Thomas
Bernhard sostenía que su ciudad natal, Salzburgo, era una enfermedad mortal. Al
menos lo fue para él, que vivió con ella y sus habitantes enfrentados, en la
vida y en la literatura, y la utilizó como piedra de amolar para su ingenio
vitriólico y su encono inextinguible. Las relaciones del escritor con la ciudad
en la que vive o en la que ha nacido y lleva como una carga en la memoria, son
raras, no siempre, no por fuerza felices, salvo que engañe y se engañe de paso
para mejorar el trago. Aquellas en la que ha ido a parar de grado o por fuerza,
lo mismo.
La ciudad
como espejo de la propia vida y de una aventura en la que debatirse a brazo
partido. Ciudades natales o al paso, vividas de la mejor y la peor manera
posibles, refugios de expatriación o del nuevo arraigo en las que llevar vidas
fáciles o vidas azacaneadas. Tarde o temprano todas son para el escritor
escenarios de la remembranza esteticista, de la memoria helada o del alegato de
la revancha legítima, más o menos bienhumorado. Los personajes que en una y
otra aparecen son muy distintos, los colores y perfiles también. Las primeras
suelen tener por objeto contentar a los paisanos y, si son exóticas, a los
lectores; en ellas la estampa se impone al recuento de la propia vida que así
se escamotea. Solemnes baboserías, de mucho rédito.
En Madrid-Cochabamba, de Pablo Cerezal y
Claudio Ferrufino-Coqueugniot, veo poco de remembranza esteticista y a cambio
encuentro memoria descarnada tanto festiva como dolorosa –«Allí donde toques la
memoria, duele», escribía el griego Seferis–, celebración de la vida vivida y compartida,
con sana melancolía que invita al trago y a compartir mesa y trago, con humor
burlesco y poco sentido del salir a escena con empaque del romántico para quien
todo lo relacionado con las ciudades es «mágico» o «misterioso», o no es.
A veces
una carta es un mapa, una invitación a recorrer constelaciones, escribía yo
hace treinta años. Y quien dice carta, dice novela, crónica, fotografía,
película de madrugada... Espuelas del alma. Esto es lo que me ha sugerido Madrid-Cochabamba, escrito a cuatro
manos desde lugares bien distintos, extraterritoriales ambos para sus autores.
Cerezal, que estaba en Cochabamba lo hizo de su Madrid lejano, escenario de
vilezas y de una vida cada día más difícil para quien no forma en las filas de
los privilegiados, que tal vez le puso en el camino de Bolivia, entre otros, y
el que está en los Estados Unidos, bien lejos, lo hace con tanta nostalgia como
furia de su Cochabamba natal, desde su cotidianeidad de una vida dichosa por
intensa, entre libros, platos cocinados con placer y mimo, música, tragos.
Ambos escriben como forzados de vidas propias y ajenas, sin darse tregua, en el
combate con la época que les ha tocado vivir o consigo mismos.
No hay lector que no tenga su Madrid y su Cochabamba, su Aurora y su Vallecas, aunque no se llamen así. Y habrá madrileños y cochabambinos que no reconozcan en estas páginas su ciudad, mientras que otros estoy seguro de que la van a conocer un poco mejor. Ese es para mí el valor de esta crónica de la memoria y de dos ciudades muy distintas que en ella une el poder de la escritura a caño abierto, sin contemplaciones. Escritura sin amo esta.
Lo
cierto es que Madrid-Cochabamba
invita al viaje de ida y vuelta, al viaje en la geografía y al de la memoria.
«La memoria semeja también un viaje al fin
del mundo», escribe Claudio, porque el suyo lo es y tú te ves en escena exclamando: «¡No
regresaré más!». Apagan las luces, sales del teatro, en la taquilla te informan
de que la entrada ha sido algo menos que regular, y te dices que darías cualquier
cosa por estar allí, en otra parte, en Madrid, en Cochabamba, en el camino. Es
cierto que siempre tiene que haber gente en movimiento para pervertir a los que
están en reposo, pero estos dos furtivos de la escritura, lo hacen a parado.
Pablo
Cerezal es de Madrid, Claudio de Cochabamba y vive expatriado en Aurora
Colorado, USA. Ni Madrid ni Cochabamba son mis ciudades, pero las conozco por haberlas vivido y pateado
durante temporadas más o menos largas. Ciudades algo más que de paso. A Madrid
caí porque no sé qué limpiabotas senequista y prestamista de gorrones decía que
era el rompeolas de todas las Españas. Bueeeno... Ahora mismo la doy como una
ciudad perdida, por no decir enemiga, por mucho que me guste y haya gustado
patear sus calles de noche y de día. Le dediqué un libro titulado Peatón de Madrid. Me quedé corto. Mi
Madrid no es el mismo que el de Pablo Cerezal. Por fuerza. El mío puede que
llevase la fecha de caducidad entre sus líneas. El de Cerezal no. Envidia
cochina la mía. Madrid tiene muchos Madrid dentro, depende de dónde vivas y de
la fortuna de la que goces. El de Pablo Cerezal es un Madrid poco castizo, poco
de estampita, que es lo que se lleva. Es bronco y a la vez resulta familiar, no
solo para habituales de la cama del diablo de la que hablaba Waits, sino para
los burlados, los pícaros y los del coge la puerta y corre, corre. Y es que Madrid es una buena prueba de que
las ciudades solo son gratas si no tienes que entrar en ellas a punta de navaja.
Leyéndolos
en su juego de pie forzado y réplica viva me doy cuenta de no es que haya
muchos mundos que están en este, que también, claro, no le vamos a llevar la
contraria al poeta de fama, que para eso la tiene, sino que una ciudad encierra
otras ciudades, no todas invisibles como dicen los exquisitos morandos, basta
con asomarse a ellas y en lugar de adornarse con Gymnopedias, de Satie, hacerlo con Mark Knopfler en su Última salida para Brooklyn.
En
Cochabamba caí antes de conocer a Claudio Ferrufino. Me sedujo no solo porque
tiene cielos que dan ganas de zambullirse en ellos, decía el Ramón Rocha, sino
por sus mercados –«¡¿Pero en qué sitios te metes!?» y sus picanterías. A
Claudio lo conocí de una manera pintoresca de veras. No en Cochabamba, sino en
un hotel de Santa Cruz. Él sentado en una mesa y yo en otra, y sin hablarnos.
Él escribía en una mesa, yo en otra. Nos mirábamos y bajábamos la cabeza.
Perdimos una oportunidad gloriosa de conocernos. Luego le escuché una soberbia
conferencia sobre esta literatura o escritura del desarraigo y la expatriación
del nómada forzoso que se nos viene encima y va a ventilar los aires de tufo
hediondo de una literatura que si no huele a muerto, sí cuando menos a cerrado.
Esto lo sabe muy bien Cerezal que tiene ojos de pájaro y oídos de cazador
furtivo, así lo he visto en las terrazas de Cochabamba con su libro de crónicas
marroquís en la mano, las del viajero por sueños y memorias, por los laberintos
de las ciudades y por los papeles: es un hábil perseguidor de huellas
literarias ajenas porque marca las propias.
Vuelvo
a Claudio y a Cocha. En otro viaje, después de haber leído su soberbio El exilio voluntario, nos conocimos en
una noche de acullico furioso, tragos, guitarreo, más el charango del Danger, y
unas cuecas finales, hermosas en la poca luz; noche de trueno aquella, en
compañía del Julio y el inolvidable Chino, entre taxis y cervezas y un rotundo
«¡Abrés la reja o te la echo abajo a patadas!» que dijo uno, no me acuerdo
quién, lo juro, pero sí que fue un ábrete sésamo que nos permitió entrar en un
antro, que me parece anda por estas páginas, en el que hubo mucha conversación
entre gente que dormía tirada debajo de las mesas. Nos tomaron en varios sitios
por maleantes de profesión u oficio, que le dicen, y sin duda lo somos. La mala
reputación de Brassens: no hay mejor fe de vida para un escritor que no
lambisconee.
Pablo
sabe de Cochabamba por haber vivido en
ella y haberse dejado el pellejo en algunas de sus calles junto a esos
que llaman «los más desfavorecidos», que son tantos que al final ni los vemos.
Conoce su lado menos amable, el de las colas de inmigración. Un país no lo
conoces hasta que haces una de esas filas. Al final, Cerezal sabe que una cosa
es viajar por cuenta del gobierno o haciendo turismo organizado, o a la caza
del documento humano, es decir de la tragedia hecha espectáculo, al que sacarle
tajada europea –un pingüe negocio a estas alturas–, y otra, bien distinta, padecer a los
gobiernos, a todos. Pablo no es de estos, pese a haber conocido esa cara menos
amable que por fuerza tiene Bolivia, como la tienen los Estados Unidos que
Claudio exorcizó en El exilio voluntario,
y como la tiene España ese país de todos los demonios cuya historia es
triste porque termina mal.
Parecida
perspectiva es la de Claudio desde lejos. Entre tanto literatura, escritura con
la vida por delante o a la espalda como acicate bravo de este concierto de comidas, bebidas, puticas sin fortuna,
burdeles, bicicletas, canciones, muertes, vidas, alcoholes venenosos o para
aquietar el alma, como decía Montaigne... A lo dicho, hay páginas que son
mapas, invitaciones al viaje, estas, carajo, estas, aunque solo vayamos a la
vuelta de la esquina para regresar de seguido que ese parece ser el sentido de
todo viaje, aunque no sepas a donde, aunque no encuentres otro lugar que tu
memoria... «¡Y ya nos vamos yendo!», exclama el postillón que maneja, con mano
firme y mucha noche en los ojos, las riendas de este tiro de caballos locos.
Arraiotz, diciembre de 2014.
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