Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Escuchando a Eduardo Falú. Aurora, Colorado. Mi zamba más querida, ni sé por qué. La tocaban los sobrinos en la casa de Villa Moscú, décadas atrás, para el tío Claudio, destapando botellas de ron caribeño, haciendo pulsetas; tiempo de juventud y de una imagen que no solo se ha disipado sino que se ha perdido. Todo va por etapas, unas van y otras vienen, gran filosofía. Nada de lo que es permanece y quien cuenta con el cuerpo como su único valor sólido vaya mejor buscándose supervivencia, que la vida llega con candela y quema. Los años arriban con más velocidad e ímpetu que los drones que caen sobre Kiev en este momento. De la varita de Merlín apareces con cincuenta, de la de Harry Potter con sesenta. Magos no faltan y años sobran para transformar el oro en barro, en alquimia revertida. La piedra filosofal no va. “Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y doliente, y con frecuencia, en la noche sagrada, le prometí que la amaría fielmente hasta la muerte, ...”, dice Hölderlin. Contrapartida de la fatalidad, tal vez, lírica que no va a impedir el desarrollo infatigable y cruel de las horas. Particularmente triste, esta zamba, más todavía en la voz de Falú, lenta y grave, parsimoniosa y de sentencia.
El porqué de esta canción en medio de un libro de viajes, escuchada
además ya en las afueras del ruedo, no tendría sentido si no dijera que hay un
trío de ellas que me acompañan a todo lado. Cantaba, en los helados
refrigeradores de Gallaudet donde trabajaba, una de Cafrune dedicada a un jefe
pampa del sur, que amaba en especial a una cautiva, “qué más quieres mi
cristiana para ti”. Me ayudaba a combatir el frío que debía mantener frescas
las flores de pensamiento, jícamas y lechugas bebés que se vendían a los
sofisticados hoteles de la capital norteamericana. Así, en Sarajevo y Belgrado,
en las oquedades de Travnik, la tarareé para asegurarme quién era y que vivo
seguía en aquel inmenso desierto de permanente exilio. La pensé tirado en la
cama, ojos al techo, del hotel de Ljubljana, sabiendo que a pesar de que el
viaje había comenzado agitado iba moldeándose de a poco. Escuchando gritos en
árabe en la noche de Lyon, de algún desgraciado inmigrante que clamaba hacia los
dioses por su abandono, sin entenderlo y sabiendo que era condena ya definitiva
y que lo que restaba había que vivirlo a pesar de la pena, del hambre y la
soledad a pesar de ellos, que del Rif le quedarían memorias prontas a
extinguirse y que los rostros de los queridos tomarían el cariz del polvo del
desierto y se disgregarían en infinitos laberintos de silencio. De ahí que en
el coche que me prestaron la hija y el yerno fui repitiendo la tonada, cada vez
con más volumen y cantando tan fuerte que las lágrimas se metían dentro de los
ojos asustadas de que hubiera tormenta.
“Quédate en el mito inmenso de mi corazón”, decía César Vallejo y te lo
digo a ti, lejos, en el augurio de meses que prometían ser de mirra y tornáronse
de incienso y olor a mortaja. Retórica de escritor, desdigo, que por los largos
caminos allí, discerní cosas que no habrían surgido en mi amplio lecho de
Cochabamba, y que el aprendizaje sería arduo pero al final fructífero. Aprendí
a cómo caminar con veintitrés kilos de peso por gradas de ciudad antigua, a
comer menos, a casi no beber agua, a aguantarme un dolor de varios otros que penetró
igual a carnicera cuchillada justo cuando me arreglaba la camisa.
El viaje se truncó por circunstancias ajenas. Mucho quedó pendiente,
libros de Cunqueiro tuvieron que guardarse para el incierto porvenir, las cigüeñas
que volaban hacia Besarabia nunca hicieron nido ante mis ojos, ni escuché al
urogallo con voz de martillo en los bosques aledaños a los Cárpatos rumanos. Que
si lo voy a terminar algún día, seguro que sí. Desde esa encrucijada serbia que
marcaba la senda de Sofía hasta un plácido y pobre café de Chișinău. Retorno a
los libros y recuerdo que hubo una lista de imprescindibles que imagino se ha
perdido para siempre, o se ha traspapelado en la retina y reaparecerá alguna
vez intocada y aún válida. Hablaba de ella sentado en un banco de concreto de
la calle de Lugo en La Coruña, acechado por moscardones que inicialmente, con
yerro, creí fantasmas. No había espectros en derredor sino inoportunos
pensamientos de ciencia ficción y fantasía. Nubarrones en día despejado, como
para dudar de esas páginas que se escribían.
Me llaman de Turín, telefonean desde Gales, Denver y San Diego, de
Santiago, Chile, y la pampa húmeda que huele a Paraná. Preguntan cómo va la
aventura. Mucho puedo decir y digo poco. Voy escribiéndolo en mente, algunos en
ordenador. Reuniré cien páginas de paisajes y gente, no costará hacerlo. Es el
segundo cuaderno de viajes. El primero, Diario
del divorcio, resultó un precioso volumen pletórico de nostalgia pero con vida
llegándose a raudales a la puerta de casa. El famoso divorcio fue un
matrimonio, no del cielo y el infierno, amado Blake, sino más sencillo y
terrestre. Este nuevo es también una suerte de separación, no un divorcio, que
presupone, igual al anterior, plenitud y énfasis. No hablemos de amor, que
todavía ni en ciernes vuela, conociendo sin embargo que, como leído en coca, va
acomodándose hasta su aparición instantánea en cualquier recodo próximo. Que
de tanto andar y comer carretera va
formándose la idea bucólica de un hogar y manos en común alrededor de la masa
de pan que ajustamos. Ha pasado tanto de eso que hasta he olvidado poner sal al
enharinado y aceitunas verdes color de opaca esmeralda.
Allí vino la zamba, con lo de argentino que me queda, aparte de los
primos de Córdoba, entre los mejores recuerdos de la vida. El tío Carlos
Coqueugniot cantando tangos con voz cascada, la belleza de las primas, la calle
Oncativo y la 9 de julio. Detalles de otro periplo, bastante más antiguo y más
querido. Pongo atención al trayecto, pregunto ¿es esto Zagreb? Zagreb es,
responden…
24/05/2025
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Imagen: Herman Scherer
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