Tuesday, July 15, 2025

Zamba para no morir


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El frío trae reminiscencias de Herta Müller, de la Rumania de Herta Müller. Y si no el frío, el barro, el lodo quebradizo como espejos primitivos del desierto. Espero, me levanto, camino entre plataformas de madera que elevan con forklifts hasta alturas de diez metros. Detrás de esta madera clavada, trabajada hasta el cansancio, rota, golpeada, asoma humo de fogata que hacen los trabajadores, dentro de un turril, para calentarse.

 

Hacia el oeste pululan figuras diminutas de cascos amarillos. Hay un golpeteo incesante, de martillo sobre latón. Construyen plataformas de carretera, mientras un águila calva, ajena a tanta veleidad, deja que se levanten las plumas de su cabeza en el viento. Sin relojes, nadie podría decir que estamos vivos, que hombres y cosas se mueven. El cielo gris, los copos breves e intermitentes de nieve dominan el paisaje, el movimiento. Sin minutos, horas, el tren de carbón que pasa vociferando uh, uh, quedaría de estampa guardada en un cuaderno. Actividad incomprensible, febril, con qué rumbo, me pregunto.

 

He amado los barrios industriales desde siempre. En el Kilómetro Cero, de Cochabamba, bajo pretexto de orina, cruzaba el vano de las chicherías y me enfrentaba con el sol cayendo sobre durmientes de ferrocarril, encima de piedras talladas estilo Inglaterra que se usaron para edificar viviendas obreras. Amo la naturaleza, los árboles, los ríos cristalinos, pero más amo la tierra apisonada con aceite sucio, hierros dispersos, radiadores y llantas de bicicletas, burdos ladrillos derrumbados a golpe de combo, sillas desvencijadas, negras por las décadas de manos grasosas tocando sus cojines.

 

Hoy, Estados Unidos, en Aurora, Colorado, a diez minutos de manejar de casa, comienza el imperio de los talleres mecánicos, la casi desidia de abandonar las cosas por todo lado: un resto de carrocería cubierto de llantas viejas, grúas de pico de grulla recortadas en el vacío, goteando el invierno poco a poco. Brillo azul de soldadura, estrellas rojo amarillentas que el esmeril arroja y que se evaporan antes del suelo. Ropa almidonada, ya imposible de lavar, casi como estatua adosada al cuerpo.

 

Un jeep se detiene en el lodoso camino, entre esqueletos de automóviles, cables, basureros de metal oxidado que nadie parece necesitar. Una mujer mexicana, con botas texanas y acento hondureño ofrece comida a siete dólares. Con pan o con tortilla, pregunta, y destapa ollas humeantes donde se revuelven albóndigas en salsa coágulo de sangre. Con arroz, por favor, y frijol negro machacado. La mesa alguna vez tuvo color madera; hoy es ébano opaco. Blancas sillas con lepra marrón aderezada. La servilleta semeja una nube en cielo nocturno. Cebolla y cilantro… en la radio el acordeón imita las ametralladoras del narco.

 

¿Vivirías aquí?, me digo. E imagino un cuartito con dos o tres muebles sin lujo. Despertar, hervir el agua y rebañar la miga por los restos de huevo no cocidos en extremo. Abres la puerta y escuchas los sonidos del trabajo, de motores que se esfuerzan por arrastrar pesadas cargas. Otro tren atraviesa el horizonte que dista cincuenta metros de tu puerta. Disponer de un banquillo recogido en el basural cercano, de metal oscuro y con úlceras de tiempo. Apoyar el grupo de libros que traes contigo en una repisa amoldada para la situación, y entre tornos desvencijados y perforadas garrafas de butano dedicarte a leer, contento, sabiendo que en este bosque de desechos nadie podrá buscarte, nadie querrá buscarte. Cuevas prehistóricas de la edad industrial, soslayadas de principio a fin por un universo que corre alocado en pos del consumo.

 

Anónimo, tú que siempre despreciaste la fanfarria de las reuniones intelectuales, en medio de la simpleza de ratones campestres de larga cola gris corriendo a ocultarse entre cardos secos por el invierno, y que retoñarán con ímpetu en la primavera, incluso a cuesta de las dificultades, del aserrín de aluminio que empuja el viento y que brilla con ilusión de diamante al caer el sol.

 

Enciendes las hornallas que se ponen carmesíes mientras que tú, desafiando la cronología y la muerte, cantas quedo canciones de tu madre, como si este lecho fuera aquel, y escuchas tornarse la llave que anuncia la vuelta de tu padre. Pequeñas cosas, individuos singulares, ninguna multitud. Entre los escombros de piedra, madera y metal, no se asoman ni los fantasmas. A veces cruza por tu ventana el brillo maléfico del ojo de una rata, pero nada detiene el lento caminar de los escarabajos negros, sin pausa ni descanso, que pasan debajo de tu silla que carga con el camino de Swann.

 

Silencio. Hay tanto ruido que se produce sosiego. Tanto trabajo y hombro y sudor, y hervor de bolitas de carne en chile. Sigo la primera línea, la frase, la oración. Por magia se ha detenido todo, solo un insecto de coraza negro brillante avanza apenas. Mis pupilas lo siguen como rojos dragones de Kuala Lumpur.

10/02/14

 

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Publicado en Revista OH (Los Tiempos/Cochabamba), 23/02/2014
Publicado en Palabra Abierta, Los Angeles, California. 02/2014
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 25/02/2014

 

Foto: Zona industrial de Aurora con los edificios de Denver al fondo

 

Thursday, July 3, 2025

Noches del Paraguay


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Vaslav Nijinski salta hacia el vacío. Vuelo de ave rapaz, de paloma asesinada. Leo un extracto de su diario en la página de Julia. Y comento aparte de aquella generación del ballet ruso de Diaghilev. Buenos Aires de adoquines brillosos...

 

¿Por qué comenzar un texto con imágenes tristes? Homenaje a mi modo a semejante artista. Asunción de tierra roja, a orillas del gran río. Un tipoy azul que irá supuestamente a Alemania, arpas paraguayas como ensueño, suaves, apenas perceptibles, iguales al negro cabello abundante sobre la almohada de la memoria, muchas veces falaz y a ratos concreta. De fondo, eterna, Ramona Galarza cantando la vieja canción que fue mítica en mi primera novela: Noches del Paraguay. De ahí, imágenes superpuestas, épocas de cabeza y en puzzle, pescadores del Paraná deambulando solitarios y ebrios por la avenida Barrientos, entre el Cero y la estación de trenes. Hay polvo. Lo había cuarenta años atrás y sigue girando en tiovivo fatal, más hoy que ayer me parece.

 

Islas de yararacusús. Camalotes, tierra falsa, sin asidero real. He visto las noches del Paraguay y eran como las describían los prisioneros pilas de la Guerra del Chaco encerrados en el Convento de Tarata. No propiamente los claroscuros brutales de Piranesi pero cárcel de todos modos. Otra vez me pregunto el porqué de la tristeza si un mar de cabellos se extendía por sobre la playa gris. Sería la sombra nefasta de Stroessner, ese sentirse observado de manera permanente. Y eso que fue antes de que ejecutaran a Somoza en sus calles, con un bazooka se alejó flotando hacia el infierno.

 

Imagino tantas cosas, la blancura de sus muslos, o eran nimbos en las aguas del río Paraguay, historias fantasmas de los últimos conquistadores en Villarrica del Espíritu Santo aguardando escondidos la llegada de los bandeirantes. Ni cómo fue ni cuándo importan, pero que fueron dos noches en que descansaron los grandes y terribles nombres: Ayolas, Irala, Cabeza de Vaca, el doctor Francia mucho después y solo quedaba el aroma de azahar luego de la victoria en Cerro Porteño, que otros llaman Paraguarí. Antes de la debacle, del fin del mundo, ¡ea, acostémonos que mañana no trae estrellas ni la noche alba! La liviandad de su rostro, más queda que la sandalia de Empedocles a orillas de la boca del volcán, dormía, ajena a mil Vesubios cerniéndose en tormenta. El avión calentaba en pista con destino a Madrid. La zamba reza: “agitando pañuelos te vi”. No alcancé a contemplar las lágrimas, gotearon dos como fuentes de sediento desierto y yo terminé en Atocha esperando el tren nocturno a París.

 

Frágil instante de vasos que se entrechocan. La canción menciona el Guairá pero no reconozco que se relacione contigo tal tierra. Solo la noche del Paraguay, suelo rojo y crepúsculo de profundo bermellón. Me ayudas a elegir el vestido color índigo sabiendo que adornará a otra mujer. No lo comentas, apenas acerca de los bellos detalles de la vestimenta india. Se arrastra la tarde, cansina pero febril, se diría que carga aire de mortaja pero nada más lejos de lo real.

 

Noches del Paraguay, en voz de Ramona Galarza, me recuerda a Ligia. Esta historia sucede con mucho en un pasado sin su presencia. Pero, sin embargo, mientras redacto El señor don Rómulo ella cambia el disco de antiguas cuecas en piano y batería por las canciones anotadas, por trasnochados espineles que aparecerán en las páginas de una novela del Valle Alto cochabambino. Esta misma ciudad que muestra con el Tunari atrás la soledad de las almohadas. Hierve el agua para café hasta que se evapora. Desaparece el agudo silbido anunciante. Chocan salud un par de tazas agitadas en el vacío. Suena el ascensor, abre sus puertas, tiempo de los nombres secretos. Los libros escritos y publicados se llenan de polvo; las noches paraguayas también. Alguna radio a lo lejos toca bachata, los perros están hoy extrañamente mudos, tal vez un mal egipcio ha corrido por las calles de esta villa veleidosa, del adobe deleznable. No lo puedo decir.

 

Cuánto pesó en la escritura de aquel largo y primerizo libro plagado de errores. Me hizo acordar el sueño inquieto, al regresar de Europa, en aquel hotel de Asunción esperando que patearan la puerta abajo y me llevaran a los refugios del dolor por los libros que traía, de las comunas ácratas de Aragón, de la gesta majnovista, los exabruptos herejes de Oskar Panizza, los afiches anarquistas de Amsterdam, ejemplares de Senza Patria y material de la Federación Anarquista Ibérica al lado de corridos zapatistas y canciones revolucionarias en yiddish de los guerrilleros de Vilna. Siempre fui un hombre de suerte a pesar de que no me faltaron golpes ni sobraron heridas. La puerta no cayó y dormí entre la pesadez tórrida del río en verano. Soñé con diminutos pin metálicos del Che Guevara que escondía en la solapa de la chamarra. Soñé con mi perro Choki, de marrón casi amarillo. Con Julius Fučík y Joseph Roth. Ella ya no estaba cuando retorné y nadie podía darme razón de su ser porque jamás conocí a alguien otro cercano. Al amanecer un bus de la compañía aérea nos llevó al aeropuerto y aterricé en Santa Cruz de la Sierra como última escala hacia destino. Más que nostalgia tenía cansancio. Madrid, París, Arras, Lille, el bosque de Compiègne. Orléans, el Larzac, Perpignan, Figueras, Gerona, Barcelona, Tarragona, Valencia y Castellón. Cuenca…

 

Quién sabe el porqué de una cita con el pasado como esta. Influencia de los libros que producen locura, un documental acerca de la guerra de la Triple Alianza y la tragedia del genocidio paraguayo. Reminiscencias de momentos en que creí tener en manos un libro ambicioso. Aire, humo, delirios. Tu voz que decía: te veo a las nueve, corazón; el tiempo detenido entonces, tieso, denso, reloj que no marca las horas, huérfano de tictacs, de cucús de la selva oscura germánica a la que jamás llegué. Ajusto un abrigo y salgo. No he entrado hace mucho pero olvidé detalles de la vida diaria. Un alto a la lírica, dar cuerda para que las manillas comiencen de nuevo a girar.

 

Pasó una estrella fugaz o era Nijinski en un segundo salto arriesgado. En el delicioso pan tostado de La Coruña extiendo la mantequilla casi derretida. Ni observo a los parroquianos, me concentro en el pan casero y su consistencia, en los sabores sutiles. Fluye la vida, hay que permitirle fluir.

03/07/2025

 

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Imagen: © Roberto Dam 

Sunday, June 22, 2025

Entre prodigios con Álvaro Cunqueiro


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Paralelamente a John Ronald Reuel Tolkien, Álvaro Cunqueiro indagaba con pasión de mitógrafo las crónicas celtas. Irlanda, Escocia y Bretaña descubrían ante su erudición de sabio y placer de poeta los magnos recovecos de la fantasía. Lecturas que Cunqueiro (Mondoñedo, 1911-Vigo, 1981) asociaba a su Galicia natal, céltica, mirando desde el extremo occidental del continente hacia la nada extendida más allá de Finisterre, el fin de la tierra.


Tolkien conjuncionó a manera de saga los textos antiguos. Con imaginación dio estructura novelesca a los dispersos relatos de un mundo casi perdido, recreándolo y dándole nueva solidez, autonomizando su obra de las raíces originales. Cunqueiro, por su lado, en tres décadas de fértil literatura, se especializó en notas breves, columnas, periodismo literario, literatura periodística, viñetas, o como se quieran llamar a esos vástagos del talento, recogiendo voces de la mitología gallega, anudando con gusto y cariño la nostalgia por la tierra, un espacio natural geográfico que dado su conocimiento extendía sus límites hacia las Vascongadas y sobre todo a Francia hasta el peñasco bretón y las islas del canal. La Galicia de Cunqueiro es precisa en Lugo, Vigo y La Coruña -se me olvidan nombres de pueblos chicos- pero se diluye, como debe diluirse todo nacionalismo, en una gran herencia común. Habla de Francia como si hablara de la madre patria y mixtura las hadas (fadas) gallegas con sus pares irlandesas, mientras asocia moros y enanos con fantásticos tesoros que se remontan a los árabes o al "gran robo" que hubo en Roma alguna vez -de donde proviene el oro del mundo-.

 

Los tesoros de Galicia, usualmente ocultos en los castros (elevaciones de terreno con ruinas en la cima), tienen peculiaridades: la de estar cuidados por seres como los nombrados; la de entregarse no a quien los encuentra pero a quien descubre la manera de vencer al tesoro en juegos de palabras. El verbo es esencial para obtener las escondidas riquezas del pasado. Aparte que estas gemas, monedas, orfebrería, llevan una existencia en mucho similar a la humana. Un tesoro necesita agua para beber y comida. A la larga, Cunqueiro reflexiona -ha oído de ellos y viajado con ellos en su prosa- y concluye que incluso, y ese el cénit del asunto, uno compuesto de joyas y oro puede con el paso del tiempo convertirse en sólo palabras: la palabra como el máximo preciado valor.

 

Respecto a la herencia árabe de Galicia, dice Cunqueiro que en el libro de las mil noches y una noche no hay alusión alguna a los juegos de azar. Deduce una prohibición religiosa musulmana. Los árabes, entonces, para suplantar esta ausencia significativa, y los gallegos también, inventaron los tesoros y su búsqueda como una especie de azar que les permitiera elucidar fantasías que no otra cosa hacen sino enriquecer el acervo cultural de los pueblos.

 

Recurre don Álvaro a autores irlandeses casi contemporáneos suyos: al gran Yeats y a Lady Gregory, con alguna alusión a Lord Dunsany; se adentra en los textos primarios; estudia y sueña con el libro de san Ciprián, el famoso Ciprianillo, que detalla el lugar donde se encuentran todos los tesoros de la región. Libro que provocó desbandada de buscadores, locos y soñadores, con suerte variada, que excavaron Galicia en frenesí que desdice lo inocuo del texto literario.

 

Delicioso es un adjetivo que relacionamos con comida o amor. El arte culinario no es ajeno a Álvaro Cunqueiro que cuenta que la mayonesa no es como se afirma invención de hugonotes sitiados sino salsa de sitiadores, refiriéndose a las guerras de religión. Deliciosos son los textos -de una página y algo más de extensión- que durante años publicó el autor en periódicos locales y españoles. Hay tanta riqueza, sapiencia como ensueño en ellos, que no cuesta imaginar el camino de Monza donde en cada colina yace enterrada una princesa lombarda; o las tabernas de Dickens, Sterne, Boswell y Cervantes; las navegaciones de Mugha O'Morguaire, inventor de palabras, o la piedra de Croclaugh, en Irlanda, "la piedra que habla", que cabalgaban héroes míticos para defender la isla de invasores y que se partió con el dolor de una muchacha cuyo hombre habíase hundido en naufragio.
03/06/2005

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), junio, 2005

Publicado en ECLÉCTICA, Editorial 3600, La Paz-Bolivia, 2019

Imagen: Parte posterior de la estatua de Alvaro Cunqueiro en Galicia

Wednesday, June 18, 2025

La marcha de Radetzky


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Gitanas de rojos vestidos cantan Selen Selen en las afueras de un muladar en Belgrado. En contraposición, la banda militar ejecuta La marcha de Radetzky y la Feuerfest Polka que nos remontan a los plumajes y el efímero garbo del imperio austrohúngaro.

 

Atravesamos un paso de nivel, o acueducto según mi parecer, y comenzamos a ver desechos por todos lados. Los gitanos reciclan, me dicen, y dejan lo que sobra en los lindes de sus tribus. Así, cómo no, este será el basural de fin de siglo. Cansados caballos oscuros se detienen para que los hombres descarguen muebles viejos, restos metálicos, cualquier cosa que pueda tener algún valor. Leeré, es menester, acerca de ellos en la vida urbana de la actual Serbia. Dudo que encuentre lisonjeras o al menos optimistas palabras al respecto. Años atrás, el 2008, lo había hablado con una amiga que llegaba a Denver de Budapest y que había escrito un tratado sobre los rom en Hungría. Quiero creer que siendo egiptóloga ya había estudiado sus posibles rastros en la arena.

 

Vi algunos en Betanzos, en la feria del pueblo a principios de abril. Compré botas de artesano con gruesos tacos de madera. Aún no he tenido ocasión de usarlas. Con ellas mediré arriba del metro setenta y cinco, se me hace. Mas no las obtuve por ello sino porque me había enamorado de su forma y color cuando el mes anterior recibí fotografías al detalle. Apenas he abierto la primera maleta y no las ubico. Estarán en la segunda con los pequeños recuerdos de las ciudades que visité. Me parece un siglo y son unos meses. Como la marcha de Radetzky esto ha superado el tiempo, casi bordeado la fábula.

 

Los brumosos últimos días de Aurora quedan en la memoria. Llovía y se diría que el otoño había caído confundido por las peleas de Juno y Júpiter en los lechos del cielo entre las nubes. Miami lo desmintió. Del avión vi una ciudad opulenta, de una riqueza que ni Trump será capaz de destruir. Suena el pitido de un tren en el tocadiscos y el ritmo azotado de baile popular. Recorro el número hasta la canción número seis, la famosa marcha otra vez.

 

Conseguí la novela de Joseph Roth en Valencia, 1986, y la mostré en los altos de la CNT original. Desde mis lecturas de las memorias de Ilya Ehrenburg andaba detrás de ella. Aquí estaba, llegados de París nosotros y alojados en Castellón al lado del mar. Tiempos ilustres, si tuviera que darles título, ilustres en el sentido de la gente que se reunió en la capital de Francia entonces con fin específico. Los irlandeses querían llevarme consigo a Dublín, y Senza Patria me invitó a lo mismo. No accedí. Ni siquiera con el tremendo aval que daba Léo Ferré al encuentro. Pensaba en Radolfzell, en el lago de Constanza, en Max Pechtein. Fácil dar lugar a la melancolía y hablar de lo que fue pero no es momento para eso, no cuando se comienza una vida y el aprendizaje retorna a los básicos que permitan convivir en asociación. Recurso fácil, la nostalgia, que en lo posible hay que tratar de eludir o darle su justa cabida en un texto que necesita ser más que únicamente lloroso para sentirse completo.

 

Hay encrucijadas, esta es una. Cuatro Esquinas era una zona en medio de campo abierto a la  que accedía en bicicleta por el canal de la Angostura. Nombre dado porque en medio de la nada era casi imposible hallar un lugar que iniciaba cuatro caminos. Hoy Cuatro Esquinas es inhallable porque hay tantas de ellas que ha perdido peso. Para las generaciones de hoy hasta parecerá una absurda denominación, carecen de la imagen desolada del campo de ayer donde esa cruz vecina marcaba algo especial. Hay estos vértices múltiples en la vida y cada uno va diluyéndose en la calma a medida que pasa el tiempo. Así como lo urbano creció sobre esta zona así crecen otras circunstancias que sugieren que es mejor no olvidar pero adelantar de acuerdo a la dinámica de la vida. Ya la mujer de Lot pagó el pecado; no hay por qué pagarlo de nuevo todos una y otra vez. El pretérito es parte del presente, vivo. No es objeto muerto. Comprenderlo nos quitará esa inútil penuria de soñar como Jorge Manrique. El buen tiempo no fue ayer sino el que viene.

 

Pequeñas filosofías acomodando el cuerpo en la baranda que mira al río turbio de Sarajevo, en la esquina donde Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando, príncipe imperial de Austria, Hungría y Bohemia. Tal vez son más sabios los gitanos; quizá, como decía Bram Stoker, porque ellos han estado al otro lado. Selen Selen, carmesíes vestidos semejantes a flores agitadas por el viento de los Balcanes.

 

Miro documentales: siempre hombres armados, alabardas y mosquetes, caballos de hierro, yelmos y decorados, perfecta parafernalia para la sangre. El pretexto es que gracias a ello se forjó la historia. No lo creo. Una mañana del invierno de 1611, en los límites más allá de Viena, bajo el brillo de un sol amigable (dice Sacher-Masoch), están cuatro caballeros en el umbral del horror, de la narrativa, es posible que controversial, de la famosa condesa Bathory. El horror, presencia insalvable entre nosotros. ¿Necesaria? Lo dudo.

 

Ya saliendo de Eslovenia y penetrando en cuña en la península retornó Joseph Roth a la memoria. Al fin estaba en aras de descubrir un universo leído mil veces, imaginado diez mil, escuchado otro tanto. En ficción y en crónica. Balkan Ghosts es un libro imprescindible como diré todos los de Robert D. Kaplan. Lo tuve de trasfondo junto a los espectros de Kafka y los estudiantes de Franz Werfel y el maestro Stefan Zweig. Observo el río, corre fría brisa en la mañana, el color de estas aguas es casi naranja, no de un turbio “normal”. Elucubro que se debe a la historia, no a ninguna formación especial mineral en las fuentes en donde nace. A veces es una carga escribir porque detrás de las palabras vienen tantas cosas, ciertas e inciertas, que sobrepasan las capacidades del cerebro.

 

A la izquierda tengo el Danubio, en Belgrado; a la derecha el Sava. Me pregunto si estoy disfrutando como creí lo haría de esto y me respondo que sí. Es, a mi manera, transgredir los límites del espejo e indagar por lo desconocido. Si he de elegir una música que me acompañe es la marcha ya hablada, no solo por ser icónica de un tiempo que busco sino porque me enseña que lo efímero es una ventaja de la historia, una necesidad.

18/06/2025 

Saturday, June 14, 2025

Chac, dios de la lluvia, de Rolando Klein


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Rolando Klein: un nombre que no me decía nada; una desconocida película con un tema interesante si se ha leído el Popol Vuh.

 

Klein, director chileno con estudios en Estados Unidos, vivió durante dos años en un poblado nativo, Tejepán, de la región chiapaneca, en México. Una rara atmósfera envuelve la realización del filme en 1976. Presentado al público, tuvo inexistosa y efímera vida en la pantalla, terminada con la bancarrota de la productora. Luego desapareció por veinticinco años hasta que en 2001 una empresa norteamericana lo recuperó y lo puso en DVD.

 

De argumento simple -Klein quería que incluso sus hijos pequeños la entendiesen sin saber leer los subtítulos-, la cinta despierta sin embargo conflictivas sensaciones que como semi occidentales tenemos ante mundos extraños. Rodada en dialecto tzeltal, hoy con subtítulos en inglés, se la considera un hito de la fílmica mundial, un "objeto de culto". La presentación de contratapa la hermana al Aguirre, la ira de Dios, de Herzog, a El Topo, de Jodorowsky y a Walkabout de Nicolas Roeg. Quizá la temática de perseguir un imposible, la búsqueda de la lluvia para aliviar la sequía del poblado en Chac, facilita estas similitudes. También la poética, oral o silenciosa, que la circunda. Hay en los mitos mayas una riqueza literaria excepcional, que sobrepasa sus posibilidades religiosas y que impulsa la imaginación. La sencillez argumental no se interpone entre el auditor y el suspenso que esa extraordinaria mítica aviva. La presencia de lo sobrenatural, que no necesita sino de algo de efectos especiales para subyugar, es más tácita que explícita y si bien no se concreta en figuras deja la sensación de haber estado ante un misterio que augura sombras, aves de rapiña, jaguares, transformaciones inesperadas que se dan únicamente en la cabeza del espectador.

 

La creación del mundo, o la definición del día y la noche que vendría a ser lo mismo, nacen, en la tradición cristiana, como efecto del deseo megalomaníaco del ser supremo de fundar la base de su devoción. Es unilateral. En la visión maya, el mundo antiguo se hallaba bajo el dominio de nueve señores de la oscuridad, falsos dioses que se alternaban el poder y mantenían al hombre maya en perpetua sombra, hasta que dos mellizos hechiceros logran con su magia seducir a los señores oscuros e inducirlos al sacrificio prometiéndoles una resurrección que jamás ocurrirá. La aparición del día para los mayas sobreviene a causa de aquel hábil truco. No otra cosa resulta ser el shamanismo que tratar de engañar al amo del universo, señores del fuego o del agua, con complicados ritos que aparentan tener como meta conseguir su gracia.

 

En Chac, los pobladores de la aldea recurren al auxilio del brujo local primero y luego al de un anacoreta de la montaña. Hay una brega subconsciente entre el pragmatismo -moderno en cierta manera- y la tradición con su gama de complicada teatralidad. El propósito es traer la lluvia que fecunde la mies, asunto que se logra al final cuando ya el cacique busca ejecutar al adivino por su supuesto fracaso. En ese instante se ha roto el delicado cordón que unía al poblado con las creencias ancestrales y lo pone ante una nueva y más difícil realidad en un campo ajeno y hostil.

 

Chac, catalogada como película más para el "interés de estudiantes de antropología" en la guía de cine Penguin 2004, donde además se confunde Chiapas con "un lago en Sudamérica", marca en verdad un punto que filmes incluso como El señor de los anillos explorarán dentro de otras culturas.

 

El negro cielo de Colorado anuncia lluvia. Quizá tengan razón los quichés y sea Chac que sobrevuela el espacio con su trompa elefantiaca, más calabazas llenas de líquido desde donde se desborda la lluvia.
29/06/2004

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/2004
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 2004

Publicado en ECLÉCTICA, Editorial 3600, 2019

Imagen: Chac, dios de la lluvia

Saturday, June 7, 2025

De apis y atoles


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Comienza con un muchacho que a los diez años, a las ocho en punto, termina sus clases en la Alianza Francesa. Hoy hablaron de La maja desnuda y la profesora dijo que no le parecía copiada del natural, por la posición de los senos. Poco puede saber el chico aunque le gustaría saberlo todo.

 

A las ocho y cinco, arreglados cuadernos, el volumen celeste de lengua francesa, se alista a partir. Cada día tiene unas monedas para tomar en la plaza 14 de septiembre un “quinientero”, taxi de quinientos que se convertirán pronto en cincuenta centavos con la devaluación. Pero prefiere caminar. En un año de ahorro forzado, de llegar más tarde a casa, ha ido formando su biblioteca: Verne, Gogol, Tolstoi, Sienkiewicz; la bahía de Hudson, la Perspectiva Nevski, los cosacos, Lublín.

 

Así salía de clases. Por unos años papá me tendría allí, reeditando sus lecciones con Madame Putifar y soñando con París. Por qué no, lo disfrutaba. Me sentaba a leer Paris Match en la antesala y a observar a una profesora joven, Elisabeth Michenot, que resultaba más bella que el francés en su conjunto.

 

Remozaba los caminos de retorno para combatir el aburrimiento, y en la calle Baptista, bajo la sombra de los muros de piedra del convento de Carmelitas Descalzas, me detenía a tomar api solo, sin pasteles, en vasos largos, muy delgados en su base y anchos en la desembocadura. Api rojo hasta que me enteré que la otra olla era de blanco y desde entonces los combiné. Niño aún, el api sellaba una estrecha relación con la ciudad que jamás se ha diluido. A veces no estaban las vendedoras, quién sabe por qué, y me invadía el desasosiego. Peor en cierta ocasión que permanecí en la AF más de lo acostumbrado, por el cine gratuito del miércoles en que pasaban Orfeo Negro. Cuando en una escena apareció el personaje vestido con traje de calavera me estremecí y supe que con la muerte iniciaba una relación también muy estrecha. Caminé apresurado y deseoso del calor que traía la bebida y no estaban, no había nadie. De las antiguas paredes juré que me miraba el esqueleto del carnaval y corrí.

 

Eran dos caseras con dos mesitas y ninguna silla. Por lo general, los parroquianos se sentaban en los bancos de la plazuela Granado. Yo elegía el pegado al portón de la iglesia, como un acercarme a la tiniebla del pasado siendo el lugar más oscuro. Poco sabía de la Colonia entonces, pero intuí que los murallones sabían más de lo que mostraban. En la parte superior se vislumbraba una ventanilla de alabastro, opaca, y me gustaba pensar que alguien observaba, desde atrás, desde la historia.

 

Viajábamos con frecuencia a la Argentina. A veces en tren. Y entre la llegada del ferrobus desde Cochabamba a Oruro y la partida del ferrocarril a Villazón, teníamos horas para pasear y descubrir. Frente a la estación, o casi al frente, estaba el mercado con apis deliciosos. Dicen que viene de allí, de la frialdad del altiplano y el refugio que esta ciudad minera significó. Pero el maíz nace en el valle, acá no crece nada, pensaba, y no se me ocurrió hasta hoy preguntar.

 

En Ejutla, Jalisco, bien temprano al alba, las viejas preparan atole con higo. Humean tanto que se diría hay niebla. El atole es a ellos lo que a nosotros el api. Solo que lo han sofisticado que hasta hay en sabores de distintas frutas. La masa de maíz retostado, mezclada con piloncillo (azúcar morena), agua y cualquier aditamento extra produce un brebaje espeso, en ocasiones más que la bebida nuestra. En el caso del atole de higo no lo preparan, al menos que yo sepa, con el fruto sino con las hojas bien lavadas, a las que hierven en el preparado, hasta darle un sabor muy especial.

 

Conocí el atole gracias a que Ofelia, entonces esposa de mi amigo Israel, ambos de la sierra de Guerrero, me preparó por mi cumpleaños uno de tamarindo. Lo trajeron a casa y por días gocé del sabor de un líquido que en verdad era una reliquia. Purepecha, nahua, zapoteco, no estoy seguro, aunque la palabra viene del nahuatl atolli.

 

Cuando manejo por Aurora, o ya a esta altura del siglo por cualquier zona de las ciudades alrededor de Denver, siempre miro los carteles de desayuno que con tamales ofrecen champurrado: atole mezclado con chocolate, síntesis que tal vez mejor que ninguna representa dos de los pilares de las civilizaciones mesoamericanas. Como beberse el Templo Mayor de un trago.

 

México, que nos quieren vender como la tierra del asesinato, es mucho más. Que la presencia de la muerte se palpa en la corteza de los árboles, no hay duda. Se podría decir lo mismo de España. En Ejutla, cuando los vapores del atole llenan el aire, es posible también percibir la tragedia. En un mango de la plaza principal, durante la Cristiada, ahorcaron a un cura que convirtieron en santo. Cristo Rey cabalgó por allí, y los campesinos todavía se persignan. Pero sobre la muerte se alza el sabor, y el humo, del que afirman las viejas se queda en el atole que cocido con leña sabe a él, atole de humo.

 

Mi peregrinación por el maíz tiende a ser larga y variada. Hago énfasis en estas bebidas que aunque distintas suelen ser similares, como toda la paradoja latinoamericana. Han corrido cuarenta años entre ambos extremos. Siempre que voy a Cochabamba mi padre me lleva hasta el api, y la memoria no olvida el delicioso api frío con limón que mi madre preparaba en casa.

 

Ofelia se divorció de Israel. De niño él caminaba en los ranchos de la sierra sin huaraches y con escuadra (pistola). La vida de Estados Unidos les enseñó y los distanció al mismo tiempo. Extrañará los atoles de su mujer en la comodidad de su casa con cable color. Porque hay cosas que no se pueden olvidar, ni para el chico que estudiaba francés ni para el otro que recogía piñones de las alturas. Y aunque el tiempo hace difusas las imágenes, todavía quedan sombras en la memoria, apoyadas en el convento a la luz de velas, mezclando apis de color como en alquimia. O vahos en los que otras sombras agitan largos cucharones de palo revolviendo el atole.

29/10/12

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Publicado en FONDO NEGRO (La Prensa/La Paz), 04/11/2012

 

Foto: Api con buñuelo 

Thursday, June 5, 2025

Semblanza de Solzhenitsin


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Una fotografía de Orel, otra de Riazán, los olores de Tashkent, la vieja Rusia, rediviva, recurrente, de mis sueños. Esta vez en la biografía fotográfica de Alexander Solzhenitsin.


Ha como tres décadas, cuando apenas se esbozaba la juventud, había cierta competitividad literaria con mi primo Jorge Soriano, mayor que yo. En sus manos vi, por vez primera, al gran ruso. Leía Jorge Pabellón de cancerosos, obra que muchísimos años después, me marcó la figura del autor de manera indeleble. Cuando Jorge avanzaba las páginas del Tom Jones, de Fielding, yo rebuscaba en los arcanos del romanticismo alemán. Cuando se adentró en las correrías juveniles de Enid Blyton, comencé a coleccionar y a vivir también aventuras, que alcanzarían un cenit inolvidable en la novela húngara de Ferenc Molnar: Los muchachos de la calle Paal, llevada al cine, con las viñetas -eternas desde allí- del viejo Jardín Botánico de Budapest.


Solzhenitsin caminó pausado en mi andar literario. El único, después del período revolucionario, que retomó mi amor por la literatura rusa. Hablo de un período que no incluye ni a Babel, ni a Sholojov, ni a Gorki o Fadeiev; pero con Solzhenitsin fue distinto: ahí estaba, incólume, el escritor ruso: era Dostoievski resucitado, Tolstoi, Goncharov, los grandes realistas.


El primer círculo
 me inició en su obra. Libro magnífico. Después fue puro entusiasmo que acunó gran dosis de nostalgia en sus Cuentos en miniatura. Había la paisajística de Gogol, al menos imaginaria. La largueza y la eternidad de la estepa, sólo comparable a los llanos patagónicos, a la interminable Kansas.


No se puede, ni se debe, olvidar al Solzhenitsin político, al del Archipiélago Gulag, para mí, en mi escasa juventud y conocimientos, la antesala de la gran crítica a la farsa soviética, la desmitificación de las ilusiones, el preámbulo que ya había ejercido Maxim Gorki en sus escritos "inoportunos", que posiblemente significaron su asesinato por el estalinismo y una parodia semejante a la de la muerte de Kirov con tendal de ilustres muertos. El Gulag solzhenitsiano denunció el horror escondido tras una cortina de espanto. No en vano Heinrich Böll afirmaba que a ningún hombre se le había echado encima, con tal magnitud, el poder del Estado como a Solzhenitsin, hecho que no cambió su actitud tranquila ante la vida, su rechazo al pasaje "de ida" -sin retorno- que le ofrecía la Nomenklatura. El escritor permaneció, silenciado a la fuerza, mas no inactivo. Rusia seguía creciendo en él, una Rusia que amaba y que vibra en sus páginas con la intensidad de los cuentos de Andreiev. Pabellón de cáncer se convirtió en libro de cabecera de mis veinte años. Prosa clara, discreta y poderosa, bella como un campo de abedules, terrible como ira cosaca.


Autor con mala suerte, rechazado e impublicado. Enviaba notas desde el frente, combatiendo a los alemanes, que le devolvían. Allí, en las baterías artilladas de Prusia Oriental, revivió su intento universitario de una tesis sobre la derrota del general Samsonov, en el mismo lugar en que lo arrestarían el año 45, por hablar mal de Stalin en cierta correspondencia con un amigo del frente ucraniano. Esa tesis, más todo lo escrito sobre el suceso, y sus pasos de prisionero en el sitio donde se desarrolló, culminarían la voluminosa y soberbia novela histórica Agosto,1914, de vívidos detalles y profunda humanidad.


Alguna recreación literaria lo acerca a Pasternak. Pintor maravilloso de la historia, devuelve sus pasos hacia los días primeros de la Guerra Europea, la catarsis que implicó para un país sobresaltado e incierto. Pronta vendría la desdicha, el desencanto; Solzhenitsin disecciona los acontecimientos que llevaron a la catástrofe rusa en un amplio espectro, incluido el militar. Las bases de Rusia estaban podridas. La inoperancia, la ineficacia del imperio mostraban al fin su faz, aunque ya la habían mostrado de modo vergonzoso en la guerra ruso-japonesa, donde un ejército de color derrotara la petulancia blanca de Europa.


Solzhenitsin valiente, que luego del discurso del poeta A.T. Tvardovsky ante el Vigésimo Segundo Congreso de la PCUS, decide sacar a luz Un día en la vida de Iván Denisovich, que el mismo Tvardovsky se encargaría de publicar y fijar su sentencia personal de ostracismo por las autoridades comunistas. Eran tiempos en que la palabra sólo podía expresar loas al Partido, donde escribir equivalía a subvertir... y leer lo mismo, a pesar de estar ya Stalin muerto.


Alexander Solzhenitsin vivió, en su adusta paz, siempre al filo de la navaja. El cáncer pareció destruirlo: "llegué a Tashkent como un cadáver". No lo logró, ni tampoco los ancianos jerarcas de la burocracia soviética, antítesis perfecta de la Revolución.


Leí un precioso libro, en inglés, de Solzhenitsin sobre Lenin en Zurich. Obra que desconocía, nos da otra semblanza del cerebro bolchevique, la oposición de la inteligentsia y revolución rusas a su "traición" de ser huésped de los alemanes en aquel ya mítico tren que se detuvo en la estación de Finlandia; la apropiación inteligente de las tesis de Parvus, el revolucionario "pequeño burgués" como lo recordarían los libros editados por Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú cuando éramos estudiantes.


Escribiendo estas líneas acuno una sensación de tristeza. Es tan efímero vivir, no poder permanecer en nosotros más que por un corto espacio temporal, las cosas que leemos, que vemos, recordamos. Todo se insume en un conglomerado amorfo donde van perdiendo su distinción. Y quiero recordar "mi" Solzhenitsin antes de convertirme en olvido.

03/05/2007


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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), mayo del 2007

Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), mayo del 2007


Imagen: Dibujo de Larry Roibal, sobre periódico, a la muerte del autor, 2008