Thursday, December 30, 2021

Al abrigo del frío


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

He soñado al amanecer extrañas apariciones de Frida, tonos mexicanos brillantes en una ciudad sombría en donde me escondía de un amor. Ella me halló y traía de regalo consigo montón de alebrijes y tallas zapotecas. Regresé a sus brazos, el color lo valía, azules y rojos vivos, tazas decoradas y humanoides de madera con sombrero charro y rostro calavera. He visto anoche a un padre y una madre, sin casa, arrastrando al hijo discapacitado en un carrito de supermercado. Eran las 12:52AM. Buscaban refugio para los cinco bajo cero a la intemperie. He pensado en Rulfo; Tonaya debe estar cerca ¿no oyes ladrar los perros? He pensado en Eneas y su padre Anquises.

 

Respondo cartas, leo el ensayo de un amigo sobre las páginas de un libro mío. Al leer mis propias citas no es que me desconozca, pero aquel que las escribió no existe. Muerte a diario, renovación, no se necesita cambiar de ideario, solo burilar el metal bruto de nuestra mente e ir por tantos caminos posibles que nada haya intransitable o insalvable. Repaso las líneas de una mujer de Poltava y busco claves secretas entre las líneas. Me he puesto de tarea las memorias de Milovan Djilas, los extraordinarios pasos de la revolución yugoslava, la esperada decadencia de la fe y la costumbre del poder. Stalin, Zhdanov… Tito.

 

La temperatura sigue bajando. Estamos en negativo. Si no hay urgencia no saldré hasta la noche hora del trabajo. Dedicaré el tiempo a compilar, a escribir, al cine. Hemos tenido hasta ahora poca nieve pero comienza a cambiar, cualquier humedad se convierte en hielo negro que suele abrir espacio hacia el horror. En su tiempo amé los árboles blancos cubiertos de cristales, la claridad con el manto de nieve. Pasó, los huesos sienten la diferencia. Ahora utilizo largas botas protegidas, no ya pies descalzos en tonto alarde de falsa hombría para palear la nieve del camino. Quizá me he vuelto precavido.

 

Desdoblo el papel en que anotaba, en un warehouse casi vacío, deprimente, con una viejita enana y jorobada, con Covid además, tosiendo y durmiéndose en la silla mientras el hedor de sus pañales sin cambiar por días inunda el aire detenido, caliente. Afuera trece grados Fahrenheit. Recuerdo veinte años atrás, un lugar similar, con decenas de trabajadores mexicanos, rusos, kazajos, codeándose para hacerse espacio. Otra época, era de dinosaurios. De eso queda la triste enana que vaga entre los carros de aluminio y espera morir aquí, donde al menos hay dos personas, y no en casa donde no queda ninguna.

 

Dice la nota: Arrecia el frío. Llegará el día en que despierte solo para tomar mi lección de ruso. El tiempo del trabajo animal ha terminado. Tarde, pero me emancipé. Son las once post meridianas. Mensaje de la Dama Búho. Le comenté lo bien que se siente apalear a los cabrones. Qué otra mejilla. Directo al rostro, corto al hígado, un poco de swing para recordar al gran Alí, y toma, izquierda derecha, cabezazo, rodilla, penal pateado con cabeza de pelota. Si aprenden, quién sabe; si mueren, mejor. A raíz de un texto suyo en que destroza a una vendedora de zanahorias que la ha atacado. Não tem sangue de barata, me gritaba la esposa mientras me sacaba los ojos. Desde entonces vivo en la esquina, con gafas negras, rogando misericordias. Ella tenía razón. No hay lugar para sangre de barata.

 

Iba a seguir pero chirriaron los frenos del camión, se abrió la puerta metálica, entró frío casi igual a humo y ya solo querer terminar rápido, llegar a casa, desnudar las piernas, hervir un limón, algo de noticias (hasta ahora no mueren Trump ni Castillo), una pizca de cine, ojos cerrados hacia la orina matinal y revisar el correo y qué depara el hoy en este país de jorobados enanos, cagados, ancianos y solitarios.

 

Minuto tras otro, acumulados. Todavía me falta una carta, no de amor (pensando en Shklovski). ¿Qué contaré en ella? Que corrí hasta exactamente las cinco menos diez de la mañana, herví un limón, comí una galleta, vi cine, dormí y desperté. Frida se había ido ayer. Me dejó las muletas. Somos ambos alumnos del parvulario de la desdicha.

 

Tres cincuenta y nueve, comienza a oscurecer. La casa de 1900 silenciosa, parece que nadie hay, que hasta ratones y fantasmas la dejaron para mí. Cuando salgo y cuando llego cruzo por las sombrías escaleras que llevan a pisos dos y tres. Alguna vez bajarían enjoyadas damas a sonreír palpando secos cueros cabelludos arrebatados a indios desnudos y feroces, una cosa antes que la otra. Denver era la urbe de la conquista entonces. El rubio asesino Custer paseaba por sus salones, lo mismo Buffalo Bill, y Chivington matador de mujeres en el arroyo de arena, Sand Creek, no tan lejos de aquí. Mujeres cheyennes y arapahos. Niños cheyennes y arapahos. Mucha sangre. Chorrea por las gradas, por la alfombra carmesí, la escucho gotear creyéndola lluvia pero no. Demasiado líquido espeso que se coagula. Parece api enfriado, de maíz morado sin mezcla. Me cruzo con estos espectros, los siento devorando migas de pan oscuro de los Alpes, bebiendo de la pila que se deja gotear para que no se congelen las cañerías. El músico brasilero Raul Seixas canta As Profecias, Judas y Mata Virgem.

 

Hablando de ellas, escribiré a Irina sobre su rostro de virgen de Filippo Lippi en cabello oscuro. Le diré que viene del Quattrocento, que la retrató el carmelita y quedaré bien. No sé si ella irá a la enciclopedia para saber de qué hablo o se quedará contenta con la mentira. La información es un arma que sirve hasta para el amor.

 

De música diré que Wagner sigue sin encandilarme, que algo suyo me intriga y gusta pero que en general no va con mi carácter. Dos amaneceres que paso con él en el auto, cuando no hay distracción. Y nada. Seguiré con Rachmaninoff. Su estatua de pie en Novgorod la Grande. Invierno y en su sombrero se acumula hielo, sólido algodón entre báltico, escandinavo y ruso como es todo aquello por allí. Vuelvo siempre a lo popular, el origen de todo, en Bach y en Bartók.

 

Mixturada tarde que semeja carnaval nórdico. Vendrá el sonriente San Nicolás o el maligno Santa Claus de los fineses, el que gordo queda de tanto devorar niños y se mimetiza como una montaña hasta el momento de la natividad. Lo digo por haber visto demasiado cine y aprendido poco y recordado mucho. Memorioso el hombre, y poco analítico. La emoción penetra por debajo del portón de entrada y llega a los pies. Tiempo de subirme a la silla y de colgarme del cable eléctrico. Como Tarzán, no convicto ejecutado. Para saltar a la terraza y luego al mar, al bote de remo rápido que vuela hacia Samoa, hasta Stevenson y Schwob.

29/12/2021

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Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Cuadro de fondo de Armando Ferrufino Poggi

 

 

 

 

Wednesday, December 29, 2021

Los universitarios en la novela MUERTA CIUDAD VIVA: Revolución, alcohol y eros


CARLOS CRESPO FLORES/INCISO UMSS

 

El año 1982 la dictadura militar había caído y se habían recuperado las libertades democráticas, traducido en la asunción de la UDP al gobierno, una amplia coalición de comunistas, nacionalistas revolucionarios, guevaristas. La universidad era una ebullición de ideas, grupos políticos… y mucha “chupa” donde se hablaba de la lucha de clases y la revolución. Es en ese ambiente donde se mueve el protagonista de la novela Muerta ciudad viva, el alter ego del escritor Claudio Ferrufino, en ese momento estudiante de la carrera de Sociología.

 

En otro artículo señalé que la novela es una etnografía cruda y apasionada de la ciudad y valle de Cochabamba, de su ecología y cultura. Un aspecto que el presente texto busca mostrar, es el hábitat universitario de San Simón en el periodo retratado por la novela, pues hay aspectos de la cultura política universitaria que continúan hoy. Por otro lado, la conexión política, alcohol, mujeres en la vida universitaria, se despliega a lo largo de la trama. Al mismo tiempo, se evidencian aspectos del pensamiento libertario de Claudio, tema que espero tocar en otro escrito.

 

En Bolivia el autoritarismo, la corrupción y el racismo, son rasgos que atraviesan las relaciones sociales, el Estado se ha estructurado desde este horizonte, y sus crisis políticas han tenido este sello. La madre de nuestro protagonista lo sabía. De origen argentino, había llegado “muy poco tiempo después de la revolución” (de 1952), bajo égida del MNR. Y su diagnóstico es pesimista, que sin duda influyó en la formación del hijo:

“(la revolución)… no fue tal, sino un replanteo de las jerarquías. No estaba la libertad en juego; era el cambio de amo. Lo sentí de esa manera. Los mestizos letrados, igual que antes los otros, con un discurso semi-progresista se encaramaron y construyeron una dinastía de cimiento endeble. Si en el pasado era el miedo del hacendado y del cacique, ahora era al Partido y sus burócratas. Y una sarta de cipayos convertidos en dirigentes que acumularon mando y supieron hacer sentir su poder. (pp. 37-38)”

 

Ella venía de la Argentina peronista, otro experimento populista dictatorial. Las afirmaciones que realiza son fundamentales para entender la actitud anti política de nuestro protagonista: la revolución del 52’ solo fue un cambio de amo, esta vez hegemonizado por el “mestizo letrado”, pero sin lograr estructurar un país, y por otro lado, las autoritarias burocracias partidarias como los nuevos caciques. Esta visión pesimista del 52’ es disidente de la mayoría de las lecturas académicas y políticas, principalmente desde la izquierda.

 

El día que la UDP llega al palacio de gobierno, nuestro testigo recuerda que en los kioscos de la Cancha y avenida Aroma (esa época considerados locales “de remate”, “cuando no queda otro lugar para continuar bebiendo” (126), celebraban con una “cantinela de borrachos festejando el advenimiento de la controversial democracia” (126): “Viva el Movimiento, viva Villarroel[1], Hernán Siles Zuazo ya está en el poder… Con antifaz, sin antifaz, muera el Mono Paz”, vociferaban los borrachos.

 

El escritor reconstruye una imagen de ese momento, de auge izquierdista, y que visualiza también el estilo de socialización de los borrachos en Cochabamba:

Vivas y mueras se sucedían. Borrachos que lloraban, borrachos que meaban. Los había que daban discursos y catedráticos con aires de perdonavidas. Para esto hemos luchado ¿no, joven? Seguro, seguro, les respondía, ch’allando con unos y con otros. La derecha había escondido el hocico en agujeros. No paseaba por allí” (126)[2].

 

Bolivia, a principios de los 80’s, era una sociedad altamente politizada, y la universidad el espacio por excelencia del debate ideológico izquierdista. El hábito principal de los estudiantes universitarios era la “chupa”, momento de plática, debate y hasta pelea por estos temas. El protagonista recuerda que en las chicherías alrededor de la UMSS “se hablaba de revolución. Cómo no; en esos lupanares del trago se discutía el fin del mundo. Se vivaba al tío Ho y al Che, cuchillo, cuchara, que viva Che Guevara.” (97)

 

El gobierno de la UDP, junto con la recuperación de las libertades democráticas trajo esperanza de la posibilidad de una transformación social, en el país y en la universidad, para buena parte de la población, incluyendo la clase media “progre”. Nuestro héroe y sus amigos wajtakus[3], conviviendo con los pobres y marginales de la ciudad, no lo creían así:

“No cambia. Y hablando del futuro, entre nosotros somos pesimistas de que algo vaya a cambiar. En la universidad por el entorno febril de los estudiantes a ratos creo que sí. Pero andando por el barro y oyendo a borrachos o moribundos farfullar en los callejones estoy seguro de lo contrario. (107).

 

La efervescencia política de entonces en la UMSS, conviviendo con el fracaso académico, podemos imaginarla en esta descripción de las paredes en el ingreso por la calle Jordán, junto al comedor universitario:

“Cartelones de toda índole presentan candidatos para mil y una elecciones. Marx, Lenin, Trotski, rostro pegado a rostro, dan prueba de la vitalidad de la Cuarta Internacional. Un Che eternamente joven (jamás nadie podrá hablar de un Che viejo) va quedando cubierto por propaganda de diverso tipo. Mayormente política, pero también de cursillos de computación, kermesses de beneficio, y anuncios de clases de recuperación de matemáticas y física para los que se aplazaron en el examen de ingreso” (82).

 

A pesar de ello, por los amigos, solía involucrarse en la movida política universitaria, “de preparación de charlas y manifiestos, cosas que me cansaban sobremanera pero que a veces no lograba eludir” (181). Pero, desconfía de los liderazgos políticos universitarios, que buscaban articularse al Estado, se distancia de ellos, pues lo de él es vivir poéticamente:

“Hombres ilustres, según decían, poblaban nuestro entorno universitario. Cada quien aspiraba no menos que a la presidencia, o a un martirologio del cual se hablaría por generaciones en los libros. Yo seguía siendo un poeta despistado, que escogió una carrera de análisis para ver si domeñaba el martirio de sus fantasmas” (15).

 

O cuando está en un banco frente a las oficinas de la FUL (ingreso por la calle Sucre). “Miríadas de estudiantes pasaban delante de las oficinas” (92), pero él “estaba allí no porque participara del embuste que siempre han sido izquierdas y derechas, sino porque quería leer a Joyce en paz” (92).

 

Ironiza con humor la pulsión revolucionaria universitaria. Durante un matrimonio en Cliza, homenajea las virtudes musicales del director de la banda que amenizaba la fiesta: “Notable, carajo; notable maestro!, le increpé casi a gritos. Nos abrazamos… beso ¡en la boca, carajo!, culminando el precioso encuentro de los jóvenes universitarios con su pueblo” (16).

 

“Encontrarse con el pueblo”. Ferrufino pone en evidencia cierta “p’ajpakería” discursiva revolucionaria, de la izquierda partidaria de la época (otro aspecto que no ha cambiado), así como la rara disciplina partidaria de los militantes de izquierda universitaria, con quienes el escritor compartió copas y excesos, con su doble moral de comportamiento:

“Si la revolución dependiese de las reuniones de charla política, de formación de cuadros, ya nos habríamos distribuido la herencia de Lenin. Se comienza, compañeros, con la necesidad de la lucha. Los troskistas del POR se irritan pero levantan la copa y brindan. El remanente de los “elenos”, el fatídico Ejército de Liberación Nacional, repite la cantinela de volver a las montañas donde murieron de hambre. Que es interesante no hay duda, y parte de la tragedia del país. A poco del alcohol ya hacer efecto, los cuadros revolucionarios buscan escenas más mundanas: una hembra, un macho, revolcarse y teorizar acerca de un polvo como si de la Internacional se tratara” (158).

 

En otro matrimonio al cual asiste con su enamorada y amigos, observa que a la fiesta “asistió la crema de la revolución social. Se reunieron los inteligentes e inteligentemente conversaron en altas esferas de pensamiento” (181).

 

El ambiente de los locales a los que acudían los amigos, normalmente cerca de la universidad hacia la Cancha, retrataban la pobreza, machismo, así como la estética “trucha” de la ciudad entonces (hoy con matices se reproduce):

“Mesas de fórmica imitación de mármol. Sillas cubiertas igual, endebles. Mujeres en bolas o con bikini ofreciendo cerveza en los carteles. Bebidas “de lujo” detrás del mostrador, un polvoso whisky, singani San Pedro. Vino dulce porque los bolivianos ni idea de vino tenían. Cerveza que beben los oficinistas, tragándose la comida de sus hijos. Y los jóvenes como nosotros con chicha. Tan cerca de la revolución…” (40).

 

En las borracheras estudiantiles suele haber un “padrino” amigo, que financia la sesión de alcoholismo. Son códigos de solidaridad básicos en un grupo de afinidad. En la novela, uno de ellos es Raúl, docente universitario, con quien se reunían “en el Anexo América”,… cuando… cobraba en la universidad” (122).

 

Como hoy, la universidad de ese periodo era una salida al desempleo juvenil y a una sociedad no future, además de medio para conocer el alcohol y otros excesos:

“Ninguno trabaja. Si quisiéramos, tampoco. Matamos las horas con picadas de fulbito. Estudiamos en la universidad ¿qué joven boliviano no lo hace? La universidad como colchón de aire que amaina el golpe de encontrarse con un país sin opciones. Venga, a por alcohol, que otra cosa no hay que hacer.” (55).

 

En los 80’s Cochabamba era una sociedad donde la precariedad de la educación tornaba que los titulados de la universidad tengan un status especial, principalmente para los sectores sociales populares. En los abogados es muy evidente esta búsqueda de poder y status. En una chichería, cerca de los juzgados, “a cuadra y media de la plaza principal”, observa clientes diversos, “el cargador del mercado con una jarra pequeña de chicha y los ojos vidriados”, pero también

“el licenciado entre licenciados, con cerveza y botellas de San Pedro, caído por el alcohol en el segmento de clase que quiere olvidar y de donde proviene la mayoría. Yo no soy chusma, repite, soy doctor universitario, pero se le vidria la mirada igual a la del paisano en ojotas y pantalones cortos, con lazo en bandolera para que lo cargue la muerte esta noche de helada como un bulto cualquiera” (64).

   

Señala que “los aprendices de doctores, o ya en posición de poder, dirimían el futuro en torno a vasos de cerveza yculitos’” (168). En otra escena, están con un amigo abogado, funcionario de DIRME, quien les ofrece chupa y chicas, gratis. Los lleva a un local que opera como putero. La dueña, que lo conoce, “se mueve de un lado a otro, cuchichea a sus muchachas y algunas con disimulo se marchan. Chiquillas de quince o dieciséis, huidas o robadas de sus familias en el Beni, con rasgos nativos, yuracarés, mojeñas” (103).

 

Y el diálogo entre el abogado y la dueña es sabroso, ilustra la corrupción estatal, la importancia del status de abogado, los discursos con los que se legitima la prostitución. El abogado “abarca de reojo el panorama y luego de la comilona le detalla a la dueña el número de menores de edad que allí trabajan de putas. Emite un discurso de moral y la necesidad de cambiar las estructuras del país, afianzar la educación, permitir el libre acceso a las universidades y proveer de trabajos que permitan la subsistencia” (103). La señora responde

“pero estas chicas vienen a rogarme que las acoja. Si como madre para ellas soy. Les doy cama y comida. La mayoría tiene niños de pecho que no pueden alimentar. Sus novios las abandonaron luego de embarazarlas, los padres las expulsan, los padrastros las abusan. Qué quiere que haga yo, doctor, también tengo un corazón.

 

Claro, claro, hija (le dice hija aunque es treinta años menor que ella), comprendo, pero yo estoy obligado a presentar un informe, que de resultado tendrá la clausura de tu local, multas y en algunos casos la cárcel.

 

Doctor, doctorcito, no me haga eso. Y él replica, no estoy solo, acá los señores son agentes de investigación de la oficina y no puedo obligarlos a ceder como presumiblemente lo haré yo que la entiendo.

 

Ese no es problema. Han llegado muchachas profesionales del oriente y a ellas les gustaría entretener a los doctores. Lo único que le pido es que no cerremos el local. Ustedes dispondrán de bebida, comida y muchachas por el tiempo que deseen, mientras nosotras seguimos ganándonos la vida.

 

Y así, de pobretones pasamos a leguleyos, investigadores, agentes de la moral. La borrachera rebalsa. Agradable sabor de la cerveza, tan diferente al espanto de la chicha” (104).

 

En otra farra, los escandalosos jóvenes recordaran “la incursión de la noche anterior en el lupanar. Irónicos, reímos de nuestros títulos universitarios, como si uno se pasara las horas y devorase los libros para conseguir un culo de alquiler” (169).

 

Sin duda, en el imaginario popular, inscrita en la memoria larga colonial, el universitario licenciado tiene un status especial, como un medio de ascenso social: “así no se tuviera plata, se caminara mendigando licor o pan, los universitarios se consideraban una casta apreciable. A muchos les gustaría ofrendar a sus hijas a los brazos de profesionales por venir, tal vez el único camino de movilidad social disponible” (171). Como el utilero del Wilsterman, quien, en una hilarante sesión alcohólica, ebrio, “comenzó a llorar y terminó llorando. Destacó que era un buen padre y que la joya de su hijita sería para el doctor, con quien ansiaba emparentarse. Salud, salud. Brindis por el Wilstermann, por la revolución, la belleza de la muchacha y la prestancia del doctor. Viva Bolivia, carajo. Viva la patria” (169).

 

Esta servidumbre voluntaria con los abogados, Claudio lo atribuye a “la historia, las taras de la esclavitud, la idolatría venida desde los españoles sobre titulación y doctorado” (169). Para los “despreciados, detestados, pobres estudiantes”, debido a su origen social (siempre) tenían otros debajo suyo, “en su debajo”, anotaría la jerga popular” (168). Esta vida, “en mezcolanza como en un potaje híbrido, a veces incomprensible pero desentrañable” (168), se explican, nos dice el autor, “según las condiciones particulares del país” (168).

 

Pero, la movida revolucionaria universitaria facilitaba a nuestro héroe y sus amigos a seducir chicas estudiantes o sus amigas: “Ya nos habíamos echado unos tragos, bien de mañana, y cantábamos revueltos canciones de revolución. Al menos la revolución traía hembras, delicadas, dadivosas, lindas, creativas.” (14). Una de las enamoradas del protagonista era universitaria y casada. Recuerda que el esposo la llevaba a su casa, “confiado en la patraña estudiantil juraba que aportaba su granito de arena a la revolución mundial” (19). Es un raro caso donde es la mujer quien “pone los cuernos”, cuando en la cultura machista de la ciudad generalmente opera al revés, incluyendo los entornos políticos de la izquierda local, donde se mueve la novela.

 

Ferrufino, a través del protagonista, es muy crítico de la juventud de clase media de entonces, particularmente mujeres, que jugaban a la revolución mientras eran estudiantes (su “ida al pueblo” llama Claudio), para volver al guión social pre establecido, luego de egresar:

“Yo miro a una muchacha universitaria extasiada del ambiente. Esta mierda significa su ida al pueblo. Dormirá mejor creyendo formar parte de una élite pensante y destinada a mandar. Abrirá las piernas a otro compañero de clase de origen dudoso. Con ello volverá a sentir que sus pasos en la vida tienden a memorables, que habrá conocido el vientre de Leviatán y lo habrá deglutido antes de que el monstruo la devore.” (108)

 

A una de sus novias “le gusta la mierda esa de los revolucionarios” (156). Él también se autodefine como “villista y guevarista”, pero está claro que estos rituales son “un mero atajo hacia un arribismo descarado, amén de mujeres y prestigio”. Desconfía de sus capacidades revolucionarias: “dudo que alguno llegue a empuñar otra arma que no sea su miembro para mear; incluyo a las mujeres. Arte del pavoneo. Bebida gratis. Promiscuo equivale a socialista en esta jerga universitaria” (156-159).

 

Y, como seguramente buena parte de los jóvenes universitarios, el campus universitario también se torna en el lugar de la separación amorosa: “Me avisa un día que retorno a la universidad luego de haber perdido ya el semestre que hubiera sido hermoso. Y me deja una carta que habla de sueños, de mi pecho joven, de las mujeres del porvenir” (120). O el tormento que sufre cuando la amada, con quien ha roto irremediablemente, no solo ya no le contesta, y se lamenta “pasarás a mi lado en la universidad ignorándome” (120). Ser ignorado, es lo peor que puede haber, y el protagonista de la novela es muy sensible a ello.

 

Posdata

A la morgue por borracho

La Facultad de Medicina se ha preciado que sus estudiantes realizan sus prácticas en seres humanos reales, en la morgue del hospital Viedma. En el imaginario de la ciudad no es el lugar más apreciado, por el contrario, es símbolo de tristeza y tragedia. Ello a propósito de una reflexión que hace la madre al protagonista por beber en los extramuros de la ciudad: “sentencia que un día sucederá en serio, que me maten, y no aparecerá nadie a recogerme y enterrarme. Acabarás disperso en las mesas de los estudiantes y alguno usará tu calavera de pisapapeles. ¿Eso esperas para ti?” (27).

 

El auto ruso

Cuando la dictadura del Gral. Banzer, en la década del 70’, se realizaron extraños convenios con la entonces URSS, entre ellos de apoyo a la minería. Bajo este paraguas, llegaron cientos de jeeps rusos, como el que describe el autor, mientras una docena de estudiantes “entusiasmados” van a un “matrimonio indígena” en Cliza (más bien campesino, no? Pues Cliza es zona de colonos y piqueros vallunos):

“El jeep UAZ, ruso, traído desde las minas de Potosí, porque los rusos estaban allí en las afueras, en un complejo minero, cargaba con al menos una docena de nosotros, estudiantes, entusiasmados, partiendo de una casona de la calle Antezana, muy cerca de la Universidad, hacia un matrimonio indígena en Cliza” (14).

 



[1] En realidad es “gloria a Villarroel”.

[2] Aprovechando el “tiempo de revolución…, dado el tumulto”, se robó “de las anticucheras, de las pilas de apanados y chorizos que levantan con maestría, perros calientes que devoré fríos para apaciguar el estómago resentido por la mezcla de maíz, cerveza y farmacia” (126).

[3] Quechuañol. Viene del quechua “wajtay”, golpear. Para hacer referencia al hecho que los borrachos, al beber golpean los vasos con la mesa.

Friday, December 24, 2021

Velos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Escucho un disco que compré en Tower Records, Washington DC, en 1989. Canto del pueblo de Italia. Comienza con Bella Ciao y sigue con una bellísima Cade l'uliva. Triste. Llueve aquí, en Clarkson Street. La muerte ha estado activa para festejar la Navidad. Llueve sobre Denver. Cielo encapotado, cielo color de ratones. Separo un par de vinos, un rioja y un tempranillo, para salir. Supongo el último diciembre aquí. Lluvia. Mujeres italianas cantan: amore, vita, rivolta. Sorbo un brandy sin quererlo. Santo Antonio dice la canzone. San Antonio que robé en una iglesia de provincia para rogar un poco de amor en un cuarto de Aranjuez, casona estilo español, sin reja. Mis pasos profundamente marcados en el barro que lleva a la ventana. No paso por allí por treinta años, o cuarenta, concreto descansará sobre huellas tembleques de pluvioso amante. Empujo la ventana, vistes un largo vestido negro. No llevas ropa interior. Lo abres, bienvenido, benvenuto. Ese libro que me mata, diría Bataille. Lo leo, lo releo, bebo del cáliz, grial non sancto. Luego te esfumas, se te tuercen los dedos según las líneas de El Bosco. Nos vamos poniendo viejos. La música no. Los cirios están encendidos para sosegar el tráfago que tocó vivir. Edvard Munch, hoy pareces un cuadro de Munch.


Balalaikas, bouzukis, bandurras y mandolinas acompañan el entierro. Una mujer de cabellos rojos que conozco inicia el baile mortal con pases de acordeón. Me gusta cuando respira el acordeón si has escuchado al acordeón respirar. Suspiros, gemidos, llantos, insultos, ruegos y bienvenidas. Cae lluvia de pena, se hace hielo la desdicha, cubre el pasto asesinado por el invierno. Un público aplaude, se baila en algún lugar, en el disco se baila y sin embargo por la ventana asoma color plomo. Amore mio… y sigue sin entenderlo yo. Ragazzo mio, dice. Un amor que se va lontano e io ti amo, supongo que se escribe así. Mamá, papá, dónde andarán, por qué no vinieron a la fiesta. Encima de la mesa hay olorosos membrillos y pimientos naranjas. Cortan perejil y por el aire vuelan brisas de guiso, de hogar, nostalgias de perejil, de hinojo.

24/12/2021

Sunday, December 19, 2021

Sodade


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Ligia Ferragutti no sabía sambar. Decía. Pero yo que he sido mosaiquero, picapedrero de mármol, me sorprendí cómo en un mosaico de treinta por treinta, lo hacía con arabescos y lujos. No sambaba una marchinha de carnaval de su tierra, sino Petit Pays, de Cesária Évora. Yo, andino de articulaciones anquilosadas de origen, me detuve a contemplar hasta quedar mareado al no saber ya más qué pierna era cuál. Me sucedió otra vez en mi primera visita al bar Connection que administraba mi amigo Ronald en Washington DC. Tiempo de salsa clásica, destacábamos los bolivianos porque apenas los brazos movíamos mientras los centroamericanos y caribeños hacían pases de magia con el cuerpo. Opté por sentarme y definirme por el deporte nacional del trago. Gran pretexto: yo no bailo, bebo, y si alguna conmigo quiere estar, que se siente.

 

A Petit Pays le sucedió Sodade, también de ritmo sensual algo lento, exigente sin embargo en la sutileza del movimiento. Esta canción se convirtió en nuestro mito en la Cochabamba de los años 96 hacia el milenio. La bailamos cuando se esperaba que el mundo se hundiese en pedazos (en el Café Fragmentos). No venía Almanzor, como en el año mil, a terminar la vida. Se urdieron historias del fin. Familias y amigos se reunieron para aguardar el juicio. En el Café tocamos A baratinha, en burla al destino, y nada sucedió sino que nos embriagamos, y, hacia el amanecer, aquellas piernas blancas movedizas quedaron quietas, exhaustas de lujuria y no de muerte. Así pasó el dos mil. Pero la existencia cobra, no derrumbó edificios entonces, no cayeron las tejas coloniales que se balanceaban en el cielo azul cochabambino, lo duro vino después, cuando lo efímero del llamado amor se evaporó con rapidez de alcohol de farmacia. Aguantó, lo alargamos, lo renovamos de vez en cuando en fiestas tocando Sodade, pero hasta Cesária Évora estaba muerta y ni flores llevamos hasta la tumba de la diva descalza y desdentada.  

 

Nombres que se barajan en un tarot predispuesto, a pesar del optimismo del I Ching que Picha leía en la mesa del fondo, en querida cleromancia que traía alivio y esbozos de esperanza. Para mí la música lo es todo. Paso el día y los días escuchándola, desde Etta James al renacimiento italiano. Los discos de la grande de São Vicente se hallaban en primera fila. De a poco recularon y se escondieron. Sambar se hizo actividad de olvido. De aquellas parejas que se sentaban en el Fragmentos, con una Huari o cachaza con limón, no queda una, que yo sepa. Beso y toqueteo abandonaron la escena o cambiaron de interlocutor. Qué decir, qué pena, parecían tan bien, lo siento, casi es morir, lo sé, ojalá nunca me toque. Pero vino, a todos, y en algunos casos almas en pena vieron su pasado irse, literalmente, al panteón. De allí no hay retorno; el alivio a veces viene en forma de compadecerse uno mismo alegando que si no es conmigo con nadie, descansa en paz. No fue, gracias, mi caso. Todavía podemos, todavía queremos, sambar, y si bien necesito mosaicos de un metro y medio por otro lado igual, no los treinta de nossa Ligia de Socorro, ganas ni piernas me faltan. Con los años he derrotado algo de esa contextura de roca de mi raza que me convertía en inerte, y, aunque sea por actividad intelectual y no por característica física, se me da la cumbia sonidera, la colombiana, con soltura. Para el perreo no, eso de observar espasmos de perro viejo rompe la estética.

 

Cesária Évora cantaba en el Paramount de Denver. Con africanos; a sus músicos cubanos no les permitieron entrar al país. Se bailaba en los pasillos, se derramaba cerveza desde los vasos de plástico. Cerveza amarilla “normal”, alguna oscura. Se bailaba en la antesala y casi en el escenario. Ella, descalza, dijo algo con voz cascada y bajó un aguardiente. Prohibido fumar. Encendió un cigarrillo. Otro aguardiente, y se soltó con Sodade. Ese momento antiguo trae tanto a la memoria. Si anotase la lírica sería romper el encanto, la magia que tuvo nombre de mujer, brazos de mujer, ojos de mujer y ojos en el pecho. Nadie quita lo bailado. Nada lo quita, por más ineficacia danzante que se tuviera. Importaba el espíritu, aquel café-bar con cajas vacías de madera amontonadas en pared. La luna brillaba entre casas de colonia cortadas en dos. Shots de vodka y tequila. Nunca llega la mañana… como titula una novela de Nelson Algren. Boxeadores polacos en ella y en nosotros Brasil Bolivia, los Rolling Stones, Leonard Cohen, Dylan, Chico y una caboverdeana que en su tiempo no tuvo ni para comprarse zapatos y supo que descalza se baila mejor.

 

Murió hace diez años, un día como anteayer. Busco en el fondo y no encuentro sus discos autógrafos. Me conformo con el internet y gozo, claro, porque aunque parece que la muerte es definitiva no mientras recuerdo. En el invierno de diez bajo cero tu sensualidad corroe barras de hielo, derrite el espanto.

 

Ta-hi!
Eu fiz tudo
Pra você gostar de mim
Ó meu bem
Não faz assim comigo não
Você tem, você tem
Que me dar seu coração

 

Tahi. Carmen Miranda. Orquesta de Ari Barroso. Venía del carnaval de 1930. Como si fuera hoy. Sodade, siempre… “Petit pays je t'aime beaucoup”. A sambar.

19/12/2021


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Fotografía: Con Cesária Évora y mi hermana Alicia, Denver

Friday, December 17, 2021

La historia del falso Dimitri


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Recurro a Eisenstein, a su Iván el Terrible, para situarme. El director supo captar la esencia de la época con sus claroscuros y los rictus de los personajes que semejan estados de locura y condenación.

 

Este Iván, príncipe de Moscú convertido en primer zar -envilecido por la historia y rescatado por Eisenstein dada la coyuntura (Rusia se hallaba invadida por los nazis) que llamaba a la unidad-, representaba un urgente antecedente patrio. Stalin para quien la idea "nacional" debía ser hasta ofensiva lo aprovechó, permaneciendo como líder gracias a la guerra patria, a la exaltación de los valores nativos. La campaña contra Alemania venía de antiguo, de cuando Alexander Nevski señalaba a la Orden Teutónica como el enemigo principal, a pesar que los señoríos rusos debían obediencia a una ocupación extranjera, la mongol. Iván, mal llamado el "terrible" según lingüistas que aseguran que el vocablo que lo califica debíera traducirse como "temible", instó y luego obligó a su pueblo a fortalecer el país. Descendiente del vikingo Rurik y de Nevski, trató, de manera brutal las más de las veces, de consolidar Moscovia -y Rusia- como una potencia respetable. Lo consiguió a medias pero sentó bases que se definirían con amplitud en el futuro.

 

Iván tuvo un hijo, Dimitri, que pereció en circunstancias no claras en Uglich, a orillas del Volga, en 1591, a la edad de nueve años. En 1603, siendo Boris Godunov zar, un joven ruso al servicio de la poderosa familia Visnowieski en Polonia, revela ser Dimitri, el difunto zarevich. Desmentido por muchos, establece sin embargo una convincente historia para un grupo de magnates polacos arruinados que ven en él posibilidades de ganancia. Dimitri llega hasta el rey Segismundo e inicia una relación inconclusa, dubitativa, a ratos incongruente con la república polaca. Notables con influencia lo apoyan mientras otros lo consideran peligroso por los riesgos que conlleva en el trato con los vecinos orientales.

 

Son los cosacos del Don, y luego los zaporogos, junto a un contingente de caballeros polacos voluntarios los que acompañan a Dimitri en su campaña de reconquista del trono de "su padre", expedición que saliendo de Sambor, en la actual Ucrania, culminará en Moscú con la entronización del dudoso heredero quien reinará efímeramente entre 1605 y 1606. Para lograrlo se ha convertido al catolicismo a escondidas, mantiene correspondencia con el Papa y se asesora con sacerdotes jesuitas duchos en lides políticas y engaño.

 

Cualquier libro que trate del tema, incluido Pushkin, aporta interesantes detalles de la conquista del poder, aunque la veracidad de la historia de Dimitri jamás haya sido determinada. Podía ser hijo de Iván, primogénito del Terrible, o el verdadero zarevich. Se han urdido versiones disparatadas tanto como sensatas. Se dijo que era un monje de la pequeña nobleza amparado por los Romanov, un títere que fuera causa de la desgracia de esta familia con Godunov que los condenó al exilio.

 

Lo importante de estos años problemáticos, del corto reinado del "falso" Dimitri (terminaría asesinado en los festejos de su boda con una dama polaca), es que prefiguran la Rusia posterior hasta 1917. Dimitri, igual que su supuesto progenitor, ataca el oscurantismo de la tradición rusa, la iglesia ortodoxa, la superstición popular. Ambos, con Pedro el Grande después, vislumbran la necesidad de una ventana al Báltico, comercio con Inglaterra, apertura del largo encierro patrio. Enfrentar a la nobleza y al clero causó su fin, más que la validez de su origen.

 

Al pretendiente le sucedieron otros; aparecieron por doquier y algunos pusieron en vilo el control de los boyardos y el zar. Estalla entonces la primera revuelta popular de la cronología rusa, la de Bolotnikov, mientras los Romanov, rescatados del exilio por Dimitri, terminan coronándose en la testa de Miguel Romanov, 1613, con apoyo cosaco y como salida a un país que parecía desmembrarse.

26/04/2005


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De ECLÉCTICA, volumen 6 Obra Completa, Editorial 3600, 2019

 

Tuesday, December 14, 2021

Canción de negros


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Esa voz que une el cielo y el infierno, decía de Louis Armstrong Philippe Soupault. Pienso en los negros del mercado de abasto. Sweet Pea que cargaba de mochila su tuberculosis galopante y parecía pianista a tiempo de separar tomates por tamaño y color. Un viejo negro pobre y violentado por otros negros ponía delicadeza en lo que se serviría en las sofisticadas ensaladas del Willard. Porque detrás de diplomáticos, capitolios, presidentes, primeras damas y damos de honor y soporte, estábamos nosotros, sudados hasta en invierno, con costras de mugre y cabellos de sebo eclesiástico.

 

Nadie lo sabe, lo sabrá o interesa. Torres de marfil cada uno en la magnitud que su bolsillo lo permita, siempre superiores porque inferiores sobran, hablando en sus términos. Pequeños jefes de reinos ilusorios, reyezuelos de chapares esclavizados y abyectos. Poder que inventa revoluciones, revoluciones que recrean poder. De fondo, recuerden los congoleses del genocida Leopoldo, rey de Bélgica, amontonados como durmientes por donde corren los trenes. Ferrocarriles sobre huesos. A nombre de qué la destrucción de un villorrio que hornea pan un día y al siguiente es quemado vivo por los alemanes. Asirios despellejando, vivos también, a prisioneros para cubrir muros con piel que sufre. A nombre de qué la moledora de carne de Rzhev con trescientos mil rusos muertos el verano del 42. Si hay patria que valga tanto, pregunto. Todo está mal, de entrada, y ahí radica el verdadero pecado, nunca estaremos contentos. La expulsión del paraíso es la jugarreta del dios, la malignidad, otra vez, del poder, el placer de manipular las fichas hasta el extremo posible, el llamar a las bestias humanos y retratarlos a semejanza de su ambición. Nunca comprenderé necesitar notoriedad, ansiar ser impunes, lujuria no concebida como el placer de los cuerpos sino el escorbuto. Pobres de espíritu los Trump, los Evo, el Sombrerón peruano, miseria de alma de quienes desean por encima de todo dominar ya que carecen de ese brillo que los separaría de las ya nombradas bestias, y uso el término por limitaciones del idioma. Siguiendo a esta escoria, el resto, cada uno en un pequeño feudo de martirizar a otro menor, hasta llegar al vagabundo desnudo que narro en una novela, cerca del Cero de Cochabamba, al que no le queda más que martirizarse a sí mismo.

 

Satchmo canta, desmiente mi angustia; hay belleza, tanta, en lo suyo, pero está en su voz negra el inconcebible dolor de siempre. He visto a los negros reír con ojos brillosos en la minucia del crack. Dice un periodista kurdo, refiriéndose a la chusma hitlero-trumpista de los USA, que vienen directo, descienden, de aquellos que violaban a la madre esclava negra mientras vendían su hijo, producto de violación anterior. Es Cortés que hace parir pero el mestizo nunca será marqués. El Inca mueve poblaciones enteras para apaciguar rebeliones. Por eso se toca el erke tanto en Tarija, Bolivia, como en el norte peruano. Los serbios trasladan bosnios; los turcos, armenios.

 

Satchmo canta. Hay aire risueño de reefer fumado antes. Alegre el jazz de Fats Waller, la armónica de Little Walter. Lo tararea Sweet Pea rumbo al estupro de su cuerpo enjuto y desgraciado. Voz cascada de mujeres ni de veinte, te la chupo, amigo, por cincuenta centavos; me la metes por un dólar. La voz de Louis Armstrong vuela por los turriles incendiados del mercado. Se pudren espárragos blancos; gusanos reptan por mangos filipinos; las flores de pensamiento no se miran con éxtasis, se las mastica con vinagre balsámico de Módena. Un monstruo devora jardines. Cortan el cuello de cisne de María Antonieta, empalan a los aristócratas; luego, los nuevos aristócratas empalan a los sans culottes, lavan la hoja de acero sagrado con sangre diaria e hirviendo.

 

Fui a ver a mi amada en St. James Infirmary, estaba echada en una camilla de tanto por cuanto, fría. Madre, he de ser otro, lo juro. Pásame un poco de ese rye porque debemos beber el blues. Qué nos queda. Cantamos en colectivo, amarrados en cadena los pies; los grillos fabrican melodía, suenan en orquesta. Mi gordo amigo Roselle Houston me decía: Claudio, funky motherfucker, you got to get some pussy. Cantaba viejas canciones de Carolina del Sur. El bucolismo lo rompía el látigo. Chas chas de la sangre. 


Cuando me acostaba y el aire se invadía de aquel dulce olor de melaza de su entrepierna, gozaba, permitía que la noche se escanciara sobre su espalda. Podía ver sus ojos mientras contemplaba estrellas. No deseo más que aquello, ese instante en que la muerte eyacula un verso de Leonard Cohen, donde no existe poder, ni trabajo, solo el batallar de tus muslos, el jadeo de la única locomotora que amo, ese que susurra mi nombre o no susurra nada. Cedo oro y presidencias por tal instante, que las bestias se desvivan por ellos ya que carecen de todo, no tienen nada. Ni soledad siquiera. Tú, bésame.

14/12/2021

Friday, December 10, 2021

La Cruz del Sur


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Han sido horas extrañas. En el cumpleaños de mis padres. Ante el anuncio de nieve salí temprano a trabajar, a las diez de la noche. El warehouse estaba vacío, como abandonado. Susurran que la manager está muriendo de la peste. La vi mal el otro día, enjuta, de metro y medio, o menos, estoica todavía a sus ochenta y dos años. Ha narrado su vida, me ha contado que comían en el Colorado rural lo que viniera a la mesa: ardillas, mapaches, patos cabeza verde. Todas carnes que imagino tienen textura de cuero. La familia salía en las mañanas a recoger despojos de animales muertos en la carretera, aniquilados por la ceguera de los choferes de tráiler que solo ansían llegar al próximo motel para llenarse de bourbon. Desde grandes venados cornudos hasta cascabeles de una vara y gorda circunferencia. Así crecieron, igual a los tramperos del cine cubiertos de pieles y haciendo fuego para dorar los trozos. Los bosques de Colorado son interminables, crecen como paridos por la llanura y se elevan entre roca y hielo. Quien sobrevive allí, no muere ya. Y Gwen, mi jefa, que con ocho décadas ordena como un diminuto führer, lo hizo; hoy parece que encontró un rival al que no le importa el antecedente. Ojalá que no.

 

En la noche los vagabundos no duermen. Atraviesan calles y condados en marcha sin pausa. A pie, en bicicleta, con carros de supermercado cargando lo que creen ha de servir de entre desechos ajenos. En la mañana se ubican en algún banco y cierran los ojos. No es que de día la policía no los echa, pero menos que en la noche. Se refugian en las paredes de las bibliotecas públicas hasta que son descubiertos. Es un perfecto lugar porque hay conexiones externas para cargar los teléfonos, aparato imprescindible, vital como el pan, para los míseros. Ahora que ha llegado el frío da pena verlos. Uno, grandulón que tendrá cuarenta, se echa con bolsa de dormir en la calle Girard y deja su pequeña radio encendida al lado de la oreja para escuchar los violines del country. Paso por allí, nos miramos. La oscuridad cobija tanta vida como la luz; los tintes son más oscuros.

 

En este cielo del norte he visto eclipses, cometas como raya marcada en amaneceres de Aurora. Pero nada como la Cruz del Sur. Estaba disponible en el patio de casa, al borde de la torrentera Cantarrana, bajando la mazamorra de marrón casi ébano, triturando eucaliptos. La he visto en el tren de Uyuni, en La Quiaca y Rosario de la Frontera. Hasta en la iluminada Córdoba o en Constitución. No tengo idea cómo la llamarían los nativos que desconocían la cruz. No faltará imbécil que cree algún neologismo con barniz de antiguo para afirmar estupideces. Cruz del Sur que estás en Macha, en Pazña y Siete Suyos. No te esconden ni Sajama ni Chorolque, magníficos que son pero breves ante ti. Vuelas por sobre Sacaca y Caripuyo donde los pobladores orean tejidos innombrables por hermosos al aire gélido. Verte desde la falda del Tata Sabaya, al borde del menor mar de sal, supongo que equipara el paraíso; o el pecado, que es mejor.

 

¿Por qué este escrito? Estaba recostado, evitando el dos bajo cero exterior, cuando caí en el sopor de la siesta. Olí molle, me vi subido en el molle hembra del lado derecho de casa, trepando por los adobes deslavados, a las cuatro de la mañana. Solo a esa hora, mirando al oeste, se podía observar el cometa Kohoutek que apareció el 73 y no volverá hasta setenta y cinco mil años después. No puedo esperarlo. Entonces pensé en la Cruz del Sur. A la que iba hacia la familia argentina en infinidad de ocasiones, o de la que me alejaba en retorno a Cochabamba luego de la faena contrabandista que me entretuvo un tiempo en Villazón. A veces retornaba por Uyuni, otras por Tupiza, y otras por Cotagaita hasta Cuchu Ingenio y luego la macabra Potosí. A veces estaba enfrente; otras doraba mi espalda. Luego emigré.

 

Subí tan al norte en Europa como Amiens, en la Picardía francesa. Hablo de mucho ayer. O hasta la Ville de La Baie en Québec, a orillas del profundo río Ha! Ha! Cabezas de alce y madera. Islas que aparecen en la mañana y engulle la marea horas después. Ya hablaré de eso. Peroré treinta años atrás. Pero hay que reciclarse, ejercitar el músculo de la memoria, recordar el humo aromático del mesquite o las benignas caderas de Milana Seménova en las aguas del Ilmen. Todo. Y todo junto, aliñando una mochila que no permitirá el barquero cuando tengamos que viajar desnudos, lívidos.

 

Me escribe otra vez Chellis Glendinning y hablamos de revolución y confort; me escribe Anna Volskaya que espera ver a las tropas rusas muy pronto en las calles de Sumy. Escucho gotear la pila del lavamanos que no solucionaron los plomeros. Puse una taza debajo y de cuando en cuando me la bebo. Quise música, algo de Schumann y oboe, y decidí que no. No abrí las cortinas, viernes de penumbra. Me alimento con dos recipientes de yogurt y baste por hoy. Unas nueces, más tarde, y al trabajo animal. Cuando no trabaje ya, cuando marzo venga con sus idus, me habré ido o estaré en las maletas camino al sur. Sé de la amenaza del cisticerco y la peor de los políticos de izquierda allí, pero he navegado en lodo y nada que no arregle un golpe de remo con madera de chonta.

 

Exprimo limón para los humores.

 

El correo trae un disco compacto, música pues. Ancianas danzas de Hungría. Recuerdo, entonces, para ti Daniela Billus, que en mi novela de la viva ciudad muerta eres Eszter. Derivo como palito de árbol en acequia. Y pienso en ti, en la Belgrado que no fue, con sexo de rojos pétalos.

 

De las estrellas a las mujeres, de Vila Vila a Budapest. Es literatura, me digo, y todo vale. Vale tudo, canta Sandra Sá.

10/12/2021

Monday, December 6, 2021

Chacarera


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Chellis me escribe desde el Hotel Aranjuez. Recuerdo ese hotel. Veinte pesos pagué por el taxi y llegué con una maleta llena que se vació en la noche. Dos días de tina y lujo, de vellos brillosos como finos alambres de cobre oscuro. Escribe mi amiga Chellis sobre libros y traducciones y la promesa de nunca volver (a USA, nunca…)

 

La familia Carabajal entera chacarera la tarde. Los brazos se mueven, molinetes de viento, aspas. Cantan los últimos quechuistas de América en Santiago del Estero, porque los de Bolivia se hundieron ya en el globalismo asesino de la coca, entraron al mercado y con ello murió el tejido, la quena y cualquier ancestro. Los amos del capital se disfrazaron de indio y eureka. De los pobres siempre mamaron los ricos, y los pobres hechos ricos mamaron también. Y teta no quieren soltar.  

 

Dejemos a los perros ladrar que hasta Caruso pierde voz. No hay colmillos de acero ni punzantes eternos. Solo el mistol. Mejor recordar, porque me han dicho que ya no está, a mi amigo Simón Vides, chaqueño de risa fácil. En el aire zapatean hombres y giran mujeres. Con Simón caminamos hacia el comedor universitario, saice con arroz blanco; trago después; mareo de calles, de hembras mecidas, de ensoñación.

 

Pez frito del Pilcomayo, gran pez frito del río  seco, habitantes de aguas muertas. Violín y piano, chakaimanta, de allí soy de allí vengo regreso y muero. Creo que era Hernán Figueroa Reyes que hablaba del cielo de los quechuistas, de la coca de la vega vandioleña servida en porcelana china en banquetes de Salta. Tal vez en Manogasta, o en Atamisqui. Si es que tienes otro dueño quédate con él, reza la canción en bombo y violín. Arbolito deshojado, ave que vuela sin rumbo, mi vida, soy yo. Quejumbrosos, los machos, llorosos como el assum preto o el guajojó. Trauma de Adán violado por la serpiente mientras dormía debajo del manzano. No era tiempo de Newton todavía sino de lágrimas primigenias. No cuenta la Biblia si Eva lloró, porque eso no importa. Corresponde al que da la costilla por el otro, y por ese costado donde hay una costilla falsa que cuelga, la que se entregó a la historia, el macho solloza por la eternidad. Más le valdría haber perdido los huevos.  

 

Mandinga y Salamanca, debajo de la tierra santiagueña. Aloja, quirquinchos carnavaleros, dios peludo Quirquincho, que viene y va con la creciente. Agua turbia, antiguas quimeras, polvo, rancho en la banda, donde se espanta a la muerte bailando chacarera. Mandinga y quebracho. Corteza roja para recordar la sangre, frutos de algarrobo hacia miel y trago embriagador. Machete que corta la avenida del río, que carga piedras y suena. La guerrilla se insume en el monte, de bala se vuelve sombra. Los muertos danzan porque otra cosa no queda. Por sobre los esqueletos se enriquecen los curacas. Ay, vida, ay fiesta, las chinas agarran el borde de las polleras y las botas de los bailarines chocan con puntas de facón.

 

Donde estés, Simón Vides, y a mis ánimas que poblaron Santiago, en aquella tierra seca y hostil, van saludos, copas entrechocadas, y bailemos entre hombres al compás de los cuchillos. Ciego maestro Borges, eso te gustaría ver.

06/12/2021

 

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Imagen: Abipones del Chaco, ya extintos. Del grupo de los guacurúes, integrado por las etnias toba, pilagá, aquilot, mocovíes (de Wikipedia).

Saturday, December 4, 2021

Anales de la emigración: Nina Berbérova


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Zoia Andréievna, mujer de la antigua clase, recala en un pueblito ucraniano huyendo del bolchevismo. Cayó Jarkov, dice alguien, y suena como la trompeta del destino que no vuelve atrás.

 

Es la historia de la creadora del personaje, Nina Berbérova, que en las pocas páginas de este cuento, o novella, descarga sobre el lector la angustia de a quien se le acaba el mundo. Carente de criterio moral, de juzgar el instante en términos sociales, Berbérova penetra en los arcanos del espíritu humano, de la tenacidad por sobrevivir a pesar de la condena. La ambivalencia de las clases se aleja del pomposo discurso político y cae sobre las minucias de lo cotidiano, de quien puede y quien no comprarse un medallón, de cómo los señores deben ahora trabajar para sustentarse y de la angurria de los miserables por suplantar a aquellos que se detesta y en suma envidia.

 

“Zoia Andréievna estuvo a punto de soltar el llanto cuando se vio en el espejo; la hermosa pluma de su sombrero se había roto y le colgaba sobre la oreja derecha (…)”. Nada es lo mismo. El pasado se hunde en el pretérito para no volver. Los desmanes de Kolchak, Denikin, Wrangel, Yudenich, representan aletazos de un animal que muere. Pero no es la Rusia de los blancos solamente la que perece. El malévolo Lenin, quien en 1908 escribía a Gorky: “Nunca, por cierto, he pensado en deshacerme de la intelligentsia…” se encargará de eliminar lo mejor y más graneado del pensamiento ruso, sin distinguir entre conservadores, liberales, mencheviques, socialrevolucionarios, anarquistas. En una suerte de guerra privada, como en Lenin’s Private War, de Lesley Chamberlain, Lenin pone énfasis especial en recurrir a cualquier ardid para exiliar a quienes consideraba peligrosos por su educación crítica.  A unos se expulsó, otros salieron por voluntad propia, pocos regresaron (Tsvetáieva, Alejo Tolstoi). De los que permanecieron, Mayakovski se suicidó e innúmeros y geniales artistas y cientistas engrosaron la oscura lista de muertes y cárceles de la dictadura soviética, Ajmátova entre ellos. “La tradición y el rechazo de la misma, que en aquella época tuvo un rol todavía más importante, fueron destrozados por la soga con que se ahorcó Tsvetáieva, el campo de concentración de Mandelstam, el silencio de Jodasevich”, escribe Berbérova en el prólogo a la edición italiana de Necrópolis, libro de memorias de Vladislav Jodasevich, pareja de la escritora, con quien deja Rusia en 1922, y a quien Vladimir Nabokov, en 1939, consideraba el mejor poeta ruso que hasta entonces había producido el siglo (XX).

 

Incluso el gran Gorky dejó el país por Italia, hastiado del tono que tomaba la revuelta. No es hasta más tarde que se devuelve a Rusia y ejerce de cabeza visible de la nueva cultura soviética, de la escuela del realismo socialista. Pareciera que Rusia anhela su propia destrucción. Sucederá con Stalin, digno alumno de Ulianov, en tiempo previo a la Segunda Guerra, cuando en incomprensible movida elimina lo selecto de su fuerza armada, inhabilitando las defensas del país con resultado casi fatal.

 

Dentro quedaron muchos pensadores y creadores. El hambre, las limitaciones, la persecución desenfrenada de la mediocridad estatal removían los cimientos de aquella gran cultura rusa que se inició con Pushkin, y donde el intelectual no era reflejo del Estado sino su némesis, hasta el extremo de que otro notable exilado, Herzen, pesaba tanto en Rusia que el pueblo decía que la madrecita era regida por dos Alejandros: el zar, y Alejandro Herzen, desde Inglaterra. Ese ha sido siempre el papel del artista en Rusia, el de contravenir las normas de cualquier absolutismo. Lenin lo sabía, y aunque se armó una opereta acerca del papel del arte en la revolución, con Lunacharsky y Trotsky escribiendo textos de interés, y una década de brillantez vanguardista, la realidad comunista pronto desterró el talento y la crítica, para convertirlo en un país de mediocres, lameculos, arribistas, corruptos, cuya única afición fue la de sostener un falso cometido social, una generalizada mentira.

 

Nina Berbérova sufrirá el exilio en la atrocidad del desarraigo, el hambre, contemplar cómo, por insuficiencia económica, poco a poco, se iba disgregando la emigración rusa. Unos, como Nabokov, que alcanzó éxito, escribieron en otros idiomas, mientras ella se mantuvo fiel al ruso.

 

Caminando por los cementerios de París observé monumentales tumbas de príncipes y princesas, lo cual da a entender poco de lo que en verdad sucedió. El partido comunista, y Lenin personalmente, causaron con el putsch de octubre una emigración de casi un millón de personas, nobleza y casta militar entre ellos, pero también, como el caso de la autora y del poeta Jodasevich, el de escritores, filósofos, físicos, agrónomos, dramaturgos, que por lo general poco o nada tuvieron de recursos para solventar su exilio. Berbérova trabajó en lo que pudo, y su obra, hoy considerada mayor en la literatura rusa, no vio la luz hasta décadas después, gracias a la pericia y sensibilidad editoriales de un entonces pequeño editor francés. Tenía más de ochenta años al publicarse sus primeros cuentos. En un plazo de cinco años se convirtió en una notabilidad editorial. Sus memorias, El subrayado es mío, documentan en trescientas páginas casi un siglo y son imprescindibles para atar los hilos de una intelligentsia que se desvaneció de Rusia entre 1920 y 1940, mientras que las de su amado Jodasevich han sido prácticamente olvidadas, rescatadas en verbo por Evtushenko y otros, y creo que aún desconocidas en lengua española.

 

Si dejamos de lado a Nabokov, cuyo camino se diversifica, la aparición de los libros de Berbérova, llena de algún modo el vacío que dejó la emigración. Hay que considerar que con el sovietismo “desaparece” la gran literatura rusa, que no se recobrará hasta que un disidente, Solzhenitsyn, desde adentro, la reviva, y que otra gran escritora, Nina Berbérova, la consolide desde afuera.

04/04/2011

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De GEOGRAFÍA DE MIS PASOS, futuro Volumen 10 de mi Obra Completa en 3600 Editores