Monday, December 30, 2024

Lecturas con la luna


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Lectura de la noche: Konstantin Paustovski, el primer libro de su monumental autobiografía que le valió ser nominado al Nobel repetidas veces. Los años lejanos me sitúa en un universo que conocí. Leyéndolo vuelvo a mirar los interminables raiones ucranianos, las manchas de bosques, los ríos y las piedras talladas. La vecina Rusia. Cita, en palabras de ingreso a su obra, a Thomas Mann sobre literatura y autobiografía. Añade él que escribe la suya real pero que también le gustaría escribirla en ficción. Lo que hago yo a menudo en un juego tanto memorioso como inventivo.

 

Estas últimas semanas me he puesto a mirar muchísimo cine, incluso en lenguas que desconozco. Implica un juego de intelecto descubrir de qué trata el filme al no entenderlo ni en un pequeño porcentaje. Por supuesto que practico trucos, porque por lo general son películas históricas de las que ya tengo un contexto de lecturas algo respetable. O, en su caso, literario. Me gusta hacerlo porque añade curiosidad a lo que uno sabe a medias e invita a indagar mundos velados. Hoy estoy en un monasterio griego, siglo XVII, al que llega un jenízaro herido causando revuelo entre las monjas. No solo el terror por la brutalidad turca que se puede cernir sobre ellas sino el del pecado; mujeres que jamás han visto el cuerpo de un hombre desnudo.

 

Paustovski es sobrio y magnífico. Pedro, desde Lyon, me lo trajo de regalo. Preciosa publicación empastada de una pequeña editorial española. Cuatrocientas páginas impresas en una “sofocante tarde de agosto de 2024, ciento cincuenta años después de la publicación del sexto y último volumen de Historia de una vida”. En un sitio de la pampa húmeda argentina me tienen el mismo, pero esa edición que no he visto aún creo que abarca más que el primer tomo. Será difícil ir armando el rompecabezas de la obra total. Supongo que la tendré que completar con ejemplares en inglés. Hay libros, ambos rusos en este caso, que van costándome décadas juntarlos: El Don apacible de Mijail Sholojov y las memorias de Alexsandr Herzen. Hay cierto agradable coqueteo con el azar en ello, hasta en su propia y probable imposibilidad. Desde 1996 hasta el 2023 busqué reunir toda La rueda roja de Solzhenitsyn. Los dos últimos tuvieron que ser en inglés por no haber, o no encontrarlos, en lengua castellana. Los que siguieron a Agosto 1914, novela que me llevé a Colorado cuando iniciaba un azaroso retorno hacia lo incierto. Decidí entregarme a la policía en Glendale para cumplir ciento sesenta días de cárcel ya decretados. Luego decidiría. En la primera página firmaban mi amor y sus amigas, entre todas me lo obsequiaron como memoria de tres meses de alucinación y fuego. Mikis Theodorakis, Leonard Cohen, cumbia colombiana y son. Calle Ecuador casi España, zona vilipendiada por los eternos pervertidos beatos. Hay hoy el despojo grisáceo de lo que fuera intensidad. Algún solitario borracho descarga en la pared la tristeza naranja de sus desaires.

 

Ni un vaho de humedad sobrevuela el abandono general. Nada que se manifieste en escarcha. Vuelvo a Paustovski y a Ucrania, a la abundante agua que enverdece los rincones. La calavera del desierto hace mucho que viene flexionando los huesos, girando como rueca encima de esta ciudad. Reflexiono y pregunto, observando las poderosas pero breves lluvias de la cordillera, si ya no llegan las que pesaban en serio ennegreciendo el sur. Allá solo cortina de polvo, más fina que en el Gobi y más mixturada.

 

Maderas de castaño. Me traslado a las regiones de Portugal y Galicia. Escribe Loren: “parpadeo como la mariposa de cristal, siento el púrpura difuminado, humo viejo, madera de nogal”. Posa Valle Inclán para la posteridad. Eternas letras suyas guardo en mi ecléctico bagaje.

 

Han sido días atareados. Hemos conversado del Pirineo, de Tarbes, Occitania, de Tolosa. Lo disfruto tanto. Recordamos la ominosa oficina de los guardias civiles en Figueras. Si cuento el tiempo pasado no alcanzan todos mis dedos, ni los de mamá y de papá sumados. Por la pequeña ventanilla se atraviesa la Gerona de Gironella, la de Los cipreses creen en Dios. Vino espeso, etiqueta del Partido Comunista Español, en una cava barcelonesa. Escribía este autor sobre Papini ¿Cuánto hace que no leo a Giovanni Papini? He desviado mis pasos rumbo a Escitia y Tartaria, será el dolor, extrema manifestación de la belleza, lo que me arrastra allí.

 

Inevitable deriva hacia la comida, las especias. Meses ha que vengo deseando un falso conejo cochabambino. Mis hijas aman el nombre de ese plato típico. Una amiga comenta que me alimento de carnes misteriosas. Me di el gusto, añadí llajwa a lo que ya era hirviente marmita de locotos verdes. Pero excedía en tamaño los límites de mi decencia hambrienta. Comí la mitad y encargué el resto para después. Mis conmilitones locales, señoras de edad inclusive, lo terminaban como si nada. Mis cien kilos de estibador jubilado se avergonzaron y abandoné el ruedo como gallo de pelea derrotado. Se lo achaco a la ausencia, que penar no tengo, al frenesí norteamericano de almorzar mientras se conduce el auto. Debo aprender a sentarme de nuevo, a cambiar elegantemente de manos cuchillo y tenedor, a rociar con rubia cerveza los picantes y no con jugo de manzana. Tareas del renacimiento, supongo, difíciles y no imprescindibles pero punzantes en su señalar que hubo entre mi tierra y yo un intervalo demasiado agudo. Fue así. A lo lejos cocinan judiones con puerro y ajo, pimentón agridulce y sésamo negro, un poema.

 

Paustovski: “Olvidamos el Dniéper; los suaves inviernos brumosos; la rica y amable Ucrania, que protegía la ciudad con su anillo de campos de alforfón, de tejados de plata y de colmenas”.

 

El gran Dniéper enfrente de un plato criollo en el Prado cochabambino. Lujuria de andar los caminos, de bailar en la navidad de Trojes enloquecidos pasos del klezmer, de comer restos de un puerco mechado, relleno de mostaza, perejil, limón, a la usanza antigua, en pan francés. Comerucho trozado en rodajas, multicolor.

 

La noche estaba tibia, flotaban amorosos fantasmas femeninos en su casi inercia. Modestos relámpagos en la cordillera. Releo estas líneas y creo que he gastado más tiempo en detallar aristas, rescoldos de diversidad de temas que en leer las primeras cuarenta páginas del notable autor ucraniano-ruso. A esta tarde le falta música. Me encargo de escarbar entre centenares de discos y hallo Wild Horses, de los Stones, y me recuerdo boqueando como pez moribundo en el entablado del Café Fragmentos cuando se ahogaba un sol de silencio y la luna entonaba forrós.

 

Los ojos de la gaélica y anciana Cailleach caen de sus cuencas y ruedan igual a canicas color de ámbar.

30/12/2024

 

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Imagen: Marianne von Werefkin/Ciudad en Lituania, 1913 

Friday, December 27, 2024

Escrito no de fin de año


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Tumbas de reyes lombardos, castros gallegos. Cornelio Reyna canta en cómo se cayó de la nube. Todavía digiero el ron y el cabernet-sauvignon de las navidades. Bailé Kalinka igual a mis tiempos jóvenes. La noche murió con la última campanada. Un taxi me llevaba por lo que fueron campos y sembradíos. Ciudad ahora, construida a retazos, lugares de comida cada dos casas. En ese hospital murió un amigo, allí hubo un bosque. Nosferatu revisitado. Estaría en Denver años atrás, tal vez ya nunca futuros, con Emily en el café Dazbog de la calle 9 y con Aly probando un delicioso tempranillo en las alturas de su barrio. De aquellas colinas salían las gangas hacia el centro, con jerga propia, cuchillos, algún cohete, tatuajes y viejas chingonas. Han sido, al mismo tiempo que los negros y los chicanos en general, desplazados a una periferia más lejana. Por encima de su recuerdo los yuppies han levantado preciosos hogares que denotan dinero y quizá educación. Lo que fueron barrios obreros, judíos, mexicanos, ya no están. Los conocí y viví porque tuve por mucho tiempo un delicatessen en la mítica West Colfax, casi esquina Kipling; cocía el tocino como los hebreos de Nueva York, en su punto especial; me lo dijo uno de ellos, y el mejor reuben con chucrut que yo mismo recuerde, en pan rye. Aprendí trabajando para un lugar originado en Wall Street. Puse mi parte y mi sabor sudamericanos. Me hice maestro del chili con carne, otra vez, el mejor desde Denver hasta Yuma. Lo prepararé a principios del 2025 para la familia francesa de mis sobrinas Zara y Renata. Los ingredientes no son exactamente iguales pero improvisaré como con el verbo.

 

Ambrose Bierce se esfuma. Si era viento. Mi amigo Arcángel también. Sugieren que murió, no dejó rastros, ni cartas ni cuerpo. Escribo, anoto mis conversaciones con él. Soñó con un libro. Se lo entregaré cuando llegue mi tiempo de permanencia en el infierno. Me llevaré El maestro y Margarita, de Bulgakov, páginas a prueba de fuego. Rojos huracanes como los de Ojinaga. En un rincón veré a Juan Rulfo a la vera del Dante.

 

Anna Volskaya me bendice desde algún lugar de la estepa. Me desea salud, felicidad y amor. Tuve mucho de los tres. Y continúan vivos, recién nacidos. El cielo finge ser azul, las palmeras se agotan con el sol. Bendecir no puedo, ni bendito soy, pero aprecio estas muestras de afecto, con mayor motivo si vienen desde el campo de batalla. Rubia era y es Anna, y hermosa. Su casa estaba en las afueras de Sumy, por una callecita sombreada que conoció tranquilidad. El horror duerme hasta en los apacibles charcos del fin del mundo. Ánimas que no amanezca, en voz de Manolo Muñoz. La cantó Bunbury.

 

Escrito no de fin de año. Zoo o cartas no de amor, escribe Viktor Shklovski, en Berlín, a Elsa Triolet. Mujer y exilio. Arriba sobrevuela la muerte. “Es inútil dejar de quererte”… Era julio o era agosto cuando tuve la certeza de que había llegado al fondo. Cuando no pude ya levantarme de cama, cuando el dolor del parimiento me había tocado como hombre. Supongo que es así por lo que he visto al nacer mi primera hija. Y oído. Exilio con nombre de mujer, mujeres con aroma de ausencias. Te escribo y no te escribo, si te llamas Ligia o Anna o Irina o Francine. G. me prohibió referirme a ella, mandó a su padre armado a matarme. Lo confrontó, Beretta enfriando las lumbares, mi padre. Ella vive todavía; yo también, y la minucia de eso que decían amor se convirtió en hojarasca, en escurridizos renacuajos, manchas movedizas de las acequias. E. alegó que a su hombre no le gustaba que la nombrase. Tu nombre me pertenece, mi recuerdo y mi respeto por mí mismo. Échate a descansar en brazos de tu amo, creyendo que el legado de la existencia ha alcanzado su cénit y que de aquí a la redención final hay un saltito de coscoja. Terribles derroteros sin fin por cierto. Elsa Triolet le prohíbe escribirle de amor. Entonces Shklovski le habla de literatura rusa.

 

Decía el miércoles, comiendo un delicioso lomo a la parrilla con fondo de rembétika que… tantas cosas dije. El ron presuroso bajaba al estómago y subía al cerebro. De Nicaragua, el ron, del estrecho dudoso del poeta Ernesto Cardenal. A Washington arribaron tantos, salvadoreños incluidos, viniendo de otras guerras, de fotografías de guerrillas que parecían xilografías de guerreros caribes del tiempo del hambre. Chiapas no se puede atravesar hoy. Cruzaban por allí, a rastras, dejando calzones de mujer colgados de las zarzas, me acuerdo. Del famoso tren y de modestos jamelgos y marchas a pie. Así y todo, con tanto dolor a cuestas, no he visto mejores bailadores de merengue, del merengue apambichao de algún rincón en Álvaro Mutis.

 

Alucinado por la oxicodona en el averno de las bestias míticas, del mundo antiguo de lodo y gigantescos monstruos. Morfina al momento que se creyó todo perdido. Y heme danzando Kalinka en el regazo de los recuerdos, quién iba a creer. “Cariñito dónde te hallas”. Rutas de los purépechas, feroces hombres del cobre; tarascos los nombraron los conquistadores. En La Habana leí la relación sobre su reino. No he ido aún a Pátzcuaro pero haré el intento. No son ya los desnudos y oliváceos nativos que combaten entre ellos en las imágenes del precioso filme Eréndira Ikikunari (Juan Mora Catlett, 2006) los que pueblan Michoacán este diciembre. Jóvenes pertrechados, bragados según ellos, en lujosos Toyotas dándole al sonsonete de las balas. Matanza y balacera. La muerte siempre tuvo presencia. Y la crueldad. Los peces del lago siguen muriendo con los ojos cerrados. Las redes, en la niebla, semejan viñetas del inframundo. Luciérnagas los tiros y los rayos, tiros.

 

Cincel, martillo, punzón, delicados objetos de fantásticos orfebres. No hay espacio para filosofar. Ni allí ni aquí en que cómodamente sentado en sillón prieto extraigo a cuentagotas mis obsesiones. Un par de anteojos rotos al lado de una cajita llena de monedas de diez y veinte centavos. ¿Qué libro he de leer hoy, si me da tiempo? Mucho para escoger. Tantas horas que pensé no eran posibles. Extraño a mis hijas. Marzo, abril se acercan y espero descender del avión en la pradera norteamericana. Preámbulos, planes, de pronto me doy cuenta que han pasado doce meses, tres sombríos, y que debo asumir que las botas de que dispongo no son de adorno.

 

“Entonces fue cuando oí aullar a un perro. Y le vi también, con el pelo erizado, con la cabeza alzada, temblando, en medio de la noche más silenciosa, cuando los perros mismos creen en fantasmas”. Zaratustra imitado por Nietzsche. ¿No oyes ladrar los perros? De niños nos tapábamos con las sábanas creando un refugio para no escuchar el lúgubre lamento. Era cuando volaba un nuevo difunto color de golondrina, apenas mojado por el chilche andino salido de los manzanos.

 

Tumbas de los reyes lombardos, casas de Roibeira, a la salida de Betanzos. El Betanzos potosino estaba en el camino entre Potosí y Sucre. Hay un sello postal boliviano de 1910: Miguel Betanzos. No sé si nombraron el pueblo por él o viene de la colonia. Lo averiguaré.

 

Suenan guitarras. Tambores, trompetas. Salen blancos pañuelos a relucir. Año ido, otro para el archivo memorioso, sin demasiado nombre femenino y alegres sombras que no asustan. Salud, por el viejo y el nuevo, porque esta vez retrate tus piernas con el Tunari detrás. Luego vendrá el deshielo y en la quebrada rocas puntiagudas con brillo de diamante al crepúsculo.

27/12/2024

 

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Imagen: Dioses purépechas 

Sunday, December 22, 2024

Horrores, máscaras, pantanos, Salve Regina


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Anoche pensé en Onibaba, de Kaneto Shindō, 1964. Tal vez porque llovía y había aire de pantano. Con lo que me gustan las marismas, ya cruzándolas en el camino “a pata” hacia Carmen de Totolima, donde tuvimos que cortar árboles medianos para ir formando una cama que nos permitiera atravesar el bosque inundado. Tierra del narco ahora, interdicta. O en los humedales del Codine de Panait Istrati, boca del magnífico Danubio. Minas flotantes cargadas  de TNT flotan por las orillas de Izmail, Ucrania, como gigantescos moluscos de dura caparazón. ¿Dónde quedaron los haiduks? Seguimos por la larga, casi interminable, ruta entre Miami y Washington DC; agua, barro, fantasmas de los seminolas, caballeros de fortuna colgando de horcas entre el salino olor de la bella Savannah, las dos Carolinas, Georgia, hasta Virginia.  Los fantásticos alrededores del enorme Mississippí, en el pueblito en donde vive mi amigo Rodney Hunt. Letales mocasinas de agua, peces gatos del tamaño de un tronco humano, tortugas mordedoras, resabios del tiempo de los dinosaurios. Y la comida, del lodazal a la olla, con sabores que la mixtura, por demás violenta, de grupos étnicos, fue arrojando a la caldosa común. Salve Regina, a mucho volumen, de Alessandro Scarlatti, suena como si los ángeles hubiesen bajado del cielo, o subido del infierno, cargados de flores. Quítome las botas, permito secarse el lodo. Huele a azahar, habrás venido con ellos, en la brisa, con tu piel de Poltava, tenue, delicada, de imperceptible sonrisa y ojos melancólicos. Nap, nap, hacen ruido las tortugas anegadas cuando cortan peces por la mitad, o penumbrales anguilas que no como, las separo del mejunje de chorizos picantes, arroz, y esa especia desconocida que tiñe el plato de intenso carmesí. Pinta tus labios, hazme creer que huiste de un cuadro de Tamara de Lempicka y por azar derivaste en el lecho mío.

 

Onibaba, las máscaras. Se acerca el tiempo del Areté Guasú, en el gran chaco paraguayo. Vengo esperando un año, tengo que ir. Sé que el calor será de infierno, y los bailarines también. Demonios tallados en madera, la blanca suave y la negra pesada de nicho muerto. Debo ver las posibilidades, seguramente dirigiéndome por el larguísimo camino de Santa Cruz de la Sierra al sur. Con suerte podría asomarme al Parapetí, otro de mis sueños. Vamos a ver, sopesar la realidad de aventura semejante. He dejado en mi pared un espacio para una colorida, tal vez espeluznante, máscara guaraní. En Chagall, hombres azules surcan el cielo. En el Chaco lo hacen tigres de índigo, guacamayas, aguará guasúes, lobos de patas largas, magníficos armadillos iguales a máquinas guerreras. Sí, sí, debo viajar, cuesten lo que cuesten el calor y la sequía. Para animarme, cambio en el tocadiscos y pongo a Tránsito Cocomarola, Kilómetro 11, chamamé que bailan mujeres y hombres con inusitado ímpetu. Solo una aproximación, hablamos de cosas diferentes; ah, claro, cómo, mencionando ciénagas, olvidé el Iberá, el monstruo escondido que temía de niño y de adolescente olía desde la lejanía de Embarcación, provincia de Salta.

 

Domingo Martínez de Irala, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Ñuflo de Chávez.

 

En una esquina de la avenida Beijing un negro macizo lobo desarreglado comía una manzana. Lo vi con estos ojos de vidrio.

 

Doblando hacia la Juan de la Rosa un cardumen de pirañas de vientre rojo perseguía a otro de pacús grises. Pensé en los colores de la naturaleza. Pasando por el lugar donde vivió Gíldaro Antezana, gallos altos de pelea con espuelas de plata cantaban encima de las ramas del desaparecido eucalipto. Espuelas de plata para matar gallos vampiros, una vieja se persigna y cae. Grita mientras un millón de insectos con mandíbula la arrastra al hormiguero para la cena de las larvas. De pronto se hace la tarde sabor naranja. Ruinas de dos palmeras afuera de cierta casa solariega arrojan dátiles podridos para el augur de las aves. Con un sorbo de ron tendríamos un trago, cubitos de hielo derramados de los nimbos.

 

En el edificio, la muchacha Ana trapea las gradas, ocho pisos de escalinatas con un balde de veinte litros. También he sido trabajador y miraba cómo los paseantes observaban la rítmica de la supervivencia de los pobres, uno aquí, allá otro, izquierda, derecha y march, la ruta militar. Scarlatti viene en mi auxilio de nuevo. Lo sigue Pergolesi. Hago siesta y despierto en el fragor de un filme de Jerzy Hoffman. Entiendo que es 1920 y los polacos se animan a desterrar a los soviéticos. Veo a un escriba judío sonriendo malévolamente; los cosacos hacen de sables remolinos. En la floresta cercana estará pan Apolek. Intento escapar, amo la historia pero tengo sed caballar y no aguanto. Necesito refugiarme en una habitación fresca, así obviaba el invierno dentro de los refrigeradores de Washington DC, masticando ácidos kumquats de la China y atento al reloj que pausa mi vida.

 

Contemplo al cerrar las persianas los cerros del sur: el Ticti, el Verde, el San Miguel cubiertos de luciérnagas titilantes, cocuyos arrastrándose por obvias callejas de polvo. Cáscaras de mandarinas, dañados plátanos del género isla en bolsas plásticas apilados en la esquina. La burra en medio del bulevar grita cuando la ordeñan para saciar la sed de los conductores. Busco a ver si sigue de pie la estatua del general Barrientos; no la veo, creeré entonces, posible, en el milagro de que hay consecuencias en la historia de este país.

 

Onibaba se pierde en los manglares. Sé, por cierto, que ha de regresar, pesadilla. Apilo discos compactos de música sacra, mañana es domingo. Veré si las sombras en quienes no creo son capaces de alterar la tormenta. Se anuncia detrás de los picos, truena y echa llamas al infinito. No es Kyoto sino Cochabamba, aquí no hay palacios sino casas de adobe. Pagodas que pinchan las nubes desde diversos ángulos. En una playa peruana de comida parroquianos envueltos en moscas devoran ceviches que también alimentan a los bichos voladores, al mismo tiempo. Pensé que olería a cedrón y pululan efluvios de cloaca.

 

Estallan poderosos cohetes, uno tras otro como bombos malditos. Están festejando el infortunio.

21/12/2024

 

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Imagen: Escena del filme Onibaba

Wednesday, December 18, 2024

Trashumancia por el este de Europa


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Sería 1993, o 1994. Los bosnios ya estaban asentados. Denver había recibido una gran cantidad de refugiados de la guerra de los Balcanes. También los rusos, que llegaron en masa luego de la Perestroika. Muchísimos de ellos de origen judío. Israel se llenó y el resto se vino. Esos años, entonces, en el inmenso warehouse del Denver Post, conversaba con una pareja de georgianos, artistas, universitarios, que habían emigrado. Su historia se ligó a la de mi amigo Karolyan Seferyan, de quien he hablado y posiblemente lo haga más, del círculo mafioso que creó en el lugar aprovechándose del grupo inmigrante que comenzaba otra vida.

 

Conversábamos, decía, de Sergei Parajanov (o Paradjanov), el soberbio director de cine nacido en Georgia. Por supuesto de la ya mítica película El color de las granadas, pero específicamente de La leyenda de la fortaleza Suram, sobre la cual la mujer detallaba aspectos geográficos e históricos, míticos, de esa minúscula región del mundo de imposible belleza. Desde aquella época no he vuelto a ver cine de Parajanov, ni tengo ninguna de sus obras conmigo. Se quedaron por doquier en la diáspora del amor.

 

Con Linceo a proa, mirando más lejos de lo que el destino podía ver, la nave de los Argonautas ingresó al cauce de las aguas georgianas donde todavía se afirma está el Vellocino de Oro. Me acordé de ellos ante las monumentales esculturas de los Dióscuros en la noche paseada de Roma en compañía de Marcela Filippi. Cástor y Pólux formaban parte de los marinos de Jasón, como varios otros héroes griegos en la odisea colectiva de una cultura mayor. Hermanos de Helena de Troya y de Clitemnestra, sujetos a un arduo debate acerca de su paternidad siendo Leda la madre. Quiero recordar que los hallé, de pie, en la subida de las gradas que llevaban al jinete Marco Aurelio. Puedo equivocarme y no importa. Incluso me tomé un par de fotos en la entrada del Vaticano en donde dormía el demonio Bergoglio, sagaz Mefistófeles engañador del mundo.

 

Hago un alto para regar las cincuenta cactáceas de mi ventana. Sedona, el desierto de Arizona, el de Sonora, trasladados a casa, la sequedad del valle alto cochabambino, las soledades de Tilcara y Humahuaca. La flota de la memoria avanza entre la polvareda, polvadera la llaman en el norte argentino. Un alto para beber vino en jarra, de aluminio.

 

Clitemnestra “ojos de vaca”, “mirada sombría”, mata a su esposo Agamenón y ahí se liga conmigo para siempre, porque nunca he podido olvidar la oda homérica y la constante presencia del rey de Micenas. De la mayor de mis obsesiones, imperiosa necesidad de ver aunque no quede nada, de sentir en el cauce de un posible ya seco lecho del Escamandro, de buscar Pérgamo con el énfasis mismo para Ilión. No Europa, cierto, pero casi, casi, a un palmo de lo que hoy se considera un lado y el otro. Me quedo con el mundo antiguo, que era uno y solo, con límites que se extendían hacia Escitia y el Indo. Por eso me encanta leer a Claudio Magris y a Robert Kaplan, entre otros cronistas con las mismas manías.

 

En tales búsquedas tropiezo en una librería de viejo con un pequeño libro: Ordzhonikidse, héroe del Cáucaso, obra de ficción de dos oscuros autores soviéticos (V. Sablin y Z. Fazin). No se debe a un prurito personal por indagar acerca de las vidas de caudillos bolcheviques; mejor sería olvidarlos, sin ser posible. Este líder georgiano siempre atrajo mi atención, de hirsuta melena y bigotes agresivos. Víctima, sin duda, de los enfermizos celos del pequeño cojo: Stalin, a pesar de que todavía se anota su muerte como suicidio. Que le hacía sombra al “hombre del timón” (Barbusse), pues claro, y que se agrandaría esa mácula capaz de terminar con el tirano. Más fácil suicidarlo. He abierto el libro y seguido algunos diálogos. Me interesa; por ahí aparece Bujarin, pero en especial luchas tribales de los montañeses, su repudio y forzosa aceptación del régimen comunista, detalles de la guerra civil en las regiones del Don, Kuban y el Terek, donde había nacido él. Una digresión del recuerdo: el personaje El cosaco de Robin Wood, dentro de su genial galería de caracteres varios y diversos, provenía de allí, de las sotnias que todavía están, de una contemporaneidad trágica hoy en que cosacos ucranianos enfrentan a cosacos rusos en la “operación” militar de otro tirano físicamente enano. Miro fotos de lo que fue la república del Terek y estoy pasmado del bello y brutal panorama. Me urge leerlo, así valga literariamente poco. Creo que Arthur Koestler habló de Ordzhonikidze en sus memorias, a ratos se pierde el recuento de lo que fue y no. Difusa y divina interacción entre realidad y fantasía. Tanto en lo que quisiera creer, tanto que olvido.

 

Alcancé la medianoche mirando, en polaco (que no entiendo), el filme Piłsudski (Michal Rosa, 2019). Énfasis en los años que van de 1901 a 1914, la formación de la rebelión polaca que devolvería la soberanía al país en la figura de Józef Piłsudski, antiguo terrorista y futuro líder supremo de Polonia. Fascinante. Apenas una mirada a la entrada triunfante del mariscal en la Varsovia de 1918. Luego vendría la guerra con la nueva república de los soviets, período que produjo uno de los libros más hermosos de la literatura: Caballería roja, de Isaak Bábel. Tragedia eterna de los pueblos eslavos. En E. H. Carr recuerdo la preparación del viaje de Mijail Bakunin a reforzar la insurrección polaca de 1863. No se cumplió. Aleksandr Herzen, Richard Wagner, la mencionaron, fue un hito revolucionario, otro, ahogado apenas parido.

 

Algo reducida mi visita al “este de Europa”, solo un guiño a la pasión que despierta en mí. Me presto la melancolía de Mircea Cărtărescu, Olga Tokarczuk, Herta Müller, el paseo onírico de Oscar de Lubicz Milosz por la fantasiosa Lituania, la apacible liturgia no religiosa de Aguas primaverales de Iván Turgueniev. Ciclo que para mí no ha terminado, que recién empieza siendo optimista.

 

Comencé con Sergo Parajanov, a quien debo ver de nuevo, su riqueza surreal y también barroca como en los versos de Else Lasker-Schüler, al onírico azulino ambiente. “Y la nube de la noche se bebe mi profundo sueño de cedro”.

 

Al fondo del crepúsculo cabalgan los salvajes potros azules de Franz Marc. Después, la oscuridad, fugitivos espectros de las peores pesadillas. Muros de la fortaleza de Suram, historia estrellada, seca sangre. Cantan los remeros del Argo, lo hace Orfeo; el oro corre como finísima arena y se detiene en los bucles de lana de sacrificados corderos.

18/12/2024

 

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Imagen: Escena de El color de las granadas

Sunday, December 15, 2024

Guerra interminable


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


“En los campos, y a lo largo de la carretera, yacían centenares de máquinas incendiadas, armazones de coches blindados, cadáveres de acero caídos de lado, miserables y obscenos”. Lo narra Curzio Malaparte. ¿Qué ha cambiado hoy? Si parece que el autor cuenta el presente de Zaporizhzhia, de Donetsk, de Kursk. El lugar es prácticamente el mismo, parte de los combatientes también. Faltan los alemanes y, siguiendo el libro, en este caso, el trashumante ejército rumano, raído, campesino, ignorante, que viva al mariscal Antonescu y se asombra cuando Malaparte les dice que el mariscal tiene un centenar, un millar de hermosas botas de cuero colorido, esas de las que ellos no disponen. “Mejores que las de Hitler” y con espuelas. Los llanos de Ucrania albergan sombras. Germania ha arrasado; los soviéticos se han autodestruido. Olor putrefacto del acero consumiéndose en el barro, más fuerte aún que el de las caballerías desventradas bajo la luna. Pesadilla de la que forma parte el silencio. Los aliados de Hitler, rumanos en el escenario descrito, vagan en la intemperie helada, parecen espectros de una vida carente de cronología, ultimátum del mundo en donde un día se bailó y se ha detenido igual a un reloj roto.

 

Bombas sobre los hermosos campos de Sumy. Misiles ahogados en las aguas de los grandes ríos. Por ellos se llevó a la sin par Roxolana y a tantas, menos dichosas que ella, cautivas rutenas, a los serrallos turcos. De aquellos feroces tártaros que comerciaban en tristeza pocos quedan. El kanato de Crimea afirman que es terreno ruso. Los otrora enemigos, mongoles y cosacos, hoy enfrentan al nunca dormido imperio y su gente cuya personalidad está seducida por una supuesta grandeza que no le trae beneficios reales. El Taganrog de Chejov arde. Arde el Rostov de Sabina Spielrein. Bajos profundos, cantores del Kubán, armados de sables y elegantes, entonan misteriosas canciones que hacen llorar.

 

El Dnieper se ve plácido en la siete veces centenaria Cherkasy, ciudad que conocí en las páginas de Sienkiewicz, cuando se hablaba en los campos de que algo grande se preparaba, sobrevendría, lo había anunciado el cometa que aterrorizó 1647. Lo relataría Bashevis Singer desde el lado de los victimados. Me viene a la mente, con y sin razón, una imagen de una serie rusa sobre Mishka Yaponchik, en la que irregulares hebreos, malentretenidos del puerto de Odesa, marchan a luchar por la bandera roja durante la guerra civil entonando el apacible canto del Shalom Alehem, que anuncia el Shabbat, pero con aire guerrero. Te hemos traído la paz, mas aquellas huestes indisciplinadas le daban el tono de la paz de los muertos. No había, del tiempo que hablo, fuerzas combatientes judías por ningún lado. Fulgor y gritos. Horror y posterior afonía. Inenarrables tragedias de entonces, antecedidas por aquellas que Schwob aplicara a los enloquecidos soldados del Armagnac. En la Damasco de hoy, Siria, celdas tamaño de féretros, obligatorio vampirismo de los desdichados. En vano sonaron las trompetas en Jericó, ilusorios el Arca y la inundación, Corán, Biblia y el Mahabharata, por más hermoso que haya querido pintar a este último, en cine, el enorme Peter Brook.

 

Revuelvo mi café oscuro a pesar de no haberle puesto azúcar. Noviembre en Cherkasy suele ser más frío que lo común por el viento del río. Como Chicago, hija de los grandes lagos.

 

Leo, libros y cartas, confesiones y demandas. Cuento con los dedos los días que han pasado desde hace un año, evalúo los avances y pareciera no haber deslaves. Hombre de suerte. Alegro la mañana con un disco que aprecio mucho, de Luis Rico y su banda. Mucha vida añadida al talento. Lo hago mientras lavo una taza y un plato, circunstancia que me recuerda que estoy en casa de un hombre solo. No abandonado ni anacoreta todavía. Kazantzakis en el Monte Athos, quiero creer.

 

Retorno a escribir. Mi brebaje lleva ahora dos cucharillas de azúcar blanca. Huelo tamarindo y manzanas verdes, huelo el poco de orégano que ha caído sobre el mesón. Sábado de picante de pollo, esencia cochabambina, pero en mente, en el instante, navego con las memorias de Iván Bunin sobre la guerra en la estepa. No en el libro, que está en mis estantes, sino en la película que Nikita Mikhalkov realizó basada en la obra. Me gusta Iván Bunin, me gustan tantos de los autores del exilio blanco, en la precaria París que les tocó vivir, y me tocó, a orillas de Châtillon–Montrouge y Malakoff. Nina Berbérova, Zinaida Gippius y su esposo…

 

Mundos dispares, fraternos.

 

Me despertó la lluvia a las dos de la mañana. La brisa fría me trasladó a la primera nevada en Kiev. El cielo de Ucrania se llena de estrellas. Son de fuego no de poesía. El arte vendrá y crecerá en forma de girasol sobre el maldito lomo de los enemigos. Deseo sentarme en Kherson, ajeno al tiempo, sintiendo el mar antiguo, invisibles monstruos de las profundidades, temor de los griegos. Circe y Medusa, o los ánades del delta del Danubio que en medio de la embriaguez suenan igual a martirio de orates.

 

Últimas páginas de mis Escritos de la guerra de Ucrania que terminaré en la ternura añosa de Poltava, en esos momentos en que uno cree en la eternidad, cuando la claque no resuena y solo hay una casera que trae un vaso de kvass, pan líquido.

 

Ha avanzado la mañana sin regañadientes. Suenan sierras y martillos, dulce sonido del trabajo, no molestia para mí. Quince libros apilados en mi lado izquierdo, uno en la derecha. Extraño los molles del patio de casa. Ahora su tumba está cubierta por el concreto del parqueo. Haciendo referencia en las paredes del fondo puedo presumir que sé con exactitud dónde crecían. Acaricio el cemento con gratitud.

 

No me distraigo, no puedo. No vivimos una drôle de guerre sino un intento de genocidio real. Hay que proseguir, entre belleza e ira, en el fatídico collage que nos toca, con la certidumbre, sin embargo, de que de los grises de Braque pasaremos al color de Malevich.

 

Imagino, sueño, deseo canciones de paz en fanfarria de lucha. Me he prometido una pequeña casa en Odesa desde donde pueda observar tierra enfrente e inventar lo que me plazca acerca de lo que habita allí. Cíclopes o Penélope hilando en rueca inmóvil. Cómo eludir el mundo si estoy en el centro de él, ávido de ahogar a nuevos Atilas con traje de imperfectos burócratas. Frías aguas del océano negro encerrado, para ti no existe el vocablo interminable. Esto se termina y de una sola manera, así los hados suelan mostrarse a ratos con ridículas caretas de payasos hablando en lenguas. Existe la historia y no se equivoca. Pasan en lejanía bajeles y Heródoto escribe, anota sin descanso Estrabón.

 

El jugo de la frambuesa guarda el color de la primera sangre antes de oscurecer, porque la sangre tiene igual su medianoche. La de Ucrania cansada de pintarse de granada va haciéndose rosa, púrpura la de Moscovia, y fétida. El destino adelanta a golpes de remo, desde la tumba de Aquileo en la isla de las serpientes hacia el oriente.

14/12/2024

 

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Imagen: Dibujo de niño ucraniano de Mariupol

Tuesday, December 10, 2024

La noche de mis padres


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¡Ah, Chejov! Terminé la noche con los cantos gitanos, profundos y tristes, de tu Accidente de caza convertido en filme (Emil Loteanu, 1978). Lo surreal, la locura rusa, cisnes, caballos y marismas, amores color sangre de vino. En el entredía de ambos cumpleaños de mis padres, 9 y 10 de diciembre. Pensar que mi madre hubiese cumplido 99 años (mi padre 96) me pone a pensar cuánto tiempo ya que mis ojos miran por estas ventanas. No es pensamiento penumbral sino estadístico. Dos palmeras aún endebles se alzan en la terraza del octavo piso. Otras dos en la planta baja, firmes. Desde mi negro sillón individual hago tomas fotográficas, tanteando el silencio de los cuadros, el hieratismo de las máscaras, algunos pasos silenciosos, el timbre del elevador. Música popular y de teatro del siglo XVII español de fondo. Pesadez de calor que viene siguiendo a la lluvia.

 

Un conde cuya embriaguez (de enamoramiento también) lo enviará por la ruta del desastre hasta terminar como cochero de alquiler, muestra alucinadas pupilas; los zíngaros visten elegantes trajes mientras el oscuro cabello de sus mujeres y la negra mirada condescienden con la tragedia que nunca viene, que siempre está. Pienso, cómo no, en Gogol, en Leskov, Dostoievski, Andreyev, en la hacienda de Premujino que pertenecía a los Bakunin, en la sombreada tumba del gran Tolstoi.

 

Taganrog estaba indolente a orillas del mar de Azov. Chejov era tártaro, dicen; seguro, contesto, se manifiesta en sus achinados rasgos. Tan cerca del río Don, del universo en permanente cambio de cosacos, turcos y guerreros pequeños hábiles en cabalgar caballos enanos, igual a sus ancestros que llegaron de Mongolia. Gloria tártara de las letras imperiales, entonces. Así, con pensamientos tales, me detengo ante un restaurante tártaro de Kiev, no lejos de la estación de tren que será bombardeada el año anterior si bien recuerdo. Dejo que la modorra de octubre me consuma, arrastro mi sombra hasta el monumento a Shevchenko. Qué solo se encuentra el poeta, qué helado, ni para ponerle abrigo sobre los hombros. Mientras yo suba a mi apartamento del quinto y duerma abrazado de pesadas cobijas y ojos verdigrises de mi victoria, Shevchenko llorará la desdicha de la soledad de piedra, enfrentada su opacidad al rojo vivo de las paredes de la universidad. Amenaza nieve, caen tímidas gotas de agua sucia. Edificios en construcción parecen gigantescos muñecos de Memnón. Anastasia, que ya ha cumplido cuarenta y uno, toma un bajel en el puerto de Odesa y parte hacia el mundo de los camellos. Enviará fotos desde Giza, pelirroja esfinge de mi primer amor eslavo.

 

Desperté a las seis y media y lo primero que hice fue poner a tocar Ada Falcón en memoria de los viejos. Tangos y valses en la voz de la gran pasión de Canaro. Ella dejó fama y fortuna para recluirse, obvió la gloria para hallar paz. Cantaba a dueto con Carlos Gardel, en el auto de él, Yo no sé qué me han hecho tus ojos. Relataba Ada, en un documental ya de hace mucho, que el maestro Canaro enloquecía de celos. Tampoco yo sé qué hechizo tenían ellos, solo estoy seguro que me hubiese tirado al abismo por ti. Como por todas; no hay mujer que no valga un suicidio, bellas, ellas, y tenebrosas.

 

Por la mañana llovía. Celebraba el mundo de Alicia y Joaquín; lluvia de izquierda a derecha, vertical, horizontal, inclinado, raíz cuadrada, ecuación de primer grado, álgebra. Llovía. Intenté ver un cuervo creyéndome en Denver al oír un chillido. Solo encontré a los albañiles guareciéndose de la tormenta. Ahora son las cuatro de la tarde y la música ha terminado. Bebo un largo sorbo de agua con limón y me levanto a escoger algo que valga el momento. El miércoles ya habrá acabado el cumpleaños de mis padres y las velas se extinguirán a medianoche. Me quedan horas, multiplicados minutos. Elijo 5-10-15 Hours, de Rudy Toombs en voz de Ruth Brown. New Orleans en la memoria, Caroline corriendo por la ciudad con el cabello en cola que se movía cual péndulo. Penumbra de mi habitación, olor a musgo del parque Audubon, se puede sentir el Mississippí abrazando la ciudad con húmeda lascivia.

 

Estoy a solas pero hay cuatro copas encima del mantel.

 

Descorcho el vino. Lamo una pizca de sal de mis dedos cerrados, por qué, no lo sé, no dispongo de tequila en este momento aunque no vendría mal entrecerrar los ojos y percibir que el infierno va sellando el esófago como máquina de guerra. Camisa entreabierta, calor casi tropical. Sé que nieva en Denver, que nieva en Belgrado y Kremenchuk. Árboles del bosque de Betanzos cubiertos de hielo ¿o era Lugo?

 

Acaricio la pelusa clara de un precioso cacto de mi sala, el que está debajo de las máscaras bozo. Vive sin agua. Hay que ser muy cuidadoso para no ahogarlo. Lince trepado en la cumbre de una cactácea monumental. Los correcaminos van rápidos con serpientes listadas en el pico. Los Doors cantan casi letanías del suroeste, del ancestro indio. David Lynch. Manejo hacia la reservación papago en California sur, polvo antiguo.

 

Las cinco. No tocan las cinco, no tengo reloj cucú y la iglesia de la Compañía de Jesús con las campanas está muy lejos de mí. A veces me sentaba a escuchar, no en santidad, ese bello repicar. No son la María Angola pero suenan a ángeles menores, trompetas de Judá.

 

Padres, hemos pasado el día. Las cuatro copas se han vaciado junto a la lluvia. Resplandece el sol, tal vez ustedes me estén mensajeando secretos. Calzaré los zapatos y al caer la noche daré una vuelta por el barrio. So long, canta Ruth Brown. Nunca nos despedimos, siempre estamos juntos, los oigo cuando duermo y despierto creo que sueño tal como eran cada segundo. María Renée nos acompaña, los cuatro parecemos cofradía de bandoleros. I wait for you. I'll Wait for You.

 

Me pongo el antifaz. Culpa que ustedes en las eternas soledades cochabambinas me leían las aventuras de Dick Turpin. Entre tantas otras cosas.

 

Entre tantas.

9-10/12/2024

 

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Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2024

Saturday, December 7, 2024

Buenos días, Oscar Wilde


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Buenos días, Irina. Diciembre del 2024. Pronto el cumpleaños de mis padres. John Lee Hooker a las siete de la mañana. Café instantáneo, horrible, pan negro con pasta de hígado. No la horma de pan alemán que traía papá de la calle San Martín y que pesaba casi un kilo, sólido, compacto, delicioso. Judío-alemán, contradicciones de la historia, El club de los parricidas de Bierce, El funeral de John Mortonson

 

Anoche te paseaste por casa por horas. Con la puerta cerrada podía escuchar ruidos de tazas, sigilos de sábanas, ventanas abiertas. Quisiste hacerme creer que estabas muerta y que tu espectro inconcluso se despedía. Viva estás, no sé si mucho o poco, pero desayunada y duchada. Perecidos mis perros, Choky I y Choky II, a ellos sí que no veré de nuevo. Te ignoré, sorbí la fría manzanilla, leí un poco, me rocié de rusos muertos como de agua bendita y disparé un tanque rebelde en contra de las edificaciones de Homs. Hace una década escribí acerca de ahorcar a Assad. No sucederá, ya lo sabemos, pero al menos este flemático asesino se pudrirá en oro lejos de su reino, con su puta occidental y sus maniáticas crías del averno.

 

Recurrente en mí el filme Wilde (Brian Gilbert, 1997), no solo porque me gustó tanto, ni la gran actuación de Stephen Fry, sino porque se inicia en Leadville, montañas de Colorado, en donde regentaba un café, el New West Café, con mi cuñado. Lejos de intentar siquiera una aproximación con la debacle del poeta irlandés, pero recuerdo la celda de la cárcel de Leadville y todavía duele el golpe brutal que con laque de palo me aplicó la policía en la baja columna para despertar mi ebriedad. 24 horas de luz roja; a su modo, la prisión es un burdel. Bajo esa luminaria de crepúsculo barato leí los viajes de Marco Polo y conversé con otro preso mexicano que pagaba su cuota limpiando el pequeño recinto. Me enjuiciaron, prohibieron contactos, dos años de “probation”, presentarme cada mes a declarar ante una atractiva gringa uniformada acerca de mis actividades presuntamente delictivas. Se hundió el café, el guiso de fideo picante, fideos uchu que vendía muy bien a un turismo aterido de frío en la cumbre del viento. A pesar de eso tuve a mi segunda hija, Aly, y cuarenta años después, algo menos, solo puedo enumerar los gozos que ellas dos me han traído y en dónde barrotes de metal, penas, desasosiegos y desamor pesan ligero.

 

Mensajes en los dos celulares, pitidos de voces en la distancia. Cómodamente, en medio de brisa cruzada que resfría, termino el breve libro de André Gide sobre Oscar Wilde. Según creo, publicado dos años después de su muerte. Mucho por anotar mas no diré nada. Precioso homenaje de un grande a otro. Disyuntiva en la vida de entregarse al placer o a la mesura. Siete comensales en el funeral del difunto en una callecita de París. Algunos abandonan el cortejo y Wilde llega a la fosa con solo una nota de despedida, de su dueño de casa, encima del féretro. El ruiseñor ni flores recibe, ni cortejo de sabios. Eso dice bien de él. ¿Quién necesita elogio de hologramas? Mejor adecuarse en solitud a un camino que en medio de la lírica había él ya bien previsto.

 

Dice Gide que ninguna de las obras se Wilde alcanza la estatura de su conversación. El retrato de Dorian Gray contado en voz supera con mucho lo que después fue impreso. Cómo saberlo, tenemos que tomar su palabra como válida, supongo.

 

No canta el ruiseñor del jardín del emperador chino. Chilla la lechuza, blanca con antifaz. Había un período del invierno en Colorado cuando llegaban los grandes búhos de las nieves. ¡Qué espectáculo! Como cuando pasaban las grullas en su ruta al África. Puedo equivocarme y no me importa, me refiero a la emoción, al asombro, love me two times girl, a eso.

 

Ámame dos veces, una por hoy, otra por mañana, buenos días, Irina, el verde de los muros de tu edificio está opaco hoy, casi pintado de tristeza mientras el sol brilla. Suena el órgano de Ray Manzarek. Jim Morrison echa un grito desgarrado antes de que la música termine. Cuánta grandeza suele albergar el Père Lachaise. Paseo las sendas con bolsillos desventrados. Ni un amor en el fondo de la tela, ni un pan. Pero Agnieszka Wrokoj todavía tiene ganas de leerme a la vera de Chopin algunas líneas de Oscar Wilde en polaco. Su francés es peor que el mío. Pronto tiene que regresar a su trabajo de empleada doméstica y yo al mío del hambre. Un toque, un beso, ámame dos veces, buenos días, Irina, buenos días, Oscar. Agnieszka toma el camino de Denfert-Rochereau; voy camino de Vanves, el catorce y el quince de la guía Peuser de París que nunca abandoné.

 

“La vida nos engaña con sombras”, dice Wilde en Gide, seis años antes de la cárcel.

 

Contemplo Europa y sigo con intención de pasar los próximos meses en el este. Los dueños del mundo juegan hábilmente con los miedos, terrores de la plebe trabajadora. Su falsa e incendiaria retórica señala enemigos donde no los hay, pronto no habrá refugio alguno para nosotros. Cuando la sociedad se ceba con algunos, como lo hizo con el autor de El abanico de Lady Windermere, difícil sustraerse al castigo que amenaza. En el reino animal la única especie estúpida es la humana, nada ha aprendido desde que exterminaron a los neandertales. Me pregunto si vivo las postrimerías de nuestro mezquino universo y entiendo que la sangre intenta lavar todo. Quizá no merezca un té en un bazar de Bujara ahora que incendiaron los cafés de Mariupol que miraban al mar de Azov. Pero voy a intentarlo. Entre los cadáveres que se pudrían en los canales supo Pierre Loti, en Pekín, describir con detallada hermosura los recovecos de la Ciudad Prohibida. Descartada la antigua Aleppo quedan, espero, Varna y tal vez Sanaa, en el Yemén, en cuyos alrededores las campesinas llevan altos y negros sombreros que las hacen parecer hechiceras medievales. Como la Meg Merrilies, la gitana de Guy Mannering, de Walter Scott.

 

“De su sabiduría como de su locura, jamás entregaba sino lo que él creía que su auditorio podría gustar; servía a cada uno ración según el apetito”, André Gide.

 

Desperté ya. Dos discos se consumieron en la creación de la memoria. Lin Yutang decía: “Nadie se da cuenta de lo hermoso que es viajar hasta que regresa a casa y descansa en su almohada”. Pero un viaje hacia la muerte únicamente tiene de hermoso el retorno. Tal vez en eso pensaba Oscar Wilde cuando se recluyó en Berneval después del cautiverio.

 

Líneas de La balada de la cárcel de Reading:

“(…) hasta el barro pedía sangre al asfalto de sed ansiosa: Supimos que antes del alba alguien colgaría en la horca”.

 

No importa cuánto el mal nos haya destrozado. Oscar Wilde aguantó el embate del tiempo junto al desdén. Otro irlandés, el explorador Ernest Shackleton, ejemplificó lo que implica la entereza. En medio del sureño polo espantoso, cuando los hados llegaban siniestros, recitó a sus marinos versos del poeta Robert Browning. Sobrevivieron.

07/12/2024

Wednesday, December 4, 2024

Bajando por la calle Esteban Arze


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

A mi querido amigo Conde Crápula Johnny

 

Ciudad de construcciones coloniales, de profundos y largos parqueos estériles, precarios, ahora. Al fondo quedan restos de poderosos muros de adobe y uno o dos molles antiguos, calaveras de casas de tres patios. Cuando yo era niño destruyeron el magnífico templo de la Merced, del siglo XVII, para construir una cancha de fulbito para los empleados de la compañía de teléfonos automáticos. Hoy es un parking. Librecambistas en la esquina, vendedores de shampoo, revistas, paltas y limones. Comidas de diez de la mañana: phuti de fideo. Los aromas del comedor del mercado 25 de Mayo han cubierto para siempre cualquier santidad o inmundicia que albergara aquel recinto. Lo recuerdo vagamente. Un amigo me ha dicho que salvó algunas piedras fundacionales que hoy están en el templo del Temporal de la Recoleta. Me gustaría verlas, ellas susurran.

 

Me gusta pasar por la iglesia de San Juan de Dios porque es la que aparece en Juan de la Rosa, uno de mis libros inolvidables. Hice una pequeña huelga de hambre de universitarios allí, cuando caía la dictadura. Amé a Silvia ante los ojos de Dios y del hambre, o era el Señor de Mayo, o el de los Milagros. Carne bendita de todos modos. Temo equivocarme de “ella”, tal vez fue otra; hoy me ha confundido el chocolate, me ha mareado como a guerrero jaguar hastiado de sangre.

 

Antes compro a precio de oferta La máscara de Dimitrios, de Eric Ambler, porque me interesa leer dentro del thriller la descripción que hace de la masacre de Esmirna. Mi amigo turco, Mahmoud, había nacido en la ciudad, su Izmir. Pido un chorizo chuquisaqueño rebalsando de locoto que parece pimentón. A la salida de San Juan de Dios, justo al lado de donde venden estampitas y detentes, se agolpa una multitud devorando calientes y olorosos chorizos cochabambinos, más pequeños. Deliciosos y letales.

 

Continúo descendiendo la calle con la intención de llegar a las casetas de San Antonio. Mi lista dice que necesito jabón de tocador, un lapicero de tinta azul, seis cactus enanos, ciruelo rojo, plátano guineo. Me ofrecen cremas, las pasteleras me estiran del brazo pero no necesito tortas. Una mujer lleva kilos de frutillas hábilmente equilibradas en vieja carretilla, de rojo esplendor; una segunda, kilos de plátanos pero ni un guineo. Me he vuelto adicto al tenue amargo de esta breve fruta que tendrá, dado el nombre, origen africano. La habrá comido Korzeniowski-Conrad antes de adentrarse en el Congo. Y también Mungo Park. Y Henry Morton Stanley. Magia de una breve maravilla natural, alimento de almas y literaturas. ¡Ah, río de Gambia!

 

Por cincuenta centavos me peso en una balanza sobre la vereda. Por un boliviano en la siguiente, media cuadra al fondo. He perdido casi un kilo caminando treinta pasos, esas son las mentiras que imploro. Pregunto el precio de las escobas, las cualidades de un trapeador, si todavía venden cera bruta o desapareció. Llego a los cactus enanos y mi casera está cerrada con lona verde como bunker de guerra. Huelo que están adentro, los escucho, pero cada quien descansa cuando le place. Necesito reemplazar los que murieron, de los cincuenta que tengo, cuando viajé y me adentré en ciertos caminos infernales, producto de mi operación de columna. Toda la vida he dicho a mis hijas que no tengo miedo a nada pero cuando no podía sostenerme en pie le dije a Aly, la menor, “tengo miedo”. Mi hija me besó y me acostó. Otra vez he vuelto a no temer nada pero recuerdo lo inesperado. A veces me asustaba un mapache, o aquel búho que se tiró contra mi parabrisas y vi que tenía caninos de diablo. Era subiendo hacia la avenida Leetsdale y ni siquiera la policía caminaba por esas soledades. Extraña vida he vivido, larga e intensa como varias vidas. Se debió a no dormir posiblemente. Gané horas y perdí años. Está por verse.

 

Aroma de ciruelas hervidas. Hasta la Sonja de Christian Schad ha entrecerrado los ojos y dormita. Brisa de diciembre, calor. Truenos lejanos anuncian que en algún lugar de la pampa de Pandoja llueve. En algún lugar de Pandoja camina el espectro de Gloria con los pechos desnudos. La admiran los niños campesinos. Semeja una mujer de Millet sin ropa. La pinto en memoria, la acaricio, le dijo que suavice su voz, que la ira no va en una ninfa de Puvis de Chavannes.

 

Descorcha el vino. Hay olor de pinturas restauradas y algo de carnes cocidas a la brasa. Cuando camino a casa, no hay una moneda para el viaje, me detengo en lo que es hoy plaza 4 de Noviembre y bebo de la fuente perenne un agua dulce.

 

Busco un poncho pequeño de Inquisivi que miré hace unos días. No lo encontré. He de volver el jueves. Me ofrecen falsa cerámica prehispánica pero tengo experiencia. Son bellas copias y para un iluso serían más que suficientes. Me llevo una pieza de Omereque, auténtica, de unos quince centímetros de altura. Cuando era joven estaban a flor de tierra en esa región y la gente para obtener una destrozaba diez. Ya está prohibido. Mi amigo Israel García, de Zihuatanejo, contaba que en su infancia recolectaban “monitos” en la sierra de Guerrero. Piezas arqueológicas con forma de animales.

 

Rastros del ayer que desconocemos y queremos obviar en pos de una modernidad deseada pero carente de espíritu. Bien se podría poseer los dos pero la gente da diez pasos y a veces piensa. Salgo de la sombra de las casetas buscando un taxi. La colina de San Sebastián enfrente. Siempre me causa un no sé qué. Allí combatieron a Goyeneche mis antepasados. Apareció él, demonio sangriento, rodeando el Ticti. Lo demás está dicho. El perro miraba a Cochabamba con su catalejo desde La Chimba. Borracho he transitado esas rutas de barro, el camino viejo a Quillacollo, la permanente música de fiesta. Atraviesa el ferrobús e imagino que nunca he de viajar, cómo en estas condiciones, seis hermanos, uno tras otro en siete años.

 

Jucumari de los barrios bajos, oso de anteojos sin anteojos. Animal sin selva. Me doy una palmada en la cabeza y señalo a un taxi. Cargado de ciruelas, guineos, tostado y antigüedades voy camino a casa. Primero me siento, quito los zapatos, lavo las manos, husmeo a los vecinos y tomo un respiro. Pongo las memorias musicales de Lalo Guerrero, quien, como yo, vivió entre mundos. México y los chicanos, mariachi y música pachuca. En algún sitio el río Bravo se transforma en Grande. Al fin de la avenida Esteban Arze pulula un mundo tan activo como Hong Kong. Queda alguna casita original de los empleados del ferrocarril. Pasado mañana, cuando vuelva por aquí, ya no estará. Pasado pasado mañana, yo tampoco.

03/12/2024

 

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Imagen: Antigua Cochabamba 

Sunday, December 1, 2024

El bosque mágico


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Paul Robeson canta Joe Hill: “I dreamed I saw Joe Hill last night”. En el dormitorio de mi hija Emily hay un afiche que lo recuerda, al lado de un cuadro tal vez de Bonnard.

 

Los defensores ucranianos del Luhansk llaman a la floresta de Serebryansky “el bosque mágico”. Era una reserva natural destruida por los rusos en años de asedio. Sin embargo, cuando oscurece y se levanta la bruma para mimetizar de olvido la horrible realidad, todavía existe el universo del misterio, trasgos antiguos que degüellan a los mercenarios y los esconden en la hojarasca. Decía Kafka, cuando narraba acerca de Ulises amarrado al mástil y con los oídos cubiertos de cera para no caer ante el embrujo de las sirenas, que más peligroso era el silencio de ellas que su canto. En el bosque del oriente ucraniano el imperceptible movimiento de los pocos insectos que quedan no afecta el sosiego del crepúsculo, más se teje en la sombra y en el reposo que en el crepitar de las máquinas de guerra. Los rusos ni lo saben y menos lo perciben y sus fuerzas van mermando hasta que en el futuro persista único el ramal de sus huesos en donde anidarán otra vez los urogallos. No es que esté escrito, se urde en la penumbra cuando todo parece dormir.

 

Canta Iva Zanicchi: “Sí que estoy cansado, mi capitán”. Pueblos austrohúngaros se suceden en mi retina. Contaba Alexei Tolstoi, en su gran trilogía, de la calavera de un soldado austriaco encadenado a su ametralladora. Imágenes de Charuga, filme croata (Rajko Grlić, 1991) acerca de un célebre bandido esloveno. Lo dicho, Austria-Hungría se mueve con plenitud de pantalla gigante en mi chica memoria. Cerca del bosque de Serebryansky está Yampol. Deseo, anhelo, muero por creer que es el Yampol de Isaac Bashevis Singer. Puede que lo sea o no pero hay algo de hechizo en las letras que conforman los nombres en esta región, fronteras como vapores, como luces malas de la pampa argentina. Hasta me parece oír la vieja canción que rescatara o inventara Tolkien, bellamente expresada en un animé de su obra: orcos marchan descorazonados hacia una segura muerte. “Where There's a Whip, There's a Way”, como si fuese hoy, contemplando el desastre del ejército de la nueva Moscovia con su pequeño amo enano y cobarde. Visionario Tolkien, dentro de una magia similar a la suya, de sombras envolventes, de contraluces que descubren acechantes monstruos.

 

Largas sombras de mujeres danzan en la floresta, entre la niebla y el rocío. No importa si hadas madrinas son o mensajeras del infierno. Están, sus siluetas respetadas por los ucranianos que han vivido allí por siglos. Luego de un instante, desaparecen. Tanto augurio como promesa, hay que interpretar los sigilos de la naturaleza, sobre todo si son singulares, pertenecen a unos mientras los otros permanecen ajenos. De los bosques de Luhansk queda poco pero retornarán a crecer cuando los nacionalistas y sus matones de Moscú hayan abonado la tierra. ¿Que si lo harán? Por supuesto. Guardo el epílogo de mi libro sobre la guerra en Ucrania para terminarlo en el sitio. Muy posible que lo haga en Poltava, en sus calles arboladas y bucólicas, pero viajaré sin pausa a Transcarpacia, a los bordes de Besarabia, a Sumy donde vivía Anna y cuya casa fue volada a inicios del conflicto. Calculo que estaré allí por tres meses, entre otros movimientos geográficos de los que tengo interés: Belgrado, Lublín y Sarajevo. Debo pasar por Lviv, Lvov, Lwów, acerca de la cual comenta Ekaterina, Kate, que vive como fuera de la realidad bélica. Ciudad de chocolate y acogedores humos de las tascas en invierno. De nuevo, Austria-Hungría, justo ahora que acabo de cerrar mi Biblia personal: El mundo de ayer, de Stefan Zweig, y me sumerjo, hoy domingo de peatones, en una época que tuvo tanto de onírico.

 

Igual a cada mañana abro tu foto y rezo maledicencias de los enemigos. Luego apuro el café y con mi taza color naranja opaco te digo salud. Recuerdo a los anarquistas griegos en París, puro ojos y cabellos oscuros, levantando las tazas y saludando al resto de nosotros. Me pareció risueño pero extraño. Ahora lo hago contigo cuando despiertas y cuando duermes. A las barricadas. Ya solo en sueños.

 

Después de largo tiempo ha vuelto la soledad. El único sonido del domingo es un mosquito al que aplasto contra mi brazo. Silencio. Las sirenas de Franz Kafka ven pasar a su deseado héroe sin sentarle las garras. Ulises nunca supo si aquellas cantaron porque tenía los oídos tapados. Ahí nace la elucubración, en lo que pareció ser sin nunca serlo. De eso se nutre el arte.

 

Molesta este ahogo de resfrío, los cambios de temperatura que van del sauna a la congeladora. Revisaba mi ropa y encuentro que dejé mis abrigos en Denver, que si fuera ahora a Europa del Este no tendría con qué cubrirme bien. Mi pesadísimo abrigo verde de la guerra de Corea que compré en tienda de segunda. Cargado de fantasmas. Tengo que volver a Denver y de allí proseguir viaje. Ver a mis hijas, a Emily y su colección de grabados en las paredes, a Aly y sus máscaras guatemaltecas.

 

Quizá debiera beber un ron de siete de la mañana, más para curarme que para honrar a Hunter S. Thompson. Pero no lo haré. Algo de Dire Straits me elevará el humor. Tengo mucho acumulado para leer y acomodo buena parte de mis horas pensando en ti.

 

He visto fiestas de extraños seres en la Bukovina. Tengo en imagen la floresta de Białowieża, en la frontera polaca-bielorrusa. ¿Te acuerdas, Tatiana, saliendo en tren de Vinnytsia? Hay tareas insoslayables, y esta es una, trashumar por los todavía humeantes troncos de Serebryansky. No sé si festejaré la victoria porque no he luchado pero me llenará profunda alegría cuando vuelva a caminar en Kiev por mi calle de León Tolstoi, sentarme como ayer en el parque detrás de la universidad, allí donde anunciaban para enero del 2019 una presentación de Jethro Tull. Todo llegará, hoy tengo la paciencia que me faltó, esa que arrastra por la pendiente del fracaso. Una maleta y una mochila, un par de libros escogidos y el ordenador que reunirá emociones y recuerdos, iras a la vez que fantasías.

 

Esperaré el alba, cuando la noche sucumbe a la seducción de la neblina, y escribiré la última línea con el apoyo de todos los muertos.

01/12/2024

 

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Imagen: Bosque de Serebryansky hoy

Sunday, November 24, 2024

El librero


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mi querido amigo Miguel (Sánchez-Ostiz) me anuncia que “ha muerto el librero”. Alguien a quien conocí en el Madrid del postrer dos mil dieciocho, en la supuesta antesala del viaje del fin del mundo que no fue tal pero lo suficientemente movido para transformar mi vida. Con el librero se van sus secretos, los libros escondidos, las joyas que brillan en exclusiva para él, a puertas cerradas, a luz de lámpara de escritorio. Más lo no dicho que lo narrado. Ahí queda, irrecuperable, hundiéndose en los grises sargazos de los rincones. Cada volumen habrá perdido identidad y los recogerán en pala, los arrearán quién sabe dónde como borregos en caminos vecinales de Thomas Hardy, entre melancolía y pereza. Hojas sueltas que escondió, marcas únicas, notas para no olvidar en cierta edición de Gaspard de la nuit u otro libro aun más extraño.

 

Me encanta pasear por librerías de viejo. Lo hice con frecuencia en Buenos Aires, la última vez, 1984. Larguísima la lista de lo que conseguí allí, remanentes de una antigua poderosa empresa editora como era la de Argentina. Oí a Carlos Fuentes decir cuánto se había formado en sus publicaciones. Pero vino Perón, el fascismo que aún persiste, y destruyó la escena. Fondeó a los anarquistas en el Río de la Plata y legó a la historia una horda de pedigüeños azuzados por bestias “intelectuales” que lucraron de lo lindo en la barbarie. Escudriñar entre pilas de volúmenes amarilleando, de esos que nadie comprará, menos hoy en que se lee mierda salida de la academia donde suponen han aprendido el oficio de escribir. Una más de las taras hispanoamericanas, región tan creadora de pavos reales y de buitres calvos. Así, Buenos Aires, entre el vicio de Constitución y el apacible Miserere, asados populacheros que marchan de a dos con garzones de librea con ínfulas elegantes y vetustos vagones de metro que quizá anduvo Borges.

 

Voy adquiriendo libros que jamás leeré. Cuando abro los ojos al despertar cada hora están allí, guardianes de la noche que no del inquieto sueño, apoyados uno en otro, J.P. Donleavy con Juan Goytisolo o el solitario Antoine de Saint Exupéry sobrevolando la Patagonia y lagrimeando de amor. “No puedo dejar de asombrarme del azul de la noche”, dice.

 

Miguel me presentó al librero y fuimos a almorzar ni sé qué, algún bicho marino, junto a Pablo Cerezal. Con Sánchez-Ostiz ya nos habíamos apoyado bastante del lado del vermú. Luego vino más, con Miguel acostado y con manta debajo de sus tótems africanos. No tuve ocasión de entrar a la librería, al parecer muy antigua. El librero se cansó de nosotros y se retiró. Por ahí seguía viviendo don Cervantes, lo vimos en el Callejón del Gato con las dos manos totalmente hábiles para espada y verbo. Lindo lugar, he olvidado el barrio pero no importa. Al día siguiente preparé un fricasé, vino el museo Reina Sofía con dadaístas rusos y en unas horas descendiendo en Fiumicino, icono del terrorismo setentero y un alto placentero en mi viaje de Odiseo. En algún lugar hilaban por mí y creo que no tenía que matar a nadie. Una, dos veces por encima del mar Negro pero esa es otra historia.

 

¿Me considero librero yo? Me gustaría; seguir el derrotero de los placeres, las diferentes etapas que enfrenta un lector. Porque lector tienes que ser en un negocio que boquea como pescado sacado del agua, que en realidad ya ni te interese vender, si tienes una aunque escasa jubilación. Concentrarse en la búsqueda, también el descubrimiento, porque los libros son insectos escurridizos, suelen subirse al cielorraso y acechar como el Samsa, patas arriba y baboso.

 

En este momento, por ejemplo, pienso con nostalgia vallejiana dónde estará mi ejemplar de Caballería roja, o el Nosotros de Zamiatin. Porque la casa hace de librería, de todos modos clientes no hay. Lástima no tener espacio para callejones y pasadizos, conformarse con la modestia si poco más no se puede hacer. Entra en juego la imaginación y hasta narraciones se hallan en este juego gramático cabalístico.

 

El librero ha muerto, viva el librero. Pero se van acabando, nosotros incluidos, sin ni siquiera el estrado preferencial que tuvo Luis XVI haciendo famosa su testa colorada para la historia. Hijos del anonimato, albaceas  del silencio, anotando con letra fina jeroglíficos en los bordes que de inmediato olvidaremos, inventando secretos infalibles que ni volveremos a encontrar. Stendhal escondido detrás de Roa Bastos, Brendan Behan desaparecido para siempre. Lo leen las sirenas del agua verde del Rin. Sobre Gales crece una niebla espesa como Irlanda, moja las hojas caducas y me enferma, de acuerdo al doctor, con tristeza de olmo. He de morir de mal vegetal y lo último que escucharé no será la voz amada sino al urogallo. Parecidos a golpecitos de la muerte el día que te viene a buscar.

 

Me intrigó aquella librería ya ajena en el tiempo y cercenada de oficio. Me hubiese escondido del mismísimo librero hasta el otro día, permitiéndole creer que me había devorado un libro del tamaño de Leviatán, ya fuera Hugo o Grossman, tal vez Plutarco. Miraba esta mañana un filme italiano sobre Miguel Strogoff. No pude terminarlo porque urgían salteñas superpicantes. Creo que no intentaré recuperarlo en la pantalla. A veces se deben desproteger cosas a medio morir. Dentro de una biblioteca existen nichos que suelen cerrarse. Recuerdo en la de mi padre los inmensos libracos de Upton Sinclair en monástico abandono. La pupila acaricia el lomo pero las yemas de los dedos no. Hay de aquellos traspapelados, inútil buscarlos, y otros que preservan su presencia de mustios alfiles de fichas negras. Sin tragedia. El librero trashuma sendas cuyo fin nunca sabremos, está distraído con una lectura de borrosa cubierta, obras protegidas por eclipses, figuras de duendes en terracota esparcidos por aquí y por allá, ni te asomes si no deseas sucumbir al hechizo.

 

En los sótanos de la lóbrega catedral de la Iliff School of Theology, Universidad de Denver, estaba la biblioteca. Joyas bibliográficas, Lutero en su primera impresión, Descartes con dedicatoria a la reina Cristina de Suecia… A medianoche se movían de manera automática líneas enteras de estantes que aterrorizaban a los limpiadores mexicanos. Mundo que se trasladaba sin lógica, activando un ejercicio permanente de bisagras y aceites. La primera impresión era de terror. Igual a la del ángel de mármol en la capilla en penumbras del segundo piso. María, una valiente inmigrante de Chihuahua, decía: “don Claudio, no voy  a regresar, en los pisos de arriba hay gente que se mueve entre los maderos. Se detienen y me observan, tengo miedo. Subí y los encontré, hieráticas momias de lento paso. Cinco pisos descendían hasta las colecciones. Entre medianoche y las dos ejercían su imperio. Luego desaparecían, se sentía el alivio de las páginas, los escritos volvían a su lugar, un aroma de chile rojo salía de los paquetes de cena de los trabajadores. Para sobrevivir y dar de comer a los hijos a veces hasta lidiamos con espectros; las calaveras nos persiguieron hasta aquí, chingada madre.

 

Costumbre de mirar tu foto antes de ponerme a escribir. Lees a Goncharov en tu gown oscuro. Cierta vez, en medio de la matanza de aves, encontré en la granja de Sarco, en una pila de desechos de construcción, media docena de libros españoles de fines del siglo XVIII, tapas de cuero dobladas por la lluvia. Rescaté al menos tres más adelante y tal vez están en algún resquicio de lo poco que queda de casa en Cochabamba. Dejé el cuchillo matarife al lado, limpié la sangre de mis manos en los jeans, y seleccioné entre adobes rotos las obras. Julio y yo estábamos encargados de asesinar mil pollos listos para la venta. Las peladoras hacían hervir turriles con agua para desventrarlos y desplumarlos con maestría, sentadas en el piso. Luego de meter al animal en el agua hirviendo, heridos ellos por nosotros en el costado del cuello o dentro del pico con punzón, los pelaban con un par de manotazos bien dados al cuerpo. Otra remojada y a los bañadores para que la gente los alistara para la venta. Quedaban frescos, limpios; nosotros agotados e inmundos. Al principio, cuando empezamos a trabajar de mozos de granja, Julio se cubría los ojos ante la crueldad, después accedió a fría eficiencia nazi. Teníamos que ganar dinero, algo había que invitar a nuestras dadivosas muchachas. Y el pollo al horno no faltaba, picante de pollo, caldo de pollo, arroz con pollo, mamá, he traído esto… Remanentes, esos libros, de alguna casa de hacienda, de varias cuyas ruinas había por allí en ese fértil valle tan verde como el de Richard Llewellyn. Paso muchas veces enfrente de la iglesia de Sarco y sigue siendo un precioso lugar aunque las zarpas de la modernidad mestiza vayan consumiendo sus patios de a poco.

 

Cierro tu fotografía. Me despido de ti por hoy. Desviste tu hermoso vestido, termina con Goncharov, que tu esposo sale machete en mano a degollar colectivos de impecables aves de blanca pluma. No solo las mata, se las come, tiene predilección por los muslos bañados de ají.

 

¿Mataría nuestro librero? Quién sabe de lo que uno de ellos es capaz. Elucubra en un rincón, complota con Mefisto, oculta el sexy retrato de un amor que no declaró. Insondables límites humanos, dentro de cada uno habita Caín. Abel ha muerto en mí, me he convertido en mastín de defensa, perro de caza, de frente de batalla, de los que llegaban a generales en las guerras de conquista. En las crónicas de Indias se encuentran muchos, con nombre propio ganado en dudosos méritos. Me falta leer, si lo han escrito, el papel de los perros en Nueva España y en Nombre de Dios. Ladridos de sangre presagiaban la llegada de los ejércitos de Bartolomé Welser, el Viejo, en la Guajira.

 

Saco un libro de mi biblioteca al azar: Alejandro Dumas, El caballero de Harmental. Leía a este autor en mis veintes, justo antes de que el sexo me tornara analfabeto. “(…) abrióse la puerta del gran salón y pudo verse en un estrado cubierto de satén carmesí con aplicaciones de abejas de plata, y en un trono que se elevaba sobre tres gradas, a la bella hada Ludovisa (…)”. Maravilloso, sin palabras. Si escribiese así sería Dumas, por supuesto, y las bellas de Francia bailarían desnudas alrededor con máscaras de Ensor. La princesa rusa del cementerio de Montparnasse bajaría de su torre de roca vestida de cofia.

 

Ahora se navega de manera virtual. Mentiría si dijese haber sido marino. Me hubiera gustado en honor de Melville pero aparte de un viajecito en aguas del Titicaca o una canoa larga en la inundación del Mamoré no hice mucho. A decir verdad poco me gusta el mar. Belleza para observar, sentarse a escuchar, ver los inmensos pelícanos rascarse en los postes del puerto, un pulpito intentando eludir la olla en la explanada de Vigo, rayas con caras humanas en el puerto del Callao. Me acojo al mar en las sosegadas páginas de la literatura de viajes, en La Condamine y el capitán Cook. Me interesa adentrarme en los guerreros tlaxcaltecas combatiendo a los nativos, por España, en la conquista de Filipinas cruzando el océano. La majestuosidad del Mekong, los tiburones que casi me devoran en Rehoboth, Delaware. Remojar los pies como matrona jubilada y verte en short y blusa claros, removiendo el cabello de tu hermoso rostro. Me he sentado con vino y cerveza a orillas del mar Negro, del río Duero. Quiero ver el Congo y el Amur sin humedecerme exagerado, lo justo para la memoria, no lo demasiado que soy hombre de desierto. Daniela rema veloz las aguas del Balaton.

 

“Eu vi a Morte, a moça Caetana, com o Manto negro, rubro e amarelo”, escribe Ariano Suassuna. Dama Irina, nunca podré llamarte dama muerte así te pasees por bosques incendiados. Prefiero cubrirte de telas coloridas como en los poemas de Else Lasker-Schüler, hacerte ninfa de mil noches. Librero de mis tantas soledades, hojeo, recuerdo, releyendo aprendo, hago paráfrasis de oscuros textos. Te invito a sentarnos en los sillones brunos a leer. Sugiero, me pierdo en el pasadizo del conocimiento y saco un libro para ti, pequeño como el Werther pero mejor. Con manos vacías prefiero leerte las líneas de la frente, las volutas que las elegías crean en tu superficie. Dicen que a las siete cae la oscuridad pero observo por la ventana un sol montado sobre la luna, naranja intenso, fruta de Valencia, frutales del norte argentino. Dudo que la noche se anime, se pone cobarde ante el embate flamígero. Pues, ha muerto el librero, falleció el barquero, el maromero. En un viejo folk norteamericano, la aguda voz relataba que el muerto en un duelo había pedido que un coro de muchachas vírgenes cantase en su entierro. Los libros no cantan, pero ¿qué era aquel sonido que acompañaba el movimiento automático de los estantes en la Escuela de Teología? No era Desiderio Erasmo, ni las tribus nativas cuyos despojos se prestan en los museos. Quiero creer en voces de ángeles, en suites de personajes y autores reunidos para cada fin de día. Ha muerto el librero. Lo vela Neruda con voz gangosa. Otro cuarto vacío de Madrid, un vermouth menos. La cuenta es larga y no se acorta, eslabones de humo que somos, vanos e insofisticados.

 

Explicaba Franz Boas que la danza del sol de los indios del norte era básicamente la misma para todas las tribus de los llanos. Lo mismo la nuestra, con detalles tendenciosos y a veces atractivos, personalizados. Pero girando conjuntos alrededor del gran tambor, en trance ya fuera del miedo, carne del montón, creadora en paradoja de libros singulares. El librero cierra un volumen de Pavese y termina allí. Su pena dura un instante, un hálito. Luego el vacío. Coleccionista de opúsculos, de poco sirvió.

 

Encontré el manuscrito original de mis Virginianos. Año 89, Alexandria, en las escalinatas de un departamento en donde me prestan un asqueroso colchón para dormir.

 

Escribo encima del cuerpo de una muchacha de papel; monstruos del Museo Fowler en derredor. Calo anteojos oscuros para evitar la penumbra y manejo en reversa hasta el acantilado por donde caigo con la esperanza viva de que me pondré a volar.

23/10/2024


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Publicado en la REvista 88 Grados, 24/11/2024