Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Dion and The Belmonts, muertos; The Diamonds, muertos; The Shirelles, muertas. Cuando la 2nd South Carolina String Band toca y canta la antigua canción de la guerra civil norteamericana, When Johnny Comes Marching Home, sabemos que el deseo de que regresen con vida aquellos idos no es posible. La cantaban ambos bandos, desde 1863, y el millón perdido de hombres ya marcha por caminos desconocidos en donde, supongo, ni música hay. Leo a Stephen Crane, a Walt Whitman para saber de su rastro. En páginas y versos no existe cosa alguna fuera de la imposibilidad de vencer al destino.
Thoreau
murió durante la guerra. Antes escribió un alegato en favor de John Brown,
quien asaltó un depósito de armas en Harpers Ferry, West Virginia, para iniciar
una rebelión anti-esclavista el año de 1859. Recuerdo lo apacible de la
confluencia de los ríos Potomac y Shenandoah allí. Fue nuestra primera parada
antes de iniciar el viaje por las boscosas colinas del estado, diseccionando la
historia. Al único, por lo hermoso, valle del Shenandoah retorné repetidas
veces. Naturaleza y sonido de cañones mimetizados como truenos. El temible
manco, Stonewall Jackson, atravesando campos que vi tan plácidos mientras
recolectaba mustias hojas durante el otoño de 1989. No sé si volveré. Ni sé si
Johnny tomó el camino a casa, a la alegría de los padres y al delirio de los
perros. Yo regresé tarde a donde nací. Tarde. La greda se había ido, tarántulas
y mariposas. No volvía de una guerra, aunque quizá.
Suena el
danzón en domingo por la mañana. Doy unos pasos fantasmales, apenas sintiendo
las aéreas caderas de mi acompañante. Bodas
de oro, interpretado por los Hermanos Castro ¿Cuba, México? Elena y Omar
partían por el camino a Veracruz. Ligia y yo nos quedábamos en el valle.
¿Cuánto ha de ello? Un conjunto mariachi de calaveras, terno negro, camisa y
blancos dientes, se dispone a tocar. Iglesias coloridas contrastan con el albur
de la muerte.
Estribillos
del tango. Uno creería que es para dar aliento en medio del pesar y no. Escasos
retazos de voz acentúan la pesadumbre y su aura de fiebre.
Visité Shiloh, Antietam. Ajeno a los expertos que
explicaban cargas de caballería, artillería, tipos de obuses, largos fusiles
con aun más largas bayonetas. En una lectura pública leí dos textos de guerra: Antietam y Falsuri. Años ochenta, el estruendo de la guerra pervertía el amor,
en Maryland como en Illataco. Bustos de piedra y otras materias; José Miguel
Lanza, inmensa cabeza en camposanto. De allí en carro espectral hacia la bahía,
inmersos en bosques interminables plagados de aullidos. Igual a los alces
cegados por la nieve que corrían por la selva de Laurentides. Yo, como siempre,
con ofuscada mente, sobria a veces para darme cuenta que estos devaneos
viajeros reflejaban un intenso abandono en que voluntariamente había sumido mi
historia.
Aquella que
era isla durante la noche y playa pedregosa durante el día. Mientras yo pensaba
en la Valadon y la pintura parisina, y a veces en la de turno lejos de mí, en
azules lagos de hielo, enfrascada en minucias de vida que no me interesaban en
el fondo pero que me hacían llorar. Extraños seres somos. Trashumaba el campo
de batalla sabiendo que el soporte del suelo estaba conformado por huesos,
dispersos, quebrados, sufridos. El banjo no deja de sonar, ven a casa, Johnny,
que la mies ha amarillado y necesitamos cortarla. Ven que en el horno se cuece
pan de centeno.
Feria de
las vanidades. A ratos deseo perderme y no saber más de nada pero no puedo. Mi
futuro también se decide en el matadero de Kursk. Acaricio mis muslos como
caballos ancestrales. Si me fallan no habrá ni ida ni habrá vuelta.
En un filme
lituano, de los orígenes del folklore y sonando una flauta de pan, dice el
personaje que el pozo ha enmudecido, que ya no responde a su voz. Nada como la
penumbra báltica, casi el límite de dos mundos, de ahí mi fascinación por
Finlandia, los poemas y narraciones lituanas de Lubicz Milosz, la grandeza
cercana al horror en la inmensidad de la floresta de Carelia. Diría que similares
pero estaría mintiendo: el bosque atlántico de las Carolinas y la Virginia,
subiendo al norte a los de Nueva Inglaterra, poco tiene que ver en espíritu con
la fantasía nórdica. Tengo como labor leer varios volúmenes de una colección de
literatura de la región. A ratos desespera esta ausencia de tiempo, la
inminencia de quedarme ignorante para siempre en la mayoría de los temas, de
haber picoteado por aquí y por allá sin aprehender nunca el vórtice de la
tormenta.
En Veliky
Novgorod, Milana contaba de la innegable presencia del Báltico. Reminiscencias
de antiquísimo pretérito, la saga del príncipe Nevsky y tanto que no cabía en
los oídos, las huestes de Rurik, el camino de Riga. Decía yo, no en oposición
sino en charla, de las colinas de la Virginia occidental, de la masacre de
Matewan y las luchas sociales. Puse en el tocadiscos Good Bye, Joe Hill, por Rosalie Sorrels, que cabía al tema ya que
había mencionado al poblado de Matewan. Otra vez la penumbra, el titilante
flujo de la muerte. Despierto a las dos y me pongo a escribir. Es el siglo
veintiuno y no hay la romántica algarabía de las velas sino una clara luz
halógena. El quinto piso semeja un largo nicho. Supuestamente viven vecinos
orureños al frente pero jamás los escucho. Solo yo y los mosquitos. Los
danzarines morenos caminaron quizá por esta sombra y fueron penetrando los
recovecos del Dante.
“La nieve
descendía por el aire negro”, escribe Johannes V. Jensen, Premio Nobel 1944. A
veces salía del trabajo y conducía el auto resbalando a casa, a despertar a
Ligia y mostrarle los árboles de cristal, la noche día de cuando cae hielo y se
apodera del espacio una luminosidad única. El aire negro iría acumulándose en
el piso días después, haciendo de la magia conglomerados de oscura mugre. Así
la vida.
En este
viaje me he traído de mis cosas guardadas el daguerrotipo pintado de un niño en
silla. Quien lo ve conoce el espanto. Le permito deambular por estas soledades,
sentarse en el sofá que mira a los Andes. También un gorro de niño afgano,
pesado, cubierto de monedas y otros objetos metálicos cosidos a su superficie.
Un par de máscaras, Ada Falcón. Picante de chile chambo de Panamá…
When Johnny Comes Marching Home, eterna música del norte, interpretada
de mil maneras. El hijo pródigo, el guerrero, víctima de una época, héroe y
mísero, cuando la épica cede a la belleza pero al mismo tiempo hunde una y otra
en el lodazal del olvido. Mis remos son de madera feble, se han de romper.
09/10/2024