ELENA FERRUFINO COQUEUGNIOT
Algún
tiempo atrás, mi hermano Claudio me comentó que estaba escribiendo un libro de
crónicas con “un joven periodista cruceño”. Me emocionó la idea de incursionar
nuevamente por el territorio croniquero, que me había fascinado años atrás,
cuando me acerqué a las narraciones de la conquista y las peripecias de los
contadores de aquellas historias impactantes.
Me entusiasmó
también imaginar las crónicas que podría estar urdiendo mi hermano, con su
particular manera de recorrer el lenguaje. No sabía nada de su acompañante en
esta jornada… Esperé pacientemente.
Cuando recibí el
libro, mi sorpresa se agudizó. Tanto el título como la portada me advirtieron
ya de un camino accidentado, observado desde los submundos de dos aventureros
que, sin duda, ladrarían en voces intermitentes, quizá descarnadas. Seguramente
privilegiadas. Privilegiadas, no solo por el genial manejo del lenguaje y del
relato sino, sobre todo, destacadas en su condición de testigos y actores de
los mundos que desconocemos. De esos otros escenarios donde reptan seres que no
acceden a las Ferias del libro, pero que las hacen posibles.
Abrir las páginas
del texto significó así una deliciosa –a la vez que brutal- confrontación con
los testimonios de estos itinerantes subalternos. Brillantes.
En una suerte de
lúcido contrapunto, Claudio y Roberto; Roberto y Claudio nos refieren la
cotidianidad de lugares y gentes comunes que sabemos que existen, pero que
vemos con muy poca frecuencia: prostitutas, cocaleros, narcos, prisioneros… Las
voces de los de abajo –para citar a Azuela- convergen en polifonía con las de
los narradores-testigos-protagonistas de cada una de las crónicas.
El texto está
dividido en seis estaciones que nos obligan a detenernos en el camino. En cada
una de ellas, nos adentramos a un mundo singular desde donde nuestros cronistas
movilizan miradas renovadas y tensiones interpretativas, forzando al lector no
solo a irrumpir en escenarios extravagantes –por lo feroces- sino sobre todo, a
adoptar una suerte de estatuto transgresor que altera, junto con las voces
narrativas, los escenarios de crítica y conflicto que dibujan el abrupto
panorama textual.
Como lo afirma
Darwin Pinto en el prólogo, en Crónicas de perro andante “releemos
la realidad y nos sorprendemos… de nuevo. Reinterpretamos, reaprendemos,
reentendemos, revemos. Activamos la memoria y echamos a andar la maquinaria del
sentido crítico, del putazo indignado ante la barbarie, la corrupción o la
maravilla que nos atropella con cascos de caballos salvajes o de bandidos
ilustres o de héroes anónimos.”
“Orgullo y
vergüenza”, “El poder”, “Entrar donde los demás quieren salir”, “Crónica detrás
de la crónica”, “La delgada línea de la vida (o de la muerte)” y “Otras
andanzas”, son los nombres que reúnen, de cierto modo, relatos paralelos, representaciones
fácticas de historias localizadas en tiempos y geografías que nos resultan
familiares, pero que en los hechos cobran rostros nuevos una vez que periodista
y novelista los transcurren y los materializan a través del uso magistral de
las infinitas posibilidades del lenguaje.
Pues nuestros dos
autores no son solamente eximios artífices de la palabra, sino que además
confluyen –de manera casi natural- en anacronías y cosmografías que parecen
arrancadas de Milton o Capote. Y, en ese afán, nos regalan un texto donde se
hermanan periodismo de investigación y literatura, donde los esquemas de
representación a los que recurre el discurso narrativo nos permiten reorientar
la lectura y repensar los imaginarios instituidos, mediante una puesta en escena
que no puede sino comprometernos éticamente, en tanto receptores y depositarios
de esta sucesión de testimonios que nos develan mundos surreales y personajes
que palpitan en mezcolanza de carne y de palabra.
Transcurrimos así
escenarios nacionales, que reconocemos, pero que adquieren nuevas
subjetividades: Aiquile y el terremoto; Chito Valle y su hotel inverosímil;
putas de toda laya; Evo Morales y Orinoca; Cochabamba y sus poblados; Pongo y
el Tipnis… Pero también México, Bosnia, Chile, Cartagena y Aurora. Y choferes.
Amigos. Peligros y deleites con que paladeamos cada crónica, cada frase que
articula la inusual experiencia de equilibrar la escritura desde dos estilos
que, en definitiva, ignoran la rigidez de sus estructuras y favorecen una
melodía de lenguajes que se entrecruzan y se confunden en un escenario tan
conocido, pero tan original como las propias narraciones que lo constituyen.
Zapatos
empolvados, mochilas en desgracia, escenarios despiadados, historias
exorbitantes… Instrumentos necesarios para una manera peculiar de caminar el
mundo. “Como tuercas que encajan en una misma pieza”, la escritura cómplice de
“estos dos hombres traviesos”, como diría Roberto, nos permite sacudir la
mirada para transcurrir por cloacas y maravillas en un deleite poco común. El
placer insoportable de leer un libro extraordinario. Pablo Cingolani diría que
“el efecto de este libro es tan seductor, tan movilizador como misterioso, que
uno quisiera que su lectura no acabase jamás. Aquellos que aman la lectura, los
devotos del dios de la literatura, tienen en este perro andante a un compañero
fiel para seguir la ruta”.
octubre de
2013
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Leído en la
presentación del libro, Cochabamba, 10/2013