Claudio Ferrufino-Coqueugniot
En un boliche de
altos, calle Aroma esquina Ayacucho, justo encima del más infame putero de los
alrededores, en el sótano del mismo edificio, qué año, ni lo recuerdo, hace
unos diez, tomábamos cerveza con unos amigos y comenzamos a conversar con otra
mesa de beodos, concurrida y bulliciosa. Existe en el bajo fondo cierto código
de cortesía, o existía, y a cada canción que poníamos en la rocola, y la
dedicábamos bien charro a mujeres, mártires, grandes hombres, san putas y la
virgen del jusqu, ellos ponían otra. Corridos perrones del narco, en ese límite
en que las bandas mexicanas no se habían disparado con tanta saña unas a otras
y quedaba un resquicio hasta de romantismo en el hecho de enfrentar la
autoridad; inaguantables canciones de Gloria Stefan; los consabidos Kjarkas,
baldón y gloria de una nación desventrada; cuecas en versión popular, con
charangos y quenas, lejos, muy, de la cueca señorial que en piano y acordeón
tocaban en una extinta chichería con un gran sauce en el patio.
Transcurría la
noche. El baño rebalsaba de orines, que se filtraban hacia abajo, sin duda
detrás de camas de tristes putas, de parroquianos cansados, turbios, que ni un
mimo hacían a los niños que en cunas eran testigos del oficio de la madre.
Chalino Sánchez
cantaba Las nieves de enero. Las
mesas de fórmica, mármol falso, brillaban de baba y cerveza. De pronto uno de
los personajes me dice:
-
Yo te
conozco
Que de dónde si
no vivo aquí. Y rememora, de fines de los noventa, cuando un “señor” apareció
en el penal con un gangocho lleno de libros. Penetró en el recinto acompañado
de un guardia voceando que les traían lectura de regalo a quienes quisieran.
Era mi padre, a quien pedí recoger de la editora los remanentes de un libro que
había publicado allí en 1991: Virginianos.
Serían doscientos ejemplares que fue dando de a uno, de a dos, a los presos. El
libro de tapas amarillas, breve, con un retrato mío en la portada realizado por
Jennifer Ann Gubrud en Takoma Park, Maryland, con asomos de Francis Bacon,
guardaba un conjunto de mínimas crónicas sobre los más diversos temas. Entonces
el borracho preguntó a la dueña del boliche si tenía música de Joan Baez. Le
respondió no joder, que se fuera porque ya solo hacían ruido y ensuciaban (ensuciar en la jerga
boliviana es el castizo cagar), y cagaban los borrachos, uno encima de otro, en
un recinto cuya única agua se arrojaba desde un balde, a un metro de distancia,
salpicando todo.
-
Es
que me acuerdo de lo que escribiste de Joan Baez, y cuando salí de la cárcel
busqué sus discos. Me pareciste enamorado de ella y me enamoré también. Te voy
a llevar a mi cuarto para escuchar los cassetes.
Carta a Joan Baez fue el último texto que escribí de aquel libro,
pero lo pusieron primero los armadores porque se lo habían olvidado, creo, y
eso resultaba lo más sencillo. Fue después de una borrachera con Ronald y Julio
en el apartamento de North Pollard St, en Arlington. Teníamos colchones en el
suelo, dos sillas y una mesa que nos había donado la Ayuda Hispana. Ah, y un
sofá desvencijado que nos trajo mi primo Waldo. Poco, pero mucho para nosotros
con la juventud a cuestas y la alegría de la independencia, el trago, el sexo.
Lo dije, aquella noche de la Aroma; conté el trabajo nocturno de los mercados,
descargar camiones, fumar hasch y marihuana, crack, las noches en vela
alcoholizados con los mendigos en torno a llameantes turriles. El frío que
venía como gilletes arrojados por el esputo del viento sobre los rostros. La
inexperiencia del invierno, cómo nos fuimos haciendo duchos en un ambiente tan
ajeno. Aprendimos a usar dos calcetines, a ponernos periódicos entre ellos.
Trabajábamos a la intemperie, con guantes mojados por el hielo, rodeados de
rostros negros sonrientes y amables. Sin quererlo estábamos en los orígenes del
blues, o del rap como algún negro joven tarareaba por allí: nabos, repollos,
lechugas, me rodean en este motherfucking world mientras my baby espera por mí…
Se puso a llorar.
En la cárcel, relataba, la vida era así, había que arañar por un poco de comida
extra. Dar parte de lo que me traía la novia a los policías, parte al jilakata,
y quedarme con un remanente mínimo que comía a escondidas de los otros del
cuarto. Pero allí nada pasa inadvertido y el egoísmo es la peor traición. Lo
aprendí. Maldito mundo de mierda. Me aficioné al alcohol, de farmacia mezclado
con jugo de zanahoria, y a mantener la miga del pan en la boca largo tiempo,
hasta que se vaya disolviendo. Es una manera de comer más.
Recibí tu libro,
y me hice dar otro porque me podía servir para cambiarlo por algo, o para
limpiarme el culo porque papel higiénico no se ve jamás. Al leerlo cambié de
opinión, y el volumen extra lo regalé a mi mamá, que ni lee. En el encierro
valoras las ventanas que te muestran lo extenso del mundo. Tu libro fue el mío
de viaje, por donde nunca ya estaré pero he estado. Mujeres que me he tirado en
la imaginación, rubias con pantalones de cuero. Salud.
Sombras nada más: Javier Solís. Cantamos a todo volumen. Cállate, perra, le dice Julio a la patrona y le arroja un billete de a cien. Tráenos
otras botellas. Pero ellos, el convicto y sus amigos, no pueden quedarse atrás
y ponen una botella de Don Q, ron, ¡pobre don Quijote!
Era un tango, les
digo, de la canción, pero a quién le importa, y me sumo al aullido colectivo
porque en algún momento también quisiera, quiero o quise, abrir lentamente mis
venas.
Extrañas las
vueltas de la vida. Me había enojado con papá por haber regalado todos los
ejemplares sin guardarme uno. Le explico que no los tengo y que me gustaría.
Pero de qué sirve la cantaleta si ya está hecho. Extrañas porque lo que el tipo
habla de las páginas de Virginianos
como la bitácora de un desdichado en un viaje al espacio sideral, al infinito
de las soledades. Quizá porque lo escribí con ese impulso, el de un hombre solo
en un mundo que no detestaba, que por el contrario proveía riqueza para el
cuerpo y la mente, pero que a ratos no alcanzaba para cubrir lo que había,
voluntariamente, abandonado. He ahí la diferencia. Estar preso es contra
voluntad. Nadie se mete por gusto en la celda. Pero espíritus similares
perciben la sutileza de ese sentimiento no importa donde. Y, paradójicamente,
lo que produce tal solitud, en mi caso el libro de prosas, deviene en compañía.
Los originales que producía, y que releía en las noches libres de sábado, lejos
del mundanal conjunto de hortalizas y frutas, me acompañaban. Y me alegro que
ya la obra impresa sirviera para suavizar el destino encerrado de este
inesperado amigo.
Su deseo ferviente
de agasajarme, homenajearme según él, insiste en un trago en el subsuelo, “donde
las niñas”. Pero yo invito, afirma, mientras descendemos la escalera de metal.
Adentro una muchacha desnuda baila en la pista una canción de Billy Joel. Paga
dos cervezas paceñas. Me besuquea en la mejilla. Soy su hermano, su papito, su
hermanito y su compadre. Luego me hace una confidencia y me pide que le “preste”
cincuenta dólares para echarse un polvo con una mofletuda peruana. Me confiesa
que quiere festejar, porque hoy, hermanito, ha nacido mi primer hijo, varón…
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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), La Hoguera (Santa Cruz de la Sierra), 2013
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