Thursday, October 27, 2022

Delirios del agua


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

El agua repta, serpiente sin cola ni cabeza. De arribabajo, vertical como lo es todo, piramidal, estratos, razas, clases, nacionalidades. Se mete en la cuna de la electricidad, en los pasadizos de los ratones, en el sueño. La hermana anuncia que la bolsa de agua caliente ya está en tu cama. La hermana te cuida. El ángel guardián tiene nombre de hermana. Debes descansar, tienes que dormir. Agua color de té baja por las escaleras; cobre, estaño, hierro, orín y asbesto. El caudal inunda, no deja resquicio sin tomar. No necesita tanques ni putines. Esta es guerra sin generales. El destino no aguanta rangos. Fluye, fluye. El río de Vinto está apacible pero hay rumor. Los que saben, pregonan: avenida. Y en avenida viene, arrastra consigo vacas como si fuesen árboles, casas con apariencia de gentes. Un cordel grueso, lo que lo convierte en soga, se arroja al otro lado y Armando se aferra a él y cruza. Después desolación, isla desolación, continente hambre, iglesia muerte. La carretera engulle el miedo, una larga línea de pavimento por doce kilómetros entre Quillacollo y Cochabamba. En el puente que está a su salida, las sillpancheras preparan trancapechos que entonces no se llamaban trancapechos. La noche. Duerme. La bolsa de agua calienta tus pies a falta de perros paraguayos, canes desnudos de piel negra y barba casi de pintor. Extraños, creo que los mismos que corrían en el imperio mexica, en el maya, y que eran delicadeza cocidos en brasa.

 

En las inundaciones del 68 y por ahí, los seis niños Ferrufino estaban en la puerta de casa, con impermeables de plástico, palas y marimachos. A combatir las aguas que venían de un furioso río Rocha de vómito turbio. A extraer tepes de donde se pudiera, a armar defensivos. Vecinos que se agitan, niños en el jolgorio que hasta la tragedia causa. El Pujru era zona baja, de depresión terrena y seguro que personal también. Molles y sauces llorones nadaban como podían en la corriente. En grandes caimanes verde oscuro llegaban soldados y con ellos se armaban defensas en frente de las puertas, de los garajes. La comadre Inés vaciaba su living con una lata de sardinas. El agua del Rocha sobrepasaba el puente y escapaba por las paredes que lo encasillaban. Corría por la Tadeo Haenke, por el estadio departamental, por donde fuera la laguna Cuéllar, hacia las zonas bajas, el Pujru entre ellas, los maizales de los Kachitos, las canchas Gutiérrez. Siguiendo la acequia grande iría hasta la zona del hipódromo, y La Maica sería ya lodazal eterno. La Chimba igual. Los paracaidistas del CITE corrían y gritaban. La sombra de Goyeneche paseaba sonriendo, que la muerte se lleve a los cholos, diría. Catalejo del arequipeño, centrado en el desborde impresionante y las torrenteras que aumentaban la corriente. Suena la mazamorra, es baile de caballería, potros al paso, cornetas y timbales; banderas caídas, truenos. Relámpagos varicolor, cabellos chorreando.

 

El agua comenzó a caer a las ocho veintiuno anochecidas. Desperté. La bolsa todavía no se había enfriado. La moví con los pies hacia las nalgas, la descansé en los lumbares deshechos y me levanté. Llovía, era obvio, pero por la ventana vi sequía cuando un chorro helado e infecto cayó sobre mi cabeza y me di cuenta que el juicio final había comenzado. No era final, no todavía, escribo abrigado y resfriado esperando albañiles gringos. Analizo. Mi pequeña cocina pintada por un trabajador mexicano tomaría tres horas; cuatro días anglosajones. El resto, calculo será un mes, otra vez anglosajón. Mis amigos albañiles, sean de la Veracruz o de Guerrero lo finiquitarían en un día, dos para alternar con Coronas. Pero hay que pelear al inmigrante, matarlo en el desierto de Texas, privarlo de los galones de agua. ¿Y quién les trabaja entonces? ¿Noruegos, irlandeses?

 

Si lloro pasará desapercibido en tanto líquido. El río Congo ha caído sobre mi testa y los peces tigre devoran primero a los ratones y luego cables de cobre y cañerías de plomo. Poco se puede hacer, ni lata de sardina vacía tengo. La última la usé hace cincuenta y cinco años para construir un camioncito con ruedas de carretes de hilo. A las diez y quince de la noche el agua sigue cayendo. Viene el dueño croata con sus hijos con varias toallas, a secar (¡!). Cuatro y media de la mañana sigue cayendo. La chica de abajo, con los jeans a media raya, saca alfombras al basurero. El chicano del apartamento dos pone las fotografías de sus padres a secar sobre la cama. No quiero volver al hood, repite; no desea volver a la miseria de la choza, prefiere vivir en el barrio rico antiguo. El inquilino del seis mira por el visor de la puerta y no sale. Teme que los extraterrestres chupen el aire de su espacio y lo asfixien.

 

Pasan dos días. Supuestamente trabajan en mi departamento para recomponerlo pero no hay nadie. Pésimos trabajadores los norteamericanos. No quiero generalizar pero hay enojo y mucho he visto de ello en treinta y tres años, los que usó Cristo para ser sacrificado y yo para obtener jubilación. Trabajan los fantasmas, hasta que venga la raza, a mitad de precio, y entre mentadas y viejas deje todo como si dios por aquí no pasó, tranquilo.

 

Nieva. Treinta y seis grados Fahrenheit. No tengo hambre. Preparo un café con leche evaporada y engullo pan con queso y jalapeño. Cuando dejen de trabajar… cerraré las ventanas y la puerta y dejaré que del otro lado del sueño venga la hermana con bolsa de agua caliente a calentarme los pies. O los pieses, según el plural chicano.

27/10/2022


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Imagen: John Everett Millais


Sunday, October 23, 2022

Guaracha del tiempo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Percy Sledge canta sobre el tierno amor. Un bus en el que vamos mi hermana Picha y yo cruza Amarillo, atraviesa Abilene para luego adentrarse en la mítica montaña de Kentucky. John Boorman dirigió un magnífico filme en los Apalaches; moonshine y locura; vicio y localismo violento (Deliverance, 1972). ¿Por qué recordarlo? Manejamos con Omar por la East Colfax en domingo. Tiene ese aire de abandono, sensación de senectud en un país todavía joven pero harto de sangre. Nos detenemos a tomar mocha y chai. Sol de sesenta grados, calor de agonizo. El bus cruza Knoxville, seguirá hacia el sur por Chattanooga, los pantanos seminolas, hasta dejar a mi hermana en un parqueo público en manos de su amiga que, como ella, se decidió por el viaje lejano. Retorno a Denver. De humerales a rocas, a pradera y soñar en la modorra del camino con lobos que danzan, con bravos semidesnudos que cruzan el rostro de colores fuertes; la guerra no es pincel sutil. Comanches y comancheros. Kit Carson y la nación kiowa.

 

Salí a dejar muebles a mis sobrinos. Viene la próxima diáspora, siempre la última, pero esta sí, de parada final. Cargo una mesa de noche y otra mesa baja y se me acalambra el costado, la espalda grita, los dedos se tuercen. Yo que cargué cien kilos de cemento, en dos bolsas sobre mi cabeza, igual a como lo hacían mis compañeros de la marmolera Urkupiña. El río de Sarco corría plácido mientras nosotros, con combo de Tor, destrozábamos mármol y piedras awayo de las elevaciones de Tupiza. No soy ya el del año veinte, diría don Nicanor Parra. Ni el del ochenta y seis, el ochenta y nueve ni el noventa y seis. Yo que descargué un vagón de cebollas con Big Mike a puño limpio. Dos mil quinientas bolsas de veinticinco kilos cada una. Todo el día. Toda la Guinness. Karen observa, desea ese cuerpo de hierro, quiere convertirse en paquete de cebolla roja. Tómame, trátame con fuerza, acuéstame en los maderos, envuélveme en plástico para no caer. Dame tu amor bruto. Percy Sledge canta acerca del tierno amor. Yo que… ¿Y ahora qué?

 

Rompo papeles, copias de cheques de trabajo de hace tanto, notas de quién sabe qué era aquello, de nosotros juntos, de la lucha conjunta, de la esperanza, del futuro. Entre esos papeles, letras mías: “Como si la luz fuera infierno invierno, esta batalla de contrarios que eres tú. Corre cerveza, se balancean tetas pequeñas y grandes culos. Corneta, pinto, batería, ritmo, ritmo en las llanuras del África, en el Cayatté de Agostinho Neto. Muerte, ven”.

 

Ofrezco a mis hijas una alargada escultura indonesia. Siempre habitaba un rincón de casa, silencioso oscuro madero con ojos y boca sobrenaturales. Irá a la casa de Omar, llena de sol y quietud. Este tiki de las profundidades del Asia descansará de mí, orfandad que le hará bien. Torno la página para ver si hallo algunas palabras más. Mudez de papel, ceguera de papel, desnudez… de papel. Mientras escribo suenan guaracha y bolero, Cuba en el corazón y la memoria, puerco asado a orillas del botadero de navíos. Lee a José Martí, decía mamá, y me alcanzaba una antología de textos pensantes. Y me viene a mente ¡cómo no! “Él volvió volvió casado, ella se murió de amor”. La llevaban en hombros obispos y embajadores; en Cochabamba me recibían con banda, como a diputado nacional, para horror de escritores castos.

 

Rumba y guajira. Anoche miré videos de bodas kurdas y asirias. Baile colectivo. Mujeres de oscuros ojos, cabello aún más, negros pezones como máculas en la punta de los senos.

 

Está bajando la temperatura. Recomiendan llevar largos calzones de diablo. Lluvia que ha de ser nieve, pesada o ligera, se verá, húmeda o de cristal. El colectivo ronronea en el viejo oeste cuando sus ruedas tocan los bordes de Amarillo, Texas. ¿Hermana, te acuerdas? ¿Hay un Amarillo al otro lado? ¿Recuerdas el sitio de la masacre de Sand Creek? Río Washita…

 

Que murmuren, no me importa que murmuren, a esta altura si me quieres o no te quiero, si te engaño o tú, ya qué va. No mires hacia atrás, suenan Los Payos. Los padres bailaban Compasión, y mi padre, burlándose del dejo boliviano, repetía: “compashón”. Compashón no quero…

 

Bálsamos para frotarse la sien. Calma por absorción. Para intentar detener el frenesí del recuerdo, confusión memoriosa. West Virginia, río Potomac en Harpers Ferry. No me digan que el tiempo es ficción. Las horas, en mí, son como ladrillos de una construcción. Amó aquella vez como si fuese última, dice Chico. Siempre amé como si fuera derniero, postrero, rezagado, mortal. Cada sexo muerte. Cada otro, redención.  

 

El bus sigue avanzando por el polvo de mil novecientos noventa y dos. Los ciudadanos que viajan cabecean y babean. Unos, baba cristalina, los demás de tabaco. Llegamos a Kansas City Missouri y se diría que es Lagos, Nigeria. Tierra de jazz, de tam tam esclavo en modernidad gringa. Falta mucho para Miami, es un tramo de tres días. Cruzamos el gran río y otros menores. Las llantas aplastan serpientes que estallan como globos de carnaval. Si comimos, no recuerdo. O cargábamos pan blanco relleno de salame de Génova y lechuga. Únicamente el pueblo toma estos transportes. Y el pueblo es maraña de males y necesidades. Refunfuña, eructa, vocifera y hiede.

 

Aumento unas palabras para que el texto no se detenga en un número cabalístico. Desconocemos el poder de las combinaciones. Y si para eludir eso tengo que anotar tu nombre, lo haré. Pero tu nombre llega a tantos que no lo atrapo. No, no te olvidé, pero… ¿quién eres?

23/10/2022


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Imagen: George Catlin

Sunday, October 16, 2022

Noticias del frío


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

He puesto el horno a cuatrocientos para calentar la sala. Todavía no se ha conectado la calefacción central. En Colorado, el invierno a veces dura desde octubre hasta mayo. He sentido temperaturas cercanas a treinta grados bajo cero, esas de si tocas con mano desnuda un trozo de metal se te queda pegado y tienes que arrancarla dejando la piel, literalmente. De las que cuando respiras y tienes bigotes se van formando bolas de durísimo hielo en la punta de los pelos. Otra vez, tienes que cortar o arrancar de raíz, con bigote y todo. Frío así no he sentido desde los trenes entre Oruro y Villazón, con las ventanas rotas y el aire helado penetrando con silbido. Entonces me sacaba las botas y envolvía los pies en papel de periódico, intercalado con bolsas de plástico. O el invierno de 1989, en DC, cargando cajas a la intemperie. Todo blanco, menos los amigos negros, temblando, tiritando, tomando bourbon en botellitas plásticas de sorbo y cincuenta centavos. Cocinando los dedos en el soplete que, inmenso, bota fuego a medio metro de distancia; dragón. Hacer asado con las manos. Falta comerlas, pero, luego, ¿con qué trabajo?

 

He calentado un guiso de carne de anteayer, y acabado los restos del moscatel de otro día. Dulce y salado. Gris día al que aún no he salido. Pantalones largos, y eso que mis piernas aguantan temperaturas muy bajas. Voy a terminar las páginas de Julio César en la Galia. Hombre de ideas fijas, dedicó siete años para lograr lo que ambicionaba. Amor por aquellos grandes libros: Jenofonte, Tucídides, Heródoto. Voy reuniéndolos mientras el polvo se adueña de ellos. Crecen más rápido que mi consumo. Duermen los viajes de la expedición española a Tamerlán, los pasajes de Mungo Park, secretos del río Muni. Y Flavio Josefo, extraño personaje. Masada y Jerusalén. Guerra de los judíos. De joven me gustaba indagar la épica, mamelucos contra mongoles, chachapoyas versus quechuas. Entonces no había internet y se rasgaba la superficie para hallar, con suerte, fuentes de información. Cochabamba de 1970-1980, de solo imaginarlo: sequía intelectual.

 

Salí al fin. Más frío dentro de casa que afuera. No es raro, piedras de doscientos años, paredes gruesas, altos cielorrasos, ventanales. En la terraza se sentarían patrones a mirar el imposible verde, los colores del otoño. Los negros estarían agachados, ya no esclavos pero esclavos. Si entrecierro los ojos lo percibo. Cerrados, silencio, hoy ni siquiera cuervos se presentaron. Entro al café ruso. Mocha y muffin de arándano. Devoro suave, como monja en claustro. Observo. Una pareja con poleras de un equipo de fútbol de Florida. Decorarse en conjunto para aullar, triste destino de este pueblo. Domingo de fútbol en la región individualista. Cerveza, marihuana sintética, fentanilo. Sigo con César. Los soldados rellenan el pantano de zarzas y tierra. Lo hicimos una vez, nosotros, para cruzar una ciénaga camino de Carmen de Totolima. Cortamos arbustos y árboles pequeños para formar un paso por encima del recoveco de las serpientes. Alterno con Frobenius, tal vez en el Congo o Camerún, con espantosas historias de canibalismo y venganza: Cabezas de parientes para calentar el fuego, grasa de suegra para preparar sopa espesa. La tragedia griega no ha muerto, ni en África ni en la Dominicana en las cárceles de Trujillo.

 

Café mocha, café con chocolate y crema. No necesita azúcar.

 

La tarde no está hoy hecha para música tropical, ni siquiera para la lentitud del porro. Menos para Lágrimas negras en voz de los Matamoros. Dudé entre Vivaldi y La Stravaganza o Cantatas de matrimonio del maestro Bach. ¿Nostalgia del matrimonio? Quizá, aunque vivir aislado, contigo solo, produce el placer inmenso de la muerte, que es el del nacimiento. El crepúsculo va aferrándose a las botellas en la repisa de la chimenea. Ha tomado el whisky y va por la botella de Svedka, vodka. Luego conquistará el intocado Velho Barreiro que no parió caipirinhas este año. No importa. Mi matrioska, llamada Victoria, sonríe. Su último vástago, de ocho, es un perrillo; en realidad una diminuta bolita de color. Al lado de los alebrijes enanos que conseguí en Tijuana. “Bienvenida a la Juana, tequila, sexo, marihuana”. En ruta a Babylón…

 

Dejo morir la tarde, no la socorro, no altero con besos la quietud de su fin. Algo de paradójico en ello, mucho simbolismo. Cierro las palabras del tribuno romano, apago el clavicordio, bajo las cortinas para acelerar el cónclave del entierro. Irina me escribe y dice: no tengo miedo de los rusos, solo deseo que los envuelva el vacío… La Horda de Oro mongol se prepara en Lviv para invadir Polonia; siglo trece. En Lviv, Ekaterina y sus amigas tejen redes para el frente, de esas que mimetizan tanques y puestos de observación. En la guerra no solo se mata con fusiles, también con agujas. Bajo las redes, el obús será secreto, así tendrán validez las palabras del poeta Apollinaire. Por los cielos se pintará el hermoso naranja de la destrucción total, el verde del metano y el carmesí de los Iskander. Van Gogh furioso.

 

Más gritos que susurros, piernas sin dueño corren por la estepa, torsos vuelan y los agarran allí las águilas. Ya viene el frío. Los fallecidos se convertirán en estatuas, tendrán sus meses de gloria. Yo amaba el invierno, asombrado con los bosques de cristal, luz de mediodía a medianoche. Lo amaba y lo dejé, historia de mi único abandono. No quiero más el amor del frío, quiero leer a De Quincey.

16/10/2022 

Monday, October 10, 2022

Digresiones ante el puente de Kerch


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

José Feliciano canta Feliz Navidad. Del arbolito cuelgan adornos, con turbantes algunos, ayatolas y un breve monito calvo, sisiro de San Petersburgo, Putino, hijo de putina. Del cuello se balancean, mientras relucen los regalos y las velas brillan inusuales. Lukashenko también asiste, de mayor talla con menor cuerda, y el sonriente chino, y los maleantes de la América toda, al lado de Trump, de Orban y Meloni y Le Pen. La derecha reunida, en familia, casi un pesebre con la salvedad de que están estrangulados. Nunca mejores fiestas, cuando se han juntado fraternos, delincuentes, narcotraficantes, profetas del desasosiego, nazis sin programa, indigenistas mal habidos, pedofílicos, solistas del cartel y un papa vaticano a medida. ¿Diferencias entre un marxisto latinoamericano y un extremista evangélico del norte? Ninguna. Trump y López Obrador: gemelas astillas de palo chueco. Cuando al fin se han ido, los han sacado, arrastrado por la plaza y ejecutado: fiesta Ceausescu, fanfarria Gaddafi, Mussolini en tiro volteo, Saddam que desplumado ya tan águila no era.

 

A tiempo de la firma sobre los referendos de anexión observaba yo lo patético del asunto. Putin con los traidores del Donbas, que ya recibirán cuerda, jugando al mandandirundirundán. Hasta cantaba el muñeco, con ojos entrecerrados y blancura de pechuga de pollo. “¿Y qué oficio le pondremos, mandandirundirundán?” “Lo pondremos de terrible Iván, mandandirundirundán”. Movían las manos, una encima de otra, perversos del fin del mundo. Es un juego, desgraciados, por más que se arrodillen y alumbren cirios a iconos y virgencitas, a achachilas y santones, esto tiene un fin. Supina estupidez que les hace creer en vida eterna, en pachamamas y mamapachas, en san Putas y Santiago apóstol, asesino de indios. ¿Dónde están esos viejos ateos del tiempo muerto? Tanta letra inmóvil, libros y panfletos, desaparecidos por doquier, torturados multitudinarios como geranios carmesíes. Falsa retórica entonces. El pueblo unido siempre será vencido porque a nadie importa y porque nunca se puede estar unido detrás de una falacia. En Brasil se disputan el mando dos infames ¿Cambiarán uno u otro algo? Favela será favela hasta el fin de los días, y sirvienta, sirvienta, porque los jerarcas lo primero que adquieren es servidumbre. En Cuba bastó un huracán, otra vez, para mostrar los pelados genitales de la revolución.

 

Que Putin trajo un cambio, seguro. Que de aquí en adelante será carrera a la destrucción. La vanidad es yuyo malo, cantaba el viejo Atahualpa Yupanqui. Quispe Sisa, conocida como Inés Yupanqui, paría a Francisca Pizarro Yupanqui, anunciaba el futuro, sentaba las bases de nuestra truculenta mixtura, plena de injurias y desdenes, traía indios de Huaylas para defender al conquistador en contra de los suyos mientras asolaba Lima Manco Inca. Vanidad del Marqués y muerte. De los Almagro y muerte. ¿Vanidad del mestizaje? Irreparable bastarda soberbia, falsía y demasiados complejos. La dirigencia indígena lo menos que quiere ser es eso. Angustia por blanquearse, por sacar la mácula marrón que se oculta entre las nalgas, por ser cada vez más como el patrón, por olvidar lo que se ha sido. Los cocaleros de Bolivia importan jacuzzis. No está mal modernizarse, pero el detalle va más profundo que la necesidad de vivir cómodo, va hasta el meollo de la señora Inés que se decide en el umbral de nuestra historia local por la traición, creyendo que ella le traerá beneficios que jamás llegaron. El blanco fue blanco y la india, india. Sigue igual. Los que escribían de avanzada siempre supieron que bregaban ante un imposible. Ilusos de buen corazón, quizá. Los narodnikis dieron cabida a social-revolucionarios, a bolcheviques. Ahora tenemos a Vladimiro Putin, inmunda mescolanza entre soviet y realeza. Soviet de palabra para la turba, zares y zarinas para la élite. Stalin no enfrentó a Alemania a nombre de Karl Marx o de Lenin; lo hizo invocando a Kutuzov y a Bagration. La patria por sobre el internacionalismo proletario. Pues, mentira, todo mentira según reza la cumbia sonidera.

 

Ante todo, Putin es cobarde. Altanero y valiente mientras se siente seguro. Aterrado hoy ante la respuesta de Ucrania. Sabe que nunca ha de vencer, que así deje solo ruinas siempre habrá un rebelde que haga volar a un ruso. Esta región conquistada tenía una enorme estructura industrial, fabricaba aviones de talla imposible, navíos que hoy la martirizan, bombas atómicas. Lo ha destruido todo, ni siquiera lo guía la ambición de poseer la tierra, que seguro está, por ahora escondida. Quiere la gloria, su nombre con ribetes dorados unido a los grandes conquistadores de la tradición. Dudo que escape el asesinato, envenenado o volando como superhéroe. De sobrevivir quedaría una piltrafa, musgo lodoso a la vera de la historia. Tiene que perdurar a como dé lugar. Hurga en los armarios del pasado, ruega por ayuda a poderes que en su tiempo dominaba, intenta involucrar militarmente a Bielorrusia. Aquella sabe que de hacerlo habrá firmado su sentencia de muerte. Polonia no lo ha de permitir, y Polonia puede arrasar a Lukashenko. De todos modos, su condena está sellada por cómo permitió, y permite, al invasor utilizarla como puente de asalto. En el momento de la victoria, un ya poderoso ejército ucraniano se pondrá camino de Minsk, momento de saldar deudas.

 

Hacerlos volar… Muchos antecedentes en la historia del país, una guerrilla nacionalista que sobrevivió a la masiva represión y fuerza estalinianas. Antes que Zhúkov estaba Vatutin, Nikolái Fiódorovich. Pues, los guerrilleros del Ejército Insurgente de Ucrania lo emboscaron en su momento de gloria, cuando iba derrotando a los alemanes. Murió a causa de sus heridas. Hoy, en Melitopol, Kherson, pueblos y ciudades menores, van mermando a los cabecillas prorrusos. Si acabarán con todos no importa, hay que imponerles el terror. Ahora y en un supuesto, tal vez imposible, porvenir con triunfo ruso. Jamás podrá el tirano del Kremlin imponerse allí. No es un Grande, por más que lo anhele, ni Pedro ni Catalina, ambos exitosos enemigos de la independencia ucraniana.

 

Despierto, día lunes de frío otoño. En las noticias está una foto del parque Shevchenko perforado por misiles. Huelo desde mi cama el café de entonces, callejero, dulce, hirviente; vasitos de plástico duro que llevaba conmigo a los bancos entre los árboles mientras me ponía a leer. Páginas de Víctor Serge, poemas de Bella Ajmadúlina, horas contemplando caer hojas, textos de teléfono a V; cartas a E. Apenas saliendo de casa, subiendo por la calle Tolstoi hasta la curva hacia la derecha. Había una entrada cerca. De entre los árboles se miraban los edificios de Kiev centro. Por sus sendas llegaba al Botánico, salía y ya estaba entre los rojos muros de la universidad de Kiev. Otra plaza, con nombre del profeta insignia de nuevo. Otro asiento, tiempo añadido, lujuria del abandono, el derecho a la pereza… Y el amor, por ahí, revoloteando como hoy lo hacen los explosivos. Besos que daban vida mientras estos, los contemporáneos, escancian tragedia. Se ha bombardeado a las parejas de ancianos que para vivir vendían café sobre cajitas de madera cubiertas de plástico. La ira del zar no huele el aroma del grano retostado. Sus ojos están bañados de sangre. Era Midas, rey; hoy lo que toca perece. Perdió mucho, él, porque entre los escombros, conociendo la persistencia ucraniana, sé que esos viejitos esperan para revolverme el café.

10/10/2022

 

 

Wednesday, October 5, 2022

Milana y sus hijas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

En un paseo de Novgorod la Grande, Veliky Novgorod, Serguei Rachmaninoff de pie aguanta lluvia y frío. Supongo que el viento que sopla viene desde Finlandia. Milana y sus hijas son tres bellas sonrisas. Para el público, de noche ya, parlantes tocan las Vísperas del compositor. ¿Si soñé una casa contigo? La soñé. Y tus niñas dos conmigo como hijas igual a mis otras dos. Pero los lagos se congelaron. Vientos de angustia sellaron desde la historia los pasos. Se hunden los caballeros teutones en el lago Peipus; tú tomas un baño con malla azul de dos piezas en el Ilmen. Has puesto un corazón en la foto. El polvo del destierro la fue cubriendo, secó las aguas, hizo que las verdes sendas hacia Estonia se cubriesen de liquen.

 

¿De dónde tanto silencio? Hasta el café de la esquina ha cerrado. Domingo es pero feriado no, entonces por qué el silencio si todavía se tocan las vísperas. El agua en que nadabas queda como superficie plana. Ni peces que remuevan ni vientos que fabriquen olas. Leo cartas de Pasternak, de Rilke y Tsvetaeva. Mil años de tristeza, mil de silencio, mil en tu piel suave como espuma, blanca de abedul.

 

La falta de recursos se muestra en recolectar monedas para una pequeña pizza a compartir por cuatro. Recuerdo con mi polera roja de panadero andino tirando cajas y cajas de ellas cocidas, deliciosas, al monstruo del basurero en los crepúsculos de Aurora. Lo que no se vendía aquel día iba al destierro sin rastro. Gritan los niños africanos gritan los chinos. En los rincones de la otrora hermosa Beirut compiten por migas palestinos y ratas. Las mujeres de Kenya entregan sexo a los aguateros a cambio de un par de baldes de agua sucia. Tu mano helada mientras escuchábamos a Rachmaninoff. Señalabas la estatua, el bronce y la mirada ausente. Soñamos. Allí estaba el camino de San Petersburgo, piedra sobre la marisma.

 

Kremlin de Novgorod. Mi dedo apunta a la historia, entre aquí y Kiev. Busco en Milana tus ojos a ver si hallo al mongol y no lo encuentro. Que está, seguro, montado en caballito asesino hasta las puertas de Hungría. Acaricio tu piel escudriñando por el tártaro. No está.

 

La noche llega a ti; a mí la medianoche. Azahar, cedrón, o hierbas rusas que perfuman y desconozco. Las niñas se han dormido. ¿De dónde nace tanto silencio? Vendrá de Finlandia, de Carelia. Pienso que duermo con un crisantemo, que mi deseo y mi amor me han vuelto botánico. Que ahora dos mil y tantos estoy otra vez sentado en el banco de Levy-Strauss en el Jardin des Plantes, en el ochenta y tantos. Números. La Kabala. El nombre de Dios en la frente del Golem. No el libro de Bataille donde uno lee lo que lo mata; no, tú, página de aromáticas flores de campo antiguo, esencia que crece y se alza por sobre las sangres. Busco en tu pecho la huella del príncipe Nevski y encuentro pétalos.

02/10/2022

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Imagen: León Bakst, 1923

Sunday, October 2, 2022

Por el valle de México, 1999


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

De fondo, no muy ortodoxo para el tema, Leonard Cohen canta Avalanche. Don Goyo, como llaman en Santiago Xalitzintla al Popocatépetl, siempre humea; fumarolas que aseguran a los pobladores que todo está bien. Mientras fume con esa tranquilidad nada va a ocurrir.

 

Los vemos, los dos volcanes, por largo tiempo en el viaje que hacemos en una pequeña vagoneta desde el Distrito Federal a Puebla de Zaragoza, ciudad trazada por ángeles. El Popo y el Iztaccíhuatl, Rosita, que de cumpleaños estuvo el 30 de agosto. Han pasado veinte años y no lo creo; mis huesos lo recuerdan cuando truenan como caja de cambios mal manejada. El grupo conversa, gira en torno a los precios en Cochabamba, a cuán cara está la plata de Taxco, y si será posible llevarse cerámica de Talavera hasta el valle allá en el país más comerciante al menos de América. Tengo mejilla y nariz apoyadas en la ventana. No cabe recordar si estaba fresco, si el vidrio se empañaba al respirar. Poco me importa la plata de Taxco, que en sí es una maravilla en cuanto a arte e historia. Mi mente está en los enmascarados hombres con tonos de azul en el retrato de los totonacas por Diego Rivera, en los misteriosos acertijos de las carabelas de Colón en voz de Chicho Sánchez Ferlosio. Llevo conmigo un fetiche, una lista privada, mía, de dos mil películas. En letras, las tomas del fin y del principio del mundo, desde los grandes desiertos persas a las víboras de tres cabezas de la Guajira.

 

Tristes españoles golpeados suben las gradas heladas del Gran Cú. Se les mojan los pies de sangre fresca y vuela polvo de sangre congelada. Abajo aúllan los nahuas, mujeres alistan canastas para llevarse pedazos de carne blanca. Corretean perros desnudos con ombligo en el lomo; se disputarán ligamentos y huesos. Los sacerdotes se reservarán lo mejor: corazón y muslos, y arrojarán al vacío el resto de despojos. Comida para el pueblo.

 

No es que sienta lástima por los conquistadores. Me sobrecoge el sonido de las flautas de cerámica; suenan perversas. Lo último que ven los barbados soldados son ojos de hojalata del brujo, la obsidiana que dicen verde y que se volvió negra por la noche. El corazón saldrá de índigo intenso. Llorarán la triste noche de sus sueños, habrá amanecer de pesadilla. La ciudad isla se ha conmovido. Sus enclenques bases de vegetación amontonada presienten el cambio del mundo, la extinción de los dioses. El corazón si no está bien cocido parece de goma, se lo puede masticar y masticar casi sin hacerle mella. Mejor tragarlo en pedazos. Los sacerdotes mexicas eran demasiado serios para asarlos en trozos delgados y sabrosos; pienso en los anticuchos de la plaza Colón de mi ciudad, en carne atravesada por un radio de bicicleta y pequeñas papas imillas bañadas en picante de maní. En lo menos que pensaban los asistentes del dios era en gastronomía. Lo dicho, los fanáticos se toman demasiado en serio a sí mismos.

 

En algún recodo perdemos la vista de los volcanes. Caminamos encima de tierra atormentada. Con mi esposa nos burlamos de lo divino en los pasadizos de la gran pirámide de Cholula. La serpiente emplumada pierde sus privilegios y nosotros nos batimos en duelo. El águila, tuya; la serpiente, mía, que estrangulas y me tienes quedo, paralizado, de pecho abierto, lampiño, hijo de sacrificadores y sacrificados, cénit de la tragedia. No ahora; los gemidos debajo de la anciana piedra no son de muerte; hoy no.

 

El acordeonista hace gestos de tipo maorí. El guitarrista es tuerto pero no manco. Sonríe enamorado de mi hermana y la música norteña alcanza el alba. Ya en el mercado, las mujeres comienzan a lavar los pisos con baldes. Pronto vendrá la multitud cobriza. Aquí España no mató a nadie, no venció a nadie. El único triunfo después de seis siglos le correspondió a la tristeza. En México se siguen sacando corazones a pecho vivo. Más cabezas y extremidades. Como la historia de la descuartizada de Tlatelolco, activista universitaria caída en garras de la policía secreta, violada y desmenuzada. Arrojada entre axolotes de viscoso negro, con caritas que van entre lo tierno y lo diabólico. Las salamandras apagan el fuego con su frío...

 

De retorno aparecen los volcanes. Los otros viajeros van camino de la Vera Cruz. Un hilo de humo sube hasta el cielo; la tierra habla con la divinidad. Nosotros dos tomaremos el avión a Denver. Fotografías confundidas entre libros en cajas dispersas. Éramos casi jóvenes y subíamos la montaña de Cholula volando.

 

Volví a México capital otra vez pero no me insumí por sus venas. Noche de fiesta era, de tacos innombrables e irresponsables de picantes. Un recuerdo de entonces, una de las grandes testas olmecas en yeso para la biblioteca. Un libro al menos, de historia. Los compañeros continúan hablando de su bolsa de valores particular, de a cuánto el kilo de plata. Parece que, a manera de los “destructores de idolatrías”, no importa el arte representado en la orfebrería del metal; lo que vale es su peso. Fundido es más manejable. Nadie escucha los pasos apresurados en las estremecidas catacumbas de América, donde nunca dejaron de matarse los ancestros. Suicidio colectivo.

15/09/2022


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Publicado en la revista 88 GRADOS, 02/10/2022

Imagen: Detalle de La civilización totonaca, Diego Rivera