de eterno
presentes. Pero ese sistema no es perfecto y la mejor muestra está en estas
individualidades que en el rato menos pensado y de quien menos se esperaba,
pierden la compostura y enloquecen de la peor manera. Últimos resabios de
rebelión, según Paz, en una sociedad controlada y policial.
El caso de Holmes
en Aurora cae dentro de ese marco, con la salvedad de que se añade el punto de
la ficción. Rebelión también sería abandonar lo terrestre para vivir un cuento
de hadas. No es raro, pero en su caso, extremo.
Pensé que la
masacre no nos había tocado por ningún lado, hasta que el domingo nos enteramos
que el hijo veinteañero de una amiga mexicana casada con coreano, quien estaba
en la segunda fila, recibió dos tiros. Uno que le atravesó la rodilla, y el
otro que entrando por el glúteo, con un orifico de entrada de media pulgada,
cortó la uretra y destrozó el bajo vientre. Podríamos haber estado allí;
siempre vamos. Queda a diez minutos de casa. Entonces seguro que no estaría
hablando de este modo, ni diciendo que a pesar de lo terrible del hecho, no
puedo como escritor, impedir quedar fascinado del alcance de la ficción y de su
capacidad de crear realidades, incluso espantosas como ésta. Es que para mí, el
cine es también literatura.
Misceláneas
Elegí el titulo
de Lo abrupto y lo sutil, con una
idea distinta a la que finalmente he redactado: digresiones acerca de temas y
autores. Al no ser ensayista cabal, y nótese lo de cabal, prefiero no entrar y
perderme en divagaciones teóricas o filosóficas que no me llevarían a mucho.
Comento, opino, dejo volar la subjetividad por encima de mis libros y
películas. El hecho de vivir aislado en un lugar como Aurora, donde cada diez
años hay un crimen horrendo que la repone en el mapa, todos cerca de casa tal
vez por la diversidad de su entorno, o por un omen que se aloja por allí, en
los pasadizos de la carretera 225, me preserva de los avatares del mundo
literario (mi amigo Igor Quiroga sería más drástico y diría la canalla
literaria), y sus demandas. Hay autores que viven para ofrecerse en los
mercados, como mangos maduros o tunas punzantes; no es mi caso y elijo la calma
de crecer como ramita de albahaca o planta de cicuta, rodeado de pequeños
placeres, la lectura el principal, aunque en derredor se anden acuchillando los
negros, se madreen los carnales, o el Guasón baje de una nave semi-espacial y
extermine a los vecinos.
Buscar y hallar
los temas tratados aquí: amor, sexo, violencia en la literatura no cuesta
esfuerzo. Como dije al principio, como la vida, los escritos están plagados de
los tres elementos, unos más que otros, desde distintas perspectivas,
coloreados a la manera de sus autores. Es al lector a quien toca conversarlos,
encontrar los vericuetos que casi seguro el escritor ni siquiera sospechó,
porque escribir forma parte del inconsciente colectivo, y, a pesar de que por
lo general se sigue un esbozo previo, la palabra sigue rumbos independientes y
destapa u oculta cosas ajenas al creador o su estructura previa. No en Paulo
Coelho o Isabel Allende... que son por demás previsibles.
Hay tantos
géneros, maneras de escribir un texto. Tantas las formas de interpretar una
realidad concreta u onírica, que si queremos establecer un patrón de medida, o
hallar una reglamentación en cuanto a la aproximación literaria a temas tan
amplios como los propuestos, estaríamos trashumando la nada. Hace poco conseguí
una obra que es ya un clásico: Recuerdo
de la muerte, de Miguel Bonasso. La contratapa afirma que es una gran
novela histórica, pero no tiene la estructuración de tal, aunque el argumento
tratado sea de hechos sucedidos durante la dictadura argentina. Testimonial
entonces, sí y no, ficción y realidad, así lo ficticio de los nombres oculte
personas de carne y hueso. Lo que vale es su calidad de texto literario sumada
a la memoria del tiempo que no se debe nunca perder. La guerra sucia, como la
han calificado, abunda en violencia extrema, pero no por ello abandona los
elementos de ternura que nos diferencian, cuando en la novela, por ejemplo,
conversan un represor y un reprimido, luego del desastre; hay llanto acerca de
lo ilógico de tan detestable carnicería. El represor le dice al otro que sabe
que “ustedes” van a la larga a vencer, porque son mejores que “nosotros”. Tremenda
ilusión; ellos y aquellos, tocante al poder, semejan gemelos.
El sexo, y la
violencia en el Marqués de Sade han llenado libros de elogio y psiquiatría.
Hace decenas de años que no lo leo, pero la impresión que tuve del divino
marqués no fue la de orgías sangrientas sino la de moral. El hombre alegaba,
utilizando armas por cierto muy dañinas entonces, por una sociedad que
terminara con lo hipócrita y servil de la época, dominada por patrones, jueces,
militares y curas, pilares de la iniquidad y desigualdad desde el inicio de los
tiempos. Su ataque fue brutal, como lo fue su castigo, condenándolo al incluir
su nombre en el vocabulario con una palabra que implica maldad. Su vida privada
no interesa. Su literatura es explícita en su afán de destruir lo que nos
separa.
Sería enumeración
sin fin la nuestra, para rescatar instantes literarios con la temática que nos
atinge. Georges Bataille, en poemas póstumos, descubre una faceta de esa que
consideramos la más dulce de las artes escribientes, donde junto a la pasión
que despierta el amor, se funden sexo y escatología, sin olvidar la violencia.
Faltos de lírica amorosa, quizá, pero no ausentes de lo que suele ser el más
ávido motor de la historia. Sigue allí, supongo que todavía vivo, el poeta
español Leopoldo María Panero, soterrado en la prisión de un hospicio, o libre
en la profunda soledad del ermitaño. Cómo saberlo, en un camino que envolvió
también a Robert Walser y fue connotado y difundido en el caso del autor alemán
Oskar Panizza, el gran hereje, artista que en El Concilio de amor destroza los fundamentos hipócritas de la Iglesia,
y se burla con despiadada violencia e ironía de los iconos religiosos, para
quien María virgen no era más que una puta desquiciada y Jesús un pobre diablo
lloroso y dominado. Eso bajo el pretexto de la aparición de la sífilis en
Europa. Le costó. Luego de procesos y cárceles decidió recluirse en el
manicomio, desde donde escribió lúcidos párrafos autobiográficos designándose a
sí mismo como “el enfermo”.
¿Qué perseguían
Valentine Penrose y Alejandra Pizarnik en detallar las abominaciones de Erzébet
Bathory, la condesa sangrienta? Carece esta mujer del peso socio político del
otro gran monstruo, el príncipe valaco conocido como Dracul. Todavía en él,
deslindando posibles desviaciones de personalidad, queda el pretexto de haber
sido violento en una época violenta, extremo porque cabía a la necesidad de
supervivencia. El Drácula romántico, exquisito en el Nosferatu de Herzog es posterior, invento del gótico y respuesta a
distintas apetencias y tiempos. Pero Bathory, aceptando la carga enfermiza de
la aristocracia a la que pertenecía, nos es todavía desconocida y sigue
despertando controversias y encanto entre artistas de diferentes medios. Por
asociación, recuerdo unos párrafos de Ivo Andric en Un puente sobre el Drina, sobre el que escribí en mi juventud y que
describían con lujo de detalles algo que llamaríamos el arte de empalar.
Sofisticación, brutalidad, insoportables. Pero seguimos abriendo esos libros y
leyéndolos. Su espanto no logra desterrarlos de nuestra biblioteca.
Alonso Quijano,
Aquileo, el cojo John Silver, Dimitri Karamazov, Raskolnikov, Martín Fierro, el
vengador de Sin City, Boggie el aceitoso, Batman y la materialización del Joker
somos todos. Como Eugenia Grandet, Madame Bovary, Catalina de Médicis, las
heroínas de la novela gráfica japonesa, la infame Ana Karenina o Effi Briest.
Complejos, contradictorios, crueles, desencantados y sórdidos, a la vez que
tiernos, hidalgos, apiadados y afectuosos. Capaces de amar, poseer y matar. Abruptos y sutiles. Siempre.
Aurora, julio del
2012
Leído en el VII Encuentro, 8/8/2012, Cochabamba
Imagen 1: Aquiles y Patroclo
Imagen 2: Thomas De Quincey en un dibujo contemporáneo
Imagen 3: Afiche de La naranja mecánica
Imagen 4: Batman
Imagen 5: Ilustración de Santiago Caruso para La condesa sangrienta (Pizarnik)