Manojo de llaves.
Montón de fierros de distintos tonos de herrumbre que abren puertas, ventanas,
cajas, alacenas, en cualquier vieja casona de la Cochabamba “colonial” que se
desvanece.
Jaime Luis
Gumucio me lo cuenta; habla de su vieja casa de la calle Uruguay, con patios
interiores y árboles que se ven desde los tejados naranja que solían cubrir las
casas de la Caracota por allí. El chullchu de llaves que con su peso dobla a la
anciana encargada de velar por los tesoros quedos, idos y olvidados.
A raíz este
asunto de propiedad, de una conversación en torno al despojarse de lo material
y quedar en calzones ante el porvenir, casi como mariposa presta a volar, o a
subir en medio de bloques de roca, según él, como el Señor de la Exaltación que
acaba de mostrarme en la entrada del templo de la Recoleta.
Conversamos sobre
la anarquía, la venta y reventa de los idearios, la historia inconclusa de un
negocio de pepenador, la marihuana y el poder, los canallas y los cogoteadores.
Tres cervezas paceñas riegan el mediodía de un Savarin clásico, en el Paseo del
Prado, ya pronto a cerrar en octubre por falta de ganancias y abuso de leyes.
Se viene otro Octubre Negro, afirma, refiriéndose ahora al cierre de un bar que
nos antecedió en historia pero que morirá -esperemos- antes que nosotros.
La Cruz del Sur y
la Chakana. Su verbo, desde hace una década o más viene envuelto con este
símbolo conjuncionador. El cuadro del arquitecto Mauricio Bayro, que despertó
todo un movimiento en torno al Cristo representado en él. Va más allá de la
religión, supongo, más lejos que lo étnico, al aire en el que flotan las hojas,
donde el crucificado semeja un globo de pasión inabarcable pero fácilmente
comprensible.
De ahí pasa a la
muerte, que nos mira, según mirara a Lorca, de alguna torre escondida en el
vendaval kitsch de Cochabamba. Amigos muertos, muerte en soledad, sentado en
silla, en silencio. Mueren unos mientras otros toman cerveza en un bar cargado
de tiempo. Hay peso, pesadez de pretérito. Sin embargo el tema es el futuro, como
debiera ser en toda mística. ¿De dónde viene la pesadumbre? No de la muerte,
seguro, la gran pacificadora, sino de amores inconclusos, de palabras a medias,
de la nunca hallada -y bienamada- paz que nos elude.
Seguimos con el
despojo. No hay que creer en la materia, es engañosa. Claro que aseveración tal
nos priva no del placer pero de la trascendencia suya; no del coito sino del
post. Eyacular: casi morir. Si después no queda nada, hay un vacío
desproporcionado hasta revitalizarnos y poseer el amor de nuevo. O simplemente
perecer.
El fantasma de la
mujer de las llaves continúa. Tan antiguo como la ciudad. Hemos visto abuelas y
bisabuelas cargadas de fierro. Hasta hemos coleccionado piezas que alguna vez
descubrían oros y secretos, cartas y menesteres de hilado que componían la
trova de una ciudad de adobe, un pueblo que nunca fue, ni lo será, urbe.
Me desnudo ante
la noche; lo hago ante el sol. Falta descubrir si en la desnudez voluntaria
existe algo más que razón y voluntad. Si nuevos paradigmas se abren o se crean,
si en verdad habrá satisfacción posterior, serenidad.
Llaves
metafísicas, inventos que tenazmente hemos ido levantando, muros de Berlín
hechos de zozobra y llanto. Carecemos de aviones como los que tenían los
alemanes para alimentarse. Aquí hay riesgo de hambre, de convertirse en inútil
faquir de guerras perdidas. O, buscando entre los sabios y divinos animales
indios, de la India de allá y de esta India, ver que gracias al despojo nos
convertimos en terribles otorongos, pumas negros de la noche que duermen en la
mañana.
30/07/18
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 31/07/2018