Wednesday, April 26, 2023

Ucranianas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Caen bombas. Sirenas por 9 horas. Al salir, humo y ruinas. Perros que corren sin dueño, maldiciones en el aire, bomberos. Ekaterina Martinenko sufre, no ve a sus padres desde hace años, quedaron en la zona de guerra en el Donetsk. Cosaca zaporoga, raza insurrecta de 1648, de Majnó. No sabe de ellos; ya en la guerra de 2014 su pueblo fue arrasado y conquistado una y otra vez por cada bando. La enviaron a Kharkiv, es duro ser mujer. Se graduó en Filología. Estamos conversando y te dejo, hay sirenas. Lviv es todavía una hermosa ciudad, de las más bellas del mundo. Se refugió ahí, en un gimnasio con trescientas personas, una ducha y una comida al día.

 

Luego retomamos la conversación. Mañana me compraré un perfume que me gusta, Kenzo Jeu d'Amour. Además tiene cita para hacerse manicura y pedicura. Pregunto si anda de novia. Casi no hay hombres acá, responde. Los hombres están combatiendo. Pienso en la historia leída, en los zaporogos escribiendo jocosamente al sultán, según Ilya Repin, e imagino a las mujeres en la labor cotidiana, mientras los bajeles de sus hombres hacen incursiones en Istanbul.

 

Los cosacos marchan hacia la mayor batalla del siglo XVII en el mundo entero: Berestechko, en la región de Volinia. Allí morirán, si bien recuerdo, el coronel cosaco Iván Bohun y Tugay Bey, aliado en la rebelión y líder de los tártaros de Crimea. Las esposas hacían sopa de remolacha en las islas del Dnieper. Mucho antes, cientos de años antes, calentaban el mismo caldo bajo el dominio de la Horda de Oro y la inmensa muerte. Arreglarse las uñas de los pies, Kate, que si llueven bombas agarras los calcetines y aguardas que pase. Luego te las pintas, porque las mujeres de Ucrania andan con ellas bellamente pintadas. Al muerto se llora pero no se muere, que si no nos aniquilaron en mil años menos lo hará ahora un bufón calvo.

 

¿Tendría yo tal entereza siendo varón? No, por supuesto que no. Maldeciría al cielo y a las once mil vírgenes, putearía y me pondría a disparar como loco hacia los espectros. El pincel acaricia manos y pies, colores de púrpura a añil, de rosa a durazno. Gotas de perfume detrás de las orejas, esperando a alguien que tal vez nunca más llegue. O no llegará nadie pero envejecerás perfumada y sutil, como flor que marchita de a poco sin desteñir lágrimas. Sobre el erial y los agujeros de los obuses, por encima de la chamusquina y la parrillada de carne humana, hay aroma de un “juego de amor”. No puedo menos que admirar, que querer por sobre todas las cosas pasear de nuevo las calles de Ucrania. Venus pasa colgada de un ómnibus regresando del trabajo mal pago. Escucho lecciones que las muchachas dan acerca de ser hombre; saber que mucho de lo pensado, discernido, teorizado, resultó falso.

 

Aquí, como los Internacionales en la sierra Pandols, los combatientes van cantando rumbo a la muerte. Existe épica hasta en el absurdo.

 

Vengo de madre argentina, que es mucho decir en cuanto a sobreprotección a los hijos. En Ucrania vi a las madres no despegarse de los suyos. En ellas estuvo la supervivencia de su cultura. En el aplomo para aguantar la violación, por centurias, de cada invasor. Preservaron a los hijos, los protegieron, se hicieron escudos para ellos. Solo así siguen en pie. Los hombres morían, ellas aguantaban el embate mongol, lascivo e incesante, por hablar de quienes más tiempo sojuzgaron la región. Dicen que entre brasileras, ucranianas y rusas están las mujeres más bellas. Seguro que sí. En Ucrania, la mezcla asiático-eslava creció una muy especial. Hermosos ojos que en los extremos se alargan apenas para descubrir rastros del invasor. Belleza nacida de la más extrema violencia, cuánta paradoja. Precioso exterior que esconde tragedia.

 

Veo un corto video de una diputada sueca en el frente de batalla ucraniano. Dice: cuando escuché lo que contaban, miré mis ropas caras y me dije que era un soldado. Ahora dispara a cabecitas rusas que asoman desde el lodo. Así las ucranianas, muchas que han perecido en el combate; hubo una, escritora, muerta en el frente los primeros días de la guerra. Todos esperaban un fin inmediato. Escribí: “Ucrania resistirá”. Y si no fuera por la constante amenaza nuclear del perro putino que tiene a occidente de los huevos, Ucrania estaría ya en el Kubán, en Kursk, en Bielorrusia. No es que considere que haya que tomar territorio enemigo pero es tiempo ya de acabar con este insano feudo de la Rusia-imperio. Toda la lacra del fascismo mundial le arregla las mangas a Putin. Y la triste izquierda lambiscona y ratera hace lo mismo. Hay que asestarle el golpe mortal, ya asoma despiadado. Kadyrov está callado, dicen que por envenenamiento, pero conserva su ejército por lo obvio que se viene. Se necesitarán fuerzas para repartirse Rusia. Los pequeños señores de la guerra han de entronizarse sobre los miserables huesos del alfeñique del Kremlin, otrora mimado del jet set y hoy paria y cagón.

 

Muerto Putin, convertido su cráneo en cenicero, las mujeres ucranianas seguirán como elogio a la hermosura, belleza que no les impide ferocidad, sonrisa que en la trinchera tórnase letal para los esperpentos enfrente. Bajo las bombas ellas se pintarán las uñas, no sollozan en un bunker a semejanza del tirano ruso. Dónde está el enemigo, preguntarán. Todos muertos en el campo del horror. Un perfume afrancesado flota por encima de la carne achicharrada, las mujeres ucranianas caminan delicadas, femeninas, eludiendo calaveras invasoras que ávidas blanquean las hormigas.

26/04/2023

 

 

Saturday, April 22, 2023

Axolotl


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Dios del fuego en el agua. Recuerdo a Cortázar, pero estas líneas no tienen que ver con él. Sí con los mercados mexicanos por los que he transitado. Tijuana, quesos y chiles, color, olores, sabores, Nahui Olin y alebrijes enanos.

 

En los apartamentos Coventry, de la avenida Florida, se paseaban encima del concreto negras y viscosas salamandras. Quería atrapar una pero apenas desviaba la mirada habían desaparecido. Parecían tan lentas siendo más rápidas que el ojo. No eran ajolotes, tal vez salamandras tigre, pero, igual, seres de una mitología perdida, de dioses antes de los dioses, como Nereo en la mitología griega.

 

¿Seguirán allí? Debiera, casi treinta años después, ir a comprobarlo. Los humedales han desaparecido, seguro. Habitaban también cerca, en construcciones del estado para gente pobre que tenían suertes de piscinas con vegetación. Policía y salamandras. Inquilinos negros. Luego llegarían los mexicanos y quizá se comerían los bichos, rememorando las ferias culinarias de Tenochtitlán, el barroco del mundo nuevo. Bernal Díaz del Castillo comentaría, creyéndose todo, mentiras por el asombro.

 

El ajolote de Xochimilco y Chalco era una delicadeza. Maravilla natural que donde pierde una extremidad inventa otra, con aureola de carnes alrededor de la cabeza, Medusa en miniatura en el agua tibia de las chinampas. “Del plato a la boca… el ajolote a la sopa”. El michmole que hoy se prepara con pescado blanco, carpa o bagre, se hacía con ajolote, ranas o atepocates (renacuajos). La protección de este anfibio casi extinto ha privado a la historia de continuar aquella tradición prehispánica. Enhorabuena. No dudo que en los islotes de las lagunas que quedan, de cuando en cuando, en rito primigenio, se devore a este que fue Xolotl, dios del fuego azteca, mimetizado como axolotl para escapar al peligro.

 

Los he visto en exhibición, en Denver ha mucho. Ni un palmo de materia viscosa y universo de mitos. Carita de ángel endemoniado, ora blanco ora prieto, pesadilla para los pescadores en la ciénaga que luego asaban y doblaban en tortillas de maíz el cuerpo helado. Bien adobados en chile de árbol molido y con el verde profundo del epazote, insumirse en el pretérito, en las desesperadas voces sacrificadas y en los cantos de gente decorada en piel con tonos de fiesta, que la muerte es una y la otra la misma.

 

Suena, casi como bolero de caballería, la banda de Totontepec en tierra mixe de Oaxaca. Española en su forma pero con decorados sonoros de donde crecen cruces verdes y en las iglesias santos mutilados. Trashuma todavía por allí la sombra de la grande Rosario Castellanos. Tres Marías se llama esta marcha fúnebre en el sur idílico y sangriento. Escucho en una hamaca de henequén, a la sombra de un mango felpudo, el ritmo pausado y triste de clarinetes trompetas y trombones, bajo platillo y tambora. Memoria de la niñez de mi padre, desde la prefectura en la que el inmenso tonqorazo que fue Armando, abuelo, ejercía autoridad. Los domingos sonaban esto mismo, calmosos y luctuosos boleros de caballería. Los penitentes detrás del que ya no camina, a quien llevan acostado al descanso. Pueblo de Punata, adobes recalentados al sol, paredes color de chicha. En la playa de ganado quedan impertérritos los animales mientras la lúgubre música crea espacio camino de las cruces. Hay más gente en la orquesta que dolientes. En Punata se hacía entre el polvo sabor de caca y en Oaxaca atravesando muchedumbre de niños descalzos pelando plátanos. Paro de escribir, esta marcha es demasiado hermosa y requiere mi atención, trae imágenes, inventa cuentos. Los indios mixe (“gente del idioma florido”) se esmeran golpeando los platillos, invocan en el bronce metálico la frialdad de la muerte, el calor de la sangre, la pena que emborracharemos para olvidarla y recordarla sin olvido.

 

Rayos de carne fría alrededor de la cabeza del ajolote. Raíces de la espalda de Frida que en tonos describen la sofisticación del dolor. En la sopa que hierve el anfibio sigue nadando, es finalmente témpano divino. Más que masticarlo se lo absorbe, carne con textura de moco. Vive en la barriga llena hasta que se esfuma, forma parte de ti. ¡Ay, Kahlo, por qué tuviste que enviar tus cuadros a Denver, que al verte me contagié de tu martirio! Pido a mis hijas que encarguen a la banda tocar las Tres Marías el día que lleven mis cenizas a los altos de Puka Puka, por encima del valle de Cochabamba que d'Orbigny comparó con la campiña francesa, y los arrojen al viento donde revolotearé hecho un ángel, carita de axolotl. “Me voy de aquí, de esta casa, me voy a gozar mi gloria”, líneas de Despedida de angelito por el mariachi de Trinidad Ríos.

 

En la Isla de las muñecas, sombrío piso flotante, se ha cebado el crepúsculo. La brisa agita los desvencijados juguetes. Del idilio suele nacer la tragedia. Risas de niños terminan colgadas en un silencio que de a ratos trae sutil chapoteo de los todavía presentes axolotls; el dios no ha muerto, sigue por entre las algas y los líquenes que abrevan en el pantano. Nietzsche afirma rotundo el fin de dios y, en banda, zapotecos emigrados dicen que no, que Dios nunca muere, sin aclarar si aquel es el arameo con blondo inventado o los oscuros renacuajos. Flauta, saxofón soprano, saxofón alto, saxofón tenor, voces de lo oculto.

 

Comencé con un ser que se agitaba en las aguas, como el Verbo, y termino con procesiones de muertos, ángeles que endulzan pesares. Me asocié a la paleta de Nahue Olin según la vi en Tijuana; la Frida me clava garras de jade en el lomo, escribe cartas de despedida, el transparente vidrio se ha transformado en opaco alabastro, bueno para carmelitas descalzas. Me tomo la presión cada dos minutos. En el quinto ya, cuando a doscientos llegue, me sumergiré en la alberca de los ajolotes. Allí dudaré si aquella estrella que brilla tanto es Venus o Júpiter Tonante que desde las páginas de la Ilíada asoma para contarme la debacle de Ilión. Mientras tanto que suene el fandango y arome la sopa este aire que me envuelve y es todavía invernal.

22/04/2023

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Imagen: Alebrije oaxaqueño

Friday, April 7, 2023

Francotirador dormido


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Un poco de ska. Emily me ha cocinado pollo al curry. Pongo ajíes guindilla en el plato. Voy a comer en un rato. El invierno no ceja, van siete meses de frío ya. Cada año que he pasado era “mi último invierno”. Aquí sigo, treinta y tres años después, feliz pero crucificado. Mi amigo Frank escribe desde Santiago, va camino de Valparaíso. Sugiero sopa marinera, blanca y con limón, donde destaca el carmesí de los erizos. ¿Cuándo era, 1978? En el seco puerto de Arica, en el mercado, luego de noche de putas ¿o después? Mucho después, en el tiempo en que el sexo ajeno era pecado y tenía castigo del dios en las nubes. Me acuerdo de los erizos, lápices de labio hundidos en el humeante caldo. Boquitas pintadas boquitas quemadas.

 

Luego veré noticias, el tableteo de las ametralladoras y volveré a Chaïm Soutine a quien me ha recordado un blog interesante. En París pensaba en él, quería la maldición de Soutine, quería la rabia de las reses desolladas. Mis veleidades judías y malditas. En el estudio de ADN que me regaló mi hija anotan un mínimo porcentaje de ashkenazi en mi sangre. Parece que ese ignoto antecesor es el de mayor nostalgia. Me lleva a Odessa, me hace comprar pan de Berdichev. Cambiaré el ska por klezmer, dadas las circunstancias. La soledad lo permite, puedo moverme como el pez que soy y jugar al desaparecido. Antes, El choclo, en voz de Ángel Vargas, para conceder a la lágrima su espacio diario y diurno. Que de noche no lloro, voy atento a los cuchillos, tengo ojos en las espaldas y Polifemo en frente, y acaricio el pomo de un puñal que si no mata por filo lo hará por herrumbre. Ya estás viejo, me aconsejo, deja esas lides melodramáticas y ponte a escribir en serio. Pronto ya ni podrás bailar, y tu carne solo será de misionero abajo. Sentado, muevo los brazos en tango. No lo bailamos, ni tú ni ella ni tampoco.

 

Me detengo ahora, el aroma de comer ha ocupado el aire. Abriré una especial botella de Göller, Weisse, cambiaré el vaso de mano a mano para creer que somos dos.

 

Navego las redes, bajeles virtuales. Cuatro películas al mismo tiempo y al menos dos series. Estoy con Hungría rural; con la puesta en cinematografía de La aldea, de Iván Bunin, que leí en mis veintes; también imágenes del trío amoroso del mismo Bunin con esposa y amante, desvestido brutalmente en un tren por guardias nazis: “soy un Nóbel laureado”, gritaba. Poco importan palabras a las bestias. Por último, un film coming of age rumano, con esa melancolía comunista del oriente de Europa, donde lo nostálgico tiene un tinte de esperanza y la pobreza es rampante. El ejemplo es Do you remember Dolly Bell?, de Kusturica. Tal vez por venir de otra sociedad pobre lo comprendo y lo encarno.

 

De la ventana observo pasar gente con ojos de matador de Dallas. Retorno al ska; el klezmer trajo mucho gris. Me propongo desde hace mucho ir al lugar de nacimiento de Scholem Aleichem, en el oblast poltavo, entre otras cosas como pasar noches en Mirgorod, a ver si entre turistas reconozco los demonios de Gogol. Otra vez, penar y el desasosiego de masacre ashkenazi. Kafka miraba a sus congéneres del Este con mirada de extraño. Violines gitanos en fiestas hebreas. Podría ser Moldavia. O Uzhzhorod. Sobre los Cárpatos cae el rocío. Llanto de niños y carcajadas de voivodas.

 

Espero el correo. Me tiene que llegar un disco compacto titulado Canciones de muertos. En una compilación del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México (INAH). Muero por ver las sorpresas de aquel mundo que conozco tan bien pero cuyas tumbas nunca dejan de destaparse, en cualquier códice o en un corrido de destripados de Chalino. Puebla de los Ángeles, Cholula, la monumental Coatlicue con sonrisa de colmillos. Vida y muerte. “No que sea yo chingón porque hice eso, pero no soy monaguillo”, me está diciendo en el teléfono Gabriel. Azotan a los deudores, sagrada deuda de hielo. Con cables eléctricos. Dibujan una línea roja sobre la piel y luego la carne se va abriendo con lentitud, sonriendo. Otra vez Coatlicue, de nuevo Chalino Sánchez. México lindo y querido, he de morir muy lejos de ti. No camino de Michoacán, no; tristeza de los purépechas.

 

Una cavalcata sarda suena. Giro como trompo por los vértices de mi vida. En cada punto se aguza el asombro. Por el cielo no vuelan machos cabríos sino olores agrarios. La luna tiene que ser lawa de choclo, con quesillo fresco y ají colorado. El paraíso, picante de pollo; el infierno, choricillos tarateños. En un sótano bar de la calle de Lev Tolstoi devoro pausado media docena de chorizos y también arenques fríos. En silencio. Nadie se me acerca, nadie me habla, ceño del francotirador. Bebo cerveza en un largo vaso, sueño con los dedos largos de Anastasia cuando mirando el mar Negro me habló de Eisenstein.  

 

Corto el pan de Berdichev, sólido como ladrillo. Qué bien vendría pasta de hígado. Así comíamos con mi padre. Llegaba con pan negro alemán y lo untábamos con pasta. Y madre traía té con humo incluido. Sardos; Cristina, cuyo marido lo es, cuenta de lo magnífico del mar allí. Del acordeón rural y los pífanos. Se me acabó la Göller. Sigo con agua color de vodka. Miro por el ventanal de la terraza y el peatón que habla en celular no sabe cuán cerca pasó de las pupilas de la muerte.

 

Quiero seguir escribiendo pero tengo ropa a lavar. Me quito los zapatos, parece que el correo tardará, husmeo cine nuevo y separo una película paraguaya sobre Cerro Corá. Asunción de tierra roja. Compré un tipoy azul y lo llevé hacia el sur de Germania, azul de Jawlensky, azul de Gabriele Münter, de mujeres de Van Dongen, de noches en que las vulvas se transformaban en suculentos erizos rojos, crepúsculos de sol ahogado en mar brilloso.

07/04/2023

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Imagen: León Bakst, 1914