Thursday, September 14, 2023

Viajando por el espacio de mi sueño


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Saudosa maloca, Adoniran Barbosa, samba “blanco”, cuánta belleza en un disco traído de São Paulo en agosto 2004 por Lucélia. Pero, me pregunto, si esta casa que se ha desenvuelto en cajas, periódicos, máscaras y objetos de cerámica y metal es una de tristeza. Para nada, melancolía no la implica y mientras tomo un café de olla con un trozo de Boston Cake gozo con la memoria de tantas cosas. Cuando escribo, sentado frente a la ventana del barrio antiguo, no necesito embarcarme para derivar por el Río de la Duda; no es necesario. Tampoco desviarme del camino de Machacamarca y adentrarme en la antropofagia de Pazña. Todo está en que ajuste un tejido sobre el machihembrado amarillento y lea las señales entre los campos vacíos que dejan los tejedores y sus míticos monstruos, esas llanuras de color único o jaspeado que representan el altiplano donde se acuna Bolivia. Ha llegado un instante en que a la manera de Karl May podré mentir con desparpajo porque tengo el universo alrededor, desde escuchar los coros de la Guerra Europea, It's a long long way to Tipperary, hasta el bufido de los camellos bactrianos de Tartaria.

 

Estábamos en Salónica, rodeados de bellezas armenias. La rebétika narra de crimen y dolor. He recorrido Grecia de manos de Pausanias, he leído y visto en Heródoto, Libro Primero de los Nueve, cómo Astiages soñó que del vientre de su hija salía una parra que cubría toda el Asia. Luego venían, cosa común, historias de sangre y envidia. Parras se extendieron, cada una sangrienta, desde Temujin a Timur pasando por bárbaros que impusieron paz extendida y larga de muerte. Historia del hombre, barbarie y desdén por la vida. Y, sin embargo, entre los almendros de Mesopotamia creció el arte, tajiks ensoñados cantaron por las quebradas bajo el olor de los damascos. Peter Brook los encontró cuando buscaba hombres notables. Gurdjieff viajaba en vagones llenos de alfombras; eran el oro pero sobre todo el arte. Obuses estallaban por las calles kurdas, daban saltos ornamentales en Crimea.

 

Hasta la guerra trae literatura, páginas impresionantes de belleza y dolor. Arde Sebastobol, ardía el 41. Explotan submarinos de centenas de millones de dólares. Dos tiranos enanos se reúnen en Vladivostok, recurro a las páginas de The Accidental Anarchist y analizo que en aquella Rusia corrupta e inhábil nada cambió en cien años. Las luces del Rostov ardiendo para mí son de cumpleaños. Era, en ese libro, 1905 en la memoria de Jacob Marateck, 1914 en Solzhenitsin. En los lagos que jamás descansaron de sangre, ya fuera livonia, teutónica, polaca, rusa, lituana y a ratos tártara, mugen los bisontes europeos desde muy dentro de la floresta oscura, la misma que Ludendorff quiere talar a plenitud para ganar. El 2018 proyecté un viaje que no se realizó porque Natalia Aleksandrovna prefirió quedarse en Vinnytsia, entre tranvía y café. Zamosc y Lublín se retrajeron en la sombra. El bosque durmió, solo insectos brillosos volaban por él.

 

Abrí pausado las páginas de un libro pero no leí. La brisa del parque Shevchenko tomó el tiempo, horas que transcurrieron llanas. Mis botas se relajaron, saboreé un chocolate. Un perro negro aparecía y huía del panorama con pasmosa velocidad. Hoy, mientras acomodo objetos en la maleta, se suceden instantes en que estaba allí, mirando indignado el nombre de Petliura en una calle, o dejando pasar uno y otro vagón de tren antes de que se alejara del aire el aroma de sardinas portuguesas tostadas a la parrilla en Porto. Envuelvo en trapos y plásticos botellas de ron previendo la fiesta. Compraré vino californiano en Miami antes de abordar el avión. Envuelvo en papel de diario preciosos vasos de cerveza que jamás llevaré. Acciones que aunque sé vanas me obligan a contar los dedos, a que ayer estaba en París y después hervía la blanca sopa marinera en el puerto de Arica. Los erizos eran de intenso carmesí. Mantequillas danesas y germanas untaban el pan francés. Ayer anduve por heridos recovecos de Tarata y hoy Ekaterina me sostiene la mano para no perderme en el laberinto de espejos. En Jarkov. Etta James y Woody Guthrie. Mandolina y acordeón, tubos musicales del desierto australiano, elefantes de Namibia.

 

Invocación y hechizo. Cuenta Daniel el día pasado que llamaban a los malos espíritus para acelerar la fanfarria. Nunca aparecieron. Sugiero caminar por Providence, por Nueva Inglaterra en general a partir del crepúsculo. Buscar penumbra, no neón. Si lo sabrá Lovecraft. El mar de Maine se agita y en su fría agua es tenebroso. Hasta allí llegan los tiburones dormidos y antediluvianos desde Groenlandia, los que viven a mil metros por debajo, donde la única iluminación proviene de la viscosa cubierta de los calamares gigantes. Hasta ahora no he encontrado entre mis cosas escondidas un hermoso caparazón de nautilus, cáscara bella rojiblanca que me hace imaginar Melville, Stevenson. Quiero tenerlo encima de una biblioteca. Ya dejé mi antiguo sextante con Álex, mis dos sables hindúes con Maxi, mi libro de Samoa al fondo de una caja, me alejo de un mar que a decir verdad jamás se acercó. Cuánta de nuestra aproximación a mucho es tan solo literaria, pero, volvemos a la historia de Karl May que hablaba de apaches y choctaws que no observó.

 

Crónicas de los Cheyenne, de los “soldados-perro”; memorias siempre revisitadas del incomparable James Fenimore Cooper. Recordábamos en el cumpleaños de Ed, el 11  aciago de septiembre, nuestro viaje de 1990 a West Virginia, iniciándolo en Harpers Ferry. Tanto sucedió desde entonces. Aly viajaba todavía en brazos de Ganímedes y Emily habitaba el vientre de su madre. En esos olvidados e increíblemente hermosos caminos rurales pensé en Matewan, en la guerra social del carbón. Por supuesto. Norteamérica es íntima, yo no tengo el concepto de patria pero sí de cercanía. He vivido más tiempo en los Estados Unidos que en mi propia tierra. Todo o casi todo lo he escrito aquí. Cliza renacía en las ventanas que apuntaban a la avenida Peoria. Los algarrobos de Tiataco se rememoraban en medio del invierno que decoraba los árboles de cristal. Mis novelas y textos varios, los exabruptos contra el poder, el embrujo del amor, desde aquí. De Bolivia guardo recuerdos de tetas y chicha kulli, de bailes de moreno y diablos que con la careta semejan más altos de lo que son. Pero a tiempo de sentarse y con un dedo teclear historias fue aquí. De fondo cuecas, a menudo, o pan con queso, o entierros a ritmo de caballos. En las tardes, rememoro cuando escribía El señor don Rómulo, bajo el sol puma, el gentío cansino lleva a alguien a enterrar. Los abuelos detienen la vida en casa de la calle Lanza cuando suena el Ángelus.

 

Cada paso, cada escollo y caída, encuentro en esta búsqueda. Materia alimentando recuerdo. Tiro a la basura un mechón de cabellos negros que todavía, cuarenta años después, huelen a ti. Arrojo mínimos calzones al fuego a los que se les evaporó el halo. Son telas de color impresas, no traen piernas consigo. Destruyo fetiches como hacía Francisco de Ávila en el Perú. Extirpador de idolatrías equivale a desfacedor de amores. Una a una registro y archivo a quienes fueron un nombre y cuya piel temblaba. De todos modos en estas postrimerías ni se acordarán de sí mismas. Vida cruel. Una máscara funeraria carga con ojos mustios. Un ibis de largo pico va a alzar vuelo por los últimos treinta y tres años. A dónde irá que no hay pantanos cerca. La Hidra, al mirarlo, ha convertido a un tucán en piedra negra. El pico rojo bien podría ser puñal asesino. Agarro una galleta de limón y la disuelvo en la boca. Trago de agua, Trago de sombra.

 

Las bandas resuenan como cincuenta años ha. Festejo, entorchados y serpentinas. Me doy cuenta que retorno, que las calles ya no tendrán esta miríada de vegetación ni la adustez en los muros. No estarán las hijas de fresca sonrisa ni el té nocturno en la terraza. Y sin embargo se mueve. E pur si muove. Lo sé.

14/09/2023


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Fotografía: CFC/834 North Clarkson Street, número 1

 

 

Wednesday, September 6, 2023

Magia en Takoma Park


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El amor, mientras de fondo el coro góspel negro de la iglesia vecina canta Nobody's Fault but Mine. Nos hemos despertado apenas, a las nueve. Esta noche no trabajé en el mercado, olvidé berenjenas y peras dulces y me insumí en tu piel de mantel donde crece una mancha de tinta. Hicimos, los dos, un arlequín, piso de baldosas entremezcladas, una blanca, otra negra. Siempre que escucho a The Blind Boys of Alabama me acuerdo de ti. Y cuando no los escucho también me acuerdo. ¿Cómo no? De aquel fervor salieron dos gajos hijas, pensantes volcanes cubiertos de margaritas.

 

El metro va deteniéndose cansino. Desde la estación arriba veo tu abrigo negro, largo, de cazador australiano. Tus ojos claros, borrosos, dormidos. Ven, dices, y bufo como tren en la ventisca que llega desde Washington DC. Luego bailamos un vals peruano, por llamar así aquello que sudaba, o guajira; cueca no, no de Andes y apachetas, de valle de ciruelas moradas y duraznos amarillos. La ventana daba a regular oscuridad, los ojos de la vecina se pegaban al vidrio en asombro. Al despegarlos, sus pupilas quedaban atrapadas, coladas, hasta que caían lentas y rotas como lágrimas. Descansas el cabello rojo, parece un pincel de Vincent, mies del sur. Duermo. Sueño que parte el vagón. Corro colina arriba, miro por encima del hombro. Tu abrigo vuela, cóndor de Maryland, busca, busca, pero no soy oveja que vayas a devorar. Despierto y tropiezo con un hombro albo, cirio de iglesia. Arde, ardes, y derrites las sábanas, devoras la almohada, se crea un agujero en el piso del segundo por el que nos escurrimos hasta la cocina que huele a chiles retostados. Sonríes y preguntas si estoy mareado. Estás dividida en dos, una cerca y otra detrás del panorama, se diría Magritte con palidez flamenca. Mujer de cera, hembras de cera y cofia sobria. El banquero cuenta monedas y la mujer observa. Tropiezo con ojos azules, los tambores, varios, en ritmo, asoman la marinera a los pies, en Piura, Trujillo y Chiclayo; por qué, me pregunto, esta reminiscencia del Perú. Habito tu dormitorio, una geografía sin Lambayeque, será que después del sexo hemos hablado de la cuestión india y de Jung; de literatura chicana luego del segundo y al fin, cuando tres trae la sangre de los conductos internos quebrados, conversamos de Cervantes, del cine de Gus van Sant, de José María Arguedas. Dime qué día es. Será mañana, ayer que viene el domingo cuando vuelvo a verte y pido curiosearte de cerca. Rembrandt van Rijn, Chaïm Soutine, colores fuertes, selvas por las que bufan jabalíes hambrientos. Cierro los ojos y solo entonces caigo en cuenta que desperté.

 

¿Dónde estaba el año 50? Recordando con don Francisco Canaro en tango los tiempos viejos. Sentado en Miserere veo hojas caer, vetustas, otoño del sur. En Constitución, la vulva de la holandesa caía en chorros de salto de ángel, atravesaba pantalón de kaki y el ventilador tronando locomotora. Leo al Licántropo y a Charles Nodier, mis horas francesas. Hojeo hoy, dos mil veinte y tres, un diccionario anglo-japonés de 1890, con dibujos. Mínimo, miniatura, tal vez para japoneses marchando el año 4 del mil novecientos en Manchuria. Miro alrededor y contemplo imágenes inesperadas, oigo pasitos corredizos de la gente del bosque, pigmeos del Congo, arrastrando máscaras hechas de cabeza de gorila. Tigres en el manglar, exploradores congelados del Annapurna, casi helado de canela batido en cubeta de metal, a mano, por cochabambinas hacendosas y asesinas. Pues ¿dónde estaba? Con una pelirroja en Maryland y Virginia, yendo al subsuelo de la capital, a las vías del metro. Entonces no llegaba a Adams Morgan, tuvimos que caminar. Y toco la punta de tus dedos y creo en bisturís. La tarde comenzó de noche y desnudaste las piernas de álamo y con tu señal indicabas que existía otro camino de Santiago en donde no se permitían santos. Pones a tocar al Quintette du Hot Club de France, la divina mano momificada del Django. No lo conozco hasta el día aquel, Takoma Park debajo de la colina. Abrigo de alas de cuervo, yo con modestos jeans de mozo andino relocalizado a la urbe. Buenos  Aires en mi voz, el tío Guibert que era odesita si recuerdo bien, la pantera negra del zoológico que quise ver antes de morir. Estaba impregnado de Salgari como de una mononucleosis que confundieron con leucemia y fallecía inmediato. Quince años tenía y no elegiría a Borges si la opción contraria era el ébano felino. Pues me despediría con las piedras musgúmedas de una prisión animal. Mi muerte no sería de alfanje ni en Mompracem pero también me sentí ocelote de la selva cerca de casa, jaguarundí de pelaje sombrío, ni para decir que faltaría épica. No morí, escuchaba a los africanos cantar loas a dios mientras descendía la boca del zipper hasta donde lo permitirían el sueño y la adicción.

 

El tío Jorge Soriano Badani baila milonga en salto triple.

 

Amigos en fiesta, para ti mamita, la cumbia colegiala, Talacocha en manos de platilleros en el yermo de Aroma, allí donde pereció España. Cuando reposamos y las arañas han salido a cultivar los techos: Paco Ibáñez, de Jaén y andaluces, de torres lorquianas donde vive la muerte, de malas reputaciones que rememoramos pegados al muro de la iglesia entre arbustos y ni Jesú lo ve, otra vez. Takoma Park, allí termina el metropolitano línea roja, lo sé porque lo tomo a diario hasta que te secuestro en casa y te encadeno siete años a una cama sin patas. O, al fotografiarme con un Léger detrás, invocaste el hechizo que me atrapó a tus muslos para una merecida pena. Cualquier cosa, todas las quejas y la única que no, la inmensa de las hijas bellísimas, dos soles con que se inicia el mundo, helechos gigantes de mentada paz. Ellas nadan sobre las aguas, son verbo que crea, mano que inventa. Nada ocurre, todo parece del tiempo del poder de las flores aunque no sea así. Unas páginas de Ginsberg ayudan. Siempre me acuerdo, no necesito las voces de los ciegos cantores de Alabama, no los penitentes de Ingmar Bergman. Necesito un vaso de agua para acallar el desierto en la garganta, el áspid, la víbora de cuernos que se me atravesó y me obliga al hambre.

 

Siempre me acuerdo. Takoma Park a las cinco de la tarde. Luego largo intervalo y despertamos a las nueve y pregunto tu nombre y pregunto si tu cabello está pintado al óleo. No he sido buen observador para hacer preguntas tontas. Debí haberme dado cuenta que eras toda de rojo, igualita a aquel cuadro de Otto Dix pero sin vestido. Hurgo en mi alma, según hacía Pasternak, los recuerdos se acumulan; el tuyo es carmesí, de candela diría. O de ceibo.

06/09/2023

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Imagen: Egon Schiele/Pelirroja con medias negras, 1917 

Thursday, August 31, 2023

Nahuales y demás


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Medianoche del treinta de agosto. Luna llena. El parqueo con dos autos parece iluminado por faroles. Es la luz selena. En este país no hay faroles en las calles o están muy dispersos. Abunda oscuridad y donde ella está sobra terror en geografía de horrores.

 

Hablamos con Jesús, de cierta mujer que ve en su ruta deshierbando su jardín en medio de la oscuridad. Muestra la espalda, nada más; ni voz ni rostro. Es un nahual, me dice.

 

En Tlahualilo de Zaragoza, estado de Durango, tuve una tía nahual. Pasaba las noches en el panteón, escondida entre las lápidas. En algún momento del amanecer retornaba a casa, se sabía por el ruido de trastes que lavaba y el olor a hierbas quemadas. El yerno desconfiaba; todos desconfiaban. Cierta vez, como a las dos entre sombra y sol, muy temprano, este venía relleno de vino, como en el rancho se nombra al tequila. Antes de entrar a la casa se le cruza un bulto. Su primera reacción es patear. Se da cuenta de que es un marrano grande y café. Las botas que calza son puntiagudas y con bronce al final; siente quebrarse los huesos del animal. Chilla y gruñe. De pronto escucha “soy yo”, “soy yo”, y se da cuenta de que es la suegra a quien golpea. Demasiado tarde. En el crepúsculo la enterraron, en campo no santo, la cubrieron de epazote y salieron corriendo al despierto de la luna. En ese yermo se oyen gritos: son los nahuales que han capturado un venado y lo devoran vivo. O un niño de quien encontraron solo la cabeza y era, según narran, aquella del Santo Niño de Atocha; hasta espigas tenía en las mejillas.

 

¿Cree usted en las cartas, Claudio?, pregunta. Creo, y en la borra del café y la coca volteada. He visto mucho como para no. Lo pongo al lado de la razón, detrás de la puerta que me hizo incrédulo y sin dios. Puedo darme el lujo de esa dualidad ya que vivo por los últimos treinta años de noche. Y estos ojos han visto a la Muerta, que también se aparecía a Tito, mi amigo colombiano, bajando por la colina de Florida Street en medio de la tormenta. Flotaba o la ventisca de hielo cubría pies que tal vez no existían. Nunca de frente, brazos extendidos desde los codos que se apoyan en el torso. Veinte años atrás, al menos. Llevé a Ligia para que confirmara mis visiones y cuando arreciaba el viento y la nieve era cambiante polvo, se presentó. Mi esposa se aferró a mí. La mujer descendió cruzando la calle Ulster y desapareció en el canal apenas llegada al puente. Siseo, silbido de la borrasca, tan agudo que no afecta el silencio. Las cartas me han dicho, prosigue Jesús, que un nahual me persigue, que está aquí en esta bodega, mimetizado como mujer. Se lo conté a mi dama en Juaritos y me harán una limpia a distancia. La bruja sugirió que si observaba una señora trabajando en el jardín oscuro, cambiase de rumbo. Los nahuales andan detrás tuyo.

 

Con ello en la cabeza salgo a conducir exactamente a la una treinta y cinco pasada la medianoche. En la calle Ulster, la misma de aquella mujer de tempestad pero cuadras más arriba, un rojo zorro joven con manchas negras se detiene en mi camino. Freno. Orina y es tan fuerte el aroma que llena mi automóvil a diez metros. Luego sonríe. Algo de humano cuando me sonríe. Pienso que se está burlando de mí. No es un zorro, es un nahual, esa boca tenía labios de hembra y rictus jocoso. Me estaría perdonando, ella y yo en una bajada de dos casas y mucho arbusto. Se mete en algún lado. Continúo mi viaje y creo ver a alguien de pie, observando cómo me alejo. No lleva vestido. Desnuda esfinge. Acelero, busco las luces de la avenida más cercana, evadir las nubes jaguar. Ahora ya ni quedan policías como los había antes. Miro al cielo, pasa una procesión de pueblerinos de Chagall. La iluminación de la luna llena me permite observar gallos verdes y violinistas de color. Flotan isbas como en inundación y la menorah de plata, candelabro de siete brazos, va a estrellarse contra la orquesta. Un clarinete hace ruido metálico al caer. Ni miro, cierro los vidrios y pongo en alta voz un disco de Moustafa Amar para distraer el miedo.

 

Festejan los nahuales, danzan y complotan. Los cuida el Tezcatlipoca, espejo de humo, y no se puede contra ellos. ¿Y qué le pasó al yerno de su tía? Me intriga saberlo. Se volvió loco, hozaba entre los elotes frescos hasta que murió. Le negaron el campo santo y lo dejaron a la intemperie sobre la tumba de su suegra, piedra de pizarra plana y gris. Apareció despellejado al siguiente día. Sabemos, dice mirándome, que alguien se vistió con esa piel. En ese momento, estamos en el trabajo, pasa una repartidora. Jesús como con espanto susurra: nahuala. Me alejo en avión, de la ventanilla contemplaré la fanfarria popular judía. Jamás sabré si atraparon a mi amigo a quien no veré otra vez. Tal vez la vieja aquella de la huerta extraña pase los días enterrándolo a pedazos y algún apuesto nahual aparecerá en el palenque con un flamante collar de dientes. ¿Rulfo, dónde estás? ¿Arturo Ripstein, escuchas? Amanecerá sobre las montañas del sur. Llegará de la falda aroma a eucalipto. Humea el café, prensado al estilo francés, y pensaré que mientras yo despierto a una vida sin sobresaltos, otros que conocí resbalan en la nevada. Se guarecen en los pasadizos del Club Valencia, donde vivieran los rusos el 92. Pero en ese complejo circular con visos de laberinto, cuatro pisos y un quinto de penthouse, uno no sabe lo que va a encontrar, nunca. La señora Mireya, pareja del Gato de Sinaloa, miró una eslava colgada a la que creyó piñata. Steve Pottle, quien era manager entonces, avanzaba por el tercer piso y vio venir en sentido contrario una pitón de cinco metros con ojos al parecer con pestañas postizas y bostezo que más imitaba hambre que sueño.

31/08/2023

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Imagen: Diablillo/Arte popular mexicano (colección de Aly Ferrufino-Coqueugniot)

Tuesday, August 22, 2023

Thank you, my love


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

La lechuza me ha visitado. Con ojos chinos señaló en dónde estaba mi pierna rota, la media pierna de plástico duro y negro. Peret & Manuel Malou & Nilo cantan sobre el amor. La noche tiene ochenta grados y suda y tiene los brazos quemados en sus partes suaves, el cáncer la ha de matar. Conejos saltan muy alto y despiden chorros de esperma, cometas cicatrices de la sombra.

 

Te escribo porque no sé hacer otra cosa que escribirte. Trastabillo porque me falta una pierna. Palpo los órganos interiores detrás de las costillas. Ha habido un enroque, el hígado pesa donde debía estar el corazón. La torre se ha hecho caballo y el caballo reina. Gambito. Faulkner.

 

Sirvo un vaso de agua caliente. Disuelvo jengibre en el limón. Viejas brujas del aquelarre antiguo mezclan en sus marmitas y ríen desdentadas o los dientes se caen de sus fauces como cascajo que usan para el pavimento. Gracias, amor, repites a cada rato. En el cielo surcan nombres griegos que explotan sin cesar. Intento un poema y explota. Granadas de mi boca, esquirlas de deseo. Huele a madera quemada en chimenea. No puede ser en tal tremendo verano. Se incendia alguien, o algo, no muy lejos, de aquellos fuegos que no tienen llama pero se perciben en el aire. Tal vez la vecina de abajo, pienso, pero la pobre es una manchita blanca llena de atrocidades mentales. No, no es ella. ¿El maestro de Harvard? Tampoco. Cada vez que hay incendio agarra un poema de Borges en inglés y llora. Lo vi en la universidad de Texas del brazo de una mujer, cuenta. Ese es Borges, le susurran al oído duende, orejas como del asesino, del petiso orejudo. Matar es también escribir, versificar. Muerte rima con muerte y vida rima con muerte. Ese es Borges, repiten por si no lo ha oído. El ciego palpa con la caña a ver si el universo permanece, no sea que llegó el omega y terminó el alpha. El de ojos de nube siente el brazo de la muchacha, sabe el ruido de la sangre que corre. Quién podría estar dormido en la tormenta, vapuleado el barco Demeter por las olas, y despertar para beber, para comer sangre con ensalada de lechuga. Luego dormir, dormir, Dios qué cansado, dormir, dormir. La lechuza toma al vuelo un conejo pequeño y este al alejarse grita adiós. Nuncamás, nevermore.

 

Los cometas tornaron amarillos, el esperma envejeció, pronto será un haz de maíz, atado de cebada. Al fondo se atisba un rayo de luz pero la mañana todavía lejos. Se acerca pero no llega; viene pero no aparece. ¿Qué más puedo hacer? Te he dado mi carne joven en asado y milanesa, has echado sobre mí cardamomo y mejorana. Crees que es soya el oscuro líquido de mi sangre, que es salada porque me revolqué en Uyuni. Presupones demasiado sin saber nada. Analizas sin pensar poco. Si dejaras la lengua descansar y me mirases al ojo tal vez entenderías. Pero te distraes con mis senos, cuentas con diez dedos la íntima quebrada. El álgebra para ti es lúcida y para mí misterio, somos distintos y sin embargo diferentes. Prosigue, anota, cambia el disco, no me he de mover aunque quisiera pero no quiero. Me gusta esta modorra, el calor que semeja un sol y la luna está en penumbra. Intento otro poema. Estalla, globo de carnaval que irrumpe en tu cuerpo con viscosidad ciénaga.

 

He de parar, anuncio. El reloj da las cuatro veinticuatro. Nada especial con ello pero esa es la hora. Gracias, amor, dices por tercera vez. Torno, quiero ver quién me habla. No fue la botella de aguardiente ni la casi terminada de Cinzano; no las muñecas traídas de Kiev, no nadie no nada está aquí. El mueble asiático que quedará con Emily a mi derecha. Los libros chicanos que Aly heredará. Gracias, gracias, dices. Te traduzco, thank you, my love. My love tantea las paredes a ver si encuentra un resquicio por donde escapa tu voz. Páginas de Dumas, conjura tras otra, rocas de Pierre Encise a orillas del Saona con De Sade encerrado. Tanto leí hasta que vi, luego preferí analfabeto. No está triste la princesa, no está aquí.

22/08/2023

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Imagen: Francisco de Goya 

 

Sunday, August 13, 2023

Sueño de noche día de veranos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cruza el negro búho la tiniebla colina de Quince Street. Se detiene en uno de los apagados faroles de una iglesia evangélica que fue. La cruz blanca que manifestaba el señorío de Dios es orinada ahora por zorros y zorrinos. En la cima está el árbol, inmenso. Una rama construye un ángulo de noventa grados. Dicen que tiznaban africanos colgados. Lugar ideal, solo la noche alrededor para ocultar el espeso ramaje y las densas raíces del vicio de la muerte. Cada noche que pasamos por allí, el silencio y yo, grita aguda la lechuza y profundo el búho. Desde las ruinas oigo su canto estremecedor. Me apuro que son las tres de la mañana y a las cuatro quiero estar en la seguridad de casa. Me acompaña un disco de Federico Aubele, Gran Hotel Buenos Aires, luego que Sixto Rodríguez interpretara con vieja voz: “Nunca dudes lo que sentí por ti”.

 

Cuando doblo, con luces altas para matar la tenebra, levanta vuelo la coruja y me espanta. Como voy con las dos ventanas abiertas escucho el rítmico siseo de los crótalos. No hay luna hoy, pendía ayer un retazo de la musulmana pero se fue. Se arrastran los cascabeles; en la noche el imperio humano ha descendido al olvido. Caminito que el tiempo ha borrado. Pronto el polvo que baja desde la avenida Leetsdale cubrirá mis huellas. Dudo que otro se incline por ascender hacia la pérfida colina para acortar distancias. Así, en instante, se habrán borrado los 33 años que en Cristo fueron de caminar descalzo y de martirio y en mí de trabajo. En casa me esperaban hacendosas piernas y en el orgasmo morían incluso las estelas de un cometa. Hierve el agua y el café de Brasil hincha la nariz como de boxeador. En su vapor aromático hay algo de charla, de erizos y zorras, Dostoievski y Tolstoi. Luego desmayo, perezco de cansancio. Marco, el perro compañero, se mete en cama y asoma ojos tristes para contemplar nosotros, qué solos estamos y la lluvia cae incesante, tap tap, cri cri, huh huh, sonidos que retornan en sueño, aves que danzan como hetairas antiguas, mapaches que me parece son el judío Fagin de Oliver Twist. En el llano húngaro carromatos de tinte marrón se mimetizan con la pena, largas narices del hampa de Londres en los ositos lavadores escondiéndose en las cloacas. Si entro allí, casi agarrando la cola del macho líder, no encuentro los maravillosos colores de Alicia, ni la gloriosa reina de corazones, solo la pesada penumbra de Piranesi y la cárcel.

 

Me arropo en la cumbia sonidera para protegerme. Daniel Santos llora perdón, vida de mi vida. Si lloré el agua se ha secado. Francine se arrodilla desnuda en una acequia de Colcapirhua, la corriente es clara pero la lama tiene color de chicha. Nos amamos debajo de los espinos. Te hieren la espalda, sangras, eres la virgen de las espinas, madre dolorosa y cachonda, despiertas hasta al muerto santo Severino. Más tarde, en tu cuarto de la calle Ecuador, te lavaré con alcohol blanco. Beberé algo y escupo el resto sobre tus omoplatos. Uso una toallita alba que pronto se convierte en bandera comunista, roja tu sangre y creí que no la tenías, eras tan pálida por su ausencia. En contraste tu sexo carmesí, se diría herida mortal. Al otro lado de la calle, afanoso, el pintor Martínez retrata tu desnudez, la que logra captar mientras caminas. Pienso y creo que te hiciste árbol, Francine macilenta e inglesa, ceibo con una gran flor a la que devoro la cabeza y prosigo, caribe, disfrutando el desahogo de la antropofagia. Comedor de mujeres, comedor de mujeres, sabor, sabor de cumbia, ij, ij, ij.

 

Desfallecida tú abandono la casa. Dos botellas de champagne Valdivieso vacías. Hemos conversado, en los intervalos de la lucha, de Yorkshire, cómo te gusta el verde pero también el hórrido gris de Leeds. Hay un café en Denver en medio del barrio industrial. Me gusta visitarlo y beber mocha hirviente sin añadir azúcar. Leeds, me dices, si te animas podemos vivir allí pero tengo menos de treinta respondo y la belleza de tu cuerpo no cubrirá mis ansias de geografía, de hembras de arcoíris. Triste estaría con jeans ajustados sabiendo que los barcos zarpan sin mí. Te obligo, entonces, a huir, porque nunca mancharé mi alma de orfandad dada por mí. Tú subes a un avión mientras yo trashumo entre molles gritando tu nombre en las torrenteras del valle trepando hacia las faldas. Pienso en ti cuando subida sobre mis caderas una mujer tan oscura toda ojos mueve con ritmo beniano la pelvis. Pálida te recuerdo y esta muchacha de chonta es tu opuesto, el yin y el yang, bandera coreana al caer la noche en Villa Moderna, Quillacollo. Años después, una amiga me dirá que desde la ventana de su oficina me vio andando de manos con ella. Íbamos al sacrificio le digo, al cuchillo hender la vida buscando elixir de frutas. M. tomó un colectivo hacia Cochabamba y fue la última vez. Pedí pan con locoto, comí. Trastabillando subí a un micro y dormí. Estábamos en Harrods y comprabas lingerie, garter belts para poner sal al festín de tu cópula.

 

Búhos, serpientes cascabeles y yo derramo el verbo en pieles. Debajo del cuerpo de los ahorcados, barnizados de alquitrán, desvisto tu camisa rosa y hallo tus ojos. Me hacen olvidar la muerte, son el llantén que las brujas llevan en la frente. Recuéstate, acuéstate aunque haya olvidado tu nombre y no sepa discernir tu tinte de piel para bautizarte.

 

Es domingo, día de fervor. Abro una página al azar y Julio César habla de feroces helvecios, lo peor de las Galias. Dijimos, mencionando Zürich, que reescribiríamos versos de Tzara (“quiero enterrarme en tu carne cuando me muera”). Viajamos conversando, pero el tiempo que dicen no existe hábil es en borrar rastros y palabras. Quiero enterrar tu carne conmigo pero no ahora, deja que los días se apilen sin apego. Sollozo… todo fruto requiere agua. Una víbora con juguete de niño en la cola me ofrece una manzana. Te equivocaste, le digo, ya tengo ya mucho el pecado. Cuando quiera más te aviso.

13/08/2023

Tuesday, August 8, 2023

Fiestas patrias


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Pongo a tocar Petit Pays de Cesária Évora para no olvidar dónde está la patria. Es estos tiempos duros en que marxistos y revolucionistos se arrodillan a orar ante cristos, santiagos y diosas de tierra. Dónde quedó, me pregunto, aquella ética de progreso evidentemente engañosa del pasado. ¿Qué diferencia hoy a evangélicos de comunistos? Nada. Falsa mística, mentira y latrocinio. Sodoma y Gomorra. Busqué al nazareno que flagelaba comerciantes y me dijeron que los oligarcas de derecha-izquierda lo ejecutaron en un Gólgota cerrado, igual que los milicos ahorcando al poeta Ken Saro-Wiwa el 10 de noviembre de 1995. Escribí algo entonces que he perdido. Tomado del blog de Fausto Marcelo Ávila copio este poema del martirizado escritor nigeriano:

La verdadera prisión

No es la gotera del techo

ni el zumbido de los mosquitos

en la miasma apestosa de la celda

No es el sonido metálico

cuando el carcelero te encierra

Ni el rancho miserable

indigno para humanos o bestias

ni siquiera el vacío del día

derramándose en la nulidad de la noche

no es eso

no es eso

no es eso

 

Son las mentiras que te han inculcado

por una generación

Es el enajenamiento del paco/agente

ejecutando órdenes crueles y calamitosas

por una ración diaria

La jueza apuntando en las fojas

el castigo que ella sabe es inmerecido

El deterioro vocal

la ineptitud mental

la cena de los dictadores

La cobardía disfrazada de obediencia

agazapada en nuestras almas denigrantes

Es el miedo que humedece los pantalones

y ni siquiera nos atrevemos a limpiar el orín

eso es,

eso es,

estimado amigo, lo que vuelve nuestro mundo de libertad

en una sombría cárcel.

 

Ya me saqué la cuerda de la garganta, ya lo dije, pero el texto no iba a eso, a la tristeza de ver gente que antes razonaba entre humos de densa profanidad, porque profano es el embuste, y las banderas y los jerarcas. ¿Que si no me emociono al escuchar el himno de mi tierra? Claro que me emociono, pero no dejo que cabrón alguno de sotana negra o roja decida lo que siente mi corazón.

 

Lo que más me gustaba de los agostos seis o de los septiembres catorce no eran los paracaidistas del CITE desfilando, ni el alcalde de turno cruzado con banda onomástica agitando la manito onanista u onanística, no. Lo mejor eran los sándwiches de chola. La pierna de chancho debajo de un blanco trapo doblado, el filoso cuchillo que cortaba fino, el pan tortilla con motas de quesillo horneado en la parte superior, la salsa de cebolla, tomate y zanahoria raspada mezclada con un verde locoto y gotas de vinagre con su pizca de sal, agitada por la casera con mano pelada e inmunda. Fría la carne; caliente si agarrabas a la señora recién llegada. De una u otra forma la magia del sabor no se iba, y las monedas sufridamente ahorradas pagaban una patria que era impagable porque todavía queda en mis encías. He olvidado a casi todos los pervertidos en situaciones de poder; no he olvidado el sándwich de chola entre medio del gentío, cayendo trozos de tomate sobre el pasto del Prado. Me encantan las bandas militares, no voy a negarlo, pero al pensarlo eran solo fondo para un fugaz delirio gastronómico. Ahora, en las postrimerías del exilio, suenan bandas prusianas y otomanas, suena la bellísima Talacocha e Ingavi también. Finalmente mi pariente Murillo Gáez, descendiente de otro ahorcado, fue lancero en aquel encuentro en que triunfó José Ballivián. No dejo de tener veleidades y falaz sería al negar que me produce alegría cuando hacen volar a un colaboracionista ruso o las bombas de racimo obligan a saltar como pipocas fuera de la trinchera a los invasores de turno. La pasión es contradictoria, así la llevo y cargo. No voy a explicarme al respecto, no lo necesito, siempre fui quien soy, jamás participé, a no ser como estudiante de colegio, en desfiles en honor a mucho pero con honestidad de nada. He visto a generales vestidos de cholas desfilando y creí haberme trasladado al medioevo de saltimbanquis y bufones. Carnaval, válido si el objetivo fuese alegría pero patético al ser maleante show de revistas.

 

Saro-Wiwa, Pedro Domingo Murillo, tanto ahorcado. Paréceme, otra vez, que reviso un libro de grabados medievales con árboles gigantes llenos de frutos macabros, ¿Jacques Callot?

 

Paso de ganso, de parada, del casi cómico francés al impecable germano. En los desfiles de la tierra mía esas piernas soldaderas parecían más bien alocadas tijeras cortando el vacío. Si Isaak Babel afirmaba que uno tiene derecho a escribir mal seguro que también lo tiene a marchar mal. No ayudaban los oficiales que apenas podían sostener el peso de los barriles de chicha en la panza. Es bueno ver generales travestistas, transexuales, transformers o como diga la corrección política (yo hago literatura). Nada malo en ello, pero terrible ver que cualquiera obtiene entorchados por amarrar zapatos. Sin embargo, el lustrabotas recibe dos monedas de cincuenta y camina el día todo y se le gasta la saliva para hacer brillar cueros. Duerme, además, debajo de periódicos. Falta haces, belenita, con tu látigo para azotar oligarcas.

 

Ya la diva de los pies descalzos va por la canción 10, Areia de Salamansa. Me distraje con el circo pero retorno a la canción de mi pequeño país. Mucha gente me dice que estoy loco, que cada uno quiere escapar y yo vuelvo. La patria no es ese papel guindo con espantosa foto de tu realidad miserable. Ella vive, en mí, en profundos dolores y gratas memorias. No es algo que se documente ni advierta acerca de mi profesión o sexo. Es mirar de la terraza una montaña Tunari, apurar la tutuma de kulli, acariciar lo lampiño de mi mestizaje, recordar, poner fuera del olvido a Simeón Roncal, oler el maizal donde te acostaste. Humintas rojas, de ají colorado, corazón achicharrado con papas minúsculas en catarata de picante de maní. El uchu que humea, la mankakanca. Qué saben los tiranos de la llajwa si no saben nada. Arrójenles dinero para que devoren y caguen. Perros. Que hagan lo que les dé la gana puesto que son incapaces de aprehender la belleza. Yo me quedo, al crepúsculo de la tarde, escuchando el susurro de mis muertos, ensoñándome con el tiempo en que era y al que volví.

 

“La vida me duele sin vos”, hermosa cueca Sed de amor. Dolor y belleza suelen ir de la mano, conjuntos, como dos hermanitos, diría el gran Vallejo. No regreso, jamás me fui.

08/08/2023

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Imagen: Cecilio Guzmán de Rojas/Ocaso en Llojeta

Tuesday, August 1, 2023

Juguetes y demás recuerdos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El cuadro de Fanny Harlfinger-Zakucka me recuerda a Walter Benjamin y su búsqueda de juguetes en Moscú. Afición que también tengo aunque algo más extendida a otras cosas. Tótems contra los demonios, de las chozas de palma y barro del Camerún; chuspas de coca, coloridas y llenas de simbolismos andinos. Metales afganos de boda y caballos. Tanto más. Dos hermosas bibliotecas guardando lo más selecto. Maderas de una pieza que duele dejar. Nadie las quiere, todos han llenado sus espacios con lo suyo; lo ajeno está interdito en cada espacio, el mundo es lucha de territorio. Pues quedarán al azar, al lado de grandes contenedores hasta que un alma desesperada las levante. En las noches en que los basureros han de recoger cosas de acuerdo a un esquema predispuesto: remanentes de casas, memorias, juguetes, muebles aguardan a la intemperie. Llega el monstruoso camión con choferes oscuros y hediondos ayudantes de guantes amarillos y dan a comer al pulverizador que engulle y aplasta. Ahí se fueron infancias, juventudes, amores y desavenencias. No es país para viejos, este, ni tampoco para preservar cosas que indefectiblemente caerán en el vacío.

 

Una bala o dos llevan el nombre del pensador judío. Tan efímero como los títeres tallados a mano, como las piezas de teatro que abandonara Meyerhold sacrificado. De él la esposa, Zinaida Reich, será acuchillada con saña comunista hasta morir. La actriz estuvo antes casada con el grande y desventurado Esenin. La nueva Rusia ni respetó ni quiso lo mejor y moderno que el siglo producía en su interior medieval. Nada extraño que Hitler y Stalin persiguieran a los mismos…

 

“Estoy en este mundo en una celda” (Zinaida Gippius). A Gippius, poeta, la retrata León Bakst. Casada con Dmitry Merezhkovsky, serán parte del exilio “blanco” en Europa occidental. De este hombre que elogiaron muchos, entre  ellos Thomas Mann, habrá que hablar extenso alguna vez. Tengo su voluminosa obra sobre Leonardo da Vinci en primera edición original en español. Eterno candidato al Nóbel de literatura. Se equivocó en mucho pero nada lo desmerece. Comparó a Mussolini, que lo admiraba, con el Dante.

 

Encima de uno de los estantes un afiche de exhibición de Van Gogh y otro de Franz Marc. Arriba del segundo, kachinas zuni y navajo y la carcasa de un nautilus. Cuelga un sextante sobre la puerta. Eso hace de la sala un auténtico museo digno de Pierre Loti o de Richard Burton.

 

Hubo excesos de ron, baile de máscaras punu resucitadas. Hasta las muertas negras del Gabón bailaban en casa. La Habana en Libreville, cumbia a orillas del Alto Volta. Envío libros a Pablo y Julia, al séptimo piso de Madrid, el dependiente de correos lleva una polera francesa. Le pregunto si es senegalés. Benin, responde. Dahomey, retruco; yes, yes, Dahomey. Y se enfrasca en danza posesa. Los gringos salen corriendo, la otra dependiente, coreana quizá aunque más bien vietnamita, cree que han retornado los jemeres rojos y se desmaya. Pago alrededor de treinta y cuatro dólares y me despido con un salut. Sol de julio, trágico, quema pastizales y a los lemures del zoológico. El tigre albino desfallece también pero con más sutileza que la cochinchina. Leo entonces, ya en casa y en tranquila desnudez, a la Tsvetaeva y a la Julia Roig. La luz hace brillar la transparencia de la cachaça, pinga de los recuerdos de Braga, en Portugal.

 

Escribo a una mujer: “esposa de mis sueños” y sonrío. Cantos isabelinos, cuánto me gustan, cuánto Henry Purcell y Thomas Hardy. De las ventanas del aeropuerto de Gatwick no veo mucho de la magnífica y no magnánima Inglaterra. En Leeds vivías tú, Francine, muy bella. Tu sexo mi torre de Londres, mi ahogo en barril de amontillado… Calle… calle… ya ni recuerdo tu calle. Grafton Villas, ahora sí, el 13 fatídico. En tu entrepierna arrojo mi última bocanada de pez y me hundo. La isla del tesoro, Stevenson, Schwob, Samoa.

 

Los viajes a Moscú, a Rusia. Todavía, a mano, están los de Panaït Istrati y el de Gide. Perdido el de Kazantzakis, Lewis Carroll en la plaza del Almirantazgo peterburgués. Sé que hay más pero laxa anda la memoria hoy. Mi hermosa chimenea está apagada por cincuenta años. Barrio histórico, los fuegos podrían destruir el legado. Antes, en la repisa había piezas de arte popular mexicano, un tucán en piedra semipreciosa del monte lacandón, una mínima cerámica omereque con rostro de ojos cerrados que parecía asiático, una botella de vermut y otra de aguardiente. Ahora hay una botellita de goma de pegar, baterías inservibles, papeles sanos y papeles rotos, una taza de Chicago, conectores de computador. Todavía, en seis discos, Bach. En uno, Djavan.

 

De pronto vuela el tucán guatemalteco. Sonido de marimbas. Se acerca la muerte con serpentinas de fiesta. En la plaza de Cholula almorzamos con los marimberos a diario. De aquellos que se metieron en los túneles de la gran pirámide pocos quedan. Veo sus fotos y me cuesta creer que muere la piel tan indecente. De grandezas y deslindes solo quedará un retrato. Los abuelitos, dirán, y tiernas sonrisas y un par de lágrimas, tres para ser precisos, bajarán por el rostro barriendo la mugre. ¿Ya eres abuelo?, preguntan. Ni siquiera niño soy, me queda mucho. Cuando uno se ve morir se aferra a ciertos pruritos, desea renovarse apoderándose de la tersa piel de querubín. Me falta bastante por hacer para ponerme a tejer calzas y recordar a mis maestros de escuela. Ya los olvidé y que allí queden, sea con bondad o con malicia, no me importan.

 

Las aspas del ventilador del cielorraso alivian. Observo la última toma de la alta Irina. Suena Ye sacred Muses de William Byrd y me alisto para ver un filme chino sobre la guerra de Corea. Al pensar en China me ha venido a mente Los conquistadores, de Malraux. Tremendo libro. Del tiempo en que leí Las cuevas del Vaticano, de André Gide y que Elisabeth M. me ofertó a Tolkien antes de dejar caer el cabello sobre mis ojos; enceguecerme para que pudiese sentir sus pezones en mi pecho como agujas del destino azar.

01/08/2023

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Imagen:  Fanny Harlfinger-Zakucka, 1918