Friday, July 29, 2022

Gorky Park


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Ayer los rusos bombardearon el parque Gorky, en Kharkiv. La noticia decía que quedó destruido. Tantos árboles, tanto verde, juegos de entretenimiento, la rueda Chicago, el salón de té. Profunda tristeza, odio contra la fobia criminal del marrano de Moscú. Si a mí me tocó algo íntimo, imagino lo que los ciudadanos de aquella hermosa vieja capital sintieron.

 

Salimos de Sharikoff con Ekaterina, desayunamos allí. Al frente había un tanque recordando la invasión del 2014. Fotografié. Como Roman Vishniac haciendo tomas de la vida hebrea en el oriente de Europa antes de Hitler, arrebaté, sin saberlo, al dictador el gusto de avasallar. No puede hacerlo, Jarkov es ya en mí eterna, su cabeza inflada nada logra contra la memoria. Y Jarkov es Ekaterina Martinenko para siempre, de pantalón negro y botitas con cierre al costado. El té que diluye en la taza tiene un sepia melancólico. Gira la rueda y nos elevamos hasta el cielo desde donde se ve la ciudad, como era, como siempre será.

 

Kate, la llamo, tuvo que salir con sus tres compañeras de casa para escapar de la muerte. Fines de febrero del 2022, principios de marzo. Larga travesía en auto eludiendo ciudades bombardeadas. Hacia el oeste, Lviv el destino. Viaje de muchísimas horas y mayores miedos. Los “orcos” (así tildan a las tropas invasoras) queman alrededor, matan niños, estupran, degüellan. Mi amiga Anna huyó de las bestias de Kadyrov, desde Sumy hasta Polonia. Ekaterina no quiso dejar su país. Está con cientos otros albergada en un gimnasio con una comida diaria. Tejen redes militares, durante el día, esas que sirven para mimetizar los tanques. Orcos peores que los de Tolkien, jabalíes inmundos de la gran mentira. Yo que soñé tomar esa carretera que llevaba de Kharkiv a Belgorod ya jamás lo haré. Cuánto de Rusia ha muerto para mí. Gozo de verlos perecer, chisporroteando como palomitas de maíz, haciendo el mismo ruido. ¿A nombre de qué, esto? Le inventan revoluciones, progresismos, desnazificaciones; bailan alrededor del trapo rojo los sicofantes del mundo, sicofantas y sicofantos. Pero he de verlo, su apocalipsis. Nadie es Dios, Dios ha muerto. Aunque lo inflen con inflador de bicicleta, aunque le pongan cachetes de niño bueno, he de mirar a Putin en la orgía de los diablos despedazando su blanca carnecita como pechuga de pollo, haciendo cazuela, o guiso de sardanápalos regados con vodka. Sí, rabia, pero hay que manejar la ira para obtener alegría. Con calma espero, escribo y sorbo mi vaso de agua. Ya les viene, el fin es lo único que viene.

 

Por un precio irrisorio, el taxi nos llevó del desayuno al entretenimiento. En el laberinto de espejos las caderas de ella se hicieron mil caderas. Andaba yo más feliz que musulmán mártir. En la entrada, si no equivoco, decía Gorky Park, en inglés. Si no, no importa. Nombre mítico. Ni siquiera pensé en Maxim Gorky. Traías chamarra de kaki verde, posamos cercanos en un pasadizo para la foto. Hombre de barba vieja y ojos de quien ha visto mucho. Tú, fresca como sol vestido de kaki verde, soldada de la guerra del amor, guerrilla de sueños y deseos, sombras de hojas sobre tu cabello negro. Una rodilla apenas adelantada, las mujeres saben cómo pararse. Callecitas y kioscos, café humeante. El parque Gorky, pues estoy aquí, a miles de kilómetros de la pena, con una mujer tan bella y cosaca además, con parientes en la tierra zaporoga, con padres cultivando un mínimo huerto entre las explosiones del Donetsk. Gente de huevos, valientes hasta el cansancio. Desde Lviv me escribe: cada centavo vale tanto aquí, cada pedazo de pan. Sus amigas se dispersaron. Comenzó a hablar con otra refugiada con un niño de siete. Tal vez el padre muerto. Los hombres de occidente, mayores de cuarenta años, de pronto se han vuelto solidarios. Todos quieren acoger a las bellas solas, algunas más hijos sin padre. Ya lo había visto antes como fenómeno de la pobreza. Ucrania no era el paraíso. La magia negra comunista la deshizo, como todo lo que toca esa escoria. Ucrania era pobre. Hoy peor. Pero Ucrania bella, incomparable, campos sin fin, lontananzas, el cielo de mis sueños, Odessa, Kiev y Kharkiv, la vida ofertada para mí, lo opuesto de la muerte. Nada lo impedirá, nada que me prohíba tener una casa con maleza descuidada en el campo de Poltava. Desde niño, cuando leía acerca de sus aldeas, las comparaba con el bucolismo cochabambino. Entre esos dos campos voy a morir, sentado en silla al frente tomando el sol, en soberbia placidez de modestia, en aguas que corren y rumoran sonidos de infancia. Eterno retorno, algo que no comprenden los monstruos cebados en riqueza y poder.

 

Desperdigados por la mesa tengo libros del medio y del este europeos. Mucho de lo que escribo anota al menos un resquicio eslavo. Irina me espera, debajo de sus pies hay cientos de calaveras de suecos muertos en el siglo dieciocho. A un paso está Mirgorod, Gogol en su fase oscura y el iluminado Gogol. Mi tenedor atrapa una salchicha y la junto a pepinos en escabeche. Comida rural, hierven la col y el repollo, el borsch ha adquirido tinte sangriento. Un vaso de kvass, pan fermentado, y de pronto estoy en una viñeta de las que amé, en isbas con mujiks vestidos de siglo veintiuno. Leí tanto que la literatura me ha atrapado, me ha metido en sus páginas, me ha hecho personaje de mis propios vicios. Pero también entro en un café moderno de la calle de León Tolstoi y pido un capuccino de sutil aroma. Luego me sentaré con los universitarios de la Shevchenko a comer fideos ramen. La síntesis del mundo me persigue y me manejo con soltura en ella. Entre lo urbano y lo campestre, péndulo de tierra negra con Demetrio Rudin. Bajeles de terribles guerreros que descienden el Dnieper cantando mientras observan cortadas cabezas turcas de souvenir.

 

En teoría nunca volveré a pisar el parque Gorky. En teoría no leeré más las historias de Máximo Gorky sobre los vagabundos del Caspio. Mentira, todo es mentira, creo que dice algún bolero por allí. Nadie me ha cortado los pasos, todavía, e incluso sin pasos seguiré viajando. Nunca han de acabarse para mí los dorados de la espiga ni el verde de la alfalfa. Ni nunca la memoria, el recuerdo de Kate, alta y joven, entre los árboles de Kharkov.

29/07/2022  


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Imagen: Gorky Park, 2018

 

 

Wednesday, July 27, 2022

El pez globo del Kremlin


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Fabulosos Cadillacs. Fabulosos. Comienza a destruirse la tarde con 95 grados de temperatura. La guerra de Ucrania me consume en demasía, pero hay que aguantar. Ya Kherson cae. Preguntaron a soldados rusos ¿cómo saben que murió el comandante? Encontramos una pierna que tenía su zapato. La brutalidad trae brutalidad y con el inmenso amor que siempre tuve por Rusia, me alegro de sus muertos.

 

No será la primera vez que un ejército menor derrota al gigante oso. Japón, Chechenia, Afganistán; ahora Ucrania. Si uno lee Agosto 1914, de Solzhenitsin, magnífico libro, entenderá que las estrategias rusas para la guerra no han cambiado, zaristas, soviéticas o lo que fueren. Algo en la psiquis de este pueblo, la matanza propia como arma de guerra, hace que en la raíz de toda batalla esté inmolarse. Stalin, a sabiendas de lo que vendría, asesinó a la oficialidad profesional que podía haber opuesto a Hitler una defensa razonable. Trescientos mil, o medio millón, de muertos en la “moledora de carne” de Rzhev, los alemanes en Stalingrado con los dedos entumecidos de matar. Claro, contra algo así no se puede. El problema de Vladimir Vladimirovich Putin, el Pez globo, Putino el Enano, es que Rusia ahora cuenta con ciento cuarenta millones de habitantes, ya no es el monstruo populoso de ayer. Ya ni paren en Rusia, la oferta de soldados se reduce e irá de mal en peor.

 

En un raro libro que leí en edición privada, previa a la publicación, acerca de un anarquista en la guerra ruso-japonesa (que no puedo encontrar en la Red), lo mismo: deambular de soldados, hambre, falta de organización. Durante la guerra civil al parecer hubo mayor coordinación, con líderes militares como Frunze. ¿Dónde están los Frunze de hoy? Ya estrenaron a varios carniceros en Ucrania con pésimo resultado. El terrorista Igor Girkin, alias Strelkov, figura clave en la anexión de Crimea y el Donbas en 2014 y duro crítico de Putin y su guerra privada, lo recuerda cada vez en entrevistas. Habla desde hace meses de la anunciada derrota, dice incluso que este desmadre llevará el conflicto hasta el territorio ruso. Seguramente el pez inflado desea asesinarlo, pero Girkin es poderoso y con aura de valiente. Una corte holandesa lo juzga por crímenes de guerra, en ausencia, por el derribo de un avión de pasajeros en la zona.

 

Si recurrirá Putin a usar armas nucleares sobre Kiev o Kharkiv, no lo sabemos. La cháchara repugnante y fascista de sus acólitos amenaza con el fin del mundo. Seguramente los iconos de ojos profundos del patriarca Kirill los protegerán del hongo ardiente. Este individuo, patriarca de Moscú y agente de la KGB, ha bendecido el genocidio ucraniano y lame los piececitos del enano.

 

Parece hasta cómico, mirando las informaciones al minuto de YouTube, que cuatro máquinas de guerra, los famosos HIMARS (High Mobility Artillery Rocket System) norteamericanos han frenado el avance de la superpotencia. No cuatrocientos, no Superman, cuatro, que ya se han hecho dieciséis, ni siquiera el número de mis dedos. Los congresistas que visitaron a Zelenskyy esta semana ofrecieron hasta treinta. Con ese número llegarán a Smolensko, a puertas de Moscú. No solo que el Enfermo ha desestabilizado el mundo en lo económico y alimenticio, ha despertado recuerdos de antiguas posesiones y pronto todos querrán recuperar lo que un día les perteneció. Kaliningrado podría ser reclamada por Alemania, pero sobre todo por Polonia, Lituania y hasta Suecia. Bielorrusia lo mismo. Tierras que fueron polacas, luego ucranianas, también lituanas y suecas. Turquía tendría derecho a Crimea. Ya se agita de nuevo el Cáucaso y pueden pronto estallar conflictos internos y hasta guerra contra Rusia en Azerbaiján y Georgia. Los chechenos están dispuestos a declarar libre a Ichkeria otra vez. Tendrán que deshacerse de Kadyrov primero. Por ahora combaten a favor de Ucrania pero ya preparan la rebelión en su tierra. Cuando agarren a Ramzan Kadyrov que lo entreguen a las madres, viudas e hijos de los caídos, y a olvidarlo. Picadillo para los cerdos. Las consecuencias del restablecimiento de una Chechenia islámica libre tal vez tenga consecuencias futuras en las luchas contra el fundamentalismo. Todo gira y apunta al demente de Moscú. Su caída será el fin de Rusia, anuncia una nueva desmembración. Japón desea de vuelta las islas Kuriles, China tiene amplias ambiciones territoriales en la actual Rusia.

 

La apertura de un segundo frente, posiblemente checheno, será el golpe de gracia para los invasores en Ucrania. A partir de eso se decantará la debacle. Espero que al menos el pueblo ruso sacie su dolor y frustración sobre los cuerpos de la cúpula putinista y sus propiedades. La historia se recrea a sí misma y allí es siempre trágica.

 

La región de Kherson y Zaporizhzhia es tierra antigua de cosacos zaporogos, aquellos que se reunían a tomar hidromiel y decidían atacar Istanbul de golpe, los que destruyeron la hegemonía polaca sobre Ucrania. Rusia cree sencillo establecerse en el lugar. Será imposible. Ya hay guerrilla en Melitopol y Kherson y la habrá más. Quien no ha leído historia desconoce este detalle. Tomó a Catalina y Pedro, los Grandes, sojuzgar a los zaporogos y destruir su capital, la Sich, que sobrevivió dos siglos. Arriba de Mariupol se establecían los Campos Salvajes, tierra de nadie donde uno mataba al otro y todos entre sí. El glorioso primer capítulo de A sangre y fuego, primer libro de la trilogía histórica de Henryk Sienkiewicz, lo relata. Sueña el asno pez inflado y enloquecido por los esteroides que la Historia le ha reservado un nicho de gloria. Terminará muy mal y quizá lo sospecha. Intentará matar a todos los civiles que alcance, amenazará, usará armas inconcebibles pero el fin será el mismo, de un dramatismo en donde los eunucos acaban asesinando al amo, donde los cuatro jinetes se desplegarán sobre Rusia y parecerá que del infierno ha regresado la Horda. Siglo XXI. El Enfermo ha traído el medioevo de retorno, con cuerpos asados dentro de tanques como se cocinaba prisioneros en huecos bueyes de bronce calentados al fuego.

 

Las cosas avanzan con velocidad en realidad. Para los que sufren, el tiempo no pasa, pero de afuera contemplamos la crónica de una muerte anunciada, chillen o no los izquierdo-fascistas que mojan las bragas de solo pensar en Putino. Los niños perversos de la “revolución” latinoamericana tendrán que tragarse el pastel ardiendo. Que se les atragante, a ellos y a su consorte Bolsonaro. Lo mismo son, unos y otros, festín de rateros y mafiosos. Que el Don Putino acabe sus días como lo merece desestabilizará a sus muñecos. Del futuro, que no es promisorio, ya nos encargaremos; por ahora, a preparar la mortaja que al parecer vendrá desde las montañas al grito de ¡Allahu Akbar!

27/07/2022

 

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Imagen: Putino con la boca de Donald Trump

Sunday, July 24, 2022

Vigo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

No cierro bien la pila de la cocina. La dejo gotear sobre una copa llena. Así, cuando despierte con el sonido, sé que la muerte es pero no ahora y no está ya yo para ella.

 

Negro como beata el lienzo alrededor.

 

Un pulpito recién sacado del muelle se arrastra hacia el borde para luego tirarse a las aguas. Flema cabezona, inteligente, minúsculo, hasta asqueroso, pero salta como las bellas culonas de la garrocha en deportivos europeos. Quien lo sacó se apiada, o habrá una ley que regula el tamaño de lo que se ha de pescar. Papá traía a casa latas de pulpo gallego que compraba en la tienda de don Romeu en la Plaza Principal de Cochabamba. Y aquí estoy ahora, contemplando los deslices de la Creación, la inmensa imaginación del Dios, supongo, o su infinita perversidad. Esta extraña figura puede que sea el hombre o su reemplazo en un millón de años, si no le ganan los cangrejos que marchan de retro y miran adelante en magnífica estrategia. La flema cuando se relaja en el agua se torna en objeto vivo de claros contornos.

 

Observo los botes amarrados. Me siento en las faldas de Julio Verne, cuya estatua sobre un pulpo enriquece a Vigo. Maestro, le digo al metal verde barbado, le pregunto, susurro a su frío oído, las pautas de la escritura, de si hay necesidad de moverse igual al cefalópodo y viajar para ver lo que no vemos. Me responde Karl May rodeado de apaches que nunca vio. Show me the way to the next whisky bar. Kurt Weill por Jim Morrison. Me vendría bien un bourbon, pero miro a Adrián y su familia con quienes vine en auto desde Braga, Portugal, y pospongo el trago para el mañana de en unos días cuando me siente en una silla de fórmica en el quinto piso de Kiev y sea testigo de la primera nevada. Hoy hay que permitir a los niños sonreír.

 

Unas horas de viaje. No hubo frontera entre Portugal y España. Documentos, documentos, mierda de América del Sur. Elegimos equivocadamente comer empanadas argentinas y no mariscos. Una vez que estoy en Vigo y nunca más, una vez sola en faldas de Verne y nunca más, y se me ocurre ordenar empanadas criollas y hablar de tango con la dueña. El tritón de la ciudad me observa con despecho y no se mete en el agua; se lanza a volar.

 

Take me, Spanish caravan, take me to Spain. Olor a pescado con sal. Santos, Arica, San Diego, Tijuana. I have to see you, again and again. En el mercado del pescado de Washington DC toneladas de camarones. Carmesíes, parecen flores con ojos, mosquitos sin alas. Lo deambulamos borrachos, compramos una bolsa para alternar con la cerveza. Cuando se acabe la música, apaga la luz. The Doors.

 

Las ciudades que trashumo en este viaje, Vigo también, de colinas. ¿Qué contar? Que recorremos las calles, fotografiamos, admiramos un paseo en medio de la ciudad que recuerda el Prado cochabambino. No nos quedamos una noche, todo es tan cerca. Quería conocer a Paz Martínez, irreverente prosista vigana, pero no está, busca narvales en Groenlandia para comérselos. Tengo un dejo de tristeza, ese de cuando la borrachera no te mata, la del suicidio fallido. Me ha alegrado ver a Jules Verne, del agua del gran Orinoco al mar frío de Galicia. Leí de él El Chancellor, historia de naufragio. El mar al que no soy muy afecto; sí a sus historias. Fridtjof Nansen. La semana anterior fue cuando leí que habían encontrado al Endurance, el navío de Shackleton. He pensado muchas veces en Scott, escribiendo un diario mientras el hielo va tomando su cuerpo. Yo no lo podría hacer. Hombre de acomodarse debajo del pacay a jugar sapo, de matizar la chicha kulli con sol. Mares a mí solo en páginas. Marino no soy aunque buen nadador. Ya bastante tengo de oleaje en mi cabeza. Tengo a Moby Dick.

 

Fotografío el tritón de la ciudad. Lo dije, me da la espalda en desencanto.

 

Me ha entrado nostalgia pero sonrío. Agarro de la mano al hijo de Adrián y paseamos por el muelle. Cuatro años han pasado y habrá crecido árbol joven. Creo que me pregunta quién es, mirando a Verne. Le explico. Le hablo del mundo de los sueños, del viaje sin escalas entre la bahía de Hudson y las Indias, de las tribulaciones de un chino en China y los quinientos millones de la Begún. Recuerdo ser pequeño, creer que el mundo de afuera vería antes de dejar de serlo. Sentado en el pasillo de casa lo imaginaba, y Verne ayudó. El libro favorito de mi hermana Elena era Los hijos del capitán Grant; yo leí Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral mientras mi hermano, tirado de barriga en cama, escuchaba Eight Days a Week, de los Beatles. Mi madre me regaló un ejemplar de Miguel Strogoff; desde entonces permanecí como correo del zar en la estepa. Nunca pude retornar.

 

En Vigo llevo la misma camisa roja que llevaba en Porto, así lo denuncian las fotos. Sigue en mi armario aquí, aún quepo en ella. Por el momento, lo burgués no se ha adecuado a mi condición de jubilado. Antagónica Furry me dice que los de mi generación ya llevan manta sobre las rodillas, que estoy bien. Todavía no soy un collage de mí mismo. Con la tijera solo me igualo la barba, no me corto pies ni pongo un ojo polifémico en mi nuca.

 

¿Viaje a Vigo? ¿Pretexto de meterme en mí mismo culpando al autor francés, a Adrián y al chico? No me sale de la cabeza esa imagen de Kharkiv anteayer, en una parada de bus, en la que el padre de un niño de 12 años no suelta la mano del hijo muerto, asesinado por el maldito pez globo del Kremlin. Los fascistas quieren destrozar la ficción, la calidad de inventar el sueño; fascistas de embaucadores hoz y martillo incluidos, hez pérfida y multiplicada en coito infame.

 

Vigo… mar y barcos. Página del libro de horas. Me vendría bien Rilke ahora que acaricio una botella de ron que no he de abrir. Como el pulpito del inicio de la historia me arrojo al vacío. Si he de nadar, navegar, hundirme, encallar, naufragar no lo sé ni me interesa. Jinetes de la tormenta anuncia el órgano eléctrico de Ray Manzarek. Una nube de lluvia ha cubierto el cielo. Una sombra de duda se ha posado delante de mis ojos, casi una pesadilla de Poe.

21/07/2022


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Imagen: Tritón, Vigo 2018

 

 

Thursday, July 21, 2022

Bus Porto-Madrid


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Ni en barrio de putas hay espacio, dice Miguel hablando de Madrid. Justo ahí quería estar, respondo. Me gusta el bajo, a qué negarlo. Mi experiencia cochabambina me permitió sobrevivir el ghetto negro del North East y hasta tener éxito. Extraño aquel bigotón entre negros estibadores, sentados en la calle tomando Cisco, veneno de colores, y mandando a la mierda al cocainómano alcalde Barry que pasa en Cadillac abierto agitando las manos. De terno blanco el hijo de perra. Africano con anglo veleidades.

 

Mi recuerdo de aquellos tiempos se agita entre amigos muertos. Tiempo del SIDA y el crack. Amar la carne era ruleta rusa, sobre todo para nosotros que lo hacíamos en la calle, con dadivosas desconocidas de distintos tonos. Pupilas que se abrían y cerraban a manera de eclipses en orgasmo de segundos. Oscuras las tumbas donde yacen mis amigos. Tenían nombre de pila; de un par supe apellidos. Canciones de Marvin Gaye, James Brown y Sam Cooke, de Gladys Knight. Esbozos del rap entre los más jóvenes mientras cargábamos cajas, bolsas de cebollas, pesados cajones de papa Russet, sonidos de labios y lengua, trompetas y saxos, líricas como ametralladoras, sin separación. Anthony, el más joven, lo hacía. Bailaba. Oye, motherfucker, no has venido aquí a menearte, para eso vende tu culo, shit.

 

Brutalidad. Como el hielo que viene horizontal, cuchillos del aire. Se estrella en el rostro y duele, corta. En la oficina los dueños ríen y beben café. Solo nos queda putear, el insulto entre nosotros a manera de rebelión. Primero los dedos se ponen rojos, duelen; luego dormitan, se duermen; si no quieres que mueran hay que dorarlos en el soplete que lanza llamas de treinta centímetros. Verdún, el Somme, la muerte de trinchera en barro y sangre, en un dock de Washington DC de ominosa soledad, donde el músculo no tiene boca, donde la risa nace en lo soez, donde la belleza es un plátano a medio comer, robado de una caja de bananas Chiquita de exportación. Devoras la mitad de un golpe y tiras el resto detrás de las paletas para que no lo vean. Belleza. Hermosura, garbo de mujeres de largos cigarrillos con boquilla. Ciudad elegante, esta, pero ella, como Dios, por aquí no pasó. Maestro don Atahualpa…

 

La cítara de George Harrison me despierta. Brian Jones, de los Stones, era el amo de la diversidad musical. Divago en ritmos mientras rebota mi maleta en la acera descendente de Oporto. Villa latina, claro, al carajo si tropiezas y te rompes la jeta. Fea la tienes ya, ni modo.

 

Casi enfrente de la estación San Bento está la parada de los autobuses que van a Madrid. Tomará parte de la tarde, toda la noche, y llegaremos a las seis de la mañana. Qué lejos está todo, veinticinco años en los Estados Unidos, dos matrimonios, dos hijas, botellas de vino y de ron. Cali pachanguero y Lágrimas negras. Nuestras fiestas nunca sucumbieron al aburrimiento gringo. Cuán lejos los largos recibidores de camiones, Joe Day amenazando con su verga negra, látigo de la miseria. Hashish, crack. Manzanas verdes forradas con papel estaño de las cajetillas de cigarrillos. Ahora voy a tomar un vehículo que lleva el fin de aliviarme del recuerdo. Quiso ser redención y se convirtió en poesía.

 

Un grupo de brasileros va en el mismo bus. Uno me ayuda a conectarme a internet. Hablan, mucho, desencantados del hembraje portugués. Evidentemente no sucumbió al encanto del samba. Hermosas esfinges portuguesas, estatuas de sal de perfecta silueta. Mármol con cabellos negros, alabastro de cejas profundas y espesas. Escondidas tetas de gelatinas prohibidas, caderas de pollo que jamás entrará al horno. Qué desastre. Los machos lloran, lloran los pitos, sollozan calzones y la tradición guerrera se va al diablo. “I read the news, today, oh, boy”… G, que era catalana, comenzaba a desvestirse con esta canción. Luego venía Krakatoa. Glauca Emperatriz. ¡Puta si me acuerdo! Hasta en la tumba lo recordaré.

 

Camino por los costados, por rutas adyacentes, sin ir al grano. I read the news today, oh boy  ¿Y ahora cómo me deshago de su cuerpo, donde entierro estos estragos?

 

¿Por qué estas memorias? Porto ha sido escala inicial. Luego de una semana aquí y ya avanzando hacia oriente comienzo a pensar en lo de ayer. Ayuda la noche. Se miran luces de lugares poblados. Este camino no es del Ande, se ha perdido el misterio. Trillada la senda de la historia. El indiano ya ni se asombra ¿Por qué habría de asombrarse el local? Sin embargo intento descubrir. Tengo en mente las tierras que atravieso, he hecho un mapa mental sin anotar nombres. Serranías y ríos, villorrios y regiones. Tampoco es tan grande pero es compacto, hay mucho, muchísimo y mentira, al menos para mí, que se perdió el misterio. Siempre hay algo y el trayecto nuevo en su totalidad. Vamos casi vacíos. Cuatro brasileros, yo, y creo que tres sombras. En silencio. Una lucecita encima del chofer muestra su nuca bien recortada. El cuello de la camisa sudado aunque sea octubre. Hacemos una parada en un lugar de extenso nombre. El paso de frontera ni se ha notado, es la Unión Europea. Aquí no hay Tres Cruces, provincia Jujuy, donde los milicos argentinos te bajaban a las dos de la mañana para revisar y llevarse al matadero a los sospechosos. Después de una inspección siempre quedaban lugares vacíos, se aprovechaba el lugar de los desaparecidos. Terrible.

 

De la pequeña ciudad solo vemos una gigantesca tienda. Cuelgan cientos de piernas de jamón serrano, jamón crudo, prosciutto. Hay mesones con piernas a medio tallar, filosos cuchillos que entregan la carne delgada, un velo. Fabulosa ostentación. Las ventas deben ser enormes. El sabor lo vale. Me encantaría pero no tengo espacio para llevar nada. Debo buscar ese pueblo en el mapa de Europa. Tiene que estar anotado, seguro. Notable por su producto. Solo seguir la mayor línea que conduzca de una ciudad a otra. En otra ocasión me hubiese quedado un día al menos. Vino negro en vaso y un plato de jamón. No presté atención a los comentarios de mis acompañantes. Sería prejuicioso si los imaginara. Dejémoslo.

 

Nos aproximamos a Madrid. Podría ser Córdoba o Buenos Aires, se asemejan. Pero todas las ciudades se parecen en extramuros. La terminal es moderna, hay líneas para cargar teléfonos, cabinas para llamar. Recibo instrucción de los amigos para llegar a su hogar.

 

Segundo escalón de la escalera de caracol de mi vida. ¿Si la recuerdo? Sí, pero el asombro suele ser más ducho que el amor en la seducción. Envío un mensaje críptico a las hijas. De pronto me he convertido en espía y mis pasos no pueden ser retratados ni definidos. Para esfumarse uno necesita desembarazarse de sí mismo. A ver, lo intentaré, casa no tengo, ni número ni dirección. “Harto ya de estar harto”, decía Serrat.

 

Cuelgan piernas de jamón. Cuelgan mujeres de garfios en el techo. En la morada de Barba Azul.

13/07/2022 


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Imagen: Estación de trenes de Oporto

 

Sunday, July 17, 2022

Triste guiso de todo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Copa de oporto. Preparo guiso de arroz con carne. Con papa amarillo oro del Yukón por primera vez, recordando a Jack London. Mikis Theodorakis, en un disco doble que compré ayer en tienda de segunda mano (toda una subcultura norteamericana). Espero que tuesten carne y verduras por un buen rato antes de poner el arroz. Voy relegando la ducha con pretextos, pero es hora de meterse bajo el agua que no soy Luis XIV. Echo un chorro del trago a la cocción, y un pedazo de chile caramelizado para equilibrar.

 

Me escribo con mi prima Matelé, si mujer bella hubo. Córdoba, calle Oncativo. Mucha paz, asado, mi madre, ya boliviana, que le dice a su hermano Carlos al finalizar la comilona que cómo puede tirar el resto de la carne a la basura. Estamos en Argentina, che, le responde. ¿Dónde está esa Argentina hermosa que vi? Milicos y peronistas de derecha e izquierda la destruyeron. Como Rusia, país de fortunas personales y pobreza alrededor. En esa calle Oncativo en donde la Triple A apareció buscando a mi hermano. Nuestros sueños dependen del ánimo de los cabrones. Vinnytsia tenía tranvías. Tenía a Natalia Aleksandrovna. Humo y ruinas hoy. Si Natalia se fue a los cielos nunca lo sabré. Los mismos enmascarados, los mismos mafiosos y millonarios, allí como en Arabia Saudita, sin nadie que los detenga. No hay suficientes balas de plata y menos poesía. Los niños mueren al arbitrio de los palacios. El zar y los Kirchner y el pedófilo y el chofer, Fidel con su vocecilla de meretriz alcoholizada. Defendernos ¿cómo? Sorbo el oporto y analizo la idea de escuadrones de la muerte, Hieronymus Bosch, elucubraciones que no se han de concretar y que de seguro transformarían muy poco porque la especie está maleada. Esperar un cometa, otro, que extinga a los dinoperros, y a todos con él, incluyéndome.

 

Zorba. Mi madre que me da a leer a Kazantzakis; mi padre que me alarga Papini.

 

El Olimpo es monte pelado. Hasta la lujuria de los dioses tiene fin. El Verbo ya no flota sobre las aguas. Encima de las aguas corre sangre, río paralelo. Añado zanahoria y arveja al guiso, dulzura y color. Un hombre púrpura de Schiele pone sus manos en la mejilla llamando al sueño. En Denver los mendigos duermen de día, en plazas y bibliotecas. De noche trashuman, carros y bicicletas cargados de peso pero de nada. Dos, tres, cuatro de la mañana. Bebo oporto, quema algo el esófago. Tal vez este oporto se llame angustia. Angustias de Bienvenido Granda. El péndulo. Somoza y Ortega ¿dónde está el bazuca para el segundo? ¿O no merece morir? Gente extraña, sectaria, cuasi religiosa, escorbuto de la historia. Yo que leía a August Bebel, a Kropotkin, a Rosa Luxemburgo ¿Vale de algo aquello ahora? Nada. Es el imperio de los Orban y los Maduro, de Bolsonaro y su socio Putin. En medio la vida de los otros, camino de Guanajuato…

 

Cánticos nativos con fondo hueco y profundo del didgeridoo. En Australia los llaman “negros”. Veo un documental de cazadores de cocodrilos. “Negros” cazadores de monstruos, aunque en sí a ellos mismos se los considera monstruos. Grandes saurios de agua con sal y agua con dulce. Diez metros de antiguo. Aprendieron en millones de años a hacerse de coraza, pero nosotros estamos tan desvalidos como el supuesto Creador, indefensos y sin embargo malditos. La culpa no es de la manzana, o el higo o el membrillo del árbol primario. Ni de la pobre serpiente. No en vano de estos desnudos nacen Caín y Abel. Resultado lógico porque vamos mal de origen. Y las páginas de la historia tienen color carmesí. Y gritos. Los dulces Pascin y Esenin escriben con su propia sangre sobre las paredes mensajes de amor. Sintomático. Queda la desesperación, o estar encerrado entre cortinas probando si me excedí con el comino. La caña pensante de Pascal… Los poemas de Evtushenko. “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos”, dice César Vallejo. “Pura yema infantil, innumerable, madre”, prosigue.

 

Una foto de la guerra muestra a una niña de 4 años con la espalda arrancada. El monstruo inflado sonríe en su escondite de oro. Porque tiene miedo el cobarde; tiene miedo de morir, por eso mata. Echemos sal sobre su descendencia, sal sobre sus hijas en la tumba abierta, sobre sus vientres de fango que parirán hinchados anuros. Mejor secarlos, charque de lagartos inútiles, vientres de marmitas de bruja. Enviemos a los cazadores de cocodrilos, con lanzas de palos chuecos. Enviémoslos al Kremlin y que cuarteen a los antropófagos sin piedad alguna, a todos ellos. Suena el didgeridoo profundo, sueñan los animales.

 

Finalmente abro las cortinas a la tarde. Nadie en la terraza. El calor ha espantado el gentío. Si pienso que a esta hora, ya en mayo, debía yo estar en Poltava, a orillas del Vorskla, río que nace, oh, paradoja, cerca de Belgorod, en Rusia, desde donde ha llegado la muerte. Tierra negra del cereal, has cambiado de color y textura. Ya no se fabrica pan de ti sino vísceras. Los caníbales de Moscú exportan cuerpos deshechos. El zar azota a los mujiks y los mujiks tienen sonrisas desdentadas. Difícil creer que cien años atrás hubo una revolución. No la hubo; el amo continúa descartando campesinos en el rodillo de la carne. La muele para satisfacer su onanismo. Día de gloria sería, porque no será, cuando a todos los generales se les cortara la cabeza, y al demente inflamado lengua, piernas y brazos. Dejarlo como los tristes de Víctor Hugo, los tullidos que venden en Tanzania a las mafias kenianas para lucrar con la limosna. Que lo rifen, como tronco, y que lo cubran de medallas, estrellas rojas, pedros grandes y estalines. A ver si sirve para algo. Que se arrastre para comer, mamba negra del averno. Que se alimente desde el polvo y ruede sobre su cabeza de rueda y jamás muera. Vida eterna, eterna riqueza, que viva el poder.

 

Julio ha llegado a su cénit; comienza a descender. Mis amigos dormitan o buscan medicina para aliviar sus años. El tocadiscos ha pedido silencio, ni siquiera corren los ratones. Me ha agotado la cocina, el equilibrio del sabor, el detalle de los objetos expuestos.

 

He pensado, cómo no, en Natalia Aleksandrova, en Vinnytsia casi dormida, en el tren que iba al oeste, en Zhitomir al sur donde perecieron los talmudistas. Leo las cartas de Irina. “Nada hay sagrado para Putin”, afirma cuando le digo que sagrada le es Poltava por la gloria de Rusia y de Pedro Primero Romanov. Nikopol no había sido tocada, en la orilla norte del Dnieper. Arde ahora. Hitler le pregunta a Jodl ¿arde ya París?

 

Evaporado oporto, ya no hierve el guiso. Combinar sabor y belleza con la locura que abruma. Tolstoi y los anacoretas. El maestro quiso una tumba, una tierra amontonada sobre sí en el bosque. Lo cuenta Chejov. Putin quiere vida eterna en palacio, para dar pasitos de enano enardecido. Lo dicho, sal sobre sus pupilas.

 

Tal la tierra oirá en tu silenciar,
cómo nos van cobrando todos
el alquiler del mundo donde nos dejas
y el valor de aquel pan inacabable.
Y nos lo cobran, cuando, siendo nosotros
pequeños entonces, como tú verías,
no se lo podíamos haber arrebatado
a nadie; cuando tú nos lo diste,
¿di, mamá?

 

César Vallejo, en el Ande de silencio y capulí. Vuelan los tejos en el juego del sapo. Aquellas parras envueltas en molle y las aljabas colgantes del jamillo. A esa melancolía la ahoga el horror. Me pregunto si hay salida y la respuesta es no. Le pregunto a Vallejo sobre su madre y dice No.

 

Transito, ebrio de adormideras (parafraseando a Georg Trakl), por las notas insomnes de la letra.

17/07/2022   

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Imagen: Cultura mixteca

 

Friday, July 15, 2022

Ánimas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Escucho a Antonio Aguilar: “Ánimas que no amanezca”. Deseos, almas. La mina Ánimas, Potosí, de mi tiempo contrabandista. Dicen que los socavones de ella, Siete Suyos (de donde era mi amigo Joaquín, El Calambeque) y Chocaya, se entrelazan, entremezclan, que a veces son los mismos para todas. El Tío corre en vagón fantasma de mineral confundiendo a carcajadas.

 

El Chorolque, falo del altiplano, suerte de Matterhorn marrón. Soledad. Tristeza. Los coloridos awayos las desmienten, retratan un campo donde la fiesta estalla con violencia. Aquí a los muertos malos los entierran de cabeza para que buceen hasta el magma, paso expeditivo hacia el infierno. Baile repetitivo, alcohol obligatorio y piedra rompecabeza. No juego de tijera, piedra, papel, solo roca quiebrapómulos, roca buitre quebrantahuesos.

 

Calle Paris Court, Aurora, Colorado. Alisto una maleta y otra de mano, la bolsa de mi ordenador. No hay vuelta atrás, esa es para las mujeres de sal; el pasaje dice Denver-Londres y el segundo Londres-Porto. Ánimas, que no amanezca. Mato la noche con focos halógenos, tiempo de volar a las escalas mencionadas. Luego aterrizar en Roma.

 

Del amplio balcón husmeo la vida vecinal. No la Italia fellinesca, ni gritos ni ropa a secar. Excepto un par de pantalones de viaje míos, duros jeans de a diez dólares. Se podría llamar la torre de la felicidad si uno aspira a la calma, al buon giorno de los elevadores, al pan de la esquina. Lejos están los monumentos de la Roma pérfida, cerca hay pasta casera. Marcela tiene una buena biblioteca. Allí arriba qué importa la tragedia si es mullida y cómoda; Eurípides domado en vino. No ha lugar la desgraciada enferma melancolía pavesiana.

 

De Fiumicino a la torre. Comida de casa. Cuando uno anduvo las barriadas de París sin francos a mano ni asiento, cuando se ha olido – y deseado- en los vestíbulos de los apartamentos inmigrantes el comino, la acidez de las especias, cuando se ha estornudado por el fiero y lejano curry amarillo, sabe lo que es sentarse acá, entre Marcela y Leonardo como si nada ocurriera, abrir la puerta de casa, quitarse los zapatos. A ratos uno elige ser paria; barato romantismo. Vida burguesa de té en calcetines, el último filme del Hombre Araña volando por los techos mientras agitas el matamoscas. Una celebración de Purcell en el tocadiscos. Calma inglesa, verde grama. Aunque se asesine a príncipes en barricas de vino, aunque se cuelgue la momia de Cromwell para aviso a la eternidad, Inglaterra es paz, hablamos con Pablo Mendieta. Churchill decía que el whisky aclara el cerebro, vaya si lo tenía claro aquel valiente. Digresión válida en remembranza de la quietud del apartamento de Marcela Filippi. Después de la Roma increíble, majestuosa y espeluznante, el retorno. Abandonamos a Marco Aurelio en su caballo, que contemple la noche por la eternidad. Yo necesito avanzar. Marcela me pregunta si este viaje es huida del amor. Para nada. Pregunta por Ligia; contesto que se escondió en la clandestinidad de un reducido grupo terrorista de mujeres. Pero no debo juzgar drástico, a cada quién su abrigo, cruz o incienso o maderos verdes entrecruzados llamando a la dicha en medio de la matanza en las selvas chiapanecas.

 

Roma no estaba en mis planes y heme aquí. Mi proyecto después de Madrid era un alto en Lyon para ver a mi sobrina Zara, eludir París, ir por Estrasburgo o Basilea hasta Berlín. Después Varsovia y la mística de la guerra del 18 en el frente de Galitzia. No sé si en mi mente vive unos de los soldados del zar que narra Solzhenitsyn, uno de Babel u Ostrovsky, pero estoy presente allí cortando leña, escuchando el rumiar de los bisontes. Maldición no es; premonición tampoco ya que la existo. Sueños, pesadillas feraces, trigo… Pero a instancias de la invitación me dirigí a Roma; se lo agradezco a Marcela, que de Dios carezco. Mucho vi en poco tiempo. Tomé algunas fotos, de noche la mayoría, que ante ese caminador soldado de infantería que es ella, toda la noche atravesamos lo que tomó mil años de historia. Mis caminos no conducen a Roma, son caminos rebeldes todavía. Si volveré un día, quizá. Giotto, el Trastevere, el salami, Café Greco, mucho. Y el departamento del piso nueve o más arriba que fue el mirador desde donde atisbé un futuro que todavía construyo.

 

Mi dormitorio era una biblioteca. Había algo de arcaico, una invitación al viaje íntimo a lo Xavier de Maistre o Sánchez-Ostiz, pero me dormí. Hubo vino para culpar, rojo. ¿Música? No me acuerdo. Conversación, la literatura y el amor ¿acaso son distintos? Pablo de Rokha, recuerdos de Juan Araos recitándolo en infames chicherías cochalas. Y a Parménides y a Catulo.

 

La oscuridad mecía el edificio en sismo de paz, ¿o era una cuna en la memoria olvidada de la humanidad que nos acoge al mundo con engañoso vaivén?

 

Lo cierto es que había llegado allí, a la Italia de mis antepasados piamonteses, rubios casi alemanes mis primos, morenos por lo indiano mi rama, nosotros. Sin tiempo de ahondar en la sangre, imposible en todas las sangres, mirando hacia otra cosa que la hematología ahora, búsqueda de senderos que llaman desde siempre, casi obsesión de ir al este. Encantamiento literario o misterio. No lo sabré. Pero por el momento disfruto esta calma. Ver gente con vida normal. Después de años estoy libre del peso del trabajo, estajanovista en extremo, quebrando la espalda gratuitamente, solo por el ánimo de vencerme, de doblegar con brutalidad a uno mismo, lección de humanidad y disciplina, que lo que me han dado no es mío mientras no lo consiga en solitario, sin pan ni herencia, con zapatos rotos y guantes sin dedos. A la fuerza, contra miedo y debilidad. Yunque de Vulcano. Saltan chispas de las armaduras que el dios fabrica para Aquileo y para Glauco. Y de a ratos llegaba el amor, más duro que metal contra metal después de las flores. No hay armazón que valga, ni de bronce ni de oro. Contra eso también, vamos, contra el lloriqueo que gasta agua en vano, que serviría para regar. Los besos quedan; los labios se secan.

 

Ánimas, que no amanezca. Almas, seres intangibles, una morna de Cabo Verde pone a los espíritus a bailar. Un soldado ruso dice por teléfono a su madre que lo que ha visto no olvidará, cuerpos a medias, cajones de zinc donde tiran pedazos entremezclados y los etiquetan. Entrar en infierno o paraíso incompleto, esa era la pesadilla de no recuerdo qué cultura. Por eso no soy donante. Sin ser crédulo, no quiero quedarme partido en el vacío, flotando como dos satélites. Puede que no haya vida eterna pero hay recuerdo.

 

Miro en nostalgia el apartamento de Roma. Tanto cambió el mundo europeo en tres años. Lo sabía Marco Aurelio, por eso observa fijo un punto que no existe. Nos traen una mixtura de salames y prosciutto. En el Trastevere toca un dúo gitano. Asomo un billete de diez euros para ellos. Sorbo el vino, sabor de uva negra y frambuesa. Abro un libro y me duermo. Los ángeles del Vaticano habrán abandonado al pervertido y han venido hasta mí mientras Enrique Bunbury canta Ánimas, que no amanezca. Que no.

12/07/2022 


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Imagen: Marco Aurelio, Roma, 2018

Monday, July 11, 2022

Luna tucumana


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¿Qué más antiguo en nosotros, qué más seguro, que la madre? A veces pienso que esta obsesión del retorno, los treinta y más años de nostalgia, tienen que ver sobre todo con ella. A su manera, cada madre es la madre tierra, la tierra madre, el único lugar posible en que volveremos a encontrarnos en ligazón infinita. Allí donde ella esté, ese rectángulo, ahí está la única patria, la matria, inventan otros.

 

Con ella la música. Siendo Alicia, mamá, argentina, las primeras palabras que escuché, primarios sonidos de presagio, fueron zambas, vidalas, chacareras. Por ello elegí el título de este texto porque todavía recuerdo la luna tucumana, tanto en memoria confusa por tan anciana, como en otra más presente en donde las imágenes  se materializan en forma y espacio claros.

 

“Luna tucumana, tamborcito calchaquí”. En la imaginación escuchaba el ruido singular de la batalla en los secos campos de Santiago del Estero entre mis dos ancestros. Los valles calchaquíes al norte, Salta, provincia para mí llena de bombo y guitarra, de espectros revolucionarios que vagan como una Santa Compaña entre quebrachos y arroyos. El norte argentino siempre me ha fascinado, así como el sur boliviano. En ellos se esconde la historia, se ha mimetizado entre arbustos y leyendas, en la lengua de antes, en la que se cantaba y que todavía persiste con diferentes tonos a ambos lados. Hablo de esencias, quizá ajenas al ojo cotidiano. De sensaciones y emociones al sentarse en un comedero con piso de madera en La Quiaca, ordenando milanesa y medio litro de vino de la casa, servido en jarra de aluminio.  Si lo habré degustado en mis andadas, de un rincón a otro, donde la diferencia la marcaba solamente la pronunciación del castellano.

 

Madre se casó con padre y emigró desde el europeo bulevar Chacabuco en el barrio de Nueva Córdoba, hasta el valle cochabambino. Uno de los libros favoritos de Alicia era Cuán verde era mi valle, de Richard Llewellyn sobre Gales. Siempre lo asocié a aquel tren que la traía sola desde Córdoba al mundo desconocido, entonces casi a la prehistoria, al verde de nuestro campo. Tierra sin leche, Bolivia, de fiesta continua, de infinidad de culos cagando a la intemperie cuando el tren comenzaba a frenar llegando a Oruro. Postal que la impresionó. ¿Qué hace toda esa gente en línea a lo largo de las vías? Defeca.

 

“Yo no le canto a la luna porque alumbra nada más”. Por supuesto que no. Aunque esta luna es la misma por doquier, no es la misma de allá, de cuando se levanta por los cañaverales y repta por algarrobos, árbol simbólico; Eduardo Falú: “Algarrobo algarrobal qué gusto me dan tus ramas cuando empiezan a brotar”. Alicia lo hacía para nosotros, antes de dormir, en las ¿cuántas camas eran para seis niños? Luna tucumana, Algarrobo algarrobal, Zamba del grillo, Carpas de Salta, tantas canciones. La López Pereira, infaltable, Zamba para no morir. Nos dotó así de inmortalidad, aunque de los seis, Picha ya se fue, pero entre nosotros la memoria tiene peso. Ellas, y papá, descansan juntos en la grama. Cuando esté allí, será ritual ir a leer a su lado por un par de horas los domingos. De niño me llevaba Joaquín, temprano en la mañana feriada, a ponerle flores a su madre en el Cementerio General, a desempolvar el pequeño nicho de su padre. Jamás se persignó, ni rezaba. Conversación de silencios. Aprendí de eso, de desechar los pétalos mustios de alguna rosa que todavía servía, de elegirlas, de cambiar el agua, de lavar los recipientes. Tareas que parecieran triviales sin serlo. Es tiempo para mí de conversar con ellos, dejando a las hijas con alas sueltas para que vuelen hermosas. Cerrar yo las mías, que caminé por aires en demasía. Tiempo de sentarse, de sopesar silencios y algarabías, no de ponerse serio ni lloroso, dinámico siempre pero medido. No dejo el exceso, no, y me lo dirán ellos: tú eres lo que siempre has sido y aunque triste, bailas. “El que toca nunca baila, me dijo el Payo Solá”. Yo no toco, bailo. Como bailaban ellos, tangos con Antonio Bisio, cumbia con los Wawancó, cueca con Simeón Roncal y la marchinha del sacacorchos.

 

Arrastraba a mi madre al “cuarto rojo”, en casa. Y le preguntaba si quería conocerme a través de la música que escuchaba. Pobre, a todo volumen aprendió de los Doors, de Jimi Hendrix, en un disco que le pertenecía: Smash Hits. De Córdoba me traje compilaciones del grupo de Jim Morrison. Hablábamos con mi primo Juan Carlos Coqueugniot de la revista Pelo. Él era erudito y tenía una fantástica colección de rock. Generoso, me regaló ELP, Arco Iris, Almendra, Ten Years After. También Juan Carlos se ha ido de regreso hacia su madre. Dichosos ellos, que el paraíso es el retorno. En algún lado, o en ninguno, escuchará pegado a los suyos Mañana campestre. Nunca lo sabremos y no necesitamos saberlo. Pensarlo lo inmortaliza.

 

Me pregunto si mi casi obsesiva afición a la música viene por las canciones que nos cantaba mi madre para dormir. Cada sábado, con mi hija Emily, vamos de aventura por las tiendas de segunda mano. Nadie quiere ya discos compactos y los venden a precio regalado. Cientos, miles de discos que con anteojos de lectura recorro. Lo conocido, por supuesto, pero también la lujuria de bañarse en aguas nuevas. He descubierto así, lo hago también en literatura, joyas que se fueron al olvido. Además de Lou Reed e Ibrahim Ferrer, y de la interminable, por hermosa, Camino de Guanajuato, del gran maestro. “La vida no vale nada”. Que sí la vale, y él mejor que nadie lo sabía en sus amores. Con Aly, hija menor, protegido yo por ella a pesar de ser el doble en tamaño, ponemos en Spotify a Serge Reggiani y a Paco Ibáñez. Andaluces de Jaén… Una mujer desnuda, a la que amé como a mi muerte, sentada en los mosaicos fríos cierra los ojos y canta: “aceituneros altivos, de quién son estos olivos, andaluces de Jaén”…

 

Las horas parece que se confunden. Si hubo un tema para escribir ya no lo hay. No es que Robert Desnos volviese para escribir lo que se preste a los dedos, no. Miro la luna por la ventana de Denver a mediodía. Luna de Tucumán no es.

16/03/2022


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Imagen: Arshile Gorky

Sunday, July 10, 2022

Otro mundo de ayer


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 


Incluso si no hubiese vivido Isaac Emmanuilovich Babel, Odessa sería lo que es. No quiero creer que algún misil, Tochka o Kalibr, haya caído sobre el Parque de la Ciudad, ese al que se entra por la Preobrazhenskaya y se sale por la Gavannaya, oasis de buenos restaurantes y bancos de plaza que trasladan a un lejano tiempo de arte, de elegancia incluso en la pobreza, de exotismo portuario. De ese mar que se abre al universo antiguo, a bajeles de Heródoto escriba, a mitos de la gran guerra de los mundos. Paso horas allí. A veces de nueve crepúsculo a dos noche. Faroles mortecinos, mesas y sillas arrumbadas en rincones de la floresta urbana. Algún gato, tal vez París apache sin salvajes, del 900; posiblemente Viena. Aire de ayer, no de anteayer, porque una cosa implica melancolía y la otra decrepitud.

 

Hay un café ruso en Leverkusen sobre la Stefan-Zweig-Straße. Contaba Paul Avrich acerca de la explosión simultánea de bombas en un café de Varsovia y en otro de Odessa. Los límites de este mundo a ratos se hacen difusos, son de hecho ubicuos. Uno cree estar en Austria-Hungría y está en una republiqueta soviética. Dicen que aquel espíritu de multiculturalidad, a ratos no pacífica, se escondió de la modernidad en ciudades ucranianas: Lviv, de paredes de chocolate rosa; por supuesto en Odessa, hasta en las estribaciones del Cárpato en Uzhzhorod, para pasar de allí a la concreta Hungría, también de colores en pastel tentador; Debrecen, por ejemplo.

 

Me decía Daniela Billus, mientras la luna llovía, del largo avatar de los pueblos de allí. En su caso familiar, desde la boscosa Lituania hasta el Danubio de Budapest. Fronteras como cicatrices que se borran con crema; otras cicatrices que no tienen cura y son como nervudas serpientes recordatorias. El búho grita en el bosque, muge el bisonte, crueles ejércitos arrebatan vida unos a otros. Estoy sentado en un banco del parque citadino en el puerto de Odessa y vuela en el aire un encantamiento de Merlín con nombres eslavos. Hechizo de quédate inmóvil, montaña. Banderas y cañones que cuando tocan la ciudad le producen carcajadas. Un enorme hoyo de obús no quitará la mística bandolera de la Moldavanka, ni cien años de soviet han logrado acallar el recuerdo rebelde. Los zares rojos, y el mico actual, han sido con mucho peores que cualquier rey. Cuando se ordena a nombre de la bondad, se mata a nombre de la miseria, se roba mencionando la indigencia, vamos por mal camino, que de cadáveres está llena la carretera de la dicen que revolución. Todo para mí y un retazo para ustedes y a idolatrar al dios sol.

 

Estoy sentado en aquel banco y cavilo. No por los muslos de blanca tez y suavidad de terciopelo. Pienso en lo leído, intento imaginar las páginas como seres concretos, el pincel de Pan Apolek, las naos griegas cargadas de hoplitas remando en un mar sin fondo. Sorbo un moscatel helado. Escucho hablar en lenguas sin creer que este es paraíso de iluminados. Miro el rostro del atamán, Diosdado Zenobio, y aunque no huela sangre veo torbellinos de ella en agudo cuchicheo de sables. La muerte habla con la muerte, goza de sus métodos y se embrutece o sofistica de acuerdo a la ocasión. Yo estoy, tercera vez que lo digo, sentado en el parque. Ya no hay comida disponible, los comideros están cerrados. Sé de la pobreza pero nadie me molesta en mi modorra. No he visto mendigos, que los hay, no dudo.

 

Stefan Zweig hubiera amado esta ciudad, buena para su nostalgia, suave para su bonhomía. No gusto mucho del mar, más bien montañés, pero el mar Negro es otra cosa, no es agua sino mito. Costas que escucho golpear por olas mientras camino. Lucecitas en distancia, luciérnagas o el último brillo de los guerreros griegos. O lidios, o tracios, o lacedemonios. Tengo el prurito del pasado, la enfermedad del recuerdo, ha picado mi piel la mosca que nunca olvida, la que no duerme y musita tristes canciones del taarab.

 

Eludo el ascensor, subo por las escaleras hasta el mirador del hotel. No es Odessa ciudad alta. Veo los bulbos de dios aquí y acullá. Tampoco hay tanto automóvil; chirrían los frenos del tranvía. En media calle se detiene, cargado de pasajeros, amarillo y rojo de colores, y el conductor corre al centro de la calle, agarra una barreta de hierro, y manualmente hace el cambio de vías en populosa encrucijada. Deja la palanca en el mismo lugar, se apresura, salta y arranca su carromato con agudísimo sonido de í, las íes mecánicas. Cuando voy en él, o en los largos omnibuses con acordeón al medio, contemplo las calles, las hierbas que crecen insurrectas porque la ciudad no debe tener dinero para educarlas. Me gusta ese aire travieso, desafiante, parecido al de Benia Krik.

 

Para mí cuatro años pero parece que crecí en las baldosas que brillan al anochecer. Mis pies van sin rumbo o con dirección con naturalidad. Me dicen en el bar de strip tease que van a asaltarme y sonrío. Águila del tiempo que vuela entre los lados del espejo. Si me aburro de la sábana limpia de mi lecho abriré la ventana y me pongo al vuelo, al cañaveral del delta, a los todavía bailes gitanos en piso movedizo entretejido de plantas. Música de violines.

 

Despierto; otra mañana. Desayuno muy bien en la terraza. Pido a la babushka que entra a limpiar si puede lavarme la ropa. Me la entrega aromática, doblada al cuchillo, por simples monedas. A la vuelta de “casa” hay un lugar tártaro de comida. Siempre elijo con el dedo porque no tengo idea qué es. Me lo envuelven en papel madera, lo pongo en el bolsillo de la chamarra y enfilo hacia otro parque para comer al lado de la fría estatua del poeta Iván Frankó. Otra vez me pongo somnoliento. Ebrio está, dirán los transeúntes, ebrio de no poder aprehenderlo todo.

 

Saludo al portero. Tomo el ascensor esta vez. Me ducho, desnudo miro a las putas debajo del farol de la esquina en el lado derecho. Observo al dueño del restaurante chino enfrente cerrar su cortina. De a poco se apacigua el ruido. Nunca he fumado, pero supongo que para un fumador sería buen momento de encender uno. Abro el pequeño refrigerador. Hay una botella de cocktail. Le digo salud a la noche y siento el frescor del alcohol de frutas bajar por la garganta. Mejor dormir. Soñar no, porque paso el día soñando.

09/07/2022

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Imagen: Odessa, Parque de la Ciudad

Wednesday, July 6, 2022

El cuscús de la torre de Babel


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¡Lee esto! Lo que me alcanzaba mi padre era el libro de Hugh Thomas La Guerra Civil Española. Luego la trilogía de José María Gironella, comenzando con Los cipreses creen en Dios. “A esta casa no entra ni Dios”, protegía a una familia un anarquista en Barcelona el 36. Luego tanto más: Durruti en Enzensberger, libro que presté a todos mis amigos quinceañeros. España, república de trabajadores, de Ehrenburg. Leí sobre Cipriano Mera. Alberti recitaba “Madrid: que nunca se diga, nunca se publique o piense, que en el corazón de España la sangre se volvió nieve”.

 

Estuve en España el 86, en esos eternos periplos de amor fallido. De París a Castellón, en auto con la FAI. Valencia en casa de una mujer de la CNT a la que mostré entusiasmado El rey de la máscara de oro, de Schwob, y La marcha de Radetzki, de Joseph Roth, que había conseguido allí, además de robar un cassette de corridos de la revolución mexicana con el Zapata de Diego Rivera en tapa.

 

Tenía un boleto Madrid-Asunción. Viajé de noche de la costa a la capital, creo que atravesando Cuenca. En Madrid me consiguieron una reunión con un dirigente de la CNT, falsa o auténtica, al que encontré a oscuras en el parque del palacio real. Su cara tenía sombra de árboles y difícilmente lo reconocería. ¿Hablar? Hablamos, supongo, pero no de la gloria de Ascaso como yo hubiese querido sino cosas de mercado y política. Ambiciones, seguro, que esas también deambulaban por el gremio.

 

Agua de Valencia bajo las murallas del Cid. Sidra en bota con los punks de la Plaza Mayor. Lepra, se llamaba uno, y a pesar de la apariencia era gorrión inofensivo.

 

Al Paraguay de Stroessner llegué cargado de libros, de pins guevaristas. Mal ambiente. Morados hombres de la secreta abrían las maletas. ¿Profesor?, preguntaron. Asentí. ¿Habían ya hecho de Somoza anticucho? No puedo decirlo, y no me referiré a la computadora para comprobarlo. Lo dejo así, flotando por fracción de segundo como aquel mágico bazuka. Dejaron pasar los libros sobre los comunarios de Aragón, textos de Rudolf Rocker, Oskar Panizza y el Concilio de amor, Kropotkin, cantos de los anarquistas yiddish de Rusia Blanca; Durruti, de Abel Paz; afiches de Bakunin y de los mártires de Chicago de una revista ácrata de Vancouver, Canadá. Venía de la Internacional ¡qué carajo!

 

Madrid, 2018. Sabah Oumoha y Pablo Cerezal nos reciben en su apartamento del séptimo. Pablo tiene una especie de terraza cubierta colgando sobre el vacío. Allí escribe. Literatura de precipicio.

 

Asoma un par impresionante de ojos moros bellos. Es Munay, el hijo de ellos. Munay, nombre aymara, ojos como los de la madre de Arshile Gorky.

 

Con Dominique y Miguel Sánchez-Ostiz. Agarramos un vino por ahí. Tren metropolitano. Sabah es marroquí; Pablo, casi.

 

Hola amigo, me gusta saber de ti, dice Sabah en el mensajero. Tres años han pasado desde aquella invitación y le escribo para averiguar detalles de un plato barroco difícil de recordar en conjunto.

 

Escribo memorias de ese viaje; ya digerí hasta el divorcio. Me quité el sabor a bilis bendecida en besos de fantasías con nombre hembra. Quien cree tener el as bajo la manga en las relaciones termina sabiendo que una baraja no es más que papel y que el azar no existe. Llanto y dolor son el cardamomo y la cúrcuma de un plato exótico. Especias sabrosas y reemplazables, aunque valga decir, a nombre de la buena voluntad, que jamás amé así, que nunca encontraré piedra como tú entre tanto cascajo. El romance no quita lo valiente. Te agradezco los hombros, esposa, los pies calzados de sandalias para mi perversión visual. Y otras cosas, claro, modestas, inocentes y también prohibidas.

 

Volvamos a la semolina, la sémola, base de este plato tradicional de Marruecos. Se lo come por doquier; el israelita usa la misma harina que el marroquí. El cuscús de París, mi plato estrella de la comida francesa, iba enlatado y costaba un franco. A golpes de puño y cuchillo abría la lata y devoraba, a mano, fríos, chorizos de oscura tez en un líquido viscoso, medio transparente, que parecía esperma. Madame Putifar y el hambre. París fue mi desierto caribe, vaya paradoja.

 

Marroquí; uno de varios. Base de sémola de trigo cocida al vapor con algo de aceite y agua. Carne de ternera, cordero o pollo. Cuscús Siete verduras. Siete pilares de la sabiduría: garbanzos, calabacín, calabaza, nabo, patatas, repollo, zanahoria. Hay otro que tengo que probar, con cebolla caramelizada, pollo y pasas de uva.

 

Cuando alistaba viaje, hablamos con Pablo acerca de ir a África del Norte. Tánger que él tanto ama, Fez, las kabilas, Tetuán. No se pudo porque Eros me arrastraba al este, a la mágica simbiosis de las mujeres ucranianas entre eslavas y tártaras. Me alegro de haber ido. Ya las mataron.

 

¿Y las especias, Sabah? Sal, pimienta negra, jengibre, azafrán, algo de perejil, cebolla, mezcladas en manteca de ternera, no de cerdo. Puerco para los puercos, supongo yo, carne de infiel.

 

De ahí el trabajo de masonería, a levantar la torre que juntaría todas las lenguas y nos dejaría la confusión actual. Al menos devoraremos esta, mientras hacemos digresiones acerca de literatura, de burocracia boliviana, de yatiris y agoreros ciegos, de perros colados cuando el acto de amor carnal se transforma en candado.

 

La sémola abajo. Sobre esta suave forma construiré mi esencia. Luego la carne al medio, de acuerdo al sacrificio que se hiciese y al tipo de gentil animal que se concede a sí mismo para el ritual del sabor, que es casi éxtasis religioso. Salsa que consiste en el corte elegido a la que se van añadiendo verduras, cada una según su tiempo de cocción, más para el nabo y zanahoria, menos para la papa y las calabazas. Luego se lo presenta a los comensales con claros niveles de color y textura. Sémola, carne, verduras de a poco y el jugo encima que vaya cubriendo el plato hasta ver que el suave trigo transformado lo ha absorbido suficiente. “Maravilloso”, dice Sabah. Orgiástico, diría, divino e irreverente al mismo tiempo. La inocente abstinencia no procrea; lo hace el pecado. Un buen plato es un pecado y en este caso de extrema sofisticación.

 

No peco de embustero si digo que no me acuerdo qué sucedió después. Cuscús narcotizante. Aires de floripondio. Nos despediríamos; Munay estaría jugando con su rojo carro policía. El metro sonaría como lo hacen los trenes, chas, chas, rítmico y cadencioso. Si quieres complacer a la mujer, me sugería una pelirroja noruega, la clave está en el ritmo. Pero los machos no son poetas sino gallos cacareadores.

 

¿Sexo y cuscús? El siete verduras era sexo puro derrumbándose entre lenguas y dentadura, en saliva y tragado a velocidad pasmosa. Quedaron unos garbanzos girando como monedas en una viñeta de picaresca española. Nunca más, seguro. Caída la torre jamás será la misma reedificada. Como la Babilonia de Saddam Hussein es una parodia del universo de los ladrillos.

 

Sabah y Pablo y Munay siguen allí en Madrid. Dominique y Miguel en los umbríos bosques del norte. Yo alisto una maleta por día para el viaje del fin del mundo. Ya tengo cuatrocientas setenta y tres y las olvido en orden y de a una. A todas les doy mote de mujer. Tal vez las haya dobles aunque Ella no se repite. Todas son lo mismo, dicen los tarados ¡Pobres!

 

Un acordeón suena en un video desde Amsterdam. Para vivir: un poco de Cioran y mucho vallenato…

06/07/2022 

Saturday, July 2, 2022

Lacrimosa


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

La Muerte ha contratado soprano y tenor para mi entierro. Trompetas intentan destruir Jericó. Sin embargo, alrededor, hasta el viento está tieso, le han puesto ligas de color tierra. Se infla pero no avanza. Una vecina cae por la escalera y queda estática, estatua quebrada. La miro y sorbo el amargo café. Mozart sufre en el Réquiem, intento crear lágrimas para suponerme hombre y sale aire mustio del Gobi de mis ojos.

 

Contemplo a la vecina, mueve los labios, boquea. Me pregunto si será pescado del mar de Galilea, uno de los que dividió Cristo. Para mí, la mirada; imágenes para el pintor que nunca seré. Tal vez ella, mi vecina, rubia, pequeña y setentona, era cansado maniquí que arrojaron por la ventana. Ave María, Schubert. Escucho Schubert cada noche, a eso de las once, cuando los borrachos manejan al hogar que no construyen y las meretrices afilan cabellos rojo fuego que por la noche no brillan.

 

Ave María, Salve Regina. Salve.

 

Rezo con la música, no conozco otra manera de orar, ni otros dioses que los que tocan flautas y cornos. Jericó no ha caído. Se aburrió y dejó que el tedio matara a los invasores. Ha pasado una semana y la vecina sigue debajo de la escalera. Sepia ya. No se descompuso porque estaba seca. Hoja de otoño que barrerá el viento cuando lo liberen.

02/07/2022

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Imagen: Claude Cahun (Lucy Schwob)