Wednesday, October 9, 2024

When Johnny Comes Marching Home


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Dion and The Belmonts, muertos; The Diamonds, muertos; The Shirelles, muertas. Cuando la 2nd South Carolina String Band toca y canta la antigua canción de la guerra civil norteamericana, When Johnny Comes Marching Home, sabemos que el deseo de que regresen con vida aquellos idos no es posible. La cantaban ambos bandos, desde 1863, y el millón perdido de hombres ya marcha por caminos desconocidos en donde, supongo, ni música hay. Leo a Stephen Crane, a Walt Whitman para saber de su rastro. En páginas y versos no existe cosa alguna fuera de la imposibilidad de vencer al destino.

 

Thoreau murió durante la guerra. Antes escribió un alegato en favor de John Brown, quien asaltó un depósito de armas en Harpers Ferry, West Virginia, para iniciar una rebelión anti-esclavista el año de 1859. Recuerdo lo apacible de la confluencia de los ríos Potomac y Shenandoah allí. Fue nuestra primera parada antes de iniciar el viaje por las boscosas colinas del estado, diseccionando la historia. Al único, por lo hermoso, valle del Shenandoah retorné repetidas veces. Naturaleza y sonido de cañones mimetizados como truenos. El temible manco, Stonewall Jackson, atravesando campos que vi tan plácidos mientras recolectaba mustias hojas durante el otoño de 1989. No sé si volveré. Ni sé si Johnny tomó el camino a casa, a la alegría de los padres y al delirio de los perros. Yo regresé tarde a donde nací. Tarde. La greda se había ido, tarántulas y mariposas. No volvía de una guerra, aunque quizá.

 

Suena el danzón en domingo por la mañana. Doy unos pasos fantasmales, apenas sintiendo las aéreas caderas de mi acompañante. Bodas de oro, interpretado por los Hermanos Castro ¿Cuba, México? Elena y Omar partían por el camino a Veracruz. Ligia y yo nos quedábamos en el valle. ¿Cuánto ha de ello? Un conjunto mariachi de calaveras, terno negro, camisa y blancos dientes, se dispone a tocar. Iglesias coloridas contrastan con el albur de la muerte.

 

Estribillos del tango. Uno creería que es para dar aliento en medio del pesar y no. Escasos retazos de voz acentúan la pesadumbre y su aura de fiebre.

 

Visité  Shiloh, Antietam. Ajeno a los expertos que explicaban cargas de caballería, artillería, tipos de obuses, largos fusiles con aun más largas bayonetas. En una lectura pública leí dos textos de guerra: Antietam y Falsuri. Años ochenta, el estruendo de la guerra pervertía el amor, en Maryland como en Illataco. Bustos de piedra y otras materias; José Miguel Lanza, inmensa cabeza en camposanto. De allí en carro espectral hacia la bahía, inmersos en bosques interminables plagados de aullidos. Igual a los alces cegados por la nieve que corrían por la selva de Laurentides. Yo, como siempre, con ofuscada mente, sobria a veces para darme cuenta que estos devaneos viajeros reflejaban un intenso abandono en que voluntariamente había sumido mi historia.

 

Aquella que era isla durante la noche y playa pedregosa durante el día. Mientras yo pensaba en la Valadon y la pintura parisina, y a veces en la de turno lejos de mí, en azules lagos de hielo, enfrascada en minucias de vida que no me interesaban en el fondo pero que me hacían llorar. Extraños seres somos. Trashumaba el campo de batalla sabiendo que el soporte del suelo estaba conformado por huesos, dispersos, quebrados, sufridos. El banjo no deja de sonar, ven a casa, Johnny, que la mies ha amarillado y necesitamos cortarla. Ven que en el horno se cuece pan de centeno.

 

Feria de las vanidades. A ratos deseo perderme y no saber más de nada pero no puedo. Mi futuro también se decide en el matadero de Kursk. Acaricio mis muslos como caballos ancestrales. Si me fallan no habrá ni ida ni habrá vuelta.

 

En un filme lituano, de los orígenes del folklore y sonando una flauta de pan, dice el personaje que el pozo ha enmudecido, que ya no responde a su voz. Nada como la penumbra báltica, casi el límite de dos mundos, de ahí mi fascinación por Finlandia, los poemas y narraciones lituanas de Lubicz Milosz, la grandeza cercana al horror en la inmensidad de la floresta de Carelia. Diría que similares pero estaría mintiendo: el bosque atlántico de las Carolinas y la Virginia, subiendo al norte a los de Nueva Inglaterra, poco tiene que ver en espíritu con la fantasía nórdica. Tengo como labor leer varios volúmenes de una colección de literatura de la región. A ratos desespera esta ausencia de tiempo, la inminencia de quedarme ignorante para siempre en la mayoría de los temas, de haber picoteado por aquí y por allá sin aprehender nunca el vórtice de la tormenta.

 

En Veliky Novgorod, Milana contaba de la innegable presencia del Báltico. Reminiscencias de antiquísimo pretérito, la saga del príncipe Nevsky y tanto que no cabía en los oídos, las huestes de Rurik, el camino de Riga. Decía yo, no en oposición sino en charla, de las colinas de la Virginia occidental, de la masacre de Matewan y las luchas sociales. Puse en el tocadiscos Good Bye, Joe Hill, por Rosalie Sorrels, que cabía al tema ya que había mencionado al poblado de Matewan. Otra vez la penumbra, el titilante flujo de la muerte. Despierto a las dos y me pongo a escribir. Es el siglo veintiuno y no hay la romántica algarabía de las velas sino una clara luz halógena. El quinto piso semeja un largo nicho. Supuestamente viven vecinos orureños al frente pero jamás los escucho. Solo yo y los mosquitos. Los danzarines morenos caminaron quizá por esta sombra y fueron penetrando los recovecos del Dante.

 

“La nieve descendía por el aire negro”, escribe Johannes V. Jensen, Premio Nobel 1944. A veces salía del trabajo y conducía el auto resbalando a casa, a despertar a Ligia y mostrarle los árboles de cristal, la noche día de cuando cae hielo y se apodera del espacio una luminosidad única. El aire negro iría acumulándose en el piso días después, haciendo de la magia conglomerados de oscura mugre. Así la vida.

 

En este viaje me he traído de mis cosas guardadas el daguerrotipo pintado de un niño en silla. Quien lo ve conoce el espanto. Le permito deambular por estas soledades, sentarse en el sofá que mira a los Andes. También un gorro de niño afgano, pesado, cubierto de monedas y otros objetos metálicos cosidos a su superficie. Un par de máscaras, Ada Falcón. Picante de chile chambo de Panamá…

 

When Johnny Comes Marching Home, eterna música del norte, interpretada de mil maneras. El hijo pródigo, el guerrero, víctima de una época, héroe y mísero, cuando la épica cede a la belleza pero al mismo tiempo hunde una y otra en el lodazal del olvido. Mis remos son de madera feble, se han de romper.

09/10/2024 

Tuesday, September 24, 2024

Nostalgia del futuro


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Corre calmo el Dnieper por la ciudad de Kremenchuk. Postales que vi del siglo XIX mostraban esas calles tan hermosas de Ucrania, con árboles y sobrios edificios. Poco queda, los nazis la arrasaron, los rusos la bombardean. Sin embargo allí voy, tras el gran río de mi recuerdo, rodeado de músicas, banduras y sueños de gloria de poeta menor andino. Siempre hay casas de café en los rincones de Europa centro-oriental, refugios casi contra el tiempo y el avasallamiento de la modernidad occidental. Mujeres vestidas de Halloween paseaban sus rutas, telarañas en los ojos y muecas caídas y oscuras. Uno diría qué pena que se imiten los grandes acontecimientos de mercado de Norteamérica, como este, aunque si de brujas y aparecidos hablamos tiene mucho más Ucrania que Estados Unidos para comentarlo. Por sobre las tumbas del campo no cesan lamentaciones. Afirman sonido de drones y es posible, pero no todos.

 

Va de antiguo, esto.

 

Acomodo la tercera maleta. Aguardo por el portafolio en el que llevaré el cuadro al pastel que hizo mi esposa de Jorge Zabala, así como otros afiches, dos pasteles de mis hijas. Triste de no haber encontrado la notable litografía de los Mártires de Chicago que publicaron los anarquistas de Vancouver en su revista y que conseguí en el París de 1986. Temo haberlo perdido, traspapelado con otras obras. He dejado un espacio para él, con aquellos alargados rostros ahorcados  siguiendo a los de Bakunin y Emma Goldman de la misma publicación que tengo ya enmarcados. Tanto se pierde, personas y cosas, que hay que tomarlo con calma, con Coca Cola diría mi hermana Picha. Con el tiempo pondré algo allí si no aparece, un pequeño awayo azul de Pacajes… bordados coreanos en miniatura.

 

Acomodo un libro de Patrick Deville junto a uno biográfico de Iván Bunin. Discos, mandolinas de Vivaldi, Il Solazzo, música de los banquetes medievales en Harmonia Mundi; una colección de grabaciones del Smithsonian en la Ruta de la Seda, que voy a ver a como dé lugar, al menos un par de sitios. Dudo que en Kashgar porque allí están los comunistas han chinos en abierto genocido de los uygur. Me nutro en internet de los caminos. He recorrido unos ciento cincuenta países en donde podré pasar tiempo tranquilo con mi jubilación gringa. Les di mi juventud, que paguen mi vejez; no es trato del mejor pero está hecho y he vivido y disfrutado de los Estados Unidos con pasión y placer. Me importa un carajo que Messi juegue en Miami; me interesan los lagartos del Okefenokee en la frontera con el estado de Georgia y mucho la historia de los indios seminolas en los pantanos del sur. Hay mucho más acá que los tenis Nike de los atletas negros. La ignorancia prima, atraviesa el mundo como peste bubónica. Sentarse enfrente de la gran serpiente fluvial donde fondearon el cuerpo de Hernando de Soto y permitir las horas recorrer su propio ritmo. Leer a Hawthorne, Thoreau, Emerson, Whitman…

 

Elegir carnosos y colorados langostinos a orillas del frío mar de Nueva Inglaterra…

 

Subir los caminos de la guerra franco-india siguiendo el curso del legendario río St. Lawrence, el Saint-Laurent francés, guiado siempre en memoria por el sin par libro de James Fenimore Cooper: El último de los mohicanos… Washington Irving… Duerme, Rip Van Winkle, y despierta al futuro; así dormiré yo.

 

Y cuando despierte tendré nostalgia de lo que observo ahora. Del antes también, por supuesto, y de las mozas holandesas que cocinaban en la floresta, pero sobre todo una de lo nuevo que veo, del novel olor del pan mezclado con hierbas nativas. El mito de descubrirse a sí mismo en cada etapa. Pienso, de golpe, en las historias que forjaron este país: el gigantesco Paul Bunyan con su no menor buey al lado y un hacha que segaba bosques de un tajo.

 

Continúo con la maleta. Envuelvo la escultura en barro cocido de Harogalli lo mejor que puedo. Plástico con burbujas, camisa tras camisa alrededor. Lo mismo con la magnífica máscara guro, larga y morena. El riesgo de que se rompan es grande pero ambas piezas ya han viajado bastante. Pregunto al cirujano si podré hacer el amor con la columna rota. Con flema y valentía escocesas responde que puede que ello me enderece. Luego me atonta la anestesia y divago por un mundo de monstruos reptantes. Una iguana agazapada detrás del faro de la mesa de operaciones salta sobre la cabeza de una enfermera y la devora. Luego la recuperación, la inexistencia de las piernas, dolor de parir me cuentan las mujeres, cuerpo caído, derrotado, arropado en la mortaja de un pijama a rayas. Recuerdo a mi padre, llevaba uno igual. ¿Somos tú y yo el mismo, papá? ¿Estoy ya contigo?

 

Sesenta grados Fahrenheit, fresco. Mi ventana da a un armazón de Halloween con aturdidores espectros femeninos. Les han puesto luces púrpuras en la noche. Las muchachas del rayón de Kremenchuk decoran sus bellos rostros con algodones negros. Desde allí un avión me lanza en paracaídas en la frontera tajik. Cantos guturales kazajos como los tuvaleses de Mongolia. Al fin todos ellos son pueblos turcomanos, no mongoles, y cantan de manera similar. Siberianos de Khakassia. Mi sobrina nieta Renata baila estos ritmos como derviche.

 

Niño Korín.

 

El jueves Irina cumple 42. Desde el año 2020 que intento ir en su cumpleaños, el 26. Vino la muerte de mi hermana, la pandemia, la guerra, el diluvio que sobreviví agarrándome de una cola de mono que colgaba de un orificio del Arca y no pude. Pero no existen los tiempos malditos sino los malos y continúo empacando. Me acomodo en el Alto Barroco, cierro los ojos.

 

Me nutro de cine, por eso no puedo dormir; abro puertas por las que entran carretadas de acontecimientos, pavores, amores y, a pesar de los consejos maternos, me inmiscuyo en todos. Conversamos con Eliana de la pampa húmeda acerca de Pomerania y Silesia, las ciudades polacas, y una rusa, que fueron germánicas. Danzig, allí voy, acompañado de Günter Grass. También en la charla aparecen las características específicas  de los salames de Lombardía y Piamonte. Me miro a mí mismo, enamorado de la casada Elisabeth, con mi cargamento de embutidos de Milán, pequeño contrabandista gourmet, abandonando el erial de Villazón, penetrando en el mundo de los apus que dominan hatos infinitos de camélidos.

 

Eucaliptos, molles de Orcoma y Aguascalientes, bajando al valle. Chicha en polvo de los caminos. De los caminos, chicha. En polvo, chicha, color chicha tus ojos en perfecto romance ebrio.

 

El Dnieper trashuma Kremenchuk. Agarro los dedos de Kateryna. Despierto, melancólico, y salto al equipaje para arribar rápido al porvenir que ya pena me da haberlo visto.

24/09/2024

 

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Imagen: Estatuilla femenina de Bactria-Margiana, circa 2000 aC 

Saturday, September 21, 2024

Posesos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Soñé que un diablo pequeño y colorado brincaba alrededor. “Ka, ka”, vociferaba yo para alejarlo o atraerlo. Aquello terminó mal, para el diablo. Al día siguiente encontré un vasito de esos para shots, tequila o brandy por lo general, con un retrato suyo impreso, sí, el de mi sueño, y lo compré junto a otro de una colorida salamandra, bichos fósiles según dicen los sabidos. Lo usaré con ron, o bourbon, ya veremos cómo flotan los vientos cochabambinos.

 

Un gato azul con chozas pintadas en su lomo se agacha en cuarenta y cinco grados. Puebla era ¿no, Ligia?, en los mercados mientras admirabas talavera y creo que se veían los volcanes, el macho y la hembra, que dominan el gran valle. Aire anestesiado, no mueve el rojo de las buganvilias. Poco se agitaba en las catacumbas de la pirámide enterrada de Cholula, solo tú y tu piel italiana contrastando contra oscuro barro desconocido. Ni un grito ni un susurro; rumor de cuerpos. La misa en la cima de la colina no llegaba al sótano excavado. Bendiciones que no atravesaban la roca. Caían hostias desbocadas del cáliz, se derrumbaban curas y obispos, ropas de lujo y de color, como cubrecamas de puta. De allí, del silencio, al estruendo del sexteto norteño: acordeón, guitarrón, pistolón. Caminos de Michoacán… Si te he visto, camino de Michoacán, con automovilistas arañando sus vidrios ahumados. O me quitas eso de allí o te chingaste, buey, amenazan los chavos de la neta.

 

Del enterramiento, el casi seguro horror condenado al corazón de la montaña, a tequila escanciado, vino y cerveza entre frijoles negros y huapangos. Y baile y sentirte de nuevo cerca, como si la desgracia no hubiera caído en cuenta que bailábamos allí. Yo, igual al engendro aquel, brincón y carmesí, caí en el vestíbulo de tu casa y le puse candela. De fondo había música de demonios, de malentretenidos y lazarillos, jácaras de Santiago de Murcia, fuerte rasgar de guitarras, cuero de mis espaldas que permanece en ti, arado de carne sobre tierras negras, luto de ciruelas moradas bañadas con sangre de sandías.

 

Un lansquenete te atravesó con adarga. Boqueabas como pez recién cazado. Si Mictlantecuhtli asomó por allí, por el pasadizo que corre de extremo a extremo de la gran pirámide, prefirió callarse, ceder ante la ignorancia de los amantes, observar el oro que brilla en los dedos y por una vez conceder la vida y no la muerte. Cuando salimos, Cortés ya ha matado a todos, perros de ombligo en lomo lamen los desastres de la matanza. Soberbias plumas de papagayo y las luctuosas del rey zope se doblan ante la humedad del llanto. Nos cubrimos como Eva, vergüenza nos da haber pecado sin oír el redoble del asesino tambor. En el borde de las acequias sollozaban los ajolotes, algunos eran asados por los supervivientes en puntas de espada rota.

 

Muchísimos años después pongo a tocar, de Marc-Antoine Charpentier, Les Leçons de Ténèbres du Jeudy Sainct, a modo de confortar a los perecidos, occisos de la cruz y la sotana. Péndulo entre guitarra obscena y coros perfectos sacros ávidos de engaño. Gog y Magog atraviesan los campos de Numancia y Praga con cruces ígneas, quién los creyese apóstoles. Cierro el Libro de la Revelación y abro el de tu cuerpo, la sombra equilátera que se hace isósceles mientras tornas los muslos. Si ellos dos, más Andariel y Duriel y las siete cabezas del gran dragón Tathamet, han salido a perturbarlo todo, nosotros nos hemos estancado encerrados, bloqueados por señores tlaxcalas empalados en hierro, acogidos como cachorros en un lecho de muerte y con dádivas entre uno y otro de manantial en torrente.

 

Escalinatas con manto de desconsuelo.

 

“¿Cariñito dónde te hallas, con quién te andarás paseando?”. Caminos de Michoacán. En el horizonte no hay rasgos de amor, se oyen suplicios en aguas de Chapala. En ruedo de gallos Juan Rulfo parece reír. Danzan batos y batas al ritmo del acordeón, es se diría una invocación al pasado, el necronomicón indio con comadrejas desventradas y grises plumas pequeñas de correcaminos del desierto.

 

Dejo descansar la papa hervida. Pronto comenzaré a desgajar perejil y a trozar apios. Tiene que enfriar el huevo duro. Cebolla amarilla, siendo la blanca demasiado dulce y la roja picante. Equilibrio; tú descansando la desnudez encima de terrones antiguos, has frotado tu cuerpo de historia, el humo del Popocatépetl se ha inclinado, no vuela ya erguido, señal de que brota la noche y vendrá con luna y dioses murciélagos. Al grito de sus chillidos nativos te he de volver a amar. Los anillos brillaban y sedujo su brillo al dios mexica de los infiernos, permitió que saliva nuestra cayera sobre el polvo que no se regaba por centenarios. Temblor en el vientre de la gran pirámide, todavía cubierta entonces, temblor que ya no nos cabe, que se hizo inmenso imposible mientras empequeñecíamos. En el palenque, el pinto acaba con el güero y Juan Rulfo ríe.

 

Hemos cruzado de la mano la tierra de Pedro Páramo. Tibios tus dedos atrapadores de peces en la costa de Calabria. Calientes los míos de empujar piedra tras piedra para sepultar  la caballería que sube a exterminar. Si nos importaba aquello, pregunto, o si era mejor asistir al baile de los mariachis calaveras, de terno elegante y sus catrinas que carcajean aireándose con abanicos de alabastro. Maestro, tóqueme Nereidas, demando. El calavero hace un movimiento de cráneo con cierto desdén y cuando ordena noto que le faltan muelas.

 

Vamos con el danzón, te invito, aunque no estemos en Veracruz y el mar carece de sol. Ven con la tarde. Con la oscuridad ven. Y cuando amanezca. Úntate olor de guayaba y sabor de naranja. Sabré encontrarte sin verte en el juego infantil de ocultarse. Olerte. Lamerte. Tus brazos de henequén. Los guardias han cerrado con candados las entradas de los túneles. Huele demasiado a vida, se dicen unos a otros, se ha perdido la decencia del pesar. Nada puede, nada tiene que cambiar nuestra tristeza. El gato azul se despereza y caen de su lomo cántaros repletos de tamales, redondos sopes con aguacate. No abriremos otra vez hasta que se vayan. Y nos miran…

 

Partimos. Aquello queda desolado como De Chirico.

20/09/2024

 

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Imagen: Toyen (Marie Čermínová)

Wednesday, September 18, 2024

Ehrenburg en la mesa de noche


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Despierta el domingo con dos párrafos que Rudy Henrich me envía desde las páginas de Llover sobre mojado, de Lisandro Otero, escritor al que conozco pero de quien no he leído tal libro. Cuenta de los comentarios de Ilya Ehrenburg acerca de autores e historias ruso-soviéticos que se han hecho muy míos en cinco décadas de lectura, una relación que no podrá destruir la actual realidad orate del ninfo putino.

 

Shklovsky, Babel, Mandelstam, Pasternak, Koltsov, Tujachevsky, Nechaev, Herzen… Toda mi vida, desde la florida tumba del santón de Yasnaya Polyana al bucolismo de la hacienda de Premujino donde hervía una de las grandes mentes: Mijail Bakunin. Rusia, o lo que era Rusia entonces, me acompañó. Leí hasta cuentos infantiles, monstruos, hadas, animales parlantes. Tarde, hoy, para desechar lo bueno y temprano para pelear como se pueda en contra de esta basura imperial. Sacha Yegulev, de Andreyev; Demetrio Rudin, de Turgueniev, personajes imposibles de olvidar, rebeldes. Los populistas del siglo XIX, la Voluntad del Pueblo, Tierra y Libertad, la Subdivisión Negra; las terroristas, de Vera Zasulich disparando a Trepov a Fanny Kaplan que le quitó inmortalidad al calvo Lenin.  

 

Páginas de novela, magníficos poetas, cine del mejor. Ahora mismo estoy con Boris Godunov, de Sergei Bondarchuk (1986), admirando el arte y pensando en el alma rusa, un retruécano en sí misma. No hace mucho, en la noche caliente y con grillos de Aurora, disfruté en la breve pantalla de mi teléfono una obra maestra: Viy, de Konstantin Yershov y Georgi Kropachyov (1967), basada en el texto de Nikolai Gogol. ¿Cómo alejarme de Las almas muertas, de El Inspector General, de los cuentos vagabundos de Gorky? Tarkovsky, Glinka, la música popular rusa, que muchas veces es gitana o cosaca…

 

Marina Tsvetaeva, Anna Ajmátova.

 

La película El loco, de Yuriy Bykov (2014), que descalabra la retórica de normalidad y bienestar que viene desde los bolcheviques. Leviatán, de Andrey Zvyagintsev, también del 2014…

 

Zoshchenko.

 

Ilya Ehrenburg ha sido el gran maestro de mi formación literaria a través de sus memorias, y de mi afición por aquella parte del mundo a la que he de retornar. Sería 1972 cuando en la librería al lado del cine Víctor, en Cochabamba, compré, editado por Joaquín Mortiz en tapa dura, su Tercer Libro de Memorias: Los dos polos, con una foto emblemática del autor judío, cámara filmadora o fotográfica en mano. Esa fue mi introducción a su obra, además de mi asombro. Nunca conseguí los otros tomos de la edición mexicana, conozco sus portadas, una de Ehrenburg con aquel alto sombrero con el que lo eternizó Max Ernst en una pintura colectiva de los artistas de París y la otra que no recuerdo.

 

Vino desde Buenos Aires, en tres volúmenes más pequeños, de letra menuda, la colección completa. Al igual que con el tercer tomo disfruté el resto de manera notable. Tanto de lo que soy, escribo y rememoro me viene de Ilya Ehrenburg. Recuerdo que a mis veinte años iba parado en el micro D rumbo a casa, con un libro suyo en mano. De pasajero estaba el doctor De La Fuente, abogado amigo de mi padre que, sin conocerme, me preguntó que cómo llevaba una novela de Ehrenburg, que ya nadie lo leía. Era La conspiración de los iguales. Fue uno de los pocos libros que no regalé a alguna amante, entusiasmado por sus misterios: se fueron Blaise Cendrars, Baudelaire, hasta Nietzsche, creo, en pos de vestidos oscuros emanando efluvios de azahar. Postrimerías de algún colchón tirado en piso. El barrio de Aranjuez no era lo que es hoy. Nuestro el tiempo. Y los eucaliptos con olor de tus tetas mojadas valía la entera literatura. Puedo recordar muchas lecturas pero me cuesta imaginar el temblor de tus pezones.

 

Antes de emigrar de retorno a Bolivia el año pasado compré la linda y carísima edición de Acantilado. Solo por tenerla y por evitar el mayor deterioro sobre todo de la edición argentina. Me alegra que se lo haya rescatado. Muy necesario. Como hicieron con Stefan Zweig.

 

Hay libros que uno abre en cualquier lugar y lee. Salta a otro y lee. Cada párrafo vale, pesa. En mi caso nunca fue la Biblia porque en casa no se andaban con santos ni con k'oas, ni comunión ni hoja sagrada. Agradezco tanto por ello a mis padres. Crecí con Faulkner y Somerset Maugham, con Dostoievski y Güiraldes. A ese hogar no entró Dios, así leyera por interés vidas de santos y la Historia de Cristo de Papini. Eso me sucedió con Ehrenburg, y ahora con el nuevo voluminoso libro lo hago a menudo, bajo la mirada de sugerentes mujeres de Otto Dix y Christian Schad en la pared.

 

Alisto otra vez maletas. Los tres meses de Denver han terminado. Nada de chauvinismo en volver, solo la apacible presencia de mis idos, la noche enfrente de un ventanal desde donde aún veo el Tunari. Como de niño, embobado yo con la luz de los camiones que subían la cordillera. A Morochata, decía mi padre, y esa villa como tantas más tornaron míticas. Creo que la influencia de Homero, el más leído en la infancia y juventud, ha permeado mi espíritu de humos épicos.

 

Cansinos trepaban los camiones Isuzu de mediano tonelaje. Hace un año subí a las aguas termales de Liruini y encontré el mismo polvo. Observé la quebrada para ver si Francine no había olvidado su ropa interior al lado del torrente. Iluso yo, como si cuarenta años fuesen dos días. Lo dicho, qué hiciste de mi Homero, poeta ciego. Aprendiz de escribir en la mediterraneidad del Ande. Huelo a eucalipto y retama. Huelo a ellos a pesar de que mi hermana me regala un agua de colonia de pomposo nombre.

 

Esta mesa de noche de aquí tiene mi botellón de agua, el resto de algunas medicinas que quedan de la pesadilla. Los libros que estaban encima ya están empacados. Llegaré a Cochabamba a quitar el polvo que se filtra por las puertas. Quizá con suerte, cuando abra las memorias del ruso, caiga en las anotaciones sobre Nezval. ¿Por qué? Porque hoy me acordé de ti, Elisabeth, madre, abuela, bisabuela, de lo que he guardado tuyo que hasta tú has perdido.

17/09/2024

 

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Imagen: Los dos polos, Tercer Libro de Memorias, Joaquín Mortiz, 1966

Thursday, September 12, 2024

Carta a Poltava


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cada día leo tu última carta, la del catorce de mayo, como si fuese el Evangelio. Acabo de apurar un café negro con cheesecake que preparó mi hija. Me he sentado a transcribir textos de escritores que admiro pero antes reviso el archivo de tus misivas y tus primeras postreras líneas. Muy rápido se ha ido todo desarrollando y estoy en vigilia de un largo viaje decisivo. Por supuesto iré a buscarte, no siguiendo huellas, porque no las hay, sino en tarea de descubrimiento. Gracias a la tecnología voy recorriendo rincones de tus calles, conociendo detalles, fotografiando. A la sombra de tanto árbol de Poltava.

 

Miro videos de Lviv hermosa, es algo que me debo también, pero antes a la cuasi sombría parte del oriente. No arrojaré flores a los rusos, caminaré por encima de sus tumbas como Atila, que no crezca hierba de sus despojos, así fueran jóvenes, inocentes, obligados, no me interesa.

 

Descanso en el panteón griego, en la cima de una colina de Poltava. He visto, e imagino, la estrategia sueca contra Pedro el Grande, las huestes del atamán Mazepa. Barricadas en forma de canastas. Los moscovitas nunca perdonaron eso a Ucrania. Lo sé, y tanto más, y a veces converso con ucranianos que desconocen su historia. Cosa común en cualquier lado. Por ello me quedo pensativo esperando el crepúsculo, oteando callejas que se encienden una a una por si apareces. Hay dos trenes que nos esperan, según deseos tuyos. Uno iría desde Kiev a Varsovia, a Berlín, a Zúrich, terminando en París que has decidido ver cuanto antes. El otro saldría de la capital rumbo a Budapest, de allí a Múnich, a Estrasburgo y otra vez París. Estábamos en los jardines del Luxemburgo Sainte-Beuve, Petrus Borel y yo. Estoy en este moderno teatro helénico de Ucrania central con Gogol y Sholem Aleichem. Contigo, siempre contigo, pidiéndote recordar los versos de Shevchenko que aprendiste en la secundaria. Luego te pones vestido negro, aretes de estrella y te vistes de noche.

 

“El amor tiene un acentuado sabor a vidrio”. René Char.

 

La copa de vino camina por el salón, se diría que es caniche rojo y enano. Me distraigo. Al darme vuelta te miro y pregunto quién eres porque belleza no vi tal. El vino ladra, el perro duerme. Un par de cuadros demasiado grandes en la pared del café. En algún momento te desnudas y calzas sencilla polera clara. Tus senos abiertos y protegidos por sostén azul. Sonríes. Ya te he dicho que nadie sonríe así, ni Venus escogida por Alejandro Priámida, ni Diana cazadora con liebres en el hombro camino al reino de los dioses.

 

Sueño despierto. Abro las imágenes del teléfono con esperanza del “Putin asesinado”. Ya viene pero me voy poniendo impaciente. El buscador de eternidad, sin filosofía alguna, será flagelado, masacrado según costumbre de su pueblo. Boyardos devorados por perros, zares estrangulados por parientes, carne picada de otrora poderes absolutos, el sótano de Ekaterinburgo. Ingleses y franceses tuvieron “decencia” de afilados metales, cirugía política; más allá de los pantanos anida otra cosa, el instinto básico del lobo. Los vio Alejandro el Grande; los vio Heródoto. Escitia era un lugar muy grande del mundo. Todavía lo es y terrible.

 

Pero dejémonos de sangre. Recuerdo que escribiste, ante mi augurio del fin del conflicto, que al fin podrías vivir como un ser humano y no como un animal. Tiempo que llega, con duras dificultades, seguro. Podremos escondernos del calor bajo robles al lado del Vorskla, con tu famosa mermelada de grosella negra extendida sobre el pan. Retorno a lo bucólico, gritos de aves y cigüeñas de largas patas anidando en grupo en las chimeneas que sobrevivieron. Frío kvass si no quieres cerveza. Hacia el este las nubes se tiznan de lluvia.

 

Veo una hermosa casita amarilla cubierta de hiedra.

 

Salto por la ventana. El nazareno caminó encima de las aguas, yo floto en el aire con alegres pasos de klezmer que me asocian a Chagall. No te animas a realizar un viaje allí a ver si siguen pululando cabras verdes y gallos aéreos. Demasiado presente el dolor. Y aunque parezca una barbaridad escondo mi libro de Iván Bunin de ti. De Rusia nada; de Bielorrusia tampoco.

 

Preparábamos el encuentro con bombos y sonajas. Te dije que alistaras un traje cosaco rojo, botas negras y sable real. Vino la muerte de mi hermana, llegó la pandemia, vino la guerra y los años pasaron con más de mil doscientas cartas. En ese período leí a Olga Tokarczuk, algo más de Claudio Magris, al extraño M. Aguéiev; escribí sin pausa, breves textos rumiando al mismo tiempo la novela del Arcángel. Hoy estuve con Jesús y dijo que pensaba que el “buey” estaba muerto. Podría ser, traía a la muerte colgada de sus espaldas, con un corto látigo de tortura y los ojos idos cruzando el Bravo a Tamaulipas.

 

Contemplo el verde edificio de la izquierda. Contrasta con tu abrigo oscuro. Podría ser que en 1920 se viera igual. Tengo que revisar la historia para ver si entonces por aquí merodeaba el hetman Kornilov, o Majnó, o Petliura. Me apasiona saberlo. Se agota el silencio que sigue a medianoche. Tus párpados cierran el día, la historia. Mañana todavía despertaremos al grito de sirenas, a ese lúgubre aullido de los drones en el cielo. Da miedo, hechicería del tiempo, soberbia humana. Aquí no se inventó nada. El espectro Viy ya traía ello consigo, y había doncellas de fina belleza que volaban al atardecer con escobas produciendo sonido similar. Cierro tus párpados de nuevo y quisiera ser dios.

 

Decía Milosz en una carta mencionando a Proust que “Hay por supuesto la búsqueda de una realidad que quedó sepultada con el pasar del tiempo”. ¿Habla Czeslaw Milosz de nosotros, Irina? Ojalá que no. Tal vez mañana tenga noticias tuyas. Es posible que no y no importa. Si he combatido dolores de olvido antes de preparar mi viaje, martirios que ni la morfina extinguió, no voy a quedarme ahora atado de manos. Poltava no es muy grande y la recorreré de extremo a extremo, igual que hacía en la Cochabamba de mi juventud cuando no había un peso en el bolsillo y el aire estaba viciado de alcohol. Desde un hotel con ventana, yo que viví treinta y cinco años de noche, podré darme cuenta de cómo se agita la ciudad cuando el hombre duerme. Allí haré mis planes y diseñaré mis sendas. Sé que al fondo estás tú, sonriente, entre ropas de arco iris.

11/09/2024 

Saturday, September 7, 2024

Termitas de fuego


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

“Ground Control to Major Tom, Ground Control to Major Tom”. Dile que la amo, como el cosmonauta de Space Oddity mensajea a su esposa en el ya imposible planeta. En mi caso no me pierdo yo sino ella, los detectives no la encontraron en la largueza de esos campos donde crecen huesos y no plantas, calaveras que no flores. El tiempo de las naves espaciales es ya de otra esfera. En la tierra hay un retroceso histórico. A la vez que la guerra de Ucrania es la tecnológicamente más avanzada, se ha convertido, en el campo humano, en conflicto medieval. Podría ser el imperio de Timur, o Temüjin, o  cualquiera de los mugrientos reyezuelos europeos que afirmaban su poder con violencia y crueldad. Fueran los asirios forrando los muros de las fortalezas conquistadas con pieles de sus enemigos desollados, o las fúnebres catapultas que en lugar de rocas arrojaban cuerpos descompuestos dentro de las ciudades. Hay un bosque especial, desde Lituania a Bulgaria, cruzando Valaquia, el de troncos cortados con ramas vivas, gente empalada que dura días en el tormento y se seca de a poco, lejos ya incluso del dolor, en la inercia del tormento sin luz ni sonido, sin la amada, que una siempre habrá. La central llama al astronauta y este no responde, se ha ido siguiendo una estrella que murió hace un millón de años pero brilla; se arrojó en brazos de la ficción.

 

“Thermite”, o “termita”, es un compuesto químico que se está usando desde el principio de la guerra pero que ha adquirido notoriedad esta semana por su manejo a través de drones por el ejército de Kiev. Vuelan estos nuevos dragones, así los han denominado, y van arrojando fluido candente sobre los bosques en donde han excavado trincheras los rusos. El líquido cae, incendia, destruye metal, piedra, concreto; disuelve la carne humana. Aparte de ello un dron va filmando y desde el infierno del poeta italiano, desde el Bosco o Giotto, no se han visto avernos tales. Demonios cocinando hombres en marmitas gigantes, hundiéndolos con tridentes en el Reino de los Narakas, uno de los seis reinos del samsara y de mayor sufrimiento de la cosmología budista. Competencia de atrocidades. Si siempre fue así, nos mintieron los santones. “Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma, que le están degollando a su paloma”.

 

Óxido de fierro y polvo de aluminio mezclados que en combustión producen intenso calor. Dos veces el de la lava ardiente, unos 2500 grados centígrados, dos el del fuego azul. Nací mirando en Siete Días Ilustrados ataques de napalm que arrasaban Vietnam. En los albores de la muerte me despido con otro fuego incluso más terrible que felizmente no vieron mis padres. Pienso, cuando envejezca, qué recuerdo de belleza me llevaré al último minuto, si alguno, o solo escucharé el clamor enloquecido del martirio.

 

Gaza. El ejército de Israel lanza a los túneles de Hamas bombas de esponja. No explosionan, generan una espuma que se solidifica de inmediato y sella entradas y salidas que podrían usar los fundamentalistas islámicos. Emparedar. Retorno a Bosnia y un famoso diablo que las fuerzas musulmanas habían emparedado en las ruinas de una fábrica hasta que lo liberaron los encargados de la paz. Enterrados en vida, disueltos, cabezas de prisioneros ucranianos puestas sobre picas ¿de qué siglo hablamos?

 

Los nazis rusos del grupo paramilitar La Española, hinchas del Shakhtar Donetsk, combaten a favor de Putin con inaudita ferocidad. Dice ABC de España: “Son un grupo que grita «Española, española» metralleta en mano mientras deja un rastro de símbolos de clubes de fútbol por cada conquista. Su objetivo es ganar terreno con el lema «no detengan a los hooligans» y una francotiradora de la unidad comenta ante las cámaras de AFP que no tienen miedo a nada. Dicen luchar por la gloria de Rusia y que son distintos a los soldados, porque ellos operan bajo una estricta idea de unidad. Mientras en redes escriben: «Ayer apoyaban a diferentes clubes y hoy están hombro con hombro en una trinchera contra un enemigo común ¡Uno para todos y todos para uno! ¡No retrocedas y no te rindas!»” Pronto veremos a tenistas, pesistas, ciclistas, garrochistas y etcéteras fundando batallones de la muerte. Muchos atletas ucranios han perecido en combate, como voluntarios, eso es diferente.

 

Siguiendo con la vedette del Kremlin, bueno para combatir osos de opereta y bañarse en aguas heladas, ducho para amarse con The Donald, el pervertido aspirante a dictador de los tristemente ignaros Estados Unidos, escucho reír a periodistas ingleses de Times Radio relatando que el tirano toma baños de sangre, con aquella que chorrea de las astas cercenadas de los renos rojos de Siberia. ¿Quién es el tipo este? ¿Reencarnación de Erzsébet Báthory? El condeso sangriento… Necesitamos de nuevo a Valentine Penrose y a Alejandra Pizarnik para que al menos nos detallen los pormenores del vicio. Cuentan que tiene a todo el servicio médico de la Federación Rusa buscando desesperado la fórmula que permita alargarle la vida. Muy simple: asesina, viola, decapita, invade porque tiene miedo, terror de encontrarse ante la nada; quizá no existe el divino que los fascistas de la iglesia ortodoxa rusa dicen que aguarda detrás con los brazos abiertos. Mamá, no quiero morir, aullaba lloroso el supermacho comandante Hugo Chávez con su pequeña gorra de heladero ambulante; ahora este otro cambia pañales al disparate de tanto mearse. Lean, carajo, cómo murió el cabrón de Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo, o el gran Felipe Ángeles ante el pelotón de fusilamiento. Bien que les haría a estas meretrices, al otro maricón de Orinoca también, aunque lo dudo.

 

Ya no es un dragón solitario que asola los paisajes de Tolkien; por encima de Kharkiv y de Donetsk pululan bandadas de ellos cargados de fuego. De nada vale rezar ni lamentarse, ahora hay que destruir a Rusia y los términos los pusieron ellos. Georg Trakl escribe:

Caminante por el negro viento; el seco cañaveral

susurra suavemente en el silencio del pantano.

Una bandada de pájaros silvestres cruza por el cielo gris;

en línea transversal sobre las aguas tenebrosas.

Tumulto. En la cabaña negra en ruinas

bate sus alas negras la putrefacción:

deformes abedules suspiran en el viento.

Atardecer en la taberna abandonada. La dulce melancolía

de los rebaños que pacen tiñe el camino de regreso al hogar,

aparición de la noche: sapos emergen entre las aguas plateadas.

 

Añade Lorca: “Dime, Señor, ¡Dios mío! ¿No llega el dolor nuestro a tus oídos?” No le llega, Lorca, ni un poco. Vacío. Solo estás en la cuneta de otro medioevo, solo y mudo, solo y mudo, solo y mudo.

 

Zuzanna Ginczanka:

Matas de crin de caballo, manojos de hierba de mar,

nubes de cojines y almohadas rajados

que mi sangre recompondrá, convirtiendo sus brazos en alas,

transformando en ángeles esos seres alados.

 

Dedicado a quienes la denunciaron a la Gestapo.

 

Alisten motores, que vuele el fuego por el mismo cielo que vio irse al mayor Tom de David Bowie. Cielo infierno, jóvenes bailan con luz negra, pegados; un pequeño diablo carmesí salta alrededor mío dentro de una iglesia muerta hasta que lo agarro. Lo descabezo y cuelgo la testa en medio de mis máscaras funerarias punu, pared de cementerio.

06/09/2024

 

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Imagen: El Zaqum  es un árbol que crece en el Yahannam. Los condenados se ven obligados a comer su amarga fruta. Malik es el ángel que guarda el Yahannam, asistido por 19 zabaniya 

Wednesday, September 4, 2024

Sweet Road to Nowhere


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Aridez, desierto de vírgenes. El zapateo dudo que plazca a ninguna divinidad por el polvo que levanta. Chicha color de leche sucia, diseños en el frente de los pantalones masculinos, si pareciera la corte francesa por lo emperifollado de los detalles. Fiesta de la llamada Mamita de Sik'imira, Raqaypampa. Otra vez, los hombres decorados con sombreros singulares que algo, un poco, recuerdan los de los kazajos y sus grandes águilas cazadoras de zorros en el brazo. No es el Tian Shan, son cerros más bien modestos de un antiguo espinazo de montañas que baja por América del Sur. Mamita Sik'imira, protégenos, tú que te escondes en nicho de trapos llamativos, para ser cargada en andas en medio del humo de incienso. Entrecierro los ojos no porque sueñe sino porque el alcohol ha cedido mi cuerpo al desdén. Podría ser la ruta de la seda, podría ser una imagen que retrata Gurdjieff. Rodeados de rastros de modernidad, Toyotas Hi-Lux, los dioses han entrado en el comercio y mi retórica del pasado ancestral suena a rictus de borracho. Existe, creo, todavía lo inconsciente, lo inmaterial que surge del tono de una zampoña y que es por ahora todavía mayor que la inundación de lo inerte. Eso que me sale personalmente sin yo darme cuenta y menos intelectualizar sus sentidos.

 

Sikimira apodó mi padre a mi hija menor, Aly. La Hormiga, a veces roja violenta, a ratos negra trabajadora y alerta. Nombre que viene de tradiciones familiares y habita hoy en una moderna ciudad norteamericana del medio oeste, donde en los powwow hermosos trajes de guerra de los cheyennes, arapahoes, siouxs y paiutes llenan la pradera de Colorado y los jefes en perfecto inglés te piden diez dólares por una foto. Dónde están los feroces comanches o los merodeadores hunkpapas, de los lakotas, que comían corazones invasores en Little Big Horn. Como los yampara aquí (que no es aquí en el momento pero que siempre Bolivia es en donde teclee mi obsoleta laptop) y sus sangrientas fauces libertarias.

 

En el techo del tren, Tren al Valle, cruzo Tin Tin y Vila Vila, miro el poderoso Caine en Puente Arce. ¿Qué edad tengo? La suficiente para recordar. Tuve amor de un día en Pasorapa y no me llevé su rostro conmigo pero sí un montón de papas marrones que me regaló. Era cuando conocimos al francés de Moissac y lo alojamos en casa de los Flores en Aiquile. Lloroso pasaba yo por allí, mucho después, buscando a mis hijas mientras el terremoto derribaba iglesias e iconos católicos de yeso inútil. Buitres negros pequeños de cabeza pelada en la entrada del gran río. Ni me acuerdo si entonces ya había papayares, la desolación pesaba más que ancla profunda y mi amor era un desecho de provincial riña de gallos. En 1986 fui a Moissac solo para ver. Curioso. Occitania magnífica en donde no dudo había rastros profundos de mí que no me interesó ver. Soñaba con Alemania, sabiendo lo frías que son las alemanas, pero su piel era de agua tibia y sus vellos de alcanfor, como que tenía cien años en sus treinta y viviría igual que Matusalén.

 

Un triste vagón de contrabandista entre Oruro y Villazón extirpó su recuerdo. Lo arrojé en una botella de cerveza paceña en la inmensidad entonces no famosa de la sal, por un vidrio roto. La puerta del baño golpeaba, quebrada, incansable. Gente que entraba gente que marcaba fronteras, si me entienden. Llanura del hedor, ventanas cerradas, no abras que te dará aire y quedarás de boca chueca, tocador de armónica de Apalachia, banjo y borceguíes.

 

Hablando de folk norteamericano busco una vieja versión de The Sink of the Reuben James, historia del hundimiento del destructor U.S.S. Reuben James por un submarino alemán en 1941. Creo que no he escuchado canción más desoladora. Un su lírica cuenta como los cuerpos de los marinos se van al fondo helado del mar, casi imitando a los longevos tiburones de Groenlandia que viven a mil metros de profundidad. No la encuentro; hay hermosas versiones de Woody Guthrie, Pete Seeger y otros pero aquella no. La grabé de un cd de la biblioteca de Denver hace décadas. La recuerdo y basta. La memoria no es frágil. Tardes que habré pasado en la calle Clarkson escuchando a gran volumen The Carter Family, música rural de los años 20, de iglesias soterradas en medio de la madera salvaje, de entiérrame debajo del sauce llorón…

 

Cierta vez en el Café Fragmentos un tipo me dijo que dejara de tocar aquella música de gringos. Observé al pajarraco y le quité las plumas. Me puse en el cabello parodiando a un bravo shoshone algunas de sus más largas, y me pinté el rostro con tintes de fuego y ceniza. Entiérrame amor debajo del más grande sauce llorón, under the weeping willow tree; hazlo porque un día te besé y sentiste en mi jugo el sabor de morir.

 

Sicaya, Moissac, Knoxville, Tennessee.

 

Lodève, Ellicott City, Edirne, bombas caen sobre Poltava y te busco entre los muertos. Los rostros se parecen. Me extrañarás cuando me vaya como yo te extraño cuando te has ido.

 

Padcaya. El río Bermejo corre por varios cauces. Inmensos cañaverales luego, naranjales. Aves de rapiña firmes a manera de soldados. Les miro los ojos y creo que lloran. Será por el Chaco. O por Horacio Quiroga. O las tontas canciones de amor. Cuando despiertes quítame la tierra de encima, desnúdame la carne de gusanos, frótame con vinagres y óleo de palta. Después ámame porque tal vez es última, solo se acepta resurrección de tres días; más que eso, herejía.

 

Cargan a la mamita Sik'imira porteadores similares a las expediciones del África, a los nobles del oriente camino del Mekong. Pero aquí no hay agua, ni lluvia hay, la única humedad sale de mi boca o de tu otra boca, salivas sabor de ilusión. Ante la sequía no quedan dioses que valgan, santos ni vírgenes. Vengo de las puertas de la muerte y he aprendido a no mentir. Ríen, se burlan de mí las momias, los momios malgaches carentes de muelas. Amanece, pero miento y digo que atardece, crepúsculo color de oca cocida y moscas mariposas de tornasol.

04/09/2024

 

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Imagen: Buscarril, Cochabamba