Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Primero de
año. De ida crucé las ciudades de Aurora, Denver, Englewood. De retorno,
Denver, Glendale, Aurora. Tres o cuatro canciones de Leonard Cohen, a todo
volumen en auto cerrado. Esplendoroso sol, sucia nieve y diamante hielo. La
ciudad perfecta, de feriado, con gente abrigada y ladridos de perro.
Cuelga el
sol de edificios naranjas, azules, vivos colores de las casas de los nuevos
ricos, que en Denver son muchos. Cohen dice que lo ata a una roca una tela de
araña. Adiós, adiós, ha llegado el tiempo de reír y el de llorar; el de llorar
y reír. Mis manos buscan un cuerpo entre las notas. Mujeres se escurren entre
la guitarra y los pífanos. Dime tú, pregunto al músico, si esto que perseguimos
y tiene forma hembra es Eva o Lilith. Pues, ninguna, ella solo se mueve en silencio
de fantasma. Lo que queda es el verso, la música, lo que recuerda pero no
concretiza. Queda lo tuyo y lo mío, la telaraña extendida entre rascacielos
para que caigan las moscas. Y entre ellas, el amor. Efusivo, elusivo. Dime,
pregunto a un mendigo que carga un perro en su mochila y me recuerda a Rulfo.
Dime, repito, si este es el camino de Comala.
El gringo
barbado (ambos emulamos al montañés Robert Redford), toca las cuerdas de su
guitarra azul. El perro cuelga del lugar que pertenece a la frazada o el
sleeping bag. La compañía de noche, el perro. En Rulfo el hijo carga al padre,
el padre al hijo, la comparación no es ilusoria, viene de los entreveros del
amor. Le regalo veinte dólares, que aquí es mucho; los primeros gastados este
año, recompensando las pruebas del amor, esa palabra que se está entrecruzando
demasiado en mis textos postreros, o no lo suficiente.
Manejo por
cuarenta cuadras en la avenida Colfax, la más larga del mundo. Moteles
inmundos, prostitutas baratas que corren detrás de los autos como en domingo.
Restaurantes, cafés, tiendas de marihuana, aviso en español: peluquería, panadería,
nevería, tortillería, misceláneas. Botas de montar, de cuero, punta de acero,
lazos, monturas, la cultura de la hombría armada y montada. Y Leonard le canta
a Janis, le agradece el favor del sexo con un feo, cuando el sexo se siente y
huele como amor, no como un negocio de licorería, un cordial de tono frambuesa.
Acá cerca
roncan. Ese no es sueño de benditos. Por ese sueño parece que corrieran
caballos, monstruos, locomotoras de vapor con sirenas. Los mineros van a Alaska
y buscan el oro con picota. Roncan. Las olas revientan en Escila y Caribdis,
saltan de la roca Tarpeya, suenan como grillos de las prisiones tenebrosas de
la literatura francesa, de Alfred de Vigny.
Entro a
Glendale, a la Pequeña Rusia. Tan fácil reconocer a los rusos por su vestimenta
modesta y desarreglada. Juran que el sovietismo todavía los observa y se
comportan. Pasan cabizbajos con canastas de supermercado. Allí sobresale un pan
francés, allí papas fritas.
So long,
Marianne. Tiempo de risa y de llanto. Del último olvidemos por ahora su
contemporaneidad y enfrasquemos la mente en el primero. Una vacía botella de
cerveza recuerda que hubo festejo, que asesinamos el año viejo y los pesares,
que nos pusimos a bailar en rito futuro sobre los huesos de los muertos.
Pararon los
pasos de la pesadilla, Pace la yegua de la noche en un pastizal sombrío. El
silencio se quiebra solo con el sonido eléctrico del ordenador. Termino un
texto que daba la impresión de enfangarse en nostalgia y no fue así. Tampoco
tiene la presunción de la alegría. Es sobrio como sacerdote en burdel, sano
como el escorbuto. El primero de este año. Nunca el último.
01/01/19
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