Friday, March 24, 2023

Aguas invernales de Saguenay


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El reflujo desnudaba brillantes pedruscos. La que fuera isla se hacía tierra firme. Me levanté y de la orilla caminé hacia ella como Cristo sobre las aguas idas.

 

Desembocadura del río Ha!Ha!, Québec del norte, en la gran región del Saguenay, la misma en la que Jacques Cartier buscó en el siglo XVI el mítico Royaume du Saguenay. Y después de él otros. Tierras del sueño, la ambición, lujuria de metales, en donde, según relato de indios cautivos, habitaban hombres de piel blanca y que también fuera territorio de seres de una sola pierna. Existe una narración iroquesa sobre gente que posiblemente fueran vikingos. Apasionante, claro; misterioso. Los ríos se envuelven en niebla y desaparecen, el mismo Saguenay, el portentoso San Lorenzo; corrientes de historia, recuerdo de uno de los libros más lindos que he leído, el del último de los mohicanos de James Fenimore Cooper. Nostalgia. Luego las olas retornaban y lo seco se convertía en mojado de nuevo. La inmensa bahía iba ennegreciéndose, casi una tristeza, mi tristeza. Volver a casa de la hermana donde huele a café.

 

De plaza en plaza los días en que no trabajaba. Hervé me había contactado con argelinos que repartían propaganda en los alucinantes pueblos de la Île-de-France alrededor de París. Eso fue en el primer viaje. Arrastraba una pena medieval y un hambre esclava. Comía en el comedor estudiantil de la Sorbona, usando el carnet de mi amigo. Pero no era siempre, muchas veces, no todas. Había un barril de mostaza en medio del recinto y puse un cucharón sobre la carne-arroz. Casi me asfixio, fue mi despertar a la mostaza Dijon, que desconocía. Tenía veintiséis años. Mi proyecto alemán se esfumaba, así como las orillas allá en el Canadá. Ella se me iba de los ojos, demasiado lavados ya por agua propia, hasta el momento de la frustración definitiva, cuando dijo en voz alta que de sueños no se vivía. Me pregunto hoy, a mis sesenta y tres, el por qué sigo presente ante tal lógica. No es que fuera maldita ni pérfida; era mujer. Muchos años adelante, piel contra piel los dos, la magia estaba no. Adiós, le dije, y adiós fue de un gran amor sólido como neblina.

 

Entonces acezaba, can del insomnio, aullando y ya no había lobos.

 

Tomo una taza de café y lloro. Cuando volví a París me consideraba viudo, había aireado mis lutos entre un frío inmemorial. El humo de la fábrica de papel del pueblo de La Baie reflejaba con fidelidad el rumbo de mis pensamientos. Pero, eso no me impedía ver una iglesia y asociarla a Le Corbusier, o tratar de averiguar qué tribus antiguas se afincaron aquí. Y leer una biografía entera de Suzanne Valadon, madre de Utrillo, pintora, bella, modelo.

 

Aguas primaverales, de Turgueniev, me acuerdo de la belleza de sus páginas. O del Demetrio Rudín, basado en Miguel Bakunin, leí. Eran de la misma generación. Amigos quizá. Yo en mis aguas invernales. Entre Montréal y La Baie cruzamos con Metin en auto un bosque impresionante en medio de tormenta. Alces gigantes cruzaban el camino y gritaban como si de dragones se tratara, echando humo. En una tasca nos reforzamos con sopa francesa de cebolla, con dura corteza de queso encima. Luego a la tormenta. No era un viaje sino una expedición al espacio. Los hermanos me rescataban de la muerte por tristeza. El reporte médico hubiera dicho: murió de melancolía, el hambre es adyacente. Me dieron café y calcetines calientes, y pasta frola para acompañar. Distinto. Igual volví a París, a dormir en un sofá del departamento de un viejecillo que cuidaba una anarquista chilena. Me refugiaron los ácratas, me dieron la Internacional, música y España. El año de amor perdido no terminaba mal. Perdido no es último; ni primero. Luego Cuenca, Madrid, Asunción y Cochabamba. Cargado de libros. El rey de la máscara de oro ¡mi Dios! Las mujeres del Armagnac con gatos cosidos en sus vientres.

 

Ain't No Cure for Love. No, no.

 

Viernes veinte y algo de marzo. Aire de invierno. Desde las diez de la noche bajo cero, cada día. Invierno de octubre a mayo. Miro la bahía de Ha! Ha!, me gusta imaginar historias. Fuera de la lástima soy imaginista. Lorca y Cohen bailan vals. Me abrigo y expongo al frío. Pueblo, villorrio, pocas casas, el fin del mundo. Amenazantes los bosques se inclinan hacia mí, con horrores antediluvianos. Gritos que parecen de pájaros en la ventisca y sin embargo son llamados del otro lado. Agudos, roncos. ¿Si pienso en ella? ¿Ella quién? Claro que lo hago pero presto atención a los pasos sutiles de los grupos indios que rápido corren sobre la nieve en polvo escondiéndose de la historia. Que vienen, ya vienen, y traen la muerte consigo. Lorca hace girar a Cohen y Leonard lo besa apasionado. Beso mi sombra en mis propios idus de marzo. Federico se desmaya.

 

Nunca más he de pisar las piedras aquellas del reflujo. Ya no tengo tiempo para caminar por Chicoutimi. Tanto deseé mirar la Bahía de Hudson, el país de la pieles de Verne. Ya no tengo tiempo, los rusos bombardean con fósforo blanco, parece Navidad si no fuera por el lamento de los quemados. Quise ver Vancouver, las tallas inuits. Le pido a Emily que me cuente sobre los mil lagos de Manitoba. Dejé aquel libro sobre la Valadon en la diminuta biblioteca del pueblo. Me entregué al alcohol ¿o fue al amor? Vivé a Durruti en París y canté La varsoviana con énfasis y sin destreza. Entre Defoe y Catulo observé que la vida era el completo desasosiego de la alegría. Quise leer mis cartas a mujeres. Me puse entonces a danzar. Hasta el fin del amor.

24/03/2023

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Imagen: Zinaida Serebriakova, 1914

Friday, March 17, 2023

Todos los queridos muertos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

So Long, Marianne. Se escurren por los nidos de ratones los humos de la fiesta. El ron que goteaba se ha secado y dejó mácula de caramelo. No soy el mismo del año veinte, decía el poeta. No lo soy, ni del veinte ni del cuarenta; ni del sesenta siquiera. La muerte gira alrededor, de fiesta. Nos codeamos, empujamos, sonreímos. La muerte se divierte. Yo también. La muerte baila perreo con mi sobrino Omar, mueve las nalgas lesbiánicas, agacha el torso y sube el culo. Maximiliano sorbe desde su vaso de hielo marrón. Un limón se hunde como torpedeado. Colombia y sonideras. La muerte baila perreo, luego se ajusta, da vueltas y hace vueltear. Es la una de la mañana, marzo del veintitrés. Siento cuchilladas en la espalda, matan a Rasputín; percibo que la rodilla izquierda quiere hincarse pero no se lo permito, ni ante rey ni ante la nada. Dos pistolas hacen fuego en mis sienes; vienen de Jan Saudek y de Zweig.

 

De pronto a la Catrina, señora de las calaveras, se le ha dado por ska. Byron Lee and The Dragonaires. En el Hotel Chelsea despido a Janis. Baja por la escalera justo donde cuelga un José Luis Cuevas. Pero no era Janis sino Jenny aunque el cabello de fuego, volcán de Colima y de Krakatoa, es el mismo. Tus vellos escondidos tienen tono carmesí. Nunca manejes un automóvil rojo, me aconsejan mis amigos criminales, llama la atención de la chota. Rojo a tu alrededor, rojo alrededor tuyo, en donde nacen tus ideas y entre piernas igual. El bourbon ha evaporado el cerebro y creado un mar de sangre. Ahí nado, pez de muerte que no muerto, y penetro en el pasadizo de los mundos interiores para hallar tus sueños. Luego descanso, imagino que te sientas al lado mío, te cubres con una pesada frazada gris, de aquellas de soldados del Chaco. Vuelvo la cabeza y sonríes, sin dientes ni labios, pero dices te quiero y trompetas de ángeles resuenan dentro del apocalipsis.

 

So Long. Me despido, de Marianne, de Janis, de Jenny y de ti. Aleluya, que ha llegado el Señor. ¿El de los anillos, pregunto? Pagarás tu blasfemia. Ya la pagué al principio del tiempo. Déjame que lleve mi nave hacia el Cañón del Sumidero y que al salir hayan retoñado los molles. Distraje a la Muerte con un magnífico semental, la engañé cuando hacía del baile del perreo un rito. Le arrebaté sus muertos, los traje conmigo a pasear por el jardín de los membrillos.

16/03/2023


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Imagen: Michael Wolgemut/Danza macabra

Saturday, March 4, 2023

Elisabeth, The Doors, Tolkien


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

En el Gaspar de la noche leo: “(…) la poesía es como el almendro: sus flores son perfumadas y sus frutos amargos.”

 

¡Cuánto me gusta regalarte algo que no conoces! Me alarga entonces La hermandad del anillo, primer libro de El señor de los anillos, de John Ronald Reuel Tolkien. En la noche lo leeré y será inolvidable. Cubierta verde, me acuerdo. Estábamos en el Zürich, café de unas judías alemanas con la mueblería tapizada con los colores hermosos y opacos de Austria-Hungría, azules y guindos. Cochabamba, 1985, anotado en la cronología que se acumula hasta que cae el mazo de la muerte. Amores, sueños, desasosiego, angustia, júbilo y privación. Torta Selva Negra, café pesado, las dueñas conversan en yiddish. Tú sonríes, Elisabeth sonríe. Son casi cuarenta años. No serás la misma como yo no. Nadie piensa en lo implacable de las horas, los hijos corren como simunes, hijos que no tuvimos y que pudimos bajo los eucaliptos de Molle-Molle, al borde del abismo de la quebrada; el río al fondo como hilo de plata. Viento y hojas cuchilleras, largas puntiagudas, grises sobre tu vientre de treinta y seis (siempre me recuerdas tu edad en contradicción con mi “pecho joven”). Tus senos de cimas de tinte algo oscuro, la camisa negra abierta, y yo que bebo con la sed del mundo. Cómo no te conocí antes, creo escuchar. Debimos arrojarnos al abismo y eternizar la vida con la destrucción, pero bella en demasía, no era tiempo de matarte, uno siempre cree que hay espacio para todo. El polvo retrata la soledad, caliente, seco, selladas a arena y sal las fuentes que aquel día ofrecías, de Cleopatra a César.

 

Todo comenzó con Apollinaire. Villazón, tierra horrible de frontera. Prefiero ir a comer milanesas al frente, a La Quiaca, con vino tinto de la casa en jarro de aluminio. Recorro las tiendas y señalo y pago. Me concentro en hormas de parmesano cáscara negra, de cinco kilos, que compro en cinco dólares y vendo en cincuenta en Cochabamba. Salame Milán, grueso pero de picado fino. Igual, cinco kilos. De la empresa Arcor, queso fundido. Contrabandistas duchos y antiguos con los que bebí anoche señalan las cosas que se venden más. Un muchacho anota el nombre de cada establecimiento y el número de compras. Las pasarán hasta mi alojamiento en Villazón una a una, por debajo del puente del tren, por el río de las hormigas. Recuerdo que era complicado. Más adelante a la estación, despachos, aduanas, coima, pero estaba bien asesorado y era ya el tercer viaje que hacía. Hormas de un kilo del mejor roquefort. Jugoso, como el parmesano que al quebrar la oscura cáscara echa un líquido delicioso, salado y ácido, quema el paladar. Algunas cajas de alfajores Havanna, y cordobeses y santafesinos, más baratos, con fruta. La elite cochabambina come bien. Aparte de ganar dólares, dejo en casa al menos una pieza de cada uno. En la despensa los quesos, las carnes en el refrigerador.

 

Llevaba estas delicias a nuestros encuentros. Comíamos antes de amar que fuerza necesito para agarrarte por detrás cuando te vistes y subir tus piernas al lavamanos y  jadear tu nombre. Sexo hecho fiesta. Vino rojo de la temprana colección que tuve, rumano y yugoslavo, y un vermú para mezclarlo con 7Up limón y hielo. Corres sin ropa y untas en una galleta salada el cremoso roquefort. Puertas y cortinas cerradas en casa ajena. Tus senos se mecen, reloj de péndulos. Hablamos de Desnos y Drieu, de Fréhel; te cuento de Perets Markish y Vítězslav Nezval, a quienes anotaré en el libro que te escribí en dos semanas, llamado Maraña de luna, porque maraña eras sobre mí; tus cabellos fabricaban noche y no podía ver tus ojos. Pero sonreías y me decías estás loco.

 

Apollinaire culposo, porque en el primer viaje de contrabandista te envié un telegrama con un verso suyo en francés que decía… ¿Qué decía? Luego, días luego, subí a tu oficina y te dije que te lo había enviado, de si lo recibiste. Sí. Bien, y me fui. Caminaba por la avenida Oquendo y pensé cuán estúpido era y retorné. Caminé hacia atrás, paso por paso, subí las gradas con la espalda de frente y me senté ante ti. Sonreías. Señalaste que era hora para volver a casa y que si caminábamos juntos, que la acompañara. Del bolsillo saqué un cilindro de malos poemas en papel sábana, a máquina. Para usted. Y reíste qué formal eres y gracias pero ya soy vieja. Cuando pienso en tus piernas, en la suavidad de tu cuello, sabía allí y sé hoy que mentías, que ese cuerpo era de rocío y de escarcha temblorosa cuando entro en ti.

 

El tren está detenido en las alturas de Parotani, un día arribará. “Oh, qué oscura es esta noche. Una llama purpúrea se extinguió en mi boca. En el silencio muere el solitario acorde del alma temerosa”. Georg Trakl.

 

Elisabeth.

 

Tolkien.

 

The Doors, al día siguiente, porque la bombardeé con un cúmulo de universos. Desbordé la rutina de su vida e hice de cada instante un estruendo. El amor rito profano con Jim Morrison cantando hello I love you, hello I love you. Te amo porque vengo contemplándote desde hace diez años, desde mi niñez cuando te veía en el instituto conversando con los intelectuales. Ahora has tirado la camisa a un lado y me besas. Te pertenezco, si me miraste diez años soy tuya, tu posesión, has arrojado el embrujo y lo cobras. De tus axilas cuelgan cabellos marrones que lamo, huelo tu aroma francés, tus calzones por mis narices, para bautizarnos. Love me two times, baby, ámame dos veces. Tres, no te vayas, tengo que retornar a casa, me esperan. Un rato más. Enciendes el jeep Toyota y desciendes del cerro. Recojo la mesa y me acaricio. Devoro las migas de pan crocante con avidez de gallina.

 

Una mañana de sábado cuando te visito en la oficina estás con mi cinta de los Doors. Amas como su música, Claudio…

 

Leo unos párrafos de El señor de los anillos. Estoy deslumbrado. Al menos algo que enseñarte, susurras. Las ventanas del Zürich tienen cortinas. Eso no es Cochabamba, podría ser Brasov, o Sibiu, o Lublín o Zürich. A mi vez abro un libro que te traje, homenaje a varios días donde la carne es fanfarria de carnaval y ríes como china supay mientras giras sobre  mí. Tiovivo danzante, música de circo.

 

Leo para ti:

Duerme, amor…

Brillan en la valla las salpicaduras saladas.
La puerta está cerrada ya.
Y el mar,
hirviente, irguiéndose y rompiendo contra los diques ha absorbido el sol salado.

Duerme, amor…
No atormentes mi alma.
Y se adormecen las montañas y la estepa,
y nuestro perro cojo,
de lana enmarañada,
se tumba y lame su cadena salada.
Y el rumor de las ramas,
y el fragor de las olas,
y el perro encadenado,
con toda su experiencia,
y yo con voz muy queda
y luego en un murmullo
y después en silencio
te decimos: duerme, amor…

Duerme, amor…
Olvida que estamos reñidos.
Imagina:
Nos despertamos.
Todo está lleno de frescor.
Tumbados en el heno.
Soñolientos.
Llega un olor a leche agria
desde abajo,
desde el sótano,
provocando el sueño.
¡Oh, como podría hacerte
imaginar todo esto
a ti, desconfiada!

Duerme, amor…
Sonríete entre sueños.
¡Deja de llorar!
Corta flores y piensa
en donde las pondrás,
y cómprate un montón de vestidos bonitos.
¿Musitas?
Es el cansancio de tu sueño inquieto.
Envuélvete en el sueño, arrebújate en él.
Todo lo que se quiera se puede ver en sueño,
todo lo que anhelamos
cuando estamos despiertos.
No dormir es absurdo,
es incluso un delito:
lo que oculto llevamos
grita en nuestras entrañas.
¡Qué difícil les es a tus ojos
llevar tantas cosas!
Debajo de los párpados
sentirás el alivio del sueño.

Duerme, amor…
¿Qué es lo que causa tu insomnio?
¿El bramido del mar?
¿El rogar de los árboles?
¿Un mal presentimiento?
¿La desvergüenza de alguien?
¿O, quizá, no de alguien,
sino simplemente la mía?

Duerme, amor…
No es posible hacer nada,
pero sabes que no es culpa mía esta culpa.
Perdóname -¿me oyes?-.
Quiéreme -¿me oyes?-,
aunque sólo sea en sueños,
¡aunque sólo sea en sueños!

Duerme, amor…
Estamos en un mundo
que vuela enloquecido
y que amenaza estallar,
y es preciso abrazarse
para no caer en él,
y si hay que caer,
caigamos abrazados.

Duerme, amor…
No te dejes llevar de rencor.
Que penetre en tus ojos el sueño suavemente
ya que es tan difícil dormir en el mundo.

Pero a pesar de todo
-¿me oyes, amor?-, duerme…

Y el rumor de las ramas,
y el fragor de las olas,
y el perro encadenado,
con toda su experiencia,
y yo con voz muy queda
y luego en un murmullo
y después en silencio
te decimos: duerme, amor…

 

Cierro las páginas y te entrego, de Evtushenko, Entre la ciudad Sí y la ciudad No. Lo tirarías con los años al río de Aurillac, para olvidar lo húmedo, ahogarlo en paradoja. Porque después de una larga carta donde afirmabas que nunca debiste salir de aquel sueño, te callaste. Incluso, estando en París o en las montañas de Lodève, en el Hérault, intenté llamarte. Todavía queda el maldito pi pi pi que indica que la gente pereció. Hacía frío en casa de Miguel Quintana, anarquista del 36, en Lodève; la cerveza sabía a orín. Te miro y pareces dormida, cantaba Palito Ortega en los diez años que te contemplaba, te amaba a escondidas en mis manos y jamás creyera yo que estarías acostada y amanecida, conmigo.  

 

Llegaste en bicicleta con nuevas malas. A la plazuela enfrente del colegio Loyola. La apoyaste, te agarraste la cabeza, te llovía, sólo a ti. Avisaste que te marchabas a Francia, que lo habían decidido dadas las circunstancias. Te advertí de mi suicidio y voy a cumplir sesenta y tres. Lo pensé, Francia estaba muy lejos. Después de ti apareció otro amor y huyó a Alemania. Y otro más que en avión nocturno fue a refugiarse con la reina de Inglaterra. Pero tú, te veo alejándote en bicicleta. Delgadas caderas fueron mías y acabaron en silencio. Qué cosa el amor en la voz de Vinicio Capossela. Qué cosa. Camino desde la plazuela hasta casa, no tengo una moneda en el bolsillo. Dos años pasaron y estoy en la Gare du Nord. Vengo por otra pero te busco, a quien encuentre primero y no hallo ninguna. Sorbo mi cerveza alsaciana y rompo el ticket a Radolfzell. Mi hermana Delia me manda un boleto a Montréal. Me encuentro en el bosque nevado de los alces, con una sopa de cebolla en la barriga. Borroneo un cuaderno. Termino tu libro y empiezo el de otra. Entre los dos no hay distancia. Tristeza. Desde entonces he volado los cielos, primero como golondrina, hasta de águila arpía. Nunca leerás esto y no importa, tanto papeleo para tan poca mortaja.

03/03/2023

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Imagen: Gustav Klimt


 

 

 

 

Wednesday, March 1, 2023

Bajmut, ciudad cosaca


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

La propaganda putinista en televisión afirma que esta es una guerra de Dios contra el Diablo. La izquierda latinoamericana se arrodilla ante eso. No en vano tienen al demonio Bergoglio de su lado. Estos son más peligrosos que las SS. La extrema derecha norteamericana, la de marcianos, láseres siderales, demócratas devoradores de niños, portales ígneos encima de la Casa Blanca, está íntimamente asociada en esencia a la agencia mundial del narcotráfico que se autodenomina Grupo de Puebla. Defienden al Sombrerón, el bufón peruano, jefe de la Chota Nostra. Se ha demostrado que la agenda de ambos no solo concuerda, es la misma. Lo ideológico es únicamente un mal barniz, lo que importa es el lucro, robar a manos llenas. La Kirchner es hermanastra de Marjorie Taylor Green; Pedro Castillo es Trump en negativo, hablando de fotografía. Y, siempre, el imbécil de López Obrador listo para enviar aviones a salvaguardar a sus socios del tráfico de estupefacientes. Conocido por su pueblo bajo el sobrenombre de El Cacas dado un estúpido comentario escatológico dicho hace años. Como el fascismo norteamericano, la izquierda latinoamericana no se guarda de la estulticia. Cuentan con que la recua nunca se dará cuenta y que podrán eternizarse en el poder, enviar a sus hijos a Europa o USA, hacer que aprendan inglés, no quechua ni aymara, comprarse yates de lujo. Así se entiende la revolución después de décadas de martirio a manos de la derecha. Buen pasto de cultivo fueron aquellos malhadados giles. Un trágico morir por nada, para montar oclocracias bien manejadas por diestros amos, más duchos que cualquiera en la supuesta “oposición” para llenarse los bolsillos.

 

El cerco se estrecha sobre Bajmut; las noticias del mundo alrededor de Ucrania son ambiguas, conflictivas. Nada tengo en común con John Bolton pero estoy de acuerdo con él que cuando Putino amenaza con armas nucleares le debieran decir que él y su familia serán los primeros en morir. Simplemente asegurarle que sobre su cabezota hay satélites y que a la primera se soltará el infierno en su intimidad. A los matones hay que confrontarlos, no concederles nada. ¿Bomba atómica? Bien, es tu sentencia de muerte, se acabaron los palacios, los billones, la gloria. Hazlo, ahora, que aunque se deshaga el mundo alrededor el primero serás tú. Maldito cojo no se animará. A pesar de que ya está sentenciado; de nada le sirve tirar a todo el mundo desde ventanas, llegará pronto el día en que lo arrojen a él. Hay que ser brutal cuando se necesita y llegado el momento desatar otra suerte de noche de largos cuchillos sobre la élite rusa. No dejar títere con cabeza. Profilaxis reversa. Que si da lugar a eterno revanchismo ¿a quién le importa? Hay gente que tiene que morir. ¿Misma retórica que ellos? Tal vez, pero queda el gusto de haber echado lavandina sobre la mugre.

 

Leo alguna apostasía de un fascista de izquierda que no sé si permanece en Bolivia. Soy descreído de estos supuestos renegados. Nadie peor que un izquierdista, decía mi padre, que era hombre de convicciones revolucionarias. Reniega el sujeto de alguna manera contra Putin; extraño, porque este maniaco extremista de derecha causa profundo cachondeo entre la izquierda al sur. Solo para anotarlo, no me interesa lo que piensa o “siente” esta grey. Digo siente porque su líder, el billonario de los pobres, siente todo, es en extremo sensible, como almorrana.

 

Bajmut, ciudad cosaca…

 

Ekaterina Martynenko me dice que era villa de árboles y fuentes, verde. Véanla hoy, gracias a la guerra de liberación que masacra rusohablantes en Ucrania sin distinguirlos de los “otros”. Mariupol era ciudad rusa en espíritu. Cuando reviva no lo será nunca más. Rusia al estercolero, Stalin y el pútrido comunismo. Sintomático que las navidades se estén cambiando para ser festejadas el 25 de diciembre. A la mierda la iglesia ortodoxa también. Todos estos rezagos medievales asociados a Moscú se hundirán en las décadas de miseria que sobrevienen a la criminal travesura del hijo de la gran putina, el monstruito pelón y afeminado.

 

Bajmut… Desconocida hasta ahora, parte de esa mancha liberadora de la makhnovchina en los años 20. Rebeldía como emblema de vida. Lo que suceda militarmente allí poco importa, dicen los que saben. Para tomar el Donbas, al paso de liebre inválida con que avanza el corrupto ejército ruso, pasarán veinte años, en ellos mucho. El mundo no será más lo que semejaba ser; la lujuria de la Europa occidental dará lugar al militarismo extremo. Japón se rearma, lo hace Alemania. ¿Cuál fue la victoria de Putin, la del fascismo y de la izquierda? Todo por entrar en la historia como una tríada de bestias omnipotentes: Pedro el Grande, Stalin y ¿Putin? El hombrecito falló, dio un gran paso en falso. Culpa en gran parte de Occidente que lo mimó como si su tosquedad fuese elegancia sui generis. Lo hicieron cantar en inglés, bailar, tocar el piano, entregarlo a los brazos de Gérard Dépardieu y otros, sabiendo que era un genocida, un animal rabioso. Pues ahí está el resultado. Polonia-Ucrania harán en el futuro una poderosa coalición que regirá el este. Presumiblemente Rusia dejará de existir en la totalidad actual, volverá a los “tiempos difíciles”, a principios del mil seiscientos. El sonriente chino será allí un virrey, mientras le dure, porque China es otro que va en caída acelerada.

 

Escucho grabaciones rescatadas de los anales del Savoy. El día está gris, cielo color de ratón escribí en 1986. Charlie Parker, Dizzie Gillespie, Milt Jackson… Curtis Fuller y Lester Jackson no bastan para alegrar una macabra monotonía. Voy con la época, el mundo de ayer se terminó. Cierro al dulce Esenin:

Y el sombrero de piel de gato
que llevaba en los días de fiesta
contempla aterido, como una luna,
la nieve de las tumbas familiares.

 

En el tocadiscos, The Doors:

This is the end, beautiful friend
This is the end, my only friend
The end of our elaborate plans
The end of everything that stands

The end
No safety or surprise
The end
I'll never look into your eyes again

 

Las fuentes de Bajmut no se han secado. Viven debajo de los escombros. Hay plantas que renacerán, claro. Hay que regarlas bien con sangre de orcos.

01/03/2023

 

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Imagen: Al Jazeera

Friday, February 24, 2023

Invierno con Thomas De Quincey


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

¿Dónde estabas, Thomas De Quincey, con tu hirviente té y cerca del fuego de leña? ¿No mirabas que mi automóvil corría sobre el hielo a veinte y siete grados bajo cero mientras las zorras gemían como niños en el arbusto? Las ramas forman figuras goyescas. Los grises conejos se refugian en las hoyadas del camino para atrapar calor. En la radio tocan sonatas de Purcell. Solitaria viola da gamba entre los arabescos de la nieve en polvo de la tormenta. Esa que con el viento inventa formas, sílfides y monstruos, y trae de retorno el terror medieval a lo que se desconoce. Tú redactando tus estepas de Tartaria, o al señor Kant con las manos en los bolsillos en la hoy Kaliningrado, otrora Königsberg, joya de ciudad. El coche resbala, desciende la colina de la calle Holly con riesgo de estrellarse. Miro el objeto delante de mí: Ilse, bar alpino. Purcell y el clavecín, Purcell y el violón. Finalmente no me estrello, el auto se detiene bruscamente en la vereda. La noche pare edificios  en silencio, una lechuza que pasa rasante con algo con cola entre las garras. En los basureros de la Harvard corren ratas grandes como perros chihuahua. Otra vez grita una madre zorra su espantoso lamento. Noche sueño de pesadillas. Blanca nieve que ofusca.

 

Una línea vertical se yergue en el horizonte. La vemos negros sudados en el muelle de carga de los mercados de Gallaudet. Sudados y congelados, paradoja de la angustia. El tren de Nueva York se arrastra del otro lado del alambrado. Primer destino Baltimore, bares africanos de un naciente rap. Poe. Una sombra se descuelga del muro y un gorila devora mendigas viejas en la estación. Lomo de plata no es, oscuro como el tío Tom, como el mayoral Joe Day. Segunda estación Fidadelfia. Tercera Nueva York aunque esta barriada es más Jersey. Pienso mientras los parcialmente iluminados vagones desaparecen. La línea vertical se ha doblado. Dicen que es tornado, más bien creo reflector de luces magras. Purcell en mi bemol, en sol menor.

 

Francine se acicala y cae rendida en manos de un irlandés. Gloria sucumbe a un folklorista. Elke a quién no sé. Cuento los dedos y más mujeres tengo que dedos. Mis guantes rotos, faltan algunos. Cabizbajo, retorno de estación de metro a otra de bus. Camino el último kilómetro de las afueras de Alexandria bien mojado, perro de aguas. Me secaré, pasaré la toalla por la entrepierna al estilo de Madonna y sacudiré el jergón del sofá destartalado. Tiemblo. ¿Del frío, Thomas De Quincey? Del hambre. Se tiembla de hambre más que de frío. De amor más que de hambre. Se me acumularon todos, castigo capital por los pecados. The Yardbirds tocan una lúgubre canción. Duermo. Me despierta el maullido de un gato en algún lugar del ramaje del molle macho en casa. El colchón huele a rancio, unos helados fideos ramen en el sartén. Abro los poemas completos de la Dickinson. Cochabamba estará con sol; los amigos tirando al sapo con tejos de plomo. Los cañaverales crían serpientes, no te acerques. Cortando las cañas jóvenes y soplando en un extremo suenan pífanos. El pífano de Manet; dime, De Quincey, en dónde está mi infancia.

 

Tus ojos. Te miraba y eran celestes, los cerraba y eran marrones. Negros tus ojos, blancos de ciega que no me ves. Rosas tus pezones, marrones, negros, color de zanahoria, de betarraga, Beta vulgaris. Tengo sed de desierto; las fuentes se han secado. Hay un tren que retorna desde la tierra de Lovecraft. Va cargado de escarcha y chirria como el fatídico carruaje de Selma Ottilia Lovisa Lagerlöf. Leo lo que aparece, el carruaje de la muerte, Mishima, Thorfinn Karlsefni Thórdarson, sagas de Sturluson y Borges. Frío islandés. Me pica la nariz y al querer rascarla se cae, igual a un dedo congelado, color púrpura, de Jaipur. Es hasta hermoso y no duele. Después desgrano los dedos como maíz para mote. Un recipiente los tendrá rojos, azules, patascas (¿patasqa?).

 

Finalmente nos sentamos, Thomas De Quincey, y te pido que me enseñes a escribir. Ansias de iletrado. Comparto ahora tu té y desde dentro de casa el invierno se ve distinto. Por ahí pasa un auto y resbalando se estrella contra el Ilse Bar. Estoy conversando con el maestro, pero ese sujeto que corre ardiendo como fogata me parece yo, parece que soy yo; soy yo.

24/02/2023

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Imagen: Somerset House from the River Thames, JMW Turner, 1798–1802


Monday, February 20, 2023

Platillero de la banda


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Cierta vez me preguntaron qué me hubiese gustado ser. Pensaron que mi opción de quién, más que de qué, estaría entre Günter Grass y García Márquez, pero no. Contesté que platillero en una banda. ¿No lo oyeron? Platillero, haciendo piruetas con los platos dorados, girándolos entre mis manos como si fuesen mariposas, en la celebración del Señor del Gran Poder, o del Gran Joder, vamos.

 

Lo recordé este amanecer lluvioso -llueve menos que en Macondo- mientras la casetera tocaba La Motilona, cumbia de Los Alegres Diablos. Chas, chas, que aquí viene el ritmo, platillo en la cabeza, media vuelta, giro y contragiro, arriba, con los dedos, igual a los negros basquetbolistas norteamericanos que de la pelota hacen un mundo que da vueltas sin parar.

 

Contemplo las bandas, uno de los espectáculos impresionantes del universo, esa mixtura, de aparente caos en que multitud de instrumentos aúlla al mismo tiempo en angustiosa fraternidad. He pensado, leyendo novelas tradicionalistas y mirando fotos de las sociedades geográficas, que nos han registrado en la historia -a los bolivianos- como nativos taciturnos mirando el horizonte. Por detrás crece la hirsuta paja, se levantan peladas tetas/colinas de piedra implacable y un hato de llamas pasta en los confines del mundo. Pero Bolivia es país alegre, despiadado en el desenfreno, incluso entre aquellos taciturnos amoratados por el frío que cubren la melena de cabra debajo de chullus de lana con increíbles colores y diseños. Tan alegre que me parece que la mejor representación del país, si tuviésemos que ponerle una concreta apariencia física, sería esa del platillero con un terno brilloso, blanco, gris metálico, rojo, algo chillón, discordante, que hace movimientos sensuales y cabriolas al mismo tiempo que produce música. Síntesis de un mestizaje que uno y otro lado tratan más que desdeñar, evitar.

 

Desde los platillos de la batería, que acompasan con suavidad las canciones y a veces se acarician con un ramillete, hasta los personales, algunos tan grandes como de un metro de diámetro; dorados, eso sí, porque hay que preciarse de una profesión sin duda más antigua que la de dar trasero por dinero, la de golpear dos objetos planos sin ritmo al principio y luego seguidos ya por otros sonidos que acompañan su básica y elocuente voz.

 

Cierto que el diablo, la diablada, son imponentes, que cuando salen del socavón o de cualquier bar de la avenida Siles donde festeja el pasante, en medio de estruendo de cohetes, poca cosa se les puede comparar, pero si alguien no ha visto un platillero de Bolivia, tronado por el alcohol más que por la veneración del virginato o señorío, sudado en su piel de cobre que brilla con el agua, no ha visto nada. Porque si este platillero ya asimiló el infierno del ritmo y alucina con un opio, el de la música, que nos lleva a Baco o, más antiguo, al fuego mismo primigenio, nada lo podrá parar hasta que caiga rendido, sonido de metal al suelo, y duerma cubriéndose del sol con un plato que se calienta al rojo y lo despierta para continuar. ¿Dónde? Siempre hay dónde y siempre hay cuándo y nunca por qué. Como la patria que ríe pero no se la puede ver. Ni tampoco cuando llora.

 

Entrecierro los ojos porque no he dormido, no por veleidad de poetastro infeliz y exiliado que no soy. Por el sueño, y sabiendo que a través de él, de tanto pensar, de repetir una y otra un vinilo o un compacto inundado de platillos, he de convocar los fantasmas de ayer, cuando Bolivia pasaba penosamente de sociedad rural a esbozo urbano. Diablos, morenos, kusillos podrían ser los espectros de esa inevitable transformación. Si acaso la modernidad los acucia para renovar vestimenta, glorificar el milenio con aberraciones de mal gusto o lo que fuere, hay un espíritu que permanece incólume, anciano, que se sobrepone al tiempo y nos renueva a tiempo de devolvernos atrás.

 

Incluso en un entierro, cuando la banda toca un lento huayño de pena o ataca un bolero de caballos de guerra, suena el plato, espaciado, no enloquecido, de cuando en cuando, como una ráfaga de recuerdo con ruido de vidrio roto. Tubas, trombones, sensatos tambores apenas tocados y chas, chas, de a ratos, ya no el platillero con terno sino uno modesto, de camisa blanca, pantalón negro, avejentados zapatos de charol y olor a jabón de tocador con dejo de almizcle. Luego la pala deja caer la tierra encima del cajón, chas, chas, y el libro de horas se ha cerrado.

 

Platillero hasta el fin del mundo, obviando públicos y dioses, ensimismado, entusiasmado con dos soles amarrados a las muñecas como guantes de boxeo. Llevar el platillo a veces de sombrero, otra de abanico, y estrellarlo contra el otro y disfrutar como de cópula el temblor del bronce, mayor mientras mayor sea el diámetro, dorado porque tiene que ser, y fundido con sudor de herrero, gota de oro, pizca de plata y orín de burro.

13/05/2017

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Texto publicado en EL ORO DE LAS ESTRELLAS EXTINGUIDAS, Volumen 15 Obra Completa, Editorial 3600, La Paz- BOLIVIA, 2019.

Saturday, February 11, 2023

La Era de Acuario


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Marchan, uno dos, uno dos, botas camino de Vietnam. Mi amigo Frank, mientras acabamos una botella de Canadian Mist, tiene los ojos en las selvas, en descabezados niños guerrilleros muertos. Uno dos, dos uno, uno uno dos dos, marchan. Cuenta que mientras asaba ardillas en los bosques donde se escondió al retornar a Estados Unidos oía el crepitar del napalm, tapires que huían aterrados con medio cuerpo incendiado. Oigo, Claudio, oigo y marcho, uno dos, dos tres, cuatro cinco, uno uno. Marcho. El whisky barato tiene color de orangina. Quema. Pesa. La habitación en penumbras, sótano de Maryland, se llena de humo y gritos. Me quedo a dormir pero en realidad me traslado. Llevo un uniforme, marcho, marcho. Whisky, marcho mientras las Shirelles cantan Soldier Boy.

 

Con mucho alcohol en un jergón en el piso. Frank murmura entre sueños, no lo puedo entender. Cuando al quitarme las botas vio que mis calcetines tenían agujeros en la parte del dedo gordo, fue a su cajón y me regaló media docena de medias militares.

 

De Vietnam no trajo victorias pero sí una pequeña y hacendosa mujer de rasgados ojos. No de Saigón, de por ahí, de los arrozales donde las cobras se alimentan de vietcongs muertos. Le dio dos hijas y él corrió a la floresta de Maryland para no salir nunca más. Cargamos camiones, Frank suda, moja sus anteojos; se detiene a ratos para secarlos. Cajas de iceberg, de papas rojas, hasta de paltas chilenas. Dos, tres años vivió de lo que proveía el camino, animales atropellados por los carros a velocidad. Venado, ardilla, mapache, serpientes de agua, cuervos atrapados antes de alzar vuelo, distraídos con la carroña. En un techado de cartones y madera aguantó. Suelen ser tremendos los inviernos de la costa este pero aquí estaba, recibiendo órdenes de Joe Day, What the fuck are you looking at, bitch? Get your ass to work! Fuck you, Joe! Varios de ellos son veteranos: Ernst el viejo, Will, el mismo Joe, Tyronne. Todos negros y todos pobres, bueno, quizá Joe no al ser capataz, pero le gusta tanto la “mierda”, el crack, que no sé si le queda algo. Pussy alrededor, sexo femenino carente de lírica, mojado hoyo que alivia el mal recuerdo.

 

No vio otra vez a su familia, no la buscó. Un día faltó al trabajo. Apareció al día siguiente y lo expulsaron a empujones, casi tirándolo fuera del dock. Jamás lo volví a encontrar. Está en mi mente, claro, siempre, cuando contemplo mi historia en cinta sinfín. Mis pupilas no envejecieron como el resto. En ellas guardo el humo de roedores asándose entre árboles de hoja caduca en algún lugar entre el norte y el oriente. Suena un tango ruso. ¿Emula aquella tristeza? O poca la suya comparada a correr entre piernas desgajadas cuando los cañones del Tet caían sobre la trinchera.

 

Usé aquellos calcetines de campaña que me regaló. Me sirvieron para el terrible invierno del 89. En la penumbra de mi dormitorio escuchaba a Bob Dylan, los Everly Brothers, Del Shannon. Estoy aquí, me decía, aquí donde he estado tanto en libros, donde en los bosques de Thoreau se mueven refugiados asesinos, buenos asesinos algunos, del sudeste asiático. En Whitman, en Emerson, en The Red Badge of CourageStephen Crane.

 

“No tiene memoria ni miedo ni esperanza/más allá de la hierba y las sombras a sus pies”. Hart Crane.

 

“No era la Muerte, pues yo estaba de pie/Y todos los muertos están acostados (…)” Emily Dickinson.

 

“Quizás te consideres un oráculo, / portavoz de los muertos o algún dios. / Yo llevo treinta años esforzándome / por limpiar de fango tu garganta / y no he aprendido nada”. Sylvia Plath.

 

El metro nos lleva a Takoma Park, ¿O era Silver Springs? Maryland, de todos modos. Ya cuando el sol de marzo calentaba la espalda, cuando los dardos del invierno no crucificaban el rostro ya no más, pensé en mujeres. Nam, Vietnam, se aletargó, despertó el cuerpo, dejé que el Reuben James se hundiera en las aguas heladas, los marinos pegados al suelo oceánico y yo pegado a tu cuerpo ni sé cómo te llamabas, rubia que gemías. Carol, sí, Carol. Tu gato se lamía las patas y la escalera de Arlington que llevaba a tu pieza habíala yo pintado con los colores de Gabrielle Münter. Luego te llevé a comer comida china, de cincuenta centavos el cucharón.

 

Si todavía estaba vigente la Era de Acuario no puedo decir. Pero el aire venía de allí, aquello estaba todavía muy cerca y los hippies no se habían aburguesado tanto como para el oblivion. Hair, triste maravilloso film, con música de The Fifth Dimension. De la rubia caí en piernas de la antropóloga judía. Gritaba y el sexo era con luz y ventana abierta. Después encendía, ella, un cigarrillo, y hablaba de Teresinha, Brasil, y de caimanes de barro.

 

Subía el zipper y bajaba por la colina de Adams Morgan. Me emborraché en el Montego Bay, con Red Stripe, cerveza jamaiquina. Hasta el vaso olía a ti, ese aroma entre de zorrino y azahar.

 

¿Si era la de Acuario cuál es esta otra? Pasaron treinta y añadidos años. Supongo que el vendaval los dejó muertos, amigos y conocidos, entre el mejunje de alcachofas y reefer; entre remolacha y hash. Frank llevará décadas de calavera. No iba a vivir mucho. Nadie carga el horror por demasiado tiempo. Recuerdo cuando nos escondimos en aquel sótano de Maryland, detrás de la mesa, porque caían misiles rusos y dejaban el dormitorio como retamas sangrientas. Sombreritos negros entran a los apartamentos por oleadas, pequeñitos, guerrilleros enanos como decía Boogie el aceitoso, alegando que no había niños en Vietnam.

 

Oh, Summer of Love!

21/01/2023

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Publicado en REVISTA 88 GRADOS, 12/02/2023

Imagen: Armando Ferrufino Poggi