Saturday, December 26, 2020

El año viejísimo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La otra noche, mientras conducía (que mis horas detrás del volante son más largas que mis horas caminadas), escuché repetidas veces aquel famoso porro colombiano El año viejo. Bellísima música, no exenta, lástima, como es normal allí, de connotaciones sexuales. “Yo no olvido el año viejo”, dice. ¿Olvidaré yo este 2020? ¿La muerte de mi hermana María Renée, la pierna rota, el desempleo? No, claro que no. Este será el año viejísimo, el que trajo muerte y desesperanza, el de la plaga, la ruina de Londres, la peste bubónica, las ratas corriendo por Amberes, la vida en la que ya ni la literatura sobrevivía, donde el silencio pugnó por reinar.

Sin embargo escribí, incansable, notas y notas que iré agolpando en textos mayores. De noche y de día, en intervalos largos de cortas conversaciones con mujeres. Afirmaba Picha que llegaría el momento en que yo agradecería el abandono. Llegó, con carga insostenible de tristezas vastas y varias, pero vino. Se quedó. Ahora se consumió el día de la Natividad en quietud casi absoluta. Sin ruido de vecinos ni de fantasmas de la casa antigua. A veces dejo un poco de pan que no está al día siguiente. Hay un ratón solitario. Sé dónde vive, por dónde entra y no me molesta. Alguien tiene espacio acá conmigo. Nocturno como yo, inaprehensible. Ha muerto la luz del día y me he de acomodar entre sábanas azules y cuatro almohadas. Les digo a las señoras que me gustaría su presencia, pero miento. Luego del asombro de la cópula, el tedio. Por ahora prefiero trashumar en mi rincón, solo, agitar el café con leche con parsimonia, leer acerca del Berlín de 1922 en que Víctor Afanasiev encuentra a Mayakovski junto a Pasternak.

Acabo de hablar con Emilio Losada para su programa de radio; descubro cosas mías que otros recuerdan y que archivé. Las destapo. Pablo Cerezal, con tremenda voz de seductor de cine, mensajea sobre el mantra del este europeo en mi vida, indaga por si hay algo más allí fuera de la literatura y el hembraje. ¿Cómo explicarlo? Mucho más, una intimidad quizá exagerada sobre las altas hierbas de la estepa o los desmanes de la Horda. Los bailes de los hasiditas, el musgoso Pripyat, Chagall en Vitebsk; banderas de Smolensko y la tragedia del falso Dimitri. Los vagos de Maxim Gorki, el mítico Caspio que del lado iranio guarda leopardos en la floresta. El este, querido Pablo… por supuesto que existe entre las piernas basquetbolistas de Ekaterina y los gigantescos soldados de piedra de Kharkiv. En ellas, mucho, en la hermosa innombrable apoyada en los barandales del Dnieper. Pero mucho más, otra vez… Los troncos y los mugidos de bisontes en los lagos masurianos. Esa pátina de nostalgia tanto en Günter Grass como en Bruno Schulz. 1000 años de judería en Polonia, más duradera que los mil del Reich. Muros caídos de Zbaraj y de Kamenyets. Se mira a lo lejos Crimea, y Turquía. La estatua de Richelieu en la gansteril Odessa, lamento de decaimiento y soberbia explosión de vida. Los sables de Simon Karetnik, fusilado en Melitopol por los bolcheviques, no se han perdido mientras deambulo por el mundo, mientras deseo sentar lugar en algún punto de Ucrania y por las tardes escribir de memoria mirando perderse el sol en la llanura.

Recuerdo aquellas estaciones de bus en medio de la gigantesca Ucrania, modestas si las comparamos con las de Norteamérica, pero tan atrayentes. Nadie hablaba inglés, todos observaban tal vez con sorna mi ineptitud para comunicarme. Así y todo recorrí cientos de kilómetros, fotografié, me enamoré de ojos azules y de pasteles de carne. Caminé entre rodaballos secos en el mercado y se me grabó el intenso carmesí de las cuarteadas granadas. Anna Volskaya y Ekaterina Martynenko tienen distinto color de cabello. Y el ucraniano, que pareciera ser lengua tosca, suena a poesía en su voz. ¿Si necesito traducción? La música no lo necesita.

En este viejísimo año de 2020 no pasé un solo día en cuarentena. No podía por el tipo de trabajo. Alguien me dijo que jugara lotería siendo que en apuesta con la muerte gané. Hoy mismo descansaré un rato para salir a la noche con mapaches vestidos de animales y policías vestidos de zorrinos. Horas para pensar. Autos de luces tuertas se atraviesan, algún transeúnte que por fisonomía viene de Bagdad trata de pasar desapercibido. Sucios vestíbulos de apartamentos de inmigrantes, árboles por todo lado, gratuito frío.

Lucienne Boyer canta Háblame de amor. En el auto toco y retoco el disco que me regaló mi hija Emily. Del Chango Spasiuk, maestro del chamamé en Corrientes y de origen ucraniano como la Lispector. El disco, Polcas de mi tierra, paseo por la memoria, tremendo homenaje a la belleza, al dolor, la separación, le emigración. Música de los ancestros. Acordeones de todos, recuerdos de todos. No hay privacidad étnica para la melancolía. A veces hasta de llorar dan ganas escuchando a Spasiuk cantar con voz cascada. Letras que desconozco y que el corazón interpreta. Amor y dolor no necesitan traductores, son obvios, recalcitrantes y presentes. En los Cárpatos orientales o en las estribaciones andinas. Tanto el hombre ha andado y tanto se desconoce entre sí. El Otro no existe, lo inventan. Y la muerte no tiene contrapeso ante la vida, no prima. Decir lo contrario es aceptar derrotas, que ni siquiera derrota es sino evento y circunstancia, cansancio y herrumbre. Que las piernas se hicieron para bailar. Que la música suene.

25/12/2020

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Imagen: Camazotz, dios murciélago de los quichés

Sunday, December 20, 2020

Canción de Navidad


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

O como la veía Dickens. Primero fue la película que me impactó; luego el libro, delgado, en Ediciones Sopena que producía unas joyas que no existen más. A pesar del drama humano que narra, George Orwell decía que Dickens no era ni un escritor “proletario” ni uno “revolucionario”, que su crítica social tenía carácter moral. Pero, bueno, explíquenle Orwell a un niño de diez años y le cortarán la vida. Amé a Dickens como a nadie en esas primeras sesiones de lectura. Tal vez nada en literatura me haya impresionado más que David Copperfield, en una edición de Billiken de tapa roja. Cuánto me impactaría que hasta el color se grabó.

Los niños del escritor inglés; fatídicos bedeles de orfanato; pandillas de pilluelos que reencarnan en Londres al Gavroche de París. Difícil no emitir juicio para la pesadilla victoriana. Era el imperio más grande del mundo. God Is An Englishman escribió R. F. Delderfield, pero Dios no cabía en los tugurios miserables de la City.

La Navidad en esa temprana edad forma parte de las grandes ilusiones. Y de pronto caía el mazazo sobre la cabeza del incipiente literato y pequeño gran lector para terminar la metafísica. No que se creyera en Papá Noel; nos explicaron de chicos que los regalos venían del trabajo y del afecto. Ni chimeneas había en esa deleznable villa cochabambina para imaginarlo, pero igual.

Quedaba la fecha, queda para ser precisos, en que el cuerpo presiente que se acerca a un hito. La costumbre suele convertirse en vicio y hay predisposición a la suavidad, la condescendencia e incluso el autoengaño. Hora de ponerse buenos, suena en las trompetas de la creación, y al final no me disgusta. Ponerse a pensar en lo dramático de la Navidad dickensiana, en el peso inmortal de un pavo horneado con especias suele a ratos despertar sensibilidad social pensando en los que no comen, aunque las más traiga una modorra que de tan agradable pasa a siesta, a sueño, a olvidar congojas.

La Navidad de Alepo, hoy; interminable historia de crueldad colectiva. Allí, en el Oriente Medio, la cristianidad casi se ha reducido a leyenda. Los nestorianos que en su momento predicaban la dualidad de Cristo desde las aguas del Mar de la China hasta Anatolia, y otras sectas, esconden medio millón de almas en catacumbas de miedo. Las únicas velas que hay para esta religión aplastada son las de velorio. Los tres espectros de la fecha decembrina que pululan por la obra de Dickens: el fantasma del presente, el del pasado, el del futuro, al menos en Siria, se han convertido en dos. El ayer y el momento. El después nunca llega.

Disquisiciones producto del frío. Sobre la llanura de Colorado crecen brumas que no son de nieve y sí de hielo. ¿No han visto llover hielo? Hasta llover barro, como si de plagas de Egipto se tratase. El frío, digo, que al encerrarnos entre paredes tibias y mantequilla sobre pan tostado nos entrega atados de manos a la “noche de paz”. Pero… qué irascible duda… para hacer un contrapeso, miro por tercera vez el oscuro filme finlandés Rare Exports sobre el verdadero Santa Claus, un gigantesco ogro encerrado por la montaña y que una compañía minera despierta para reanimar un holocausto de infantes, antropofagia, inverosímil locura hasta para ese mundo helado finés de gente en apariencia sin sentimiento ni amor.

Interesante, apasionante. Creo haberlo visto o leído antes, en fábulas precristianas que hablan de este viejecillo que atraviesa el cielo en renos siderales. Qué complicado el humano, y qué amplio el rango de su preocupación, demencia e irónica bonhomía.

Hora de ponerse a pensar en los condimentos de la cena gloriosa. Hay quienes buscan pasas y nueces raras. Nogadas, almendradas; para nosotros, criollos de bien al sur entre montañas, una pierna de chancho mechada basta. Se huelen los morrones y se siente el perejil. El ajo se tuesta no con olor de averno y se destapan cervezas.

El vino muestra color de sangre. Festejamos, festejan diré, el nacimiento de Cristo. Nacimiento y muerte conforman una suerte de canibalismo festivo. Creo que ninguno piensa en Dios. En las corrientes de aire hay aroma de jerez, no de fatalidad.

Debo retirarme cada año antes de medianoche por el trabajo. Ausente para la sidra fría, explosionado el corcho contra el techo. Y todas las veces, cada veinticuatro de diciembre cuando enciendo el carro y parto, me asalta una sensación de infancia, de desamparo. A mi manera me incluyo entre los tristes personajes del novelista inglés.

Denver es una ciudad oscura, las calles no tienen faroles. Como ahorro de energía está bien, pero la penumbra que sigue a los escasos focos de luz tiene algo de lúgubre. La navidad del norte no se parece a la del sur. No se ve arriba una gigantesca cruz de estrellas que señala el camino del Antártico. Ni siquiera insectos sobrevuelan alrededor del calor que produce la electricidad. Sin embargo, un toque terrenal: a pesar del jabón dispensado con holgura sobre las manos, puedo oler en los dedos el relleno de zanahoria mezclado con mostaza y macerado en limón.

14/12/2016

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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 25/12/2016

Incluido en EL ORO DE LAS ESTRELLAS EXTINGUIDAS, Volumen 15 OBRA COMPLETA, Editorial 3600, La Paz, 2018

Imagen: Ebenezer Scrooge

 

Thursday, December 17, 2020

Falsuri


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cochabamba todavía tiene hermosos lugares. Es cosa de entrar por pequeños caminos no muy transitados y hela ahí, casi igual a como era en la infancia. Pero hoy me decepcionó ver la plaza de El Paso destruida... para ser reformada. El bucolismo de sus bancos cubiertos de arbustos, y el viejo quiosco central, incomparable, ya no existen. En la manía estúpida de los alcaldes por "modernizar" se acaba con el espíritu singular de cada pueblo. Hacer arabescos de concreto de mal gusto no hará mejorar a ninguno. Les quita su alma. Lástima que las dirigencias sean siempre suma de banalidad e ignorancia.

Una curva, una subida breve, y aparece la iglesia de Illataco, encantada. Medio kilómetro arriba está, a cielo y campo abiertos, el cementerio de Falsuri, lugar de la batalla. Un gran busto del guerrillero José Miguel Lanza hace de anfitrión. Y aunque las tumbas, siguiendo las fechas, son contemporáneas, Falsuri es de gusto arcaico. La muerte ronda todavía, muerte de sol, de amarilla chicha esparcida.

Hacia el cerro, no lejos, se ve la quebrada de Anocaraire y sus ocultos caminos de republiqueta rumbo al cielo. Falsuri sobrecoge más que Suipacha, pero ambos lugares son espectrales. Los jinetes de Suipacha mojan sus caballos fantasmas mientras los infantes de Falsuri mueren espinados. La aridez es virtual para mantener la historia. En el desierto, cuerpo y memoria son incorruptibles. Eso queda en el campo; entre las rocas descansan balas hartadas.

Entierran a un niño en Falsuri, en sábado. Un reducido grupo lo despide. Y Miguel Lanza le hace lugar entre sus profundos soldados. Luego del fragor de la guerra, de cascos animales y eructo de cañón, hay silencio. Cierra los ojos, lector, y no oirás ni los pasos del escarabajo. El ruido se ha puesto bajo tierra donde siguen combatiendo los ciegos.
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Publicado en Opinión (Cochabamba), 08/1996

Imagen: Busto de José Miguel Lanza

Sunday, December 13, 2020

Digresiones del frío


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Hoy me hice anacoreta. Contribuyó a eso el frío. Hay nieve y hielo debajo, barro negro en los lugares que se ha echado sal. Ya la noche fue larga, cuatro horas conduciendo en esas condiciones. A medianoche, el auto iba por la carretera de un lado a otro. Menos afortunadas que yo, personas solitarias echaban humo por las narices enfrente de sus vehículos estrellados contra las barras de seguridad. Si hay algo solo es eso: quedarse en medio de la oscuridad blanca rogando por un auxilio que tarda, cuando el fin del mundo es el fin del mundo, no parece otra cosa. Lo obvié con música, intentando permanecer en medio del camino mientras iba resbalando a los costados. Blues y góspel. Mi padre diciendo, bajo profundo que era él en el Coro de los Valles, que los mejores bajos eran rusos y negros norteamericanos. Lo confirma la noche invernal, cuando voces que se desatan de la larga esclavitud, le cantan a un “Señor”con tonos cavernosos.

Entonces permanecí encerrado el domingo, comiendo pan y café, como el pan y cuchillo de Miguel Hernández, y a veces algo de tallarín de ayer, frío, que día después y sin calor sabe mejor que nuevo. Terminé la botella de malbec con el cuarto que quedaba, dormí siesta a la hora de dormir siesta, lujo que no puedo darme. Llamé a las hijas temprano para cumplir el amor de padre; a los amigos no porque andan desvariando con depresiones, ajenos ellos a todo, incluso a la distancia entre ficción y realidad. Será que mi instinto básico me animaliza, o que el Neandertal que pervive en mí en un porcentaje del dos por ciento aconseja no salir hoy de la cueva, que hay fieras afuera y que las bestias de adentro se controlan con vigilancia y mesura. Me cubrí de vinagre y sal a la manera de cebolla en escabeche para aislarme del mundo.

Leí a Ana Ajmátova, mi gran amor. Vi cine histórico lituano, la historia del rey Mindaugas del siglo XIII. Con él volví a mi pasión oriente-europea para estudiar en mapas y en narrativa lo que mostraba la imagen. En una geografía en la que el Gran Ducado de Lituania se extendía del Báltico al Mar Negro consideré premonitoria la presencia de dos ciudades: una hacia el sur, Poltava, y otra hacia el norte Velikiy Novgorod, casas de Irina y Milana respectivamente, Ucrania y Rusia. En Poltava estuve y siempre quise sin hacerlo penetrar las tierras de Rus, de Alexander Nevsky, por el lado de la antigua Novgorod, que no se confunda con la Novgorod de Maxim Gorky. Trabajo pendiente, al igual que las tres ciudades del Báltico que anhelo ver, desde la germánica Riga hasta la talmúdica Vilna. Hablo del siglo XIII, cuando todavía aquellos nobles lituanos eran enemigos de Polonia; después vendrían los Jagellones, el inmenso poder de la república polaca y sus aliados. Por ahora son los años en que los mongoles destruían Kiev, 1240, y que la Horda de Oro amenazaba los bordes de occidente, solo detenida por feroces principados y crueles monarcas. En Eisenstein veíamos la tristeza de Novgorod con los tártaros arrastrando esclavos eslavos delante del mítico príncipe, y cómo, a veces, el invasor era aliado, cuando los guerreros asiáticos en sus pequeños caballos combatían al lado de los rusos contra los caballeros teutones encima del frágil hielo de los congelados lagos. El año pasado Kazajistán celebró 750 años de la Horda de Oro. De ella descienden.

Tanta pasión por la historia, por el hombre, sus logros y desmanes, por los vínculos y las etnias, por la apasionante lucha por sobrevivir. Cantaban los negros que fueron esclavos y continúan siendo esclavos de sus traumas en la gelidez nocturna. No era el sur ni las caminatas con grillos por el polvo de las Carolinas. El termómetro marcaba diez bajo cero, todavía tolerable para andar sin guantes ni gorra. De ahí salté al grupo Brave New World y música klezmer. Magnífica canción Chernobyl, y la imagen de las danzas de hombres vestidos de negro en el filme El violinista en el tejado, que pocos saben que viene de los cuentos de Scholem Aleichem. Comenté con Irina al respecto y no hizo comentario. No implico nada, solo que en la plaza de la catedral de Santa Sofía, en la capital ucrania, está el implacable Bogdán Mielnitski, atamán de los zaporogos, a caballo y con bastón de mando. En él se cimenta la independencia de Ucrania, en el alzamiento masivo contra los amos polacos el año de 1648. Escriben que entre 1648 y 1649 se exterminó a trescientos a cuatrocientos mil judíos en la región. Este grupo de gente afianzaba los poderes de los señores polacos con comercio y don artesanal. Entonces, como durante el hitlerismo, se los culpó de mucho y pagaron con sangre. Y pienso en la alegría del klezmer, en el ritual del baile que es tributo a la divinidad, cómo se superó la historia, la terrible memoria para seguir bailando. Volvemos al hombre, a los infinitos sirios que perdieron todo en extrema crueldad y que continúan vivos; a los yezidis del monte Sindjar que esclavizaron los fanáticos de ISIS y que no han muerto.

Y ahora se ha puesto de nuevo la noche; el frío permaneció. Las familias de mapaches se enrollan entre sí; bellas mofetas resaltan con negro pelaje ante la nieve. Alisto la música para hoy, para mi salida nocturna al más acá y al más allá. Escojo Dire Straits, recuerdo a Julio y su muchacha Juliette, el tiempo ido de las inglesas bellas y borrachas. Si habrán muerto o viven, si se acuerdan de nosotros, si se quedó un beso en ellas no lo sabemos. Ni lo sabremos. Adjunto pasodobles taurinos, por la orquesta municipal de Madrid. Pasodobles que se afianzaron en México, en Colombia, en Cuba, que se fusionaron con el tango argentino, tan presentes en la música del que fuera suegro Pedro Ferragutti. Así para más tarde, incluso con algo de danzas del Renacimiento. La soledad es rica y el dolor y la tristeza se convierten en memoria y en tesoro. La vida sigue, la vida brilla, a pesar del frío y de la luz mala que aparece a fogonazos en los pajonales gauchos de las lecturas de infancia, en el algarrobo algarrobal de mi madre, y de Eduardo Falú, en los algarrobos de Tiataco. Polvo son. El polvo es el aire del recuerdo.

13/12/2020

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Imagen: Monumento a Mindaugas en Vilna

Sunday, December 6, 2020

Un año: Kharkov


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Una figura agazapada en la penuria boliviana, en la sombra del mal, impidió el paso de las letras de tinte hermoso. No puede la melancolía adueñarse en tiempos de crisis. No podría escribirse ni los más tristes ni los más felices versos en circunstancias así. Cuando el hombre aúlla y las huestes fantasmales se rodean de sangre, hay que alertarse, agarrar un palo, un martillo, una hoz para decapitar al monstruo. Ahora escribo. No es que pasó, la hiena sigue escondida y jadeante, las fauces babosas, la baba espumosa, la droga amontonada, la desesperación del olvido. Y era Ucrania, un año atrás, mientras el engendro en Bolivia anunciaba hace poco otro Holomodor, esta vez local: matar de hambre, dar comida a los gusanos. La lógica la misma: el poder, la imposición, la magia negra de ser perdonavidas, o acabavidas.

He puesto Couperin en el tocadiscos, órgano de la basílica de Saint-Maximin. Paz de prepararse una kanka en olla, tirar los zapatos sin distinción política, a cualquier lado, acabar con el último trago de vino del valle de Colchaga. ¿Solo? Sí, acompañado de tanto, del awayo de Leque que cuelga de la chimenea, de aquel Leque que caminaba por las noches mirando los agujeros del cerro que eran minas personales de azufre, de recuerdos portugueses y ucranios, de un magneto en el refrigerador con la estatua de la gran Catalina, tan cerca del Mar Negro, el negro ponto. En el parque Gorky, Ekaterina me alcanzaba la mano de finos largos dedos para que no me perdiera en el laberinto de espejos. Veníamos de un desayuno con ostras en una bandeja de hielo. Si hubo sofisticación en mis años fue en Ucrania, donde aprendí que a pesar de todo, de donde vengas, hay tiempo para la elegancia. No sabía mucho ella de Chejov, pero estábamos en un establecimiento que llevaba su nombre, lleno de excentricidades, sobrecargado, absorto espacio de la literatura rusa, en los ricos de provincia de Gogol y de Leskov. Un mundo ajeno al practicismo sajón, a la desidia latina. Aquello era el universo concentrado, y en cada detalle de estuco sin duda convivían siglos de razas e historia. La mano de Ekaterina estaba fría, delgada como su cuerpo alto y el cabello negro, sentada frente a mí en la rueda Chicago que pasaba por encima de los árboles y espantaba las aves que todavía quedaban antes del invierno. Kharkov, Kharkiv, Jarkov, la que fuera capital, la industria, la guerra civil, la otra guerra, la bandera azulamarilla del país que decidió liberarse de Rusia, que de protectora se volvió asesina y dominante.

Apareciste con tu traductora. Al frente del caro lugar de desayunos, tanques de guerra. Rusia está cerca; los separatistas también. No importa, me besas la mejilla y te mides conmigo para ver si eres más alta. Me pasas por debajo un papel con tu correo y tu nombre: Ekaterina Martinenko. Todavía hablamos, pero se ha perdido aquel impulso del frío que te hacía temblar mientras buscábamos un abrigo por las movidas calles de Jarkov. Luego regresé al hotel, en el tercer piso de un edificio de negocios, raro. Cinco piezas, nada más, y una bella rubia que era la encargada, Anna, a quien prometí un café que jamás se va a cumplir.

A la mañana siguiente tomé una cerveza en vaso plástico. De esas cervecerías al paso con pilas en la pared y un nombre que dice el tipo de cerveza. Comí al lado una suerte de tortilla que no recuerdo si era kazaja o turcomana, de carne encebollada. Anduve por entre los edificios de apartamentos en decadencia. Bancos y árboles guardaban la esencia del recuerdo. Todas las páginas se me vinieron encima, con ellas, árboles de hoja caduca, hermosas mujeres eslavas de ojos mongoles. No mucho tártaro como pululan en Odessa. De aquí los arrearían al sur, luego de su larga estadía y de las pocas espadas que en Ryazán se les enfrentaron. Ahora los tártaros venden comida popular, y hasta gourmet, en las principales avenidas de Kiev.

Los ojos de sus mujeres vienen de la violencia de siglos, donde siempre es el femenino el que pierde todo. Los hombres solo la vida, que en serio no vale nada. La mujer aguanta, permanece, soporta la demencia invasora.

Es solo una introducción a Kharkiv. Ha venido la noche y toca la puerta de mis párpados. Quisiera soñar, volver al día en que leí Almas muertas. De mi ventana se ve la gran ciudad de luces titilantes. Ekaterina dormirá en casa. Por la tarde se cubrió el cabello en las iglesias ortodoxas, como el resto de ellas, como las musulmanas. No recuerdo su voz, sí los largos dedos de sus manos frías.

12/11/2019