Monday, April 22, 2024

Amor de mis amores


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Contemplo desde el mesón de Trojes un bosque tocando la cumbre. Alturas de Tiquipaya, presagio de los verdes papales de Chapisirca, yermos por donde vagan toros enfurecidos buscando pelea con una sombra que no existe. Me pregunto si hay alguien caminando dentro de la floresta en este momento. Pregunto si se sentirá tan triste como yo en el bosque de Vincennes.

 

Entro a una peluquería de pueblo, de a diez pesos el corte. Siempre fui reacio a hacerme cortar con mujeres pero descubrí a esta muchacha paseando por el mercado. Probé y quedé contento. Desde entonces voy allí, aunque ella no me dé masaje de orejas como mi peluquero maricón en Denver. Camino y busco echalotes para hacer un encurtido. Solo hallo pequeñas cebollas rojas que servirán. Tropiezo con el poeta amigo Nevado Andeslis y me voy a casa con un libro de batallas y verduras necesarias. Siempre he querido a Nevado y su facunda conversación. Vive arriba del pueblo, imagino más o menos la ubicación porque anduve por ahí mucho. En El Encanto, dice, y no dudo lo encantador que el sitio debe ser. Era zona de retamas, de aromas por tanto. Francine se bañaba blanco su cuerpo a la intemperie bajo el sol.

 

José Álvarez y sus gitanos en un disco que tiene más de tres décadas. Retazo, de tantos que voy encontrando, de vida cruzando el cielo en carromatos azules mientras novias muertas ríen en  mortajas de tul. Jobi Joba; podría ser tanto el departamento del primer piso en Arlington; el bosque se mecía amenazante, allí se cobijaba el asesino serial. Los gitanos cantan el porompompero y el matador negro afila un punzón talabartero que penetra entre las costillas a manera de simple vacuna. Podría también ser Brandywine Street; observo y me veo mirando el jardín donde había un par de antiguos bancos de metal. Tiempo de deseo de mujer, de largas conversaciones con Leeds y con Singen, hembras de pueblos enemigos armadas con morteros y lazos de seda hindúes para bregar por su macho. Pobre Adán que se cree más importante que el edén, que dios que se acuesta con su esposa y culpa a la víbora.

 

Django Reinhardt y Lorca, romance de la luna luna cuando crepusculaba en Mirhorod y Gogol me decía que se escondía por el resto de la noche, asustado por los demonios que había liberado. Sobre la luz selene se recortan tus pechos breves, sostén transparente, red fina en donde perecen los peces más nimios. El lago en Mirhorod a las ocho tarde adquiere color de chocolate. Me siento al borde, entre hierbas que parecen cáñamo y devoro uno a uno mis dedos si son churros de Madrid.

 

Unto el pan con llajwa muy picante. Hay en ella un dejo de cebollín y culantro. Los eucaliptos de la cima van cambiando a sepia, cada instante se hace anciano en segundos. En Vincennes me echaba a llorar perras mujeres de mi espanto, vade retro cruz diablo y cuando llegas a tocar el timbre no te pongo alfombra roja porque no tengo pero acuesto mi piel mestiza esclava y en ella dejas la agudeza de tus tacones. Vivía en casa burguesa y de día descargaba camiones, descamisado en los callejones de Adams Morgan para delicia de otros. La ejecutiva del salón de periodistas de Washington DC observa, sonríe. Estos no son papeles, madame, sino sudor vivo, trabajo, aroma de hornear pan y pelar patatas. Ojos negros de cuervo, piernas de ñandú enano, culo que semeja jugosa guanábana, entre tus piernas el ornitorrinco, misteriosos riachos de la Nueva Zelanda, tierra de la gran nube blanca le decían los maoríes, calzones con bordados beatos, arabescos que mimetizan el humo volcán.

 

Muchacha ojos de papel, aunque te dije que estos no eran papeles, tal vez algún rastro de flores de pensamiento, azules y púrpuras, rosadas y cremas. Ruge el camión, pasamos una ronda de crack, nos quedan muchas paradas hasta Maryland. En casa estará cocinando la pelirroja de mis días. Simon & Garfunkel escucha y lágrimas caen sobre la sartén. Los ojos del asesino se extienden desde el bosque profundo, por allí lo busco, en cada mano un largo cuchillo corta sandías. No se anima, piensa que soy un djinn, oscuro no llegando a luto. Lo busco, lo sabe. Lo espanto, lo alejo de casa, pospongo el encuentro donde intentará degollarme y lo perseguiré descalzo sin nunca alcanzarlo, llenas mis pupilas de velos tenebrosos. Palta con vinagre y sal. Verde claro paleta impresionista de Berthe Morisot, ceno en paz con la esposa. En el balcón se ha puesto a dormir un cardenal de cabeza roja. Comienza a nevar. Pregunto a la sombra si puedo conversar con mi abuelo, que debo hacerle preguntas y no hallo respuesta. Sol de Cliza, inmensos campos de la hacienda de Santa Clara, de las monjas que hacen bocadillos de almendras, dulces de mazapán, refresco de tostada con olor a pies. Nos acostamos y arropamos con voz de Lou Reed. Somos uno en dos, monstruo bicéfalo de miembros despatarrados. Luego silencio. El chocolate de Mirhorod, Mirgorod está de café. Tus pechos se han dormido, con pestañas que se cerraron.

 

Ya el bosque desapareció. Desvanecida la tristeza se levantó de la espesura de Vincennes y fue a mendigar guiso a los marroquíes que reían en la puerta de un complejo habitacional para pobres. Comí; cuscús frío de tono blanquecino. Mis jefes argelinos me estarían esperando para devolverme a la capital. A la mierda, dije, y me eché al lado de un arroyo. En agosto todavía no mataba el frío. Soñé que lobos aullaban alrededor y deduje que era ladrido hambre. Un gran cartel enfrente. Juraba que era a mí a quien miraba Yves Montand. Abandoné Trojes al anochecer en taxi. Un billete naranja de veinte. Desciendo con mis cebollas rojas un manojo de discos compactos el libro de mi amigo.

 

No hay un alma en el pasillo, se cortó la luz. Subo apenas los cinco pisos. Pongo agua a calentar y me duermo. Despierto cuando ya es tarde, las llamas han tomado la biblioteca, me aferro a una alondra (no hay alondras en Sudamérica) que me pregunta a dónde voy. Llévame hasta mi madre.

21/04/2024 


Campeones del mundo


SEBASTIÁN ARIAS BALDERRAMA

 

En Every man for himself, and God against all (2022), texto autobiográfico y magníficamente titulado, Werner Herzog, el mítico director alemán, relata su intención de un final alternativo para Aguirre, la ira de Dios (1972). En este otro guion, el personaje de Klaus Kinski, en la escena final, merodea por esa lancha improvisada, y entre los muertos posa la mirada sobre su hija. Al verla allí, casta, angelical y muerta, toma su espada y se mata. Fue el encontrar el bote sobre el árbol lo que terminó cambiando la secuencia. Aguirre ya no moría, Aguirre se hacía rey de los monos que invaden su lancha encallada. Cuán distinta hace a la película un hecho tan accidental. Pasa así de retratar una fábula universal de ambición o una historia increíble de hombres terribles y geniales, a capturar el alma de un continente, el alma de un tipo de hombre específico, el criollo.

Hace unos días tuve la oportunidad de entrevistar al escritor Claudio Ferrufino, con motivo de promocionar una ponencia suya en la Universidad Católica. Mientras acomodaba las luces y matábamos el tiempo, le comenté que los protagonistas de sus libros me recordaban a esa escena final en la película de Herzog. Cuando uno lee a Claudio, los lugares comunes y el uso del lenguaje, retrotrae la memoria a una forma narrativa inédita en el país y de admitida influencia americana. Claudio es el ejemplo más logrado de “realismo sucio” en la literatura nacional. Como género este “realismo sucio” exige varias circunstancias preexistentes pero la más importante es un protagonista que experimenta la marginalidad de la sociedad. Bukowski, Miller, Fante fabrican a estos personajes dentro de una sociedad donde su exclusión es intrínseca a su identidad. Los protagonistas de Claudio son, por la estructura del conflicto racial boliviano, parte de la élite; sus protagonistas hablan francés, oyen a Bowie, atienden a la universidad y planifican la revolución. Sus personajes son “blancos” –lo que sea que eso signifique en Bolivia–, tienen asignados un lugar dentro de la sociedad. Son los herederos del mundo, ¿pero de qué mundo? 

Muerta ciudad viva (2013) abre con el protagonista borracho frente al mercado Calatayud, la boca le huele a mierda y lleva en la mano un cinturón de cuero barato que ha robado a otro borracho, ¿Está perdido?, se lo pregunto a Claudio. “Perdidos en apariencia (…), pero creo que en mi literatura es muy explícita la certeza que tienen los personajes de lo que son, de ese mestizaje al que pertenecen”, me responde. De hecho, cuando un momento antes le comenté que sus personajes me recuerdan a ese Aguirre errante, me recordó que había una diferencia fundamental, Aguirre era español, sus personajes no. En la primera sección del segundo capítulo titulado “Uno”, “Reflexión”, el protagonista narra la llegada de su madre a Bolivia de Argentina. El fin del mundo, que aparenta ser cualquier frontera boliviana, la recibe con un tono sepia, hombres topo y aire con olor a tierra. Pero de pronto ve algo. Como el paso de blanco y negro a tecnicolor en el mago de Oz, la magia arcana de un mundo subterráneo cuya vitalidad hace soportables todas las miserias en el mundo se revela. En la estación de tren, donde se debate entre seguir su viaje dentro de Bolivia o correr despavorida de vuelta a Argentina, una “banda colorida” de “indios multicolores” irrumpe. Y entiende algo acerca de una forma de existencia que apela al recoveco más íntimo del alma americana. Un naufragio trágico en el surrealismo andino no lo sobreviven europeos perdidos en busca del dorado, lo sobreviven los hijos de sus hijos. Que han cruzado sangre con la tierra y han perdido la ortodoxia de su lengua. Pero han ganado en cambio, un lugar en el fin del mundo. Claudio tenía razón, sus protagonistas no son extranjeros extraviados, son nativos desaforados. Son los campeones de este mundo. No son Napoleón conquistando Europa, son Melgarejo borracho declarando la guerra a Prusia desde La Paz a tres mil metros sobre el mar. Y ante esto, la simpleza estética del realismo sucio americano palidece, que aquí no hace falta apelativo alguno, basta con realismo. El grotesco social de la narrativa en Claudio no es una cuestión de perspectiva, es una cuestión de objetividad intelectual.

Otra de las cosas que surgió antes de que la entrevista propiamente comenzase, fue el papel del sexo en sus textos. Le comenté que uno de mis compañeros había declarado en algún momento, que leerle teniendo esa cantidad envidiable de relaciones le hacía sentir como a un Eunuco, se río. Me habló de una historia corta en la que una pareja abordo de un barco que está naufragando pasa sus últimos días teniendo sexo. Aludiendo a un momento distinto en la historia del país, donde su texto toma lugar. Un momento de revolución, crisis y dictadura. Habló del romanticismo de la revolución. Sexo del fin del mundo en el fin del mundo. 

Claudio ha sido etiquetado por la crítica literaria nacional como un autor de la posrevolución. Parte de la generación de escritores que registró las consecuencias morales y anímicas de la frustración revolucionaria del 52. La primera generación de escritores nacionales que encontraron en la página al individuo como un asunto literario en sí mismo. En El exilio voluntario (2013), la revolución es un trasfondo patético y acabado. Donde Elmo Catalán y su novia, siendo asesinados en el túnel del Abra es un recuerdo de infancia. Y en Muerta ciudad viva (2009), la revolución es un asunto perpetuamente pendiente, que solo tiene sentido como producto de la edad de los personajes y las intenciones mesiánicas inevitables que esta conlleva. Sus textos parecen preocuparse más en la descripción de una nueva realidad, que en el conflicto que la produce.

La narrativa en Claudio describe el resultado psicológico de un proceso histórico, mítico y violento, que da pie al mundo que habitamos. Lo hace de una manera tal que la poética avasalla constantemente la estricta formalidad de la prosa. Su recurso narrativo más impresionante es la abstracción visual de la mayor de las intimidades en un lenguaje inmersivo. Sus personajes son gente agitada, errática, a los que las cosas les pasan de forma incidental. El mundo entero se mece ebrio sobre un hombre en el que habitan multiplicidades, muchas veces contradictorias. En su trabajo se confunde al autor con los protagonistas porque deriva la legitimidad narrativa de la experiencia en primera persona.

La carrera de Filosofía y Letras de la Universidad Católica, a través de la materia de Literatura Boliviana, ha organizado un conversatorio con el autor, que tendrá lugar el 24 de abril a las 19:00, en el campus de Tupuraya, aula A3-9. La entrada está abierta a todo público interesado. Esta conversación forma parte de un proyecto de reflexión más amplia acerca de literatura boliviana contemporánea. La primera vez que leí (o mejor dicho escuché) el trabajo de Claudio fue en clase. Una compañera leyó en voz alta el primer capítulo de El exilio voluntario (2009). Cuando concluyó, y ante la perplejidad de la clase, dijo: “Es así como la mayoría trata de escribir ¿no?”. Y sí, todo el mundo que escribe se pasa la vida persiguiendo la legitimidad que una vida peregrina y bohemia le dan a la voz literaria de Claudio Ferrufino, cronista del fin del mundo.

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De OPINIÓN, 22/04/2024

Fotografía: Aly Ferrufino-Coqueugniot, Lower Downtown, Denver

Friday, April 19, 2024

Rodearse de libros


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

A mi lado, Necrópolis, de Vladislav F. Jodasévich. Me remonto a las memorias de Ilya Ehrenburg para mi primera referencia de este hombre misterioso y genial. El libro tiene su propia historia de viaje, desde los campos de Chañar Ladeado, departamento de Caseros, provincia de Santa Fe, yendo a Corral de Bustos y de allí a Córdoba Capital donde lo reciben en un hotel perteneciente a mi sobrina Josefina y luego en avión hasta aquí. Gracias a Eliana Suárez, quien me lo envía, lo conseguí a muy buen precio. Parece ser que llega, en Argentina, a dos millones de pesos, unos dos mil dólares, cantidad que no pagué sino un monto muchísimo menor. Contento, por supuesto. Descansa en la mesa de noche igual a un diamante intocable hasta ahora. Mientras tanto giro en otros asuntos literarios y ensayísticos en Weimar, en Punata y Totora, en Danzig, alternando con hirvientes tanques que cuecen a fuego lento invasores rusos en la estepa. Un poeta ruso, emigrado junto a su esposa Nina Berbérova, al que leo observando su país que jamás cambió ni lo hará hasta que desaparezca. Lo que se narra de la guerra ruso-japonesa, las páginas de Agosto 1914, de Solzhenitsin y tanto más dan fe de la inquebrantable idiotez que caracteriza a sus jerarcas imperiales.

 

Dice Nina Berbérova en el prólogo: “Hoy está claro que Jodasévich pertenecía a aquella generación rusa (nacida entre los años 1890-1899) que fue casi enteramente exterminada por la revolución de Lenin: suicidios, muertes prematuras, cambios obligados de oficio y opresión espiritual “allí”, en la patria; pobreza, soledad, olvido, falta de lectores y pérdida de la patria “aquí”, esto es en el mundo occidental; no podía haber otro destino en aquellos años. Era una generación que no había alcanzado a expresarse íntegramente antes de 1918, pero que jamás hubiese podido aceptar la realidad del totalitarismo, en la que para ella no había lugar”.

 

Pues comenzaré estas “memorias”, semblanzas en realidad de poetas de aquella generación perdida. Veo nombres conocidos, el del primer fusilado, Gumiliev, y otros que desconozco. Tal vez sea hoy la noche en que me inmiscuya por sus secretos pasadizos, allí donde pena el silencio y flotan truncados sueños.

 

“Guerra de Granada hecha por el rey de España don Felipe II, nuestro señor contra los moriscos de aquel reino, sus rebeldes”. Hojeo la narración de Diego Hurtado de Mendoza sobre el acontecimiento. Es bueno revisar estantes donde se acumulan, en apariencia, libros rechazados. Tal vez, porque a quién le interesaría en Cochabamba hoy la guerra de las Alpujarras. Fue en una revista de comics argentina, cincuenta años atrás, donde recreaban el sitio de esta región, creo que basados en Calderón de la Barca. Desde entonces hasta hace dos días no supe más de ello, a pesar de que mi padre siempre hablaba del Albaicín. Alucinaba el viejo con España, a él le debo la lectura de Hans Magnus Enzensberger acerca de Durruti que luego distribuí entre mis amigos hasta que uno último jamás lo devolvió. Partes citadas salieron de España, república de trabajadores, Ehrenburg otra vez. Papá contaba acerca de Vicente Rojo en Cochabamba, de la llegada de El Campesino, de León Felipe. Era una delicia escucharlo, narraba con fruición cómo su pariente Covarrubias, militar boliviano, bañó en sangre a Valentín González, propinándole una paliza por alguna burla del español acerca de las armas nacionales. De la Alpujarra a remanentes de la guerra española.

 

Leyendo de las masivas deportaciones que se hicieron en Granada y de la posterior miseria de la región por medio siglo al haberse destruido la infraestructura económica que establecieron los moros, no puedo no pensar en el neofascismo norteamericano, el de Donald Trump y la “basura blanca” que lo idolatra, cuando se deleitan con la futura expulsión de la inmigración latina, asunto que traería la debacle de los Estados Unidos, siendo que jubilados como yo somos pagados gracias al trabajo joven de ese pujante grupo humano. A veces digo, y quiero, que mal no caería a la soberbia gringa saber que sin nosotros no existen. Basta ver a China y Rusia y su necesidad extrema de trabajadores inmigrantes. Estados Unidos aprovecha el gran beneficio de la mano de obra interminable que provee el sur. Que cambiará, y ya lo está haciendo, la faz del país, seguro, para bien o para mal.

 

Finalmente, he encontrado al evasivo geógrafo griego Estrabón, en edición de dos tomos por Gredos. Volúmenes que abarcan los primeros siete libros de los diecisiete en que consiste su monumental Geografía. Veré si alcanzo a terminarlos entre tantas lecturas. Luego me dedicaré a cazar los diez restantes.

 

Hannón de Cartago, Leo Africanus, el capitán Cook, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Pedro Sarmiento de Gamboa, La Condamine, Zheng He y Mungo Park, Humboldt y Darwin… Vida dedicada a trashumar por caminos que no he pisado. Imaginé a Heródoto al contemplar en silencio la estepa de los escitas y el negro ponto. Un día, me dije, he de embarcarme subiendo por el Danubio para después abandonarlo, otra vez por el delta, y seguir hacia los campos de Asia. En este tiempo, los conflictos lo hacen complicado pero he de darme maña para obviarlos de algún modo y seguir hasta el Gobi. Me encantaría ver Kashgar, de las ciudades más ancianas, si es que la etnia han no la destruyó ya con su bazofia comunista.

 

El maldito y subdesarrollado zar de la época va cerrándome los caminos. Aterrado de morir, quiere creerse Iván el Terrible o Pedro el Grande descabezando rebeldes. Mete su hocico de perro en mis sendas históricas: Georgia y Armenia, Bakú que detestó Knut Hamsun, terco derechista que supo enojar a Hitler. Ya no tengo un café donde sentarme frente al mar de Azov en la que fue bella Mariupol. Feble mandril, Vladimir Putin, olvida que hasta el gran Nabucodonosor andaba de cuatro patas, lo pinta William Blake, dominado por la zoantropía, creyéndose animal. Nadie, ni Dios, lo rige todo y tu reino de Midas pronto va a terminar color de sangre.

 

Al mismo tiempo estaré preparando mis rutas, siguiendo a Alejandro cruzando el Tigris. Ecbátana, por donde escapó Darío.

 

No he encontrado mi libro de editorial Austral de tapa amarilla: el de Jenofonte. Y me duele. En qué casa se habrá afincado y tomará polvo. Tampoco está la Eneida, ni la Odisea; me han cortado trozos irrecuperables del cuerpo, enceguecido a manera del cruel dibujo de Felipe Guamán Poma de Ayala en el cual a un prisionero aymara los quechuas le quitan los ojos.

 

Estrabón ha de ser el barquero de la vida, no de la muerte; como él inventaré crónicas de lugares que nunca he visto y jamás veré. A manera de Karl May me he rodeado de objetos venidos de variados universos. Ejercen ellos el hechizo del enigma. No necesito mirar hacia la pradera para sospechar a los bravos apaches de Victorio montando a pelo, aunque en mi caso la conozco, saliendo de Colorado por la sin fin Kansas hasta llegar a los ríos de Indiana y los montes Apalaches en Kentucky difícil de olvidar.

 

Thorfinn Karlsefni, la saga de Vinland, los horrísonos bueyes descargados de las naves; Walter Raleigh​ y los hombres con el rostro en el pecho de la Guayana; Ambrosio Alfinger y Nikolaus Federmann, el dinero de los banqueros Welser tras el oro de Venezuela. Leí una a una las crónicas de la Conquista que pude encontrar. Deseaba escribir un Libro de prodigios pero apareció Eva con carga de manzanas y me engulló la serpiente.

 

“Yes, God, I want to talk to everybody as deeply as I can. I want to be able to sleep in an open field, to travel west, to walk freely at night...” Sylvia Plath

 

18/04/2024

Sunday, April 14, 2024

Al mar de Corea


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El brazo ametrallado de Blaise Cendrars corcovea. Sobre el de Stonewall Jackson ha crecido el valle del Shenandoah. San Sebastián está pleno de estrellas de neón. Cerca de un puente que desconozco, Julia y Pablo me hablan de la embriaguez. Ron corre por mi garganta, le abro un tajo y se derrama como cascada encima de mi pecho. Ron negro del Esequibo, rojo cretácico de pronto, con fantásticos moluscos y fósiles encandilados entre piedras por millones de años. Luego tuerzo un alfiler con fuego de encendedor, le adjunto tenaz línea de pesca y procedo a cerrar la herida frente al espejo. Igual a un camionero con ceja partida haciéndolo a luz de fuego en el invierno de Curahuara de Carangas. Luego a escupir alcohol en el corte y a dormir que mañana atravesamos el Barro Negro.

 

Observo los inmensos eucaliptos de rara especie, con largo tronco pelado y una especie de moño, en la rinconada de Candelaria. Vi árboles rojos y busqué la tumba de Vlaminck en el lago. Se lo habrán comido los peces, de ahí que las truchas de la región llevan motas carmesíes en el lomo. Tengo sueño, ni sé cuál de mis mujeres vendrá a endulzar. Espero, dejo de escribir para oír mejor sus pasos, escalón tras escalón, como dice aquel corrido de la cárcel. Le pido que deje sus ropas en el ascensor, que juguemos a Venus. Lentamente me acuesto sobre ella. Sé que no existió. La puerta sigue abierta y entra aire con mosquitos. Pateo la vacía botella de pendencia, los perros ladran. The Velvet Underground: I'm Waiting for the Man. El león persa encima de mi escritorio bosteza, ha perdido un colmillo.

 

Escribe Julia Roig: “Y tus manos, Corea, ese abanico de carne que me desquicia. Venenosa Corea, acércate más. Pequeña ladrona, que cual Genet trapichea mi entrepierna y lo que resta de mi alma”.

 

En medio del campo observo una enredadera demasiado verde. Me aproximo. Plástico, toda de plástico envuelta en troncos. Pasa un águila blanca en cielo y quién puso esto y por qué. Desciende el ave y remonta con culebra en pico. Ha atrapado al señor Luzbel y lo hará bolo alimenticio. Bien y mal son platos servidos a la intemperie; devoro serpientes crudas en mi cueva de diamantes, negras mocasinas de agua, romboides lomos de áspid de desierto. Te regalo sus cascabeles que cerceno con dientes. Entonces sonríes, mitad de tu cuerpo se halla anegado y dices ven, que venga y me guías por el estruendo del arroyo infinito. Esta vez te clavo las uñas, no huirás igual a un sueño, no lo permitiré, de narcosis harto, muerto de hambre y en prueba de amor te paso boca a boca el resto de sierpe que me queda, con tono de peri peri para darle sabor. Al fin te pregunto tu nombre, lo anoto en un papel usado como si fuera miembro del servicio secreto cubano comunista y cuando me das la espalda lo arrojo al líquido, en memoria de Vlaminck, me digo, para hacerme de un pretexto que me permita prepararme y volar muy alto, que águila soy, casi de color albo, y entre ramas reflexiono acerca de alimentarme con liebre o alacrán.

 

“Eres el incendio de todos los hogares, y en tu vientre aúllan niños calcinados con nombres que yo aprendo a bautizar despacio”. Pablo Cerezal en Diario de Corea. De ahí me presto el nombre. Preparaban los coreanos en los mercados de Gallaudet deliciosas mollejas de pollo. El mismo día en que los gringos invadían Panamá y el fantoche lloraba. Mis compañeros negros festejan, apenas había comenzado y ya ganaron la guerra, como si importara en este inmenso reducido mundo de excremento. Piñas podridas, sandías que huelen a muertos, muchachas con bocas en forma de mangueras, a dólar cobran el blow job. Suavizo el jalapeño a golpe de machete. Me lo presté de un veterano del conflicto en El Salvador. Si cortaba cabezas bien servirá para guillotinar chiles. Añado los pedazos a una hamburguesa de Hardee's. Trataré de terminar el día y entrar subrepticiamente al sótano de casa. Me molesto por el dueño preguntón, ni él ni su sirviente togolés se dan cuenta de que llegué.

 

En tu orgasmo, Chris MacDonald, pensé que fallecías, amor occiso. Al querer probar si estaba o no en lo cierto amenazaste con llamar a la policía. Vinieron y agresivo les advertí, y desnudo, que ya subía a mi apartamento y que se quedaran con ella. Me siguieron, abrí la puerta y me senté a escribir mis Virginianos en la Smith Corona recién comprada. Imaginé, Chris, te imaginé, bella como Gabriele Münter, vaya yerro. Ordené comida china barata y me enfrasqué en el ajo.

 

Sesenta y cinco kilómetros he andado hoy multiplicados por dos. Caminé cinco y planeé el resto desde la cumbre al valle. Casi me detengo a por chicharrón pero lloviznaba, se despintaban mis alas, vestíame de ropas de mendigo, sólidas de mugre inmemorial, de haber envuelto mi cuerpo tanto en Alexandria como en Le Port-Marly, posible mortaja más traje de boda. “Hoy, Corea ha salido de la cama con maneras de rubia”, dice Cerezal. Me has recordado, amigo Pablo, la rubia secretaria de Cyrus Vance. Con la excepción que ella no salió, apenas se fueron los policías abrí con ganzúa al vestíbulo.

 

Primero maté a su gato, luego al Cristo de la lamentación y al fin iba a hacerlo con ella pero descansaba plácida, orgásmica, soñando que el Estado la protegía de malhechores cachondos. Le subí la sábana hasta que le cubriera el cuello, miré con cuidado cómo latían sus venas allí y casi muerdo dogo vampiro. No, soy delicado y apagué la luz, apenas hice girar la ganzúa en sentido opuesto, no fuera que despertara. No tenía flores para dejarle, salí disparado al cementerio justo en la esquina de Clarendon y robé una tumba, hasta la foto difunta arrebaté al silencio para hacer observaciones tardías acerca del rostro humano. Le dejé el manojo en la puerta; con sangre, estilo Pascin o Esenin, anoté un I love you en el piso y continué a mi ajado lecho donde cubrí mis heridas con la almohada. Mañana sería otro día, mañana la eliminaría. Creía que te llamabas Chris y pudiste ser Corea. Me engañaste con un poeta mayor y no he de perdonarlo. Pero al escribir él sobre ti se ha roto el encanto y buscaré otro dolor en los bares donde tocan llorosas canciones de Roy Orbison.

13/04/2024

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Imagen: Gabriele Münter, Maschkera, 1940

Wednesday, April 10, 2024

Dama de Hungría


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Te apoyas en la verde puerta de la casa de Budapest. Te dora el sol húngaro, no demasiado fuerte para tu piel. Mueves el cabello casi rojo. En las orillas del Danubio salen a flote cabezas de judíos ahogados, aspiran aire como peces y se les puede oír gritando: “Josafat, Josafat”.

 

Cortas los trozos de lomo de ternera para el goulash, cebolla, papa y paprika. Lo habías preparado en Denver. Creo que era agosto y llovía. Con tu capote militar parecías salida de las páginas de Joseph Roth, la última austro-húngara ante la pradera india. La vecina francesa trastabilla y continúa hacia el parqueo murmurando frases incoherentes. Se cree por encima del mundo a pesar de su condición de jubilada al borde de la indigencia. No le presto atención y voy contando los días de tu presencia; ábaco de una sola línea con siete esferas. El número mágico de Thomas Edward Lawrence cuyo libro tengo en fotocopia y leo de manera constante y desordenada. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. El trayecto hacia la montaña, el aeropuerto. Susurras un no sé qué de Nuevo México, me alargas fotos del camino de Golden y de un bar en Boulder con tu elegante saco rojo. Vemos antigüedades y escoges una litografía de indios de los llanos, shoshones, para tu hijo.

 

Intercambiamos misivas, sugiero que a este paso terminaremos como Balzac y la condesa Hańska. Tus labores en el ministerio te impiden viajar. Yo soy más bien conformista y no quiero dar zancadas inestables. Belgrado, conversaciones acerca de egiptología, Champollion y el expolio cultural. Tu tesis doctoral sobre los rom. Esta vez, sobre las aguas color de hollín verdoso, cantan los hebreos olvidados aleluyas en conjunto. Se aferran a una Torah de plomo y se hunden colectivamente hacia el lodo industrial. Se desesperan y se aquietan. Con la riada despertarán, muy abajo ya de la gran ciudad y saldrán a las orillas a secar sus rugosas pieles de pez-gato.

 

¿Por qué hablar de los judíos? Porque de Lituania los tuyos vienen, de las manifestaciones rabínicas de la Jerusalén del bosque; Vilna, como Zhitomir, es otra Jerusalén; la única, la real, ha perdido su categorización hebrea para ser amorfa, muro en medio del infierno, Salomón desnudo corre en pos de las hetairas obviando historia y destino.

 

Pero no importa cuando las ropas caen y el Niágara se desborda, cuando Siberia se inunda y lentos perezosos de gris cuero remojado apenas pueden avanzar y los devoran anacondas junto a pirañas. Después la calma, el eclipse de noche que nadie observa, apenas los hechiceros cubiertos de pieles de ratón, quinientos de ellos para fabricar una capa, incluidos piececitos y desgranados colmillos en miniatura. ¿Qué fue de la fiesta del Purim? Y el Yom Kippur de inmensas sangres. He recuperado Satán en Goray, de Isaac Bashevis Singer. La página primera de atrocidades cuando el “malvado” Chmelnicki se acercaba a Zamość, en el voivodato de Lublin, me recuerda tanto al relato de Marcel Schwob como al de Pierre Mac Orlan cuando en el medioevo los del Armagnac cubrían la tierra de crimen.  

 

Kristina Balkina pasea los tatuajes de sus muslos bellos en Teotihuacán. Tú, con codos apoyados en el piso, paredes descortezadas, puerta esmeralda, pies de uñas pintadas, la mirada distraída como que no me ves. Torpes pasos del andino. Coral estruendosa de los milicianos fascistas hundiendo niños en el Danubio azul, vals de los muertos vivos, tarde de Budapest que desde entonces tarde de difuntos. Eichmann anota tren tras tren, también con ábaco chino. Día de muertos al inicio de la Gran Pirámide y tarde de ellos con el impactante reflejo en el agua de las ojivas gramaticales del parlamento.

 

Vuelvo a la condesa polaca Hańska, casada con Honoré de Balzac gracias a la tenacidad ¿obsesión? de este. Pocos meses de lujuria extinguida. La vejez enferma engulle la vida. Así la broma, el molusco de la conquista, comía las naves para que España ya nunca pudiera escapar de la tragedia en que se había inmiscuido. Nos escribimos, mujer de la que no digo el nombre pero que de Sándor Petőfi viene, y, ya dicho, de los talmudistas de la floresta profunda, con mugidos de bisontes, hadas, aparecidos. Letras, siempre, la a en pos de la zeta y todas las posibilidades cabalísticas, rebeldes y reacias, no algorítmicas.

 

Omar viene a buscarme. Elena prepara milanesas. Y aunque yo las sazono sabrosas las de las hermanas rememoran a la madre. ¿Te acuerdas, papá, cuando en Córdoba, en un boliche de medio pelo, los garzones gritaban: “marche una napolitana”? Peleaban en el televisor Marvin Hagler y Thomas Hearns, héroes ya del mito popular, músculo y sudor para nosotros. La Cañada cordobesa corría sutil por la noche. Si había pasado el horror de la represión no puedo decirlo, tendría que ver la fecha de aquel combate singular, troyano. Armando ya no estaba, nunca regresó desde cuando la Triple A le cercenó el futuro. Me alisto; llevaré un vino de mesa. Quizá al volver continúe el texto, posiblemente lo termine aquí en el punto aparte. Veré qué fantasmas benéficos libera la comida. El vino me recordará a ti, a aquel espeso licor que trajiste de Budapest a la lluvia colorada.

 

He aprendido a dormir. Por treinta y cinco años me mantuve despierto. Vigilaba; las hijas crecían. De día humanos con frutas y tomates roma; en tiempo de luna gritaban zorros y saltaban conejos. Había osos de cabello oscuro y leones de montaña resaltaban entre el bermejo de las rocas.

 

Siesta imprescindible. Décadas privado de ella gracias al frenesí gringo. Llegó el momento de matrimoniar al silencio. Permitir al sol acariciar la cubrecama, luego pergeñar rectángulos horizontales para atrapar la sombra. Tu rosa de Belgrado, roja con crepúsculos de entrepierna. Una silla puede convertirse en objeto de amor si te sientas en ella afirmando que las líneas del dibujo conducen al arte magno. Luego huyes rumbo a Rotterdam en donde un notario confirma que dejaste de ser mía. Guardo la flor disecada hasta el momento en que no hay maletas suficientes para cargar con mi memoria. El carro heladero pasa pisos abajo con cierta tonada clásica, la alegre canción del único gran sordo o Liszt.

 

Pompeya le escribe a Clodia, el 12 de noviembre, en Los idus de marzo: “Te echo de menos todo el tiempo”. ¿Quién soy, Pompeya o Clodia? ¿Catulo o César? De manera urgente te pido tus fotos prohibidas. No, no he demandado imágenes de Akhenaten. Para eso, para soslayarme de tal manera, prefiero que me entregues a Anubis, tú que de Egipto agarras el polvo y posas desnuda al sol de Hungría para enturbiar mi deseo.

 

En el desierto de Siria aúllan chacales. Buenos días, tristeza (¡Ah, Françoise Sagan!). Buenas noches, también.

 

Mañana temprano compraré sandía. Noto que falta el rojo en casa. Apenas en Max Beckmann, nada en Picasso ni en Schiele, nada en William Blake.

10/04/2024

 

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Imagen: León Bakst

Sunday, April 7, 2024

París, Francia...


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

William Byrd y Thomas Tallis: Masses & Motets. Una amiga me comenta que va a una librería de viejo a buscar La Comedia humana, de Balzac, que no ha leído. ¿Dónde era en París que estaba Balzac por Rodin? Tan poco recuerdo con claridad de entonces y tan mucho desorganizado. Si pensara en libros tenía a tres autores: Schwob, Balzac, Petrus Borel. Al judío en la Biblioteca Nacional; al estafador en los parques, entre hambre y desasosiego; al licántropo en el Luxemburgo. Luego partí al Canadá y cambiaron los estilos. Leía sobre Suzanne Valadon, acerca de Le Corbusier.

 

En el metro, los anarquistas del mundo me regalaban monedas de diez francos cuando veían que me saltaba las máquinas porque no tenía con qué pagar; lo había aprendido de mis amigos marroquíes. O me pegaba a un tipo cualquiera que ponía su pase y entraba con él, aterrado por mi demasiado cercana presencia de árabe desharrapado. El 86, cuando hubo aquella gran explosión en una tienda famosa.

 

Quería llamar a Elke. O comía o amaba. Me aproximaba a viejas francesas con lamentos de necesidad y así amaba y comía; dulces señoras que estén en el cielo en medio de angelitos desnudos y flechadores. Para ustedes el amor, aunque quizá un poco a la fuerza entregaban, otra vez, las famosas moneditas de a diez de color marrón, y me iba a los teléfonos públicos para hacerme putear por mi inmadurez. Que yo trabajo y tú andas con pendejadas ácratas, que tengo una hija y tú nada. Los trenes partían hacia Alemania, estaciones del Norte o Austerlitz, ni importa. De allí al Jardín des plantes, a soñar con lo que ya había soñado Buffon. Busco “Buffon” en la red para no equivocar la escritura y me salen páginas del futbolista de la Juventus, nada de Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, el gran naturalista quien me hubiera gustado ser, guardián del jardín del rey. Altas cabezas de jirafas dormidas desde el principio del tiempo se miran desde el pasillo exterior. Creo que el sabio vivió allí; alguna vez leí un excelente artículo sobre él en el Financial Times, en un suplemento cultural de domingo que era único. Botánicas para el pobre, felizmente no había llegado el invierno, era agosto. Hablaba con mi hermana Picha para ir hacia ella en Virginia. Nunca llegué; lo haría años más tarde y ella ya no estaba. No está hoy, ni en Fairfax ni aquí, se ha ido por el mundo de la fantasía y la extraño. Cacho, papas fritas, café y Coca Cola, en este mismo lugar cuando era casa, no un espacio de viento. Con modestia vivía feliz, escuchando zambas, Tormenta, Adamo y Piero. La piel cansada de la tarde, la tarde piel. Los domingos, después de almorzar, manejábamos por Sarco, Condebamba, Arbieto, Tarata, camino de Santiváñez (que se llamó Carasa) donde robé un san Antonio para conquistar las caderas de una catalana una cabeza más grande que yo. Bien valen un santo par de largas piernas blancas (detalle, el color) y tu sabor a orquídea. Déjate solo el vestido y abre la ventana. Cortinas de tul volaban hacia afuera y sentí tu caro perfume en cuello y vientre, valga Dios.

 

Luego, en la hoy plaza 4 de noviembre, en una pila popular interminable, saciaba la sed que alcohol y sexo habían causado. Caballo de tiro.

 

Pero… París. Olvida por ahora el maizal de Cliza, Claudio, tu espalda marcada por terrones de barro, barba de choclo. París, siempre mujeres, Montmartre en el Sagrado Corazón, contigo, otra, sobre la que quise forzar mi amor y me hastié de negativas. Salimos al día siguiente y en las gradas de la colina escuchamos a un bardo cantar Bob Dylan. Conversamos acerca de Chou En-Lai y por cierto de Malraux. Vino la noche, preparaba mi viaje a Montréal. No quise obligar nada: buenas noches, linda tarde y buen café en la esquina. “Tomo y obligo, mándese un trago, de las mujeres mejor no hay que hablar”, Gardel en guitarra criolla. Rue Cuvier, subo por las gradas del Jardin des plantes hasta su punto más alto. Tomo asiento, tengo hambre. Sed alrededor diría Miguel Hernández y un falso peso de abandono y culpa, por algo Eva es el pecado. Mentiras bíblicas, por qué no dijeron los profetas la verdad, que los hombres somos hato de cobardes. Me lamento con cerveza barata en bar argelino, aquí paso desapercibido, soy montón y en paz. Al final del tren me esperarías, fuera en Singen o en Radolfzell. Terminé queriendo golpear imbéciles galos en las montañas de Lodève, en el Hérault. Mis amigos eran de la FAI ibérica pero desconocían el placer de romper la cara a un tipo. Al final no peleé, dormí con las ganas, primero te llamé y te dije adiós, o al diablo fue, mierda que me vale.

 

Desperté a otra mañana. Miguel Quintana, de la CNT que salió al exilio, nos despidió. Habíamos atravesado el Larzac que era como viajar a la luna. Un ajado mapa de Francia en el bolsillo me indicaba con exactitud este viaje al sur. Catedral de san Nazario en Béziers. Había entrado a Francia por el otro lado, meses atrás, por San Sebastián, Hendaya y Biarritz. Bella Bayonne. Aquitania, Dordoña, el castillo de Beynac. Amanecí en París, deseando tus vellos rubios. Eso y libras esterlinas no vería. Ya ni me acuerdo, rizos tenían o lacios eran, a esta altura carece de interés. Más ansío las danzas renacentistas que tu perdido amor. Ni un tango te escribí, ni una cueca señorial. Ante mí estaban los Pirineos.

 

Extraño, lumpen que fui, los almuerzos estudiantiles de la Sorbona. Usaba la tarjeta de Hervé. Miraba él mis notas de escritores alemanes preguntando si los había leído todos. Me dejó en automóvil en la medieval Amiens mientras él seguía por sexo a Lille, a una muchacha que parecía de Flandes.

 

Tocaban órgano en la monumental iglesia. Me sobrecogí. Casas inundadas daban la impresión de que la guerra de los Treinta Años seguía ardiente. Günter Grass había escrito sobre el encuentro en Telgte. Grimmelshausen…

 

Till Eulenspiegel, más antiguo. Llevaba Alemania conmigo, era la suma de mis sueños, Francia solo un escalón al porvenir. Había estudiado alemán, primero por Elke y después por Antje ¿o era al revés? La moneda se gastó, de todos modos. Conservé dos de diez francos porque eran pesadas y me sirvieron en las contiendas ebrias de la mínima rayuela en el Bar Quito, calle Antezana, pasada la Ladislao Cabrera. Chicha mezclada con nefasta etiqueta roja Johnny Walker, antesala del infierno. Joven era pero me pregunto cómo sobreviví.

 

Vi tanto y tan hermoso pero había hambre. Entregaba cualquier estética por un pedazo de pan. “No hay preocupación, más que cuando se tiene hambre”, decía François de Montcorbier, llamado Villon. Lo supe. No otra vez después de ahí. Otro era el trabajo tenaz, brutal, de los mercados de abasto de Washington DC, pero hambre ya no. Ni cuscús en lata ni abstinencia en general. Había terminado una era y venía otra también cargada de pesares. ¿Qué miedo tienes?, pregunto a mis sobrinos. Siempre vas a sufrir y hay que aceptarlo. Olvidé los vellos blondos y me enfrasqué en aquellos que de tan negros semejaban azules. La nieve, la misma; la fuerza, la misma. Barrí las ruinas y levanté más ruinas. Veo dos hormigas en la cocina del quinto piso y anhelo ese tesón. Hasta una pelirroja existe en mi galería de notables ¿o es un Vermeer? De La maja marquesa a las pequeñas desnudas verdes de Ernst Ludwig Kirchner. Bebo con lentitud mi jugo de limón sutil. Hice una buena siesta y poseeré la noche sin premura. No tengo mapa de “mi” Francia, pero escarbo. Siempre estará Léo Ferré y mis libros desaparecidos del geógrafo Élisée Reclus. Estás tú, y tú, y tú. Y solamente tú, concluye el bolero.

06/04/2024

 

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Imagen: Tsuguharu Foujita/Paysage de Paris, place du Tertre

Friday, April 5, 2024

Edificio sitiado


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Una sirvienta coja comprueba si la ropa de los colgadores afuera está seca. Y es de noche, lleva polera rosada. Quinto piso del edificio vecino. Observo, aprendo de la vida; yo busqué el dolor, el trabajo a destajo, la humillación, la fortaleza. Ella no tuvo opciones, india y coja y mujer. Agarra una chompa oscura y entra a un comedor en cuya esquina una plancha de pie la espera para continuar la faena de vestir mañana a otros. Alguna lawa habrá comido, choclo y papa, fideo macarrón tostado, arroz lo mismo. ¿Voy a leer entonces los viajes de La Condamine?

 

Ekaterina Martynenko ha subido al Big Ben y extiende la mano a un cuervo. Fotografío sus pantalones negros y el deseo ha crecido arrastrándose casi seis años. En un lúgubre sanatorio de Kharkiv lo que faltan son luces. Tratamiento de piel de mujer mientras yo aguardo. Luego enfilaremos a la cerveza. Croc croc, gime el cuervo cuando vuela de la torre del reloj al árbol de mi terraza. El Arcángel desapareció de nuevo. Si muerto está ya no ha de responder, o, lo usual, se debate en telarañas que su siquiatra ha afirmado no son amor. Caderas de Ekaterina en el laberinto espejo. Nunca me rodearon tantas. De allí me estira tu mano fría, justo antes de que la espiral me devore. Jarkov desde la punta de la rueda Chicago. Té de hierbas que rechazas, ese aroma me recuerda algo no sé qué.

 

La sirvienta plancha, cojea hasta el borde y se arroja al vacío. Cae encima de plantas de geranio; las flores se han puesto más intensas, carmesí que brilla en el fondo oscuro. Ruido de golpe, ningún gemido. La plancha comienza a incendiarse, hay fuego. Del piso cuatro, tres y dos se avientan al vacío los inquilinos. Esa masa de carne llora en portugués.

 

Chamusquina, no vinieron los bomberos. Garúa de abril va extinguiendo los humos. Ya nadie llora, ni en portugués ni en español. Si hubiera cuervos aquí estarían con festín de ojos, lenguas a la parrilla, pómulos descascarados. Pero no los hay. Ekaterina, en el Big Ben, cómo lo quisiéramos, estaría alimentando al cuervo con el pequeño cerebro del zar. Silencio, noche y destierro, escribe en un poema Eliana Suárez. Un camioncito viaja entre Chañar Ladeado y Corral de Bustos. Lleva Necrópolis, de Jodasevich. Nabokov lo llamó el mejor poeta de una época. Ahora va envuelto en papel bajo los ojos de halcones ratoneros. Como para decir que no hay poética.

 

Kate, te llamo, por Katherine Mansfield.

 

Si Charles Marie de La Condamine estuvo en la isla de Pascua no lo puedo asegurar. De ser cierto descargó cerdos allí según guarda mi memoria. He prestado los diarios del capitán Cook a mi sobrino y he encargado los cuentos de los mares del sur de Stevenson. Comment ça va, monsieur Schwob? A mí que no me gusta el mar, lo necesito. No creo que Marguerite Moreno tuviese el mismo color de Samoa. Salto de un lado a otro. Leo sobre Villon en París. Volveré al Sena acompañado de una bella ucraniana. Su tristeza emulará la de Celan. Tal vez en el Marais la explosión de obuses se disipe. La llevaré al Oise, extenderé una manta profusa en grosellas y bombones. Saltar como saltimbanqui no puedo, ni girar como maromero, pero suelo caminar por el bosque y leerle poemas de Bagritsky.

 

Emerge el océano e invade la casa incendiada, deja mi edificio igual a una isla. Me pongo a pescar sirenas, grandes pargos del tamaño de la sala, corvinas negras. Ha salido luna de pescadores, bucólicos cancioneros caribes. Me sumerjo en las aguas y en lugar de hallar perlas encuentro cabezas. Sonríen. Llevan dientes de oro en forma de estrellas y medialunas.

 

Una pierna larga y otra corta. Supongo que sería la coja. No terminó de planchar.

 

Eran las seis y ya las nueve. No he comido, bebido apenas. El comedor donde trashumaba esa mujer está apagado. Soñé que se incendiaba y que ella saltaba al vacío siguiendo al astronauta Armstrong. Serán alucinaciones de hambre o demasiada lectura. Visiones apocalípticas también, gracias a Putin y su destrucción de la bellísima Kharkov.

 

Me falta responder a una carta. Quisiera escribirla a orillas del Oise, en el mismo lugar en que mi almuerzo baguette iba en parte a los peces con pedacitos de gruyère. Lo hago aquí, escancio un chorro de ron puro. El edificio es la metáfora de un mundo que se cae. Los amantes de los bancos públicos observarán con desgano. Y yo seguiré mirando las espaldas cansadas de Brassens en el Quinzième, subiendo desde el bulevar Brune.

04/04/2024

 

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Imagen: Ekaterina en el Big Ben