Sunday, October 2, 2022

Por el valle de México, 1999


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

De fondo, no muy ortodoxo para el tema, Leonard Cohen canta Avalanche. Don Goyo, como llaman en Santiago Xalitzintla al Popocatépetl, siempre humea; fumarolas que aseguran a los pobladores que todo está bien. Mientras fume con esa tranquilidad nada va a ocurrir.

 

Los vemos, los dos volcanes, por largo tiempo en el viaje que hacemos en una pequeña vagoneta desde el Distrito Federal a Puebla de Zaragoza, ciudad trazada por ángeles. El Popo y el Iztaccíhuatl, Rosita, que de cumpleaños estuvo el 30 de agosto. Han pasado veinte años y no lo creo; mis huesos lo recuerdan cuando truenan como caja de cambios mal manejada. El grupo conversa, gira en torno a los precios en Cochabamba, a cuán cara está la plata de Taxco, y si será posible llevarse cerámica de Talavera hasta el valle allá en el país más comerciante al menos de América. Tengo mejilla y nariz apoyadas en la ventana. No cabe recordar si estaba fresco, si el vidrio se empañaba al respirar. Poco me importa la plata de Taxco, que en sí es una maravilla en cuanto a arte e historia. Mi mente está en los enmascarados hombres con tonos de azul en el retrato de los totonacas por Diego Rivera, en los misteriosos acertijos de las carabelas de Colón en voz de Chicho Sánchez Ferlosio. Llevo conmigo un fetiche, una lista privada, mía, de dos mil películas. En letras, las tomas del fin y del principio del mundo, desde los grandes desiertos persas a las víboras de tres cabezas de la Guajira.

 

Tristes españoles golpeados suben las gradas heladas del Gran Cú. Se les mojan los pies de sangre fresca y vuela polvo de sangre congelada. Abajo aúllan los nahuas, mujeres alistan canastas para llevarse pedazos de carne blanca. Corretean perros desnudos con ombligo en el lomo; se disputarán ligamentos y huesos. Los sacerdotes se reservarán lo mejor: corazón y muslos, y arrojarán al vacío el resto de despojos. Comida para el pueblo.

 

No es que sienta lástima por los conquistadores. Me sobrecoge el sonido de las flautas de cerámica; suenan perversas. Lo último que ven los barbados soldados son ojos de hojalata del brujo, la obsidiana que dicen verde y que se volvió negra por la noche. El corazón saldrá de índigo intenso. Llorarán la triste noche de sus sueños, habrá amanecer de pesadilla. La ciudad isla se ha conmovido. Sus enclenques bases de vegetación amontonada presienten el cambio del mundo, la extinción de los dioses. El corazón si no está bien cocido parece de goma, se lo puede masticar y masticar casi sin hacerle mella. Mejor tragarlo en pedazos. Los sacerdotes mexicas eran demasiado serios para asarlos en trozos delgados y sabrosos; pienso en los anticuchos de la plaza Colón de mi ciudad, en carne atravesada por un radio de bicicleta y pequeñas papas imillas bañadas en picante de maní. En lo menos que pensaban los asistentes del dios era en gastronomía. Lo dicho, los fanáticos se toman demasiado en serio a sí mismos.

 

En algún recodo perdemos la vista de los volcanes. Caminamos encima de tierra atormentada. Con mi esposa nos burlamos de lo divino en los pasadizos de la gran pirámide de Cholula. La serpiente emplumada pierde sus privilegios y nosotros nos batimos en duelo. El águila, tuya; la serpiente, mía, que estrangulas y me tienes quedo, paralizado, de pecho abierto, lampiño, hijo de sacrificadores y sacrificados, cénit de la tragedia. No ahora; los gemidos debajo de la anciana piedra no son de muerte; hoy no.

 

El acordeonista hace gestos de tipo maorí. El guitarrista es tuerto pero no manco. Sonríe enamorado de mi hermana y la música norteña alcanza el alba. Ya en el mercado, las mujeres comienzan a lavar los pisos con baldes. Pronto vendrá la multitud cobriza. Aquí España no mató a nadie, no venció a nadie. El único triunfo después de seis siglos le correspondió a la tristeza. En México se siguen sacando corazones a pecho vivo. Más cabezas y extremidades. Como la historia de la descuartizada de Tlatelolco, activista universitaria caída en garras de la policía secreta, violada y desmenuzada. Arrojada entre axolotes de viscoso negro, con caritas que van entre lo tierno y lo diabólico. Las salamandras apagan el fuego con su frío...

 

De retorno aparecen los volcanes. Los otros viajeros van camino de la Vera Cruz. Un hilo de humo sube hasta el cielo; la tierra habla con la divinidad. Nosotros dos tomaremos el avión a Denver. Fotografías confundidas entre libros en cajas dispersas. Éramos casi jóvenes y subíamos la montaña de Cholula volando.

 

Volví a México capital otra vez pero no me insumí por sus venas. Noche de fiesta era, de tacos innombrables e irresponsables de picantes. Un recuerdo de entonces, una de las grandes testas olmecas en yeso para la biblioteca. Un libro al menos, de historia. Los compañeros continúan hablando de su bolsa de valores particular, de a cuánto el kilo de plata. Parece que, a manera de los “destructores de idolatrías”, no importa el arte representado en la orfebrería del metal; lo que vale es su peso. Fundido es más manejable. Nadie escucha los pasos apresurados en las estremecidas catacumbas de América, donde nunca dejaron de matarse los ancestros. Suicidio colectivo.

15/09/2022


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Publicado en la revista 88 GRADOS, 02/10/2022

Imagen: Detalle de La civilización totonaca, Diego Rivera

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