Sunday, February 28, 2021

Aquí se queda la clara


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Lo bailamos con Gloria, cuando el tiempo era revolucionario. Pasaban los trenes hacia Quillacollo. Kilómetro nueve, siete, números. Bailábamos y sus caderas permanecían. Aquí se queda la clara… Fuera de lo que hubiera sido Che, fuera del contexto furibundo y mentiroso del todo, estaba el son. Los cuerpos juntos, ella más alta que él. Seguía sin creerlo. Amé y la vida se me fue en ello. Reviví sin llamarme Lázaro, sin consuelo de religión. A beber, y amar, como gitanos. Que en nuestra tumba entierren botellas de aguardiente de ciruela. Recuerdo, recuerdo… lentes, piernas, dientes, dedos, vientre, cabello negro, negro es el cabello de mi verdadero amor dice la canción irlandesa. El sexo huele a floripondio envenenante. Aquí se queda la clara, la inolvidable transparencia. La noche con matices de eucalipto, de ventanas abiertas en misterio y el viento que las mueve igual a tu vestido negro. Tu vestido la cortina que se abre al ladrón que entra embarrado y ebrio. Aquel cielo tenía estrellas; a veces lo mirabas tú; a veces yo.

Lo bailamos con Ligia, veces infinitas. Cuando éramos felices e irresponsables. Juntos, nada entre nosotros, ni los zapatos. Negro es el cabello de mi verdadero amor. Alrededor los amigos mueren sin peste; mueren porque sí. Pero tú y yo bailamos; nada entre nosotros, ni calcetines. Él más alto que ella. Ella desde la historia dispara. Me mata una vez, muchas veces, deja mi rostro esculpido como un personaje de Malevich. En Cochabamba, en las noches con diamantes de Pink Floyd, en la Cuba vieja, La Habana, tomando café negro de pecado y ron de Santiago, allá al otro extremo, donde comandó Huber Matos en una historia sin fin y vericuetos de asco. Flota tu vestido sobre las mesas. Pareces una novia bosnia. Los edificios observan, mudos y desiertos. Tanta vida. Sonaba David Bowie y te preparaste un café para darle algo de amargo al amor.

Wild Horses. Raimón. Carlos Puebla. Los pobres de la tierra, la greda entre tú y yo, espesa para el adobe, argamasa que pareció acero y resultó jazmín. Negro era el cabello de mi verdadero amor.

Aquel tren de pasajeros de Quillacollo tenía destino Oruro. Ferrobús. Orcoma, Aguascalientes, Arque. Francine dejó su blanco cuerpo a la intemperie. Ya no era negro el cabello de mi verdadero amor. Si mi amor es como acuarela. O aguarrás.

Piedra lumbre. Piedra alumbre. Suave como ella era el cuerpo blanco que cargaba los ojos más azules de la Inglaterra. Un día se esfumó y la busqué con los perros ladradores por el valle de Condebamba. Llovía sobre mis ojos, lluvia pesada, púrpura, vestidos los ojos con trajes del Señor de Mayo. Así era, así fue. En una alta piedra de Liriuni te sientas con vestido blanco. La brisa lo levanta. Miro, como penitente ante la virgen, la sombra de tu entrepierna y destruyo el universo. Arrojo el vino oscuro sobre las aguas termales y lo que fue paraíso infierno quedó. Aquí se queda la clara.

Dicen que el tiempo pasó, pero veo que tengo todo, que las canciones no han perdido ritmo ni yo pasión. Busco el color verdadero del cabello de mi verdadero amor. Llegué a la bahía perdida en el norte de Québec, cargado de pesadumbres e insolvencias. Otra ella que se quedó al borde del lago suizo y me arrojó al vacío del Leteo. Pienso, me he sentado a imaginar recuerdos. Si fue, no fue, si hubo querida presencia, que sí la hubo, que me apropio del son del Che Guevara para mezclarlo con mis amores. Qué otra cosa es la revolución sino sufrir y amar y viceversa. O sonreiremos bobalicones ante la vida mientras la sangre nos desborda.

Muero cuando te beso, cuando te amo, pero mi muerte es como una suerte de vampirismo, suena triste como un son pero se baila. La Guantanamera me dice que soy un hombre sincero y sí lo soy, por eso muero tantas veces y me rehago tantas. Y antes de morirme quiero… te quiero a ti, perdida, a ti muerta, a ti desaparecida. Y a la que venga, o vengan muchas que tierra hay y la azada mezclada con agua produce frutos.

28/02/2021

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Imagen: Kazimir Malevich

Thursday, February 25, 2021

Prólogo y Contratapa para FEVER (Editorial 3600, 2021), por Jorge Muzam y Maurizio Bagatin


JORGE MUZAM

Prólogo o lo que se estime conveniente (para FEVER)

Hace tiempo que desde el sur del mundo, la hoy menos ignota Terra Australis, venimos leyendo con gran admiración al escritor Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Boliviano, americano, universal, todas las categorías le caben con justicia. Hombre encanecido cuyo bigotón se humedece de niebla frente al muelle de la nostalgia sudamericana, la infancia cochabambina, la sabiduría de la estirpe heredada como un trofeo bíblico.

Categorizarlo carece de sentido, porque todo le incumbe, la memoria, las letras, el sexo, los amigos, la comida, los aprovechados políticos. Escritor de letras viriles, de macho que no violenta ni transa su condición legada de mil batallas, de incontables soles, de todas las escaramuzas y sábanas marchitas de la historia.

A veces la tristeza le cae encima como una mantarraya desmayada. Y entonces pugna como una fiera en proceso de asfixia, sobreviviendo siempre por los motivos pretéritos, por los que dieron sentido a esta marcha aparentemente inútil.

Es hombre que se desmadeja mientras escribe, que desgrana, que confronta, que palpa, que incurre en disquisiciones de metapoesía y metaescritura mientras se rasura ante un espejo resquebrajado, que en lugar de la certitud del rostro, devuelve claroscuros de soledad de esta época ingrata.

En Fever, recopilación de años y temas múltiples, está lo que se salió de madre, los textos outsider, lo que se basta a sí mismo, y cuyo único elemento conector es la mente del gran escritor cochabambino.

Surgen poemas como lágrimas, la Cuba que pudo y fue, el ñeque de Playa Girón, la soledad de los inmigrantes, Babel como una sombra obcecada, los ojos de Ada Falcón, una puta del Borocotó, las glorias del boxeo, India Summer a domicilio, los oprimidos de Sienkiewicz, el disgusto por los Kjarkas, Bolivia como una radio chicharreante en la esquina de la habitación donde manan las letras. Están también los amigos, los que acompañan virtual o físicamente las horas inciertas, el retrato y a veces la propia obra, la admiración sincera, el armario del afecto, la empatía por las tribulaciones y gozos del oficio. Miguel Sánchez-Ostiz, Ejti Stih, Cingolani, María Cristina Botelho y tantos otros.

Ferrufino-Coqueugniot es un caminante de la historia mundial reciente, un actor y testigo, arcabucero y escriba sin logo ni bandera, solo la valía, el pecho hinflado, la vista en alto. La historia oficial lo tacharía de rufián subversivo antes de sumirlo en el olvido, pero la historia oficial está hoy con las alas rotas de tanto montar aprovechados y sabandijas, de escribas y lenguaraces que endulzan la fiesta del poder con adjetivos y tergiversaciones rastreras.

El reloj sigue su inflexible curso. Los fracasos, los dolores, lo que pudo ser, las medallas del placer, todo es asunto zanjado, que hoy lo que importa es despertar temprano para volver al trabajo, no sin antes soñar con bellas ucranianas, esculpirlas con caricias, hacerse eco de aquel deseo indesmarcable circunscrito a Gogol.

2019

 

 

MAURIZIO BAGATIN

La fiebre de las palabras

Fever. Fiebre de amor por la palabra, por la palabra fuerte, por la palabra amada, por el verso de Blake como por el Götz von Berlichingen de Goethe; Claudio no hace retórica, en sus palabras no hay dogma, solo fiebre que genera endorfina, memorias y olvidos que se alimentan y se desnutren; se escribe por necesidad de afecto y se escribe por resistir. La palabra es causa y efecto, es la ley de Murphy y el efecto mariposa, es cruz y delicia, la palabra es piedra y arena, barro y seres humanos. Metamorfosis esencial. Fiebre útil en defensa del cuerpo…

La poesía, el tango y los gringos, los inmigrantes y la familia, como también el fútbol, la fiesta (la infaltable fiesta boliviana, la que reúne y desinhibe…), el cine y la cocina, el rock y el boxeo, los amigos, en fin, la Historia, este confuso fárrago de sucesos… fiebre de personajes y de momentos, la vida y la muerte.

Estamos hechos de nostalgias, escribe Claudio, nostalgia del ayer, nostalgia de amores perdidos, nostalgias del todo y nostalgias de la nada; lo que nos duele es siempre el presente, lo que duele no es el ayer, no es el mañana, lo que duele es el hoy. Mientras Claudio escribe. Las heridas de hoy, mañana serán las cicatrices de un diccionario infinito, de una enciclopedia borgeana de todas las Babel imaginarias, de todas las Alejandrías imposibles. La fiebre de las palabras.

El hombre común, el hombre que nunca volveremos a ver en nuestra vida, el hombre de la tabaquería de Pessoa… los libros de los otros, los suyos, toda la comedia humana. No es literatura individualista, es literatura cargada de experiencia, de muchas experiencias, de lo vivido, de lo que entra con sangre y con sudor… tal vez también por eso se escribe poesía, se narran cuentos, se novela… el poeta se crea, se inventa o nace, o se educa.

La belleza es una paz feroz, es lo infinito inscribible; lo sublime es el Doríforo de Policleto, la palabra exuberante, es la poesía.

La fiebre sigue, la temperatura subirá y tendremos alucinaciones, la quimera encontrará al hipogrifo, el orden del caos tendrá su alfabeto imaginario y naufragaremos felices, en el mar de las bellezas, en la fiebre de las palabras.

Septiembre 2019

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Arte de cubierta por Antagónica Furry 

 


Saturday, February 20, 2021

Odessa


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El yiddish es lengua dulce para la nostalgia, profunda para la revolución. En la Internacional Anarquista de París, 1986, auspiciada por cuatro federaciones: La Federación francesa, la Federación italiana, la FAI española, y la Federación anarquista búlgara en el exilio, con Georges Balkansky al frente, allí, entre amigos, libros, afiches, me hice de unos cassettes de música revolucionaria en yiddish, que iba hasta muy antiguo. Recuerdo, quizá en Paul Avrich, tal vez en aquel libro Los populistas rusos que Gilberto nunca me devolvió, la historia de Nisan Farber y tantos otros combatientes judíos. Anarquistas, algunos, aunque del lado bolchevique también hubo profusión de ellos y a niveles altísimos: Zinoviev, Kamenev, Trotsky, Kaganovich, Yagoda…

Escribía Sholem Aleichem; escribía Isaak Babel; escribió Isac Bashevis Singer. Bruno Schulz, Kafka. No digo que en yiddish todos, hablo en general.

Se entra al Parque de la Ciudad, en Odessa, también por la avenida Preobrazhensky, con la que daba por uno de sus lados mi hotel. Magnífico lugar. Como si los años veinte se hubieran detenido en el tiempo. Muchos árboles, restaurantes escondidos, un aura de lujo y decadencia. Cuando pienso en Odessa no lo ligo a una mujer. Y sí hubo una. Esto se trata más bien de transmigración, un retorno en el que no creo pero de íntimas sensaciones, de más que fraterno, amante placer. Cuántas horas pasé sentado en sus parques, tomando fotografías aquí y allá, anotando de memoria. Bajo el sol de octubre, que no es el sol jaguar de Calvino, más bien el de Proust, de Turgueniev, pero sobre todo, dejando el romantismo y la melancolía, de Babel y su villa con veinte mil gánsters judíos que asolaban e impartían justicia a su manera. A ellos, como a mucho en el imperio del zar, les caería la peste innombrable, disfrazada de bonhomía y justicia. Tuvo Benia Krik la desgracia de que en su tiempo explotara, porque incubado estaba, el anhelo revolucionario de décadas que si bien en teoría destinaba al mundo la felicidad, se convertiría en el Saturno devorador cuya obra, cien años después, todavía no se puede arreglar.

He pasado días amenos, estos de nieve y temperaturas bajo cero, viendo los doce episodios de la serie Once Upon a Time in Odessa, The Life and Adventures of Mishka Yaponchik, siendo este personaje histórico, “gánster ucraniano, revolucionario judío, líder militar soviético”, en quien basó Isaak E. Babel su inolvidable Benia Krik; supongo que el Froim Grach de Babel se refiere a Mendel Gersh, el jefe de la mafia judía de Odessa y quien decide todo según muestra la serie. Cuando Gersh visita al comandante soviético para ofrecerle una coima, sabe que este lo va a ejecutar y sentencia: “ustedes están eliminando águilas, se quedarán con la basura”. Veinte mil irredentos irregulares, dos mil de los cuales derrotan a Semyon Petliura en su momento, y que se condenan al abismo entre dos mundos. El Ejército Rojo no perdona… Y no cumple promesas tampoco. Lo sabrá Majnó, lo confirma “Misha” Yaponets al ser muerto el 1 de julio de 1919 por sus supuestos aliados. La serie es producción rusa del 2011, dirigida por Sergey Ginzburg, quien trató, según explican, no de hacer una película histórica sino basarse en hechos reales para crear una historia de amor siguiendo los Cuentos de Odessa de I. E. Babel. Excelente.

Me senté en un banco de la Moldavanka, con Anastasia, cerca de un mercado reminiscente del mercado 25 de mayo cochabambino. Vi libros y flores y me llené de sensaciones de cuando descubrí la literatura de Babel y mi mundo literario cambió para siempre. Lo dicho, los santones hablarán de transmigración, de vidas pasadas; yo, prosaico, retorno a las lecturas, desde aquella difusa frontera con Polonia yendo hacia el sur y a la Rusia al este. Tuvo que ser el dolor el que me mandó en peregrinación por la estepa, cruzando los Campos Salvajes, contemplando a los pequeños mongoles que detrás de la sonrisa cargan siglos de inenarrable crueldad.

La cinta se inunda de música de cabaret, revista, hermosas bailarinas hebreas cantando chiribín, chiribón, ritmos de la sagrada fiesta del Purim. Todavía la belle époque a orillas del Mar Negro. Lo vi, rodeado de tres bellas bailarinas ucranianas, bajo los ávidos ojos de rusos y turcos que me creerían émulo de aquellos gánsters, y misterioso, ya que me atrevía solo a un universo que en apariencia mataron los bolcheviques pero que allá y aquí y en todo lado sobrevivirá a la historia. Salud, que la noche odesita de octubre nunca muera, que vuelva a caminar sus calles derruidas justo antes del amanecer, acompañado del maestro que luchó con Budyonni en Polonia y que comprendió esta decadencia como nadie. Salud, Babel, en el infierno, que el cielo aburre y las vírgenes bostezan.

Llegué del magnífico, magnificente, aeropuerto de Istanbul al gris modesto en Odessa. Mis maletas no arribaron y el taxi me llevó al hotel mientras contemplaba los tonos de sombra de una ciudad mal iluminada. Abrí una cerveza del pequeño refrigerador, miré por la ventana, abajo, un restaurante chino. Pocos automóviles. Escribí. La mano se puso mustia para el verso pero no para la reflexión. Disparé mis pensamientos y deseos hacia una vida que comenzaba después de la muerte, que se destacaba, de pie, por encima del desastre. ¿Cómo iba a estar triste allí? Mi corazón estaba rojo como el puente carmesí sobre el Bósforo, mirando lo que fuera Constantinopla, una Odessa mayor, en Turquía, plagada de gánsters griegos de Salonika, musicantes de rembétika, hitos de un mundo que se mimetizó sin nunca acabarse. Sueñan los Lenin de siempre con transformar el mundo. Lo revuelven, lo destrozan, inmovilizan, pero luego aquello, lo bueno y lo malo, renacen por sobre el inmundo polvo, renovados.

La tarde se escurrió sin gloria. Pero sin pena. Comienza la noche que es donde me muevo por tres décadas. No suenan las seis: las marca el teléfono. Anuncian nieve. Bajo las escalinatas de Odessa, que son muchas; tomo a la izquierda por el parque griego. Las madres son madres y corren detrás de sus engendros. Almuerzo en un bar iraní, compro, envuelto en papel madera, un trozo de cordero asado con palitos de romero. Antes de llegar al hotel, de la iglesia ortodoxa con techos dorados de helado salen agudas voces de mujer. Me guardo el cordero en el bolsillo. Los iconos observan con grandes ojos negros. Abro otra cerveza y como. Me peino, agarro el cardigan, cruzo la Preobrazhensky y me nutro de la oscuridad de la Moldavanka que dista solo cuatro cuadras de donde estoy. Muy poca luz, putas que suben a automóviles luego de un regateo en lenguas extrañas. Busco un bar; no hay. La vida está hacia el centro, lleno de luces y comideros de lujo y populares.

A la mañana siguiente la pelirroja Anastasia me despierta. Comienza Ucrania, el principio del fin del mundo. El hechizo. Odessa llama. Escucho. Voy. La vida ha dado un giro, posible el último. Se diría que a los 60 cuento el futuro con diez dedos. Me arrepiento y no. No vivir es pecar, por cierto; ya es tiempo de vivir con ganas. La mecha es corta pero la explosión tremenda. Un día hay que encenderla, que los cirios para santos iluminan mal y necesitamos un cometa, la lengua de fuego, cola de infierno. Entonces, morir. Que es, como dice Borges, una costumbre. Que no suelo tener porque no soy un gato. Para lo que valga la única mía, la que tengo y dispongo. La que decido, que en ella ni Dios ni amo tienen opinión y menos fuerza. Me llega un desnudo de Kristina, un vientre de acero cubierto de blanca piel, un vello hecho de bigotillo. Los pies con uñas pintadas, elegante desnudez. Escribo, digo, asevero y aseguro, que pronto estaré y que descorcharé para ellas el champagne que me demandan mientras yo me intoxico con vodka georgiano más fuerte que veneno.

20/02/2021

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Imagen. Afiche de La vida y aventuras de Mishka Yaponchik, Rusia, 2011

 

Sunday, February 14, 2021

Sábado que trajo la helada


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Música rebelde irlandesa. The Clancy Brothers. Y anoche, con 15 bajo cero y sensación de 30 menos, Cazuza. En la tarde, la Misa Solemne de Mozart, a todo volumen, como los raperos de antes. Solo faltaba bajarme del carro y caminar con tremendo estéreo sobre los hombros. Pero Mozart, no Snoopy Dog.

He pensado en Thomas Hardy, en Jude el oscuro, que era conversación con Raúl en la chichería del Osito, en la Antezana, que amigos recordaron hace poco, con detalles y controversia. La chichería del Forúnculo. El Amor de Hombre, donde cantaban los Kjarkas y el barro brillaba como diamante en la medianoche de Angola. Barry Lyndon. De Quincey. El Diario del año de la peste, de Defoe. En la cabeza, mientras uno de los Condenados caía en el piso al no pasar la mesa por encima y le recortaban el cabello en castigo en medio de llanto color de chicha. En El Parralito pusieron una pistola en el pecho de Julio. Dispara, maricón. La muerte caminaba lenta, subía y bajaba del cerro San Miguel, ululaba en el Ticti. En ese cerro, igual a la Santa Compaña, los soldados de Goyeneche marchaban con ganas de mujer. La historia se mueve entre piedras. En el nombrado desierto ni siquiera hay lagartijas, ni una pobre ortiga. Los sapos se secaron. Thomas Hardy, Tess, Polansky, Viktoriia que según dijo alguno era Nastassia Kinski rediviva, revivida.

Huelo el vino que cuece en la salsa. Barato cabernet. Anoche conversé con Gadgi, armenio; le faltan dos de los cuatro dientes delanteros y sus dientes son largos, observé. Volvió una vez a la bella y dramática Armenia, una vez en ocho años. Quinientos dólares cuesta vivir para una familia allí, doscientos a trescientos para un hombre solo. Y anoto, sin anotar, Armenia como otra posibilidad. El lago de Van, castillos muertos. Por allí pasó Gurdjieff cargado de alfombras. Se mataban unos a otros, el 15, el 17 y el 21. Mataban, mejor decir. Bandas de kurdos cargaban contra armenios y los asirios se escondían en los ladrillos destruidos de Nínive. Thomas Hardy. James Joyce leía yo enfrente de la Federación Universitaria Local de Cochabamba. Francine se acercó y aunque me había dejado dijo que no me dejaba y mientras nos amábamos ante la ventana abierta, había gritos de floristas en la calle Ecuador. Bajamos a comprar llauchas guindas y picantes. Agarramos los dedos de uno cada uno y pareció contento.

Plaza Colón que me encantaba el Domingo de Ramos. Mi abuelo era recalcitrante católico. Sal, Armando, le decía mi abuela, con amigos, no te quedes venerándome aquí. Y Armando se quedaba. Se quedó hasta morirse, sin amigos, sin trago, mirando a la esposa y soñando que el paraíso llevaba el nombre de ella, su nombre que había arrasado con el resto de la vida. Sentido de eternidad, quizá.

Escribo y mujeres jóvenes me felicitan por el día de San Valentín. Cómo decirles del amor si ni siquiera yo que caí y me arrastré por gredas multicolores lo sé. La experiencia es solo la presunción de la ignorancia. Leía a James Joyce y luego el artista como perro joven se esfumó y vi dos blancas tetas que creí ser nubes, nimbos, no cirros, y tenían ojos con ojeras. Francine era bella. Ella, en la Creación, recibió los ojos celestes, nadie más.

Recordé a Thomas Hardy y me dio nostalgia. Algo, la penumbra de las Brontë. Es que Francine era inglesa y recorrimos una ciudad Leeds que no existía pero sonaban los Kinks por sus rincones. Se fue, a España y a Cuba con el Foreign Office y se llevó consigo la isla grande y las islas del canal, esas donde habitó su exilio Victor Hugo, donde pulpos gigantes dejaban marinos mustios, chupados, como los batracios del Ticti que ya ni se mueven, se volvieron rictus andinos, la confusión de los idiomas, Babel, el zigurat de tu pecho y el hambre y la sed que tengo persiguiéndome.

13/02/2021

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Imagen: Casa de Thomas Hardy, Dorset

Saturday, February 13, 2021

Formas de rezar. Virginianos y...


JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ

Uno de los libros preferidos de mi librero, uno de mis imprescindibles, es "Virginianos", de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. No sé cuántas lecturas he hecho de este libro, pero ese libro forma parte de mis libros de oraciones. Leerlo es una de mis formas de rezar. Claudio ganó el prestigiado premio Casa de las Américas y es un escritor que tiene los pies en la tierra, lo contacté hace tiempo por Facebook y me aceptó e, incluso, hemos compartido charlas por este medio. Al principio del confinamiento comencé a leer "El exilio voluntario", una de sus novelas, con el objeto de escribir una reseña para Praxis. Pero lo abandoné, a pesar de que me estaba gustando demasiado. Y lo abandoné porque sentí que no podría estar a la altura en mi reseña de esa novela que es tan compleja y profunda. Ahora que arreglé mi librero volví a rescatarla para continuar la lectura. Aunque Claudio es boliviano, esta debería de ser lectura obligada para mexicanos, porque narra la experiencia del latinoamericano que va a trabajar a los Estados Unidos. A diferencia de otros libros del género y que forman parte de una tendencia actual, éste se desmarca de la tendencia y dice algo diferente. En este caso tenemos al latinoamericano que se adapta bien en Estados Unidos, después de muchas dificultades y que hace de la cultura, del arte y, el particular, de la escritura, el centro de su vida. Un exiliado voluntario con una cultura excepcional, con una narrativa como yo no había leído, con un estilo propio, una voz profunda. Un viajante, no un turista, nunca un turista, un viajante que como en una pintura se mezcla con el paisaje. En Fin, seguiremos con esa lectura que dejé pendiente.

2021

Thursday, February 11, 2021

La narrativa de Claudio Ferrufino-Coqueugniot


ÁLVARO VÁSQUEZ

 

La experiencia de leer a Claudio Ferrufino-Coqueugniot es distinta a las de otras lecturas.

 

Sus textos, que formalmente pueden catalogarse como novelas o cuentos, juegan con los límites, los empujan y fuerzan de la misma forma en que exigen una lectura atenta, para no perder un guiño, un giro, o incluso una referencia cuya omisión podría no afectar a la lectura como tal, pero privaría al lector de una nueva experiencia, adicional a la lectura principal, que suele resultar igual de grata.

 

Al mismo tiempo, esa lectura revela (al menos para el suscrito) que hay otra forma de escribir, una que rescata la voz interna de un flujo de conciencia, pero que no se aísla del texto principal, y al mismo tiempo lo enriquece con múltiples referencias (literarias, pictóricas, históricas, y otras), y hago énfasis en el verbo enriquecer, porque no se trata de datos lanzados por simple parafernalia, sino de un ejercicio bien pensado que añade valor al texto, que lo complementa y mejora.

 

El haber leído la obra actualmente disponible de CFC me deja muy claro al menos tres aspectos:

 

Primero, que el autor posee una vasta cultura, y no solamente en el aspecto tradicional, pues aunque en sus textos se adivinan múltiples lecturas y una mente curiosa y despierta, queda claro que además de libros, su cultura se alimenta de muchos kilómetros bajo la suela de los zapatos, muchos caminos recorridos y muchos lugares visitados (cambios forzados de estatus, los llama el escritor en una entrevista), bebiendo de cada uno de ellos todo lo que puedan ofrecer, y apropiándose de todo lo que sea necesario. Y aprehendiendo esa cultura, la acomoda a lo que cada texto exige, con testimonios herederos de vivencias buscadas en los límites, como la mayoría de sus personajes, respondiendo a un hambre de experiencias, riesgos y sensaciones que enriquecen sus textos.

 

Queda claro también que el escritor es un hombre valiente, con todo lo que ello implica (…con un cuchillo entre los dientes, escribe sin venderse, dice una ranchera compuesta en su honor por Emilio Losada, también escritor, autor de la novela Aviones de fuego).

 

Su pluma no solamente no se vende, sino que increpa y cuestiona tanto al poder o a la autoridad establecida, como a las costumbres, los estereotipos, los convencionalismos y a la misma historia. No se malinterprete lo dicho, no se trata de uno de esos provocadores pendencieros que se esconden detrás de un teclado, sino de un artífice de interpelaciones inteligentes, justificadas y respaldadas con argumentos y conocimiento, que usa la palabra como arma y la razón como argumento.

 

Por último, Claudio es una persona que sabe expresar de gran manera lo que quiere decir, tanto en forma como en fondo. Dueño de una prosa elegante y heredero de grandes plumas (suele mencionar a Schwob, Babel, Tolstoi, Dostoievski y Sholojov entre los autores que influyeron en su escritura), seduce al lector con sus textos, lo reta a seguirlo por los múltiples senderos propuestos, lo cautiva.

 

Entonces, se tiene a un hombre culto (sabe de lo que habla), valiente (no teme decir lo que piensa) y que sabe cómo transmitir lo que piensa (escribe muy bien). Rara vez estas cualidades se encuentran juntas en una persona.

 

No en vano se lo compara con Henry Miller, y ya alguien dijo que debería nominarse a Claudio Ferrufino-Coqueugniot al Premio Nobel de literatura. ¿Exageración? Según Wikipedia, este premio se otorgará “a quien hubiera producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en la dirección ideal” (mucho de subjetividad, cierto). Quizá se pueda calificar la propuesta mencionada de optimista, pero no creo que de irracional.

 

Es común escuchar decir que Claudio Ferrufino es el escritor vivo más importante de la literatura boliviana (algunos piensan que hasta podría eliminarse lo de “vivo”). Cruzando el Atlántico, Pablo Cerezal, coautor con Claudio Ferrufino de un libro mencionado líneas abajo, sostiene que Claudio es un literato incómodo… Claudio no se pliega a los dictados de los poderes establecidos… Claudio escribe como debe hacerlo quien ama la palabra: mimándola, no como lo hace el vendedor de letras, el recolector de prebendas y aplausos de ida y vuelta. Tal vez ahí parte de su grandeza. La obra de CFC recibió muchos elogios, creo que todos ellos merecidos.

 

Comparto en las siguientes líneas, más que reseñas, mínimas referencias a los textos de narrativa de CFC que pude encontrar en Bolivia. Añado para cada libro una de las muchas frases que me parecen merecedoras de ser recordadas, incluso sin considerar su pertenencia a un texto mayor. Tómense estos comentarios como una humilde y sincera invitación a leer su obra.

 

El año 1991 se publicó el libro Virginianos, obra que ofrece 81 textos en 81 páginas, textos breves que podrían leerse “de una sentada” como suele decirse. Pero es un placer detenerse en la lectura, prolongarla; seguir las señas que llevan a una pieza musical, una pintura u otro texto que el autor menciona, búsquedas que resultan siempre gratificantes.

 

Como muestra, una cita sobre la relación entre poesía y música: …Tal vez porque el sonido hace vulnerables los muros de la palabra.

 

El señor don Rómulo, su primera novela, se publicó el año 2003, luego de haber obtenido la segunda mención en el prestigioso premio de novela Casa de las Américas. Obra que, revisando la historia familiar del autor, repasa también la historia del país a través de personajes que retratan magistralmente una época. 

 

Una frase que revela la personalidad de la voz narradora: Amar es igual a comer. Acabado el acto entre el hombre y la comida no queda otro vínculo que el sabor, el olor, la memoria del placer.
Como obsequio adicional, nos brinda uno de los finales más irreverentes y provocadores de la literatura nacional.

 

El año 2009, la novela El exilio voluntario ganó el premio Casa de las Américas. Texto con evidentes rasgos autobiográficos, retrata la vida de un migrante boliviano en EE.UU., mostrando las dos caras de la moneda del exilio, que forzado o no, cuestiona los cimientos de la personalidad de quien enfrenta una nueva realidad (el individuo se fragmenta, que no es lo mismo que romperse, dice el autor al respecto). La calidad de la narración evita que el texto caiga en lugares comunes o en maniqueísmos que suelen presentarse al tratar este tema.

 

La voz migrante de esta novela se consuela pensando algo que muchos sentimos en la soledad: Cuando no se tiene personas se recurre a la música.

 

Ferrufino Coqueugniot gana el Premio Nacional de Novela el año 2011 con su Diario secreto, que da voz a un personaje enfermizamente cruel, que fascina al lector mientras comparte con él fragmentos de sus recuerdos, cuya única coherencia viene dada por la naturalidad con que comete actos atroces a lo largo de toda su vida. Personaje que en algún momento parece interpelar al lector, cuando dice: Y vas a ayudarme. No porque me pesen las cosas que hago, sino para convencerte de que no somos diferentes, tú y yo.

 

Mostrando una faceta distinta de su trabajo, la de cronista, y en coautoría con Roberto Navia Gabriel (dos veces ganador del premio Rey de España) el año 2013 CFC presenta el libro Crónicas de perro andante, en el que manteniendo su estilo de escritura, ofrece varias crónicas repartidas en un amplio espectro temporal, geográfico y temático. Una de mis favoritas, Todas las noches la noche, con un final impresionante: … la primera vez que visité un juzgado me compré un terno, zapatos, y asistí elegante. El ujier que iba a leer en voz alta el número de ingreso de mi caso, me pregunta si soy el abogado defensor. No, replico, yo soy el criminal.

 

El mismo año se publica Muerta ciudad viva, novela con vertientes autobiográficas, ficcionales y rescates de otras lecturas. Hay quien sostiene que quien protagoniza la novela es la propia ciudad, aunque el narrador/protagonista se presenta como estudiante, contrabandista, matón o indigente, buscándose siempre en el alcohol, la violencia y el sexo. Aunque esta novela se publicó cuatro años después de El exilio voluntario, al leerla se siente que fue escrita (o concebida, al menos) antes. Así parece confirmarlo el siguiente fragmento: Le digo lo que planeo, que he de viajar… a buscar una vida dura hasta el momento en que me sienta capaz de llamarla a mí. La redención por el castigo. Abandonar la comodidad de la tragedia alcohólica.

 

En la FIL 2015 se presentó en Bolivia el libro Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre), libro escrito a cuatro manos con el español Pablo Cerezal (autor de dos grandes novelas, Cuadernos del Hafa y Breve historia del circo, esta última ambientada en Bolivia). Obra basada en el contrapunteo de dos grandes voces que nos llevan por universos de música, literatura, sexo, noche y muerte, de la mano de un lenguaje que (me robo la frase de Willy Camacho) sorprende y deleita por su vuelo literario.
Luego de leer el libro, escribí en FB: No conozco Madrid, ni España, ni Europa, pero las crónicas-recuerdos de Pablo Cerezal en Madrid-Cochabamba me mostraron una ciudad que no me resultó ajena, y sí por momentos casi familiar. Sí conozco Cochabamba, pero la ciudad de los textos de Claudio Ferrufino Coqueugniot la conozco apenas por encima. De todas formas, a través de un lenguaje mucho más “mío”, no solamente sentí cerca a Cocha, sino que me recordé en esos sitios, aunque nunca haya estado en ellos.

 

Ferrufino-Coqueugniot dice que este libro es hermoso en su dureza, en su desazón, en su a ratos tremendismo y a momentos simple afrenta al buen gusto y la moral, dirán.

 

Libro especial. Se volvió uno de mis favoritos. Su relectura fue tan placentera como la primera.

 

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De ENTRE LETRAS (blog del autor), 12/02/2019

De INMEDIACIONES, 14/02/2019

 

 

Sunday, February 7, 2021

Ojos de medianoche


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Por primera vez veo, en el retrovisor, mis ojos muertos. Lo atribuyo al ron oscuro de las Antillas, de mares de coral y tambores negros. Pirata mi alma y baúles de cuero. Un dormitorio sin tocador, con maletas sueltas, vacías, y calcetines por el suelo.

Los he visto como no los viera, frase que me hace recuerdo al romance del conde Flores y la romera. “Ojos que en mi vida los vi tal”, recitaba la madre al pie de las camas de seis hijos en escalera. Afuera, Cochabamba. Adentro, el mundo de nunca jamás. ¿Por dónde andan esos lentos insectos de alargado pico? Largos como agujas de reloj, con voces de tictac sonoro, latidos del tiempo de nunca más nunca jamás.

Del vacío de las horas masificadas en días y horneadas en meses resurgen voces. Una que otra pierna también, como si del cancán del reloj aparecieran ligas negras y zapatillas de charol. La última vez que te vi, en la pantalla del teléfono, tus pezones semejaban charcos de agua turbia. Me mojé en la lluvia, entraba la lluvia de abajo hacia arriba por las rajadas botas. Llovía de la tierra al cielo, era una fotografía volcada, un negativo donde la izquierda, derecha, y viceversa las dos. Las fotos en blanco y negro se transformaban en arcoíris y en aquellos charcos, casi dos ojos tristes, navegaba una barca hacia el remolino por donde penetré y me perdí; dormí, quise decir. O es lo mismo.

Esta noche he mirado mis ojos ya sin ser míos. Lo atribuyo al espejo, el de Alicia y el de Blancanieves, que mienten pero son estruendosos, divertidos, trágicos. Me senté a escribir. Letras, palabras, líneas cobraron vida y escapaban dejándome vacío.

Lo atribuyo al ron o intento quedarme ciego para fabular contra mí mismo.

Miré las once horas de la noche. En la tarde había partido el tren das onze abandonándome en una rodoviaria de la que no despegaban buses sino aeroplanos. Recordé las manos de Dana, las del 2019, antes de que la peste la enterrara en casa sin cruz ni mortaja.

Un nombre cubría al otro. Una a la otra. Pero esos ojos que pintó allí la noche no son de presagio sino de fatalidad, sin que ese verso tenga que tener pena, ni olvidemos nosotros que lo que pasa va a pasar y lo sucedido ya está, o viene. Trabalenguas, pupilas muertas. Se ha secado la acuarela y la lluvia invertida se clava en el tejado como orquesta de lanzas y perece el techo, San Sebastián atravesado, mirada perdida hacia los cielos por donde ya no pasa Elías ni se presentan ángeles…

07/02/2021

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Imagen: Erich Heckel

Thursday, February 4, 2021

Mazarino


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Los inicios de novela de El Quijote y Cien años de soledad se mencionan siempre como los más bellos de la literatura en español; también los más mentados. Pero, a pesar de gustarme ambos, me quedo (en español, no en francés) con el primer párrafo de Veinte años después, de Alejandro Dumas, con aquella sombra, la de Mazarino, metida dentro de otra sombra todavía mayor -en prestigio y en tiempo-, la del cardenal-duque: Richelieu.

Qué decir. A la obra de Cervantes llegué en la cuarentena, la de la edad no la otra, mientras que a García Márquez no quise, adrede, tocarlo en su obra magna hasta bien entrados los veintes. Discurrí en los lustros anteriores en muchos ambientes de letras, pero ninguno tan tenaz, numeroso, obvio, como los franceses del XIX y los rusos entre fines de siglo y la revolución. Diría que me formé entre esos dos espejos dispares, que corrí de un bando a otro, con pizcas de Inglaterra, de Alemania, de Polonia, Estados Unidos  y Hungría, y ya me pesa deshacerme de ellos; no lo deseo, en realidad.

Paseo por el Correo cochabambino, otrora edificio gloria de la comuna y hoy semienterrado entre vendedores ambulantes de chucherías, celulares, librecambistas y efluvios de chicharrones y hamburguesa con mostaza aguada. En la parte norte, en los ventanales que miran a la cordillera, todavía venden libros usados sobre la vereda. Amantes y amigos remataron allí parte de mi biblioteca invadida con entusiasmo y vendida con fruición. Alguna vez compré uno, con mi nombre bien firmado en letra chica: “claudio ferrufino coqueugniot, Valencia, 1986”. Extraño adquirir por un monto algo que fue tuyo y que sigue siendo tuyo porque no te deshiciste de él. Infortunio de viajeros y desgracia de enamorado, dirán. Aunque, bien pensado, un gran culo bien valía un Cendrars.

… el Correo. Rebusco entre una cantidad de ejemplares de la Colección Austral, esa que compraba de niño y en la que leí La Ilíada, entre otros. El color naranja de la cubierta señalaba que se trataba de un libro de biografías, jamás abierto. Mazarino, de Auguste Bailly, edición de 1969. Lo primero que me vino a la mente fueron las líneas del segundo libro de la saga de Dumas, ya mencionado. A la magnificencia aventurera de Los tres mosqueteros le seguía este, no menos activo, pero que comenzaba con un dejo melancólico y hasta misterioso. Tal vez porque Francia no tenía ya la amenazadora y terrible figura de Armand Jean du Plessis y lo que significó. En su lugar se hallaba un cardenal italiano, ajeno y detestado igual al anterior pero extranjero. En sus manos jugaría el país su futuro como la luz del mundo europeo. Con él venían Rocroi, donde pelearon a muerte los últimos tercios españoles (ver Alatriste, con Viggo Mortensen), y el Rey Sol. Colbert, el ecónomo, y su escuela que trascendería la historia y a sus glamorosos como fracasados antecesores.

Las páginas biográficas de Bailly despiertan el impulso de recrearme de nuevo en historias similares. No es la figura de Mazarino en sí sino la magia del folletín, de la novela por entregas que impulsaba a los autores a hacer de cada una algo magistral. Dumas, por supuesto, pero también Michel Zévaco, Eugenio Sue y Paul Féval, en medio de otros menores. Quisiera, quiero, por un momento dejar la confusa contemporaneidad y dirigir la mirada a los espadachines y damas de honor con veneno en los anillos. Cómo no recordar, en cine, La Reine Margot (Patrice Chéreau, 1994) y su soberbia representación de la novela de Dumas, La reina Margarita. Esas eran historias y no las pajas de bonsáis que nos estorban.

Tomo un Scaramouche, me presto de la biblioteca un Cyrano en devedé y alisto el fin de semana que viene con nieve que obliga al sedentarismo y la calma. No hace mal incursionar en la literatura que nos alegró e hizo vibrar, en los textos del correo del zar, de Verne, o las Indias negras de Salgari, los cazadores burmeses de rubíes y los prisioneros de la isla de Zenda. Hasta Kipling cultivó el género y con él conocí Afganistán. Lo dicho: esas eran historias.

Cierro el Mazarino de Bailly y abro páginas de los monjes y bandidos de Jacques Soubrier que merecen escrito aparte. Recurro, en Bolivia, al argentino Pablo Cingolani, navegante de Río Abajo, en La Paz, que cada vez más se inclina por una literatura que recuerda las pesadillas de Melville, los sueños de Shackleton, y pienso que aquella gran letra de la épica romántica se ha refugiado en los libros de viajes, con sus recovecos que permiten todavía la elucubración mágica, la elucubración maligna y misteriosa. Vivat!

Comienza el martes. “Comienzo el día, aún alucinado”, decía una canción cubana, y me siento a analizar si hoy es día de escribir novelas o de leerlas y escojo lo último. Me hago de un cuchillo curvo y de uno largo y miro receloso por la ventana.

03/11/2015

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Incluido en FEVER (en prensa), Volumen 14 de la Obra Completa, Editorial 3600, La Paz, Bolivia, 2021

Imagen: Retrato del cardenal por Pierre Louis Bouchart