Thursday, January 19, 2023

La conquista de la ruinas, de Eduardo Gómez


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Reflexiones sobre el porvenir y el pretérito en un escenario majestuoso en blanco y negro. No solo se trata del hombre y su caótico trashumar histórico, también de la naturaleza y de cómo su destrucción y su olvido añaden a lo anterior en una alocada carrera hacia un anunciado fin.

 

Resalto, otra vez, la gran cinematografía de este documental, donde la cámara y sus tomas son objetos poéticos. Tanta es la lujuria de lo visual que hasta se podría entender el mensaje del filme sin una narrativa hablada.

 

Mucho se puede decir del argumento pero trataré de ser conciso. ¿Conquistar ruinas? Hasta suena paradójico. Pero el ser humano siempre ha construido sobre ellas, sobre los remanentes del ayer que sin respeto ha ayudado a destruir. La mítica Troya de Schliemann es en realidad varias ciudades montadas una sobre otra. Así en Buenos Aires (refiriéndome al documental) villas privadas, countries, se levantan sobre antiguos enterratorios indígenas. La cantera de Orcoma, en Cochabamba, que sirve para la producción de estuco, guarda restos de culturas prehispánicas que son dinamitados a diario y desaparecidas ellas de la memoria. Condena del hombre de devorarse a sí mismo. Condena impuesta a sabiendas, canibalismo puro.

 

Varias historias al respecto se entrelazan en la cinta, entre Argentina y Bolivia. Sin ánimo analítico, los personajes entrevistados se refieren a la trascendencia, qué queda de lo antiguo y qué quedará de nosotros. Quizá sombras gimientes, penantes de escalofrío, las que aparecen en el sueño o la solitud, miedos colectivos de ser perecederos para terminar como fantasmas.

 

Huesos de dinosaurios salen a la superficie. Pulidos, muestran realidades largamente perdidas. El hombre de hoy avasalla sin respeto el pasado. Cuando todo termine qué ha de quedar: la huella del concreto, ruinas que ya no serán conquistadas porque todo estará extinto.

 

Producida por Rodante Films, de Ariel Soto-Paz, y Pensilvania Films. Imperdible.

Enero 2023

Saturday, January 14, 2023

La casa del sol poniente


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Tengo enfrente a mi padre en foto con su primera nieta. Sus otrora fieros ojos verdes brillan sonrientes. Sonríe. Lo hacía poco y por eso verlo así es notable y melancólico. The Animals cantan La casa del sol naciente en una compilación sesentera que me acaba de llegar. Paradoja, cuando aquello está muerto.

 

Sin embargo veo a mi padre cada mañana cuando me miro al espejo. Él de un lado; yo del otro. Mientras me peino sorbe su taza de té, me pregunta por mis mujeres, me halagaba cuando reunía a varias en fiesta, en suerte de sororidad. “Como el tío Rómulo”, decía.

 

Concierto de trompetas de Johann Nepomuk Hummel. Sol de invierno. Mi primo José Andrés me envía fotos de su casa en el Alto Izozog, a orillas del Paragua o Grande, donde la noche impresiona y las cascabeles tocan canciones de cuna. Su padre, el tío Hugo, el tío Negro lo llama un amigo, era un hombre de impresionante saber. Leía poemas al Che, contaba de Moscú y de Pekín, ponía en su sofisticado equipo de música Akai coros de los cosacos del Don. Bajo profundo como su propio padre, como mi padre, como el bisabuelo Pablo, los tonqorazos. Esténtor de pequeñas disputas locales, voces a las que la épica no les concedió Ilión. Superponiendo una foto del tío Hugo a un (supongo) daguerrotipo de Manuel Ignacio Ferrufino, héroe de Cochabamba, veo que somos uno solo, un hombre múltiple y ubicuo, aquel que nunca perece.

 

Sueño con el tren que sale de Poltava y se detiene en Varsovia. Iremos a Poznán, seguro. La vieja Posen alemana. Después Berlín. “First we take Manhattan, then we take Berlin”. Deliro, imágenes de ayer acechan, mixturan con un presente ambiguo. Te prometí París y será París. No voy desde 1986, pobre estaba entonces y me saltaba los medidores del metro y eludía a los guardias que revisaban boletos. Me agarraron alguna vez, que sí, y qué podían hacer, tenerme de plantón un rato ante la oficina hasta que al distraerse me pelaba y a encontrarme en Calcuta. Tan mísero que hasta los ácratas me regalaban monedas de a diez. Diez francos pedía a las viejas pero no comía con ellos sino le lloraba a un amor en la bella y distante Radolfzell a donde jamás llegué. Vivía de amor y de despecho. Y de pan y gruyère.

 

O iremos por el sur que nos llevará a los Cárpatos, a Rumania y a Austria-Hungría. Me gustan los colores ocres del imperio, desde casi el Báltico hasta la frontera turca. El sol poniente, digo, la luz que fallece, se entretiene y se apaga como cirio robado a Nuestra Señora. Nos obligaré a pasar por Basilea y, por supuesto, en Ginebra dejarle una piedra de cuarzo al señor Borges que culpas guarda, y muchas, en cuestiones de recuerdos.

 

Finalmente París, a lo turista en el Marais o el Barrio Latino, aunque tal vez refrescaré la memoria en Malakoff, dejando atrás la Puerta de Vanves en el Quince, por el Bulevar Brune.

 

Maravilloso Georg Philipp Telemann. Hermoso y desconocido Johann Baptist Georg Neruda.

 

Cuando comencé este texto, hace días, lo tenía armado de cierta manera que olvidé con la rutina y el trabajo. Lo escrito en el aire se diluyó, encima le cayó nieve, y las ramas se derribaron cargadas de peso sobre el verbo. Este de ahora es escrito nuevo, hijo pródigo del olvido, pero para fantasear no se necesita gran estructura, un poco de ensoñación y algo de malicia, páginas tuyas o ajenas, reales incluso si soñadas. Una mujer aquí, un picante en un  rincón, alguien que lloraba y otro que reía. Reyes y bufones o al revés que en este caso no importa el orden. Olor a comino. O es curry. Vislumbres de la India de Octavio Paz, Kali negra y sangrienta, lazos delicados que asesinan. Era Salgari. Kali termina como buen ejemplo de la vida en sí. Conversábamos con mamá al respecto pero en la noche ella nos calmaba y recitaba a Juan Ramón Jiménez. A Rilke también. Y en la tonada del algarrobo algarrobal, que creo es una vidala, dormimos hasta hoy en que despierto y veo nieve alrededor, la cama vacía de los seis hermanos, el arabesco del tronco de la higuera. Estiro la mano y nadie está, ya ni las trompetas de Hummel. Es solo mediodía y hay silencio de guerra.

 

El tren pasa por Vitebsk, atraviesa Brest y se ensombrece en Lodz. Viaje sin remedio el mío, sobrevivo al lodo del Bereziná. Mi antepasado coronel napoleónico Lazare Claude Coqueugniot revisa las tropas de la Legión del Norte. Rudos presidiaros polacos, sucios rutenos y silesios, quizá cachubes de los que se acordaría con el tiempo Günther Grass. Oscuro bosque de Fangorn.

 

Tuesto la cecina y la casa se llena de aromas. No hay perfumes de palacio. Me encuentro solitario pero no cabe esta multitud en la sala, ni habrá comida para todos.

 

Cézanne dejó una naranja en el mueble de casa, se olvidó de eternizarla. Al comerla me llenaré de mitos y vagaré por el valle de las Hespérides. Suena una contradanza y sigo buscando la puerta de la casa del sol naciente. Hay un pequeño pueblo en Ontario, villorrios de Faulkner, pasadizos boscosos de Knoxville, los humanos fallidos del juego consanguíneo en las montañas Blue Ridge, en John Boorman. Por allí debe estar, en la profunda y culpable América sajona, en las magníficas páginas de James Fenimore Cooper, en el folklore de Rosalie Sorrels. Pero no la encuentro, ni en Dylan ni en Hendrix. Solo mapas, referencias, ilusiones sin sujeto, instrumentos de viento.

 

Lo que sí me parece vislumbrar es la puerta del otro lado, por donde se pone quedo el sol. No sé si su penumbra es invitación al purgatorio o al descanso. No sé tanto que divago, trashumo por literatura y música, me embriago de sabores y olores. Mirra e incienso, mes de reyes magos y hechiceros ni siquiera sospechados.

 

De pronto me veo en Rockville, Maryland, a inicios de la emigración, escuchando a Smetana. Estoy tirado sobre el pasto en un baldío antes de la estación del metropolitano. No muy lejos están los días de Alexandria, del raído sofá de Lorgio, mi primera cama, de los fideos instantáneos, mimetizada su falsía con picante. Mi afición al capsicum.

 

Los estranguladores de El Alto no han inventado nada. El sedal maldito es milenario, lo sabían los casacas rojas del imperio inglés. Vago entre lo que he leído y pienso. Las casas del naciente y del poniente andarán por ahí; por el momento camino al medio, pleno de vivir y con hartazgo de muerte.

 

Dice Dylan Thomas:

Y la muerte no tendrá dominio.
Los hombres desnudos han de ser uno solo
con el hombre en el viento y la luna poniente;
cuando sus huesos queden limpios y los limpios huesos se dispersen,
ellos tendrán estrellas en el codo y en el pie;
aunque se vuelvan locos serán cuerdos,
aunque se hundan en el mar de nuevo surgirán,
aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor;
y la muerte no tendrá dominio.

Y la muerte no tendrá dominio.
Los que hace tiempo yacen
bajo los dédalos del mar no han de morir entre los vientos,
retorcidos de angustia cuando los nervios cedan,
atados a una rueda no serán destrozados;
la fe, en sus manos, ha de partirse en dos,
y habrán de traspasarles los males unicornes;
rotos todos los cabos, ellos no estallarán.
Y la muerte no tendrá dominio.

Y la muerte no tendrá dominio.
Y las gaviotas no gritarán en los oídos
ni romperán las olas sonoras en las playas;
donde alentó una flor, otra flor tal vez nunca
levante su cabeza a los embates de la lluvia;
y aunque ellos estén locos y totalmente muertos
sus cabezas martillearán en las margaritas;
irrumpirán al sol hasta que el sol sucumba,
y la muerte no tendrá dominio.

14/01/2023

_____

Imagen: Kali/Escuela de Bengala, comienzos del siglo XX

 

 

Wednesday, January 4, 2023

Helado silencio


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Nieve pesada primero, esa que derriba árboles, nieve imposible de someter. No aquella seca y hasta poética que cae como ceniza y es suerte de polvo en el piso. No, esta va dramática, viene después de horas con buen tiempo, cuando comienza a enfriar, se vuelve lluvia y de ahí pasa a guiso turbulento que paraliza todo.

 

Días después, con la persistencia del frío, la masa ya congelada va derritiéndose a migajas, convirtiendo cada noche siguiente en una peor. Forma rocas, hace agujeros en el pavimento, montículos sólidos que parecen concreto. Conducir sobre ella rompe la armonía del silencio invernal; las llantas de los autos sufren, a veces explotan o son perforadas por cuchillas heladas. El vehículo se mece de un lado a otro, revienta los trozos más frágiles con explosiones de bala, es un manejar sobre cristales, sobre vasijas rotas, noche tras noche sin visos de mejorar. Hielos que persisten por meses, los remanentes de una nevada tal en diciembre suelen permanecer hasta marzo, mayo incluso, con la chirriante cantaleta de vasos quebrados. Ni el pico penetra los túmulos que se forman en las bocacalles. Dulce naturaleza convertida en ogro, excavando boquetes en el alquitrán a manera de ácido. No hay arena ni sal para domeñarla, es tanta que solo paciencia verá disolverla.

 

Estoy acostumbrado. Por encima del fragor de guerra de este tipo de nieve siguen los sonidos animales. El ulular de búhos, lechuzas que cruzan las luces del automóvil y te miran con ojos de máscaras punu del África Ecuatorial. Piel de gallina por las amantes muertas.

 

Estallan fragmentos de hielo, suenan como las rodillas de mi amor. El lamento de las zorras entre lo agreste semeja el espantoso grito de la Banshee. Habrá que releer a Yeats.

 

Ropas tiradas a tramos. Alguien ha ido desnudándose mientras caminaba. Modestos abrigos pobres. En la calle Syracuse un barbado joven sin pantalones, linga y culo a la intemperie, habla en su celular. Prosigo, no puedo detenerme ante cada miseria, ni recordar cada alegría. No amo el calor y odio la tumultuosa Miami, pero no me vendrían mal eucaliptos semidesérticos con lobos marsupiales, o acacias y embarazados baobabs. Habrá que releer a Agostinho Neto. El Zambeze truena, el rocío que esparce su explosión, llamado “splash”, al caer en las cataratas Victoria se mira como nube desde la distancia en Zimbabwe. Enfrente está Zambia y debajo gordos mutiladores hipopótamos. Hay que releer a Richard Burton, la búsqueda del Nilo Blanco en las Montañas de la Luna. África y hielo, aves níveas que flotan en el aire con máscaras gabonesas.

 

En medio de la zozobra, de los obuses que estallan con las ruedas, uno piensa en el amor aunque no exista. Lo asocia con la muerte. Grita la Banshee y su otra prima demonio, la Lennanshee, calla y seduce a los poetas para matarlos. Decía el gran Yeats:

“The Leanhaun Shee (fairy mistress) seeks the love of mortals.  If they refuse, she must be their slave; if they consent, they are hers and can only escape by finding another to take their place. The fairy lives on their life, and they waste away.  Death is no escape from her. She is the Gaelic muse, for she gives inspiration to those she persecutes. The Gaelic poets die young, for she is restless, and will not let them remain long on earth.”

 

No viven mucho los poetas porque los besa un vampiro. He derivado de la nieve pesada a fábulas irlandesas: Quién sabe, quizá porque temo que en esta oscuridad, en donde moriría en minutos sin calefacción, haya decidido errado el camino del sur. Pero aquí o allá demonios hembras cuelgan del árbol como peramotas. Y son fruta jugosa.

04/01/2022

_____

Fotografía: CFC/Nieve en Congress Park