Tuesday, June 27, 2023

As Tears Go By


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Los rusos bombardean Khotin. Inicialmente creí que se trataba del lugar de la gran batalla de 1621 en la cual veinticinco mil polacos, lituanos y cosacos, detuvieron a más de ciento sesenta mil turcos, tártaros del kanato de Crimea, valacos y moldavos que invadían tierras de aquella Confederación. Reviso y no es así, se trata de otra localidad en el oblast de Sumy que colinda con Rusia. La otra está lejos, muy lejos, hacia Besarabia. De Sumy era Anna, abogada que huyó en marzo del 2022 a Szczecin, en Pomerania, ciudad que un día se llamó Stettin y que pasó de Alemania a Polonia después de la última guerra mundial. Todo historia, sangre y dolor.

 

Perdí el rastro de Anna. Un último enero me escribió que una vieja señora de Chicago quería contratarla para cuidarla. Hay arte gigantesco de Miró y de Picasso en esa ciudad. El río discurre entre rascacielos. Quizá Anna mira desde un balcón y piensa en Sumy, en el tren que la llevaba a congresos de abogados en Odesa. La hermosa Chicago dudo que opaque aquella del rayon ucraniano. Es diferente, de acuerdo a la perspectiva con que se mire. Yo lo hago desde una visión casi rural, tolstoiana a ratos, soñando con los villorrios que Gogol y Dostoievski apenas mencionaban con una letra mayúscula. O Leskov y su Lady McBeth en la Mtsensk rusa. Nunca más esa conjunción tácita entre dos pueblos que murieron juntos por millones en el sur ante la barbarie germánica (el “jabalí alemán”, decía Borges). Cien bombas sobre Sumy, trescientos obuses queman los campos del oblast, día a día, cada día, sin pausa ni  fin. Nunca más; se ha roto el hilo que comenzó como decisión política en el siglo XVII y más antiguo en origen fundacional.

 

As Tears Go By (Jagger/Richards). “I sit and watch the children play”.

 

Me senté en Kharkiv, debajo de un monumental soldado soviético triunfante con la bandera de Ucrania en bayoneta. Miré a los niños jugar. Estiré las piernas y dejé que el sol de octubre entibiara mis pantalones. Jugué con un autito de metal que acababa de comprar por centavos en la calle. Ruinas preciosas de un pasado hogareño, trivial, bucólico y comunista. Pobre. Hay globos coloridos y madres de ajustadas lycras. Devoro cierta comida turca de calle, envuelta en suerte de tortilla, con yogurt y bastante buena. No logro hacerme entender para conseguir picante. Extrañamente nunca vi en un lugar de comida allí salsa “picosa”. Que debe haberla, según vi pimientos varios en el mercado del puerto al lado del mar Negro. Paseé entre pescados secos con trazos de reptil antediluviano. Me interesé en los rodaballos con ojos de un solo lado. Elke leía la voluminosa novela de Günter Grass, hermoso tenía el cuerpo desnudo encima del pullu andino. Avenida Aniceto Arce, la procesión al sexo, iconos de santas encueradas, pezones marcalibros de las biblias. El rodaballo mira con un ojo, duerme con el otro. Estoy amodorrado en esa explanada de Jarkov. Luego descenderé por la colina, andando sendas entre vetustos edificios viejos y para viejos, hasta llegar a mi hotel y subir al quinto piso, luego de sonreír a otra Anna que en lugar de secretaria debía ser Artemisa, Diana cazadora.

 

Suena el blues. Look What You've Done, mira lo que hiciste para luego marcharte. Hombres llorones, lágrimas, tears, desgarrados como tela de bazar mientras las mujeres prueban el sofrito, que no esté salado. Pero si tú, si yo, si nosotros, arguyo, moqueo, no hay pañuelos suficientes para calmar al macho. Lo arreglaremos con trago y pistolones. En lugar de fotografiar el momento, tu blanca piel acostada en un tejido del Titicaca. Telefoneo desde Copacabana, a pesar de saber que el diputado te persigue y seduce. Lo aceptas por pena, la lástima trae sexo con facilidad pero no lo conserva. Dos bofetadas en la noche revolucionaria de la universidad, asquerosa chicha y la vida no se movió un palmo, a qué la tragedia. Arrastro mi bolsa con vainas de tara hacia Portales, para un estudio de teñido natural. Y pasan ustedes dos, tú con el diputado, e inicialmente quiero sacar el machete y cortarles la cresta pero no, esta bolsa pesa y ayudo a mi amigo Peter Brunhardt a presentar su proyecto para el pueblo a orillas del Sajama.

 

Del árbol de tara comíamos el mucílago encima de la semilla. Tenía algo de viscosidad, no tanto como la okra y poco sabor, pero era la exploración del mundo nuestra, como el jamillo, como esas largas florcitas de enredadera de las que extraíamos el pistilo y lo chupábamos siendo dulce. Saberes muertos ya; los niños juegan a otras cosas. Me levanto, cuesta despertar el músculo. Masticábamos flores de ceibo. Crecían a la vera del camino que llevaba a la inmensa propiedad de la familia Salamanca, caída ya la casa de hacienda que debió ser bella. Una de sus terrazas se abría a la torre centenaria de El Paso, al amarillo de la pampa de Pandoja donde Gloria regalaba su amor. Amor esfumado, como la pampa, como el latifundio que bajaba desde la cumbre hasta el poblado, o los pechos franceses de Elisabeth mojados por el licor de la quebrada, piel de gallina que ocultaba un volcán.

 

Dime, tú que lloras por lo ido y por lo que vendrá, si vale la pena leer a Zweig sobre Gorky, a Tolstoi acerca de Dickens, a Steiner sobre todo ellos, a Harold Bloom.

 

En Los desnudos y los muertos Norman Mailer anotaba: “Hacer una guerra para arreglar las cosas es como ir de putas para curarse la blenorragia”. Entiéndase como se pueda. Los rusos destruyen Khotin, pero no es aquel que emerge apenas se sale del bosque de Moldavia sino el de la llanura de oscura tierra. Cohetes Excalibur, mito de Arturo. Alrededor de la Mesa Redonda divagan los caballeros, Gawain se ríe de Lancelot, y Mark Twain de todos ellos. La reina Ginebra reluce, es una estrella; G. usa los muslos como tijeras y E. me da a beber agua de montaña destilada en Montpellier. Limpio lágrimas y me doy cuenta que no están húmedas; escribe y no llores sugiere un alebrije de liebre. Cantate un tango, varón, Hasta siempre amor, el que ejecutaba Juan D' Arienzo…

28/04/2023


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Publicado en REVISTA 88 GRADOS, 25/06/2023

Sunday, June 25, 2023

Del tiempo a la tristeza


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Serge Reggiani para la melancolía. Miércoles caliente nublado. La mañana limpiando cajas, libros, discos, papeles, notas de amor. ¿Qué harás con tus alebrijes?, pregunta Omar. Los llevaré, son pequeños. Tanto he de dejar, mis máscaras mexicanas, mis ajuares afganos, muñecos del Orinoco, una magnífica colección de más de ciento cincuenta tejidos antiguos de Bolivia, entre awayos, taris y aksus, algunas ch'uspas de coca, ch'ulus, incluyendo el suyo personal que me regaló con devoción Danger Salamanca.

 

Hasta siempre, amor. Orquesta de Juan D'Arienzo. Lo escuchábamos con don Juan Hurtado, amigo negro colombiano, mucho mayor. Preparaba yo para nosotros asados en corte Rib Eye y los freía envueltos en tocino. Le gustaba venir a  comer a casa y trabajábamos juntos en las noches de la calle Valentia. Arroz y ensalada. Don Juan contaba de sus años en la policía secreta, cuando cazaban habilísimos falsificadores de dinero. Los encontraban, destruían la maquinaria, se embolsillaban el efectivo y desaparecían a los artistas. Silencio en Bogotá, en Medellín, Santa Marta y el Chocó. En Palmira, Valledupar. Vivíamos con mi esposa en el tercer piso, apartamento K-24, avenida Peoria. Peorias eran indios al norte del Ohio, oriente del Mississippi. Ahora en Oklahoma, en donde reunieron a las tribus.

 

Juan predijo entonces, treinta años atrás, lo que se le venía a Venezuela. Vi, decía, a los venezolanos tirar las monedas porque no les importaban. Mierda que no necesitamos, afirmaban. Se deshacían de lavadoras y motocicletas casi nuevas, al basurero por un raspón. Auge del petróleo. Él les hablaba del tiempo de las vacas flacas. Estas vinieron; es más, murieron de inanición.

 

Un placer escucharlo, tanta vida, encuentros con Jorge Zalamea, secretos de la cumbia, versatilidad del plátano macho. De cómo llegó a Denver con su esposa no recuerdo. A través de la hija, creo. Vivimos el tiempo de la inmigración rusa, de las invitaciones en apartamentos del Club Valencia, morada de aquella gente concentrada allí. Vimos los desmanes de la mafia, el trabajo semi-esclavo al que se sometía a los huidos de la madrecita Rusia, hembra mal paridora. Armenios que ofrecían muchachas menores de edad a los managers gringos. Estos, entusiasmados, jamás habían visto en su perra vida de cuellos rojos el alcance del agasajo, la magnitud de la fiesta y el soborno. Nos invitaban porque nos respetaban. Jamás cedí un palmo ante ellos y además entrené al jefe del clan en cómo hacer dinero con trabajo en los Estados Unidos. Karol Seferyan se llamaba y excedió mis lecciones hasta hacerse rico a destajo. Su hijo pequeño era amigo de mis hijas y los tuve a cenar varias veces. De ser sombra en una esquina del warehouse, Karl, a manejar descapotables de lujo y comerciar con arte petersburgués. Muy rápido; muy breve. Le vino la cárcel, yo opté por los divorcios y la existencia nos separó. Recuerdo su cheque semanal de once mil dólares; yo ganaba cinco mil al mes y era mucho. Los georgianos se me quejaban, y más tarde los bosnios. La dirección no prestaba atención a mis informes de que la mafia rusa operaba allí. Escritorios destrozados y turbas de individuos subiendo a vagonetas armados de palos para ir a destrozar piernas. Observé, miré, caí también a la cárcel pero por cosas mundanas, sentimentales. Don Juan comentaba, bien sabía lo que pasaba, lo comparaba a su tiempo colombiano. Relataba la muerte de Gaitán y rememoraba páginas de Álvaro Mutis en el mar Caribe. Ilona llega con la lluvia

 

A mí me llaman el negrito del batey
Porque el trabajo para mí es un enemigo
El trabajar yo se lo dejo todo al buey
Porque el trabajo lo hizo Dios como castigo

A mí me gusta el merengue apambicha'o
Con una negra retrechera y buena moza
A mí me gusta bailar de medio la'o
Bailar medio apreta'o con una negra bien sabrosa

¡Oiga!

 

“Aunque me cueste la vida sigo buscando tu amor” ¡Ay!

 

Agarro una foto de él junto a mí, separo otra mía en la punta de una canoa en el Mamoré, cuando Pablo disparaba a bufeos y cormoranes. La gran inundación, el martirio más antiguo de los hebreos. Me roza la frente una esquirla disparada del maltrecho revólver. Esta tarde en Trinidad prepararé fricasé cochabambino. Me he negado al alcohol, a ratos ejerzo duras penitencias. Es carnaval y las reinas muestran muslos más apetitosos que los de pollo dorado. Guerra de globos y peleas a puño limpio. Los golpes duelen más cuando el cuerpo está mojado. Los puñetazos resbalan dañando y dejando huellas de mal lavada sangre. En carnaval, Gloria, te escondí debajo de la cama y te quité la malla. Tus amigas gritaban tu nombre pero una orquesta de bandas interiores las hacía callar. Lloren alondras del campo.

 

Del lado derecho pongo un disco de Raúl Seixas y amontono los de Tierra Caliente, Balsas y Tepalcatepec, Jalisco y Río Verde. Tango de la época que me gusta. Me deshago de mucho, películas, libros. Guardaré en el depósito el volumen de poesía quechua de José María Arguedas para un supuesto futuro. Conservo para el viaje mujeres del jazz: Bessie Smith, Ethel Waters. Conservo el volumen de Sergiusz Piasecki y con gran pena dejo de lado mi colección de cincuenta mil etiquetas de cerveza. Trataré de salvar los vasos, los labios que bebieron de ellos, las piruetas del trago, la risa infinita.

 

El baile, el baile. Isabel, que murió joven, bailaba merengue de manera extraordinaria con Ligia. Era hija de la guerra civil de El Salvador, con tíos muertos y descabezados, procesión aterradora. De la Santa Muerte en sangrante sudario. Le reza a Jesús Malverde, protégeme del mal que me envuelve, del horror que me enferma, del dolor que mata. La sangre suele tener tinte de tuna, la sangre corre por la tierra zaporoga mezclada con jugo de granada, corre por mi mejilla.

 

También yo estoy enamorado de la Osa Mayor. Y de la Luna. Y de Luna que se desvestía en un club de “caballeros” del centro de Odessa.

 

Se agrió una botella de vino semi-dulce italiano. ¿Presagio? ¿Premonición? En el entierro de alguien los ébanos corceles parecen desfilar de cerviz baja. Mi amor por ti ustedes no ha de cambiar. Que vuelque sus retratos es simple estadística, que nunca olvidaré cómo bailabas desnuda en el cuarto aquel. Tenías treinta y uno y sostenías el teléfono para el selfie con el brazo izquierdo. Tus ojos bien abiertos dicen te deseo. Cuando te veo dando conferencias en Valencia, en una lengua que no te pertenece, siento que un mínimo se me ha arrebatado, que mucho objeto alrededor pero bien poco permanece. Tus dedos doblados en forma de araña mientras la tarde se suicidaba con cuchillo moto.

 

Mussorgsky… Pictures of You, The Cure…

 

Entre las once de la noche y las cuatro de la mañana conduje en medio de la tormenta. Cielo de relámpagos, de gigantes fotógrafos escondidos en la llanura que se pierde en Kansas. Escuché kabuki japonés. Cuán bello, cuánto misterio. Volumen máximo para acallar el granizo, decenas de conejos escapan a esconderse de las balas cristalinas del cielo. A ratos creo que se va a romper el parabrisas. Estoy bien lejos de casa, de la cubierta marrón que me arrulla.

 

Vuelve el trueno. He visto una foto de una nueva arma de guerra, el Thor, martillo de llamas. Tienen su belleza estas artes de muerte, intrincada orfebrería de titanio y acero. Ya la estarán usando por encima del desierto que va quedando al secarse las inundadas aguas del Dnieper. Por ahora estalla aquí, explosión, relámpago. Tamborilea en los techos el hielo. Se corta la conexión virtual, retorna; reencontré el Rabinal Achí, tragedia danzada de los quichés de Guatemala. Sorbo un Zacapa, huele a chancaca, a dulce de caña. Voy separando una docena de tejidos. De Leque y Pongo; de Potolo y Caripuyo; de los Pacajes con azules índigo; lutos de Calcha y campos tejidos por algún fantasma indio en las Salinas de Garci Mendoza, si hasta el nombre es poético; de Sacaca… del gran amo Sabaya… Cuatro chullpas robadas en tumbas del Desaguadero, la más linda de ellas con marcianos cabezones del siglo cuál antes de España. Ya que pensé en don Juan Hurtado que contaba del mundo casi ficcional de la Guajira, escucho boleros. Daniel Santos y Bienvenido Granda, Arturo Beltrán. A mí también me gusta el merengue apambicha'o pero olvidé las piernas negras, bailables, en algún recodo de París. Además yo, que fui picapedrero en la Marmolera Urkupiña, soy bueno para el combo pero cojo en danza tropical. Tieso y bruto.

 

Contesto a amigos y bloqueo enemigos. Para qué hablar con quién no comprenderá. Uno menciona Ñancahuazú, Teoponte, Huamanga y algo más. Cómo si me impresionasen veleidades pequeño burguesas. Gente que no ha trabajado, que no ha sentido el dolor del músculo. Fui picapedrero como dije, a ocho dólares el mes de tormento. En la chicha se iban diez el día de pago y quedaba debiendo. Cargador en los docks de Washington DC, repartidor de papeles en Francia, a pata, no pata pila pero caminando. Las piernas tiemblan con cincuenta kilos de cemento en la cabeza, tirando ladrillos, media docena de ellos en el aire sin que se despeguen. Barrí pisos y limpié excusados en una iglesia llena de fantasmas. Rodillas se doblan en el tercer piso con paquetes en los brazos, a veces dan ganas de llorar, se piensa en la madre, en cómo era en casa sentarse para el té. Canto de memoria y en silencio cuecas y zambas para distraerme. Aguantando horas, fríos, hambres, sed, ganas de mear. Hurgando entre el recuerdo de las cajas abiertas llegan sin invitación un colectivo de memorias. A la larga todas buenas, incluso las más duras, las desesperantes. Lloraba a las dos de la mañana y lloraba al despertar. Movía los dedos porque los creía muertos, frotaba muslos y calzaba tres pares de medias. Un tren de Villazón iba y venía, los pasajeros cagaban encima de las tapas del inodoro. La mierda se congelaba de inmediato. Apuro un singani que nunca me ha gustado, froto dedos con aguardiente, hago gárgaras de alcohol blanco. Noche de ronda qué triste pasas… Qué triste cruzas… Efímero contrabandista de queso fundido de marca Arcor, de hormas de parmesano negro y salames de Milán. Había tiempo de leer a Apollinaire mientras contaba billetes de a cinco dólares. Los hombres hormiga cruzan debajo del puente que separa a La Quiaca de Villazón. En la puerta del alojamiento se amontonará la mercancía. Luego al tren. Caminos de Tupiza y Cotagaita, vagones que atraviesan la sal de Uyuni que entonces era el fin abandonado del mundo. No había turistas y nadie quería vivir allí. Café en taza grande metálica, asado de llama, queso dudoso.

 

Visiones lejanas del Sajama y del Chorolque, olimpos de dioses lampiños.

 

Hoy fue día extraño. La municipalidad recoge los estragos del granizo. Entró con fuerza y sonido de bomba por mi chimenea y regó lágrimas dispersas en la sala. Oksana Sowiak canta canciones yiddish, de los minutos anteriores a la masacre. Me detengo, a las dos cuarenta y uno de la tarde me detengo. Ahorro el resto del día, siempre sobra espacio para penar. Mañana trashumaré de nuevo las sendas empolvadas, haré de la memoria orgía con serpentinas de angustia. He de ver otra vez a quienes no veía y pensar, que ya no pensaba. En silencio, goteo infructuoso de pila mal cerrada, mucho en derredor y nadie. Contrapunto, péndulo, clepsidra de Bruno Schulz.

24/06/2023

 

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Imagen: En el río Mamoré, 2008



 

Thursday, June 22, 2023

UN MILLÓN QUINIENTAS CINCUENTA MIL visitas


UN MILLÓN QUINIENTAS CINCUENTA MIL visitas a mis dos blogs. En realidad 1551996 (821619 en SUGIERO LEER y 730377 en LECOQENFER). Gracias a todos por continuar leyendo aquí. Jamás hubiera imaginado llegar a semejante número desde fines del año 2009. Los blogs de alguna manera van haciéndose obsoletos pero mientras exista tanta actividad tendrán los míos todavía larga vida. La ilustración viene de la Historia Animalium de Conrad Gessner, 1555.

 

Tuesday, June 20, 2023

Postreros cuadernos de Norteamérica


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Patti Smith.

 

La espalda es hierro quebrado que se forjó demasiado. Hoy, en las postrimerías de mi larga aventura norteamericana, me nutro del pasado en la música. De los años cincuenta, del magnífico 62, de Patti Smith... En un patio de infancia la noche olía a laurel y floripondio. Tenía misterio, ella. Descargado por un avión en Miami y en ruedas cruzando el país. Casi como la guerra civil pero en sentido contrario. Georgia, Savannah, las Carolinas, miasmas del sur, mocasinas de agua, serpientes Boca de algodón y snapping turtles. Richmond, Virginia, el Shenandoah, Robert E, Lee sumado al brazo de Stonewall Jackson. Graffitis de Black Flag en domingo de Rockville, Maryland; el polvo de tu cuarto en Takoma Park que me hace estornudar. Los negros cantan espirituales en la iglesia mientras vistes tus pechos rosa para salir a tomar el metropolitano. Estaba la estación sobre una colina. Desde allí te veía llorar, de impermeable negro y sombrero hongo con adornos plateados. Camino de Silver Spring, dormitando, babeando restos de ti. Pissing In a River, mesmerizado por la mañana, la guitarra eléctrica parece alejarse del lugar del crimen como se dice del lecho de amor en donde se ha concentrado y engañado la pena.

 

Cortas pan francés, abres una palta chilena de las pequeñas. Untas su crema en ambos lados, agarras un delgado chile serrano y lo rebanas fino, pepas incluidas. Quizá algo de ajo fresco. Galón de jugo de naranja. Alrededor, cajas de papas tipo Idaho, bolsas de cebollas que ensucian el piso. Estiro los pies con botas amarillas, abro el pecho del uniforme de trabajo, acomodo los deformados guantes al lado y me alimento. Un día cualquiera, entre 1989 y 1992. De allí habrá otro vuelo de retorno a Bolivia, con mujer e hija, y otro a USA, a Colorado. Montañas y pinos, lejos las clásicas edificaciones de la capital. Cowboys con sombrero y mexicanos. El oeste, arroyos de agua clara hechos para filme, osos negros, mapaches, venados y ciervos, águilas calvas, halcones peregrinos. Una preciosa casa en Forest Street, parodia de felicidad. Juventud, mal insalvable, tontería y soberbia. Un campo de dientes de león ilumina la calle, tan ajeno a la miseria de Fassbinder, al moho de Alexanderplatz. Otra vez la noche era fresca y olía a hierbas que desconozco. La luna abrevaba en el charco de lluvia pero no había sapos cantantes, ni espuma ni puntitos negros de renacuajo. No era el pujru, no discutían entre sí verdes ranas moteadas de azul en los escondrijos de la planta de cartucho. El chiru chiru saltaba al interior de los arbustos; de este lado, una lechuza guiñaba tuerta. Nosferatu, fantasma de la noche, se perdía de vista descendiendo por la avenida Florida. En los espejos del sillón observo la lucha desigual entre nosotros, reflejos desnudos de lo que se presumía el edén del cuerpo a cuerpo. Esbozaba páginas de El exilio voluntario, para eso tocaba a los Everly Brothers o también a los Yardbirds.

 

Se marca la 1:22 de la tarde. Llevo calzoncillos a cuadros y voy descalzo. Dudo entre poner a Tartini o música de orquesta eslovaco-checa. Han pasado los años de Cristo, de Belén hasta la cruz, treinta y tres. Mucho más reunido en esos años que toda la religión. Muertos vivos, vivos muertos, damas catrinas y señoras calaveras. No tiemblan los senos, los ha momificado el tiempo; no sudan las hembras, las ha secado el simún aunque esto no sea Jordania, pero del color de Petra eran los sexos.

 

“En la madrugada del 18 de junio, un centinela anunció que una nube amarillenta se vislumbraba en la lejanía. Era la polvareda que levantaban sus caballos”. Los turcos están en Albania, lo cuenta Ismaïl Kadaré en Los tambores de la lluvia. Ligia me regaló la novela el 8 de enero del 97 hacia la incertidumbre. No puso más que la fecha, pero las tres, ella y Cristina y Miriam, dedicaron la primera página de las Memorias inmorales de Eisenstein que compraron para mí, remozando los últimos meses de pasión y baile que me llevaba de equipaje. Cali pachangero, Borrachera, cumbia y vallenato, porro y pasillo. Moustaki, Raimón y Theodorakis. “No mires hacia atrás, no quiero ver el camino…” aconsejaban Los Payos, no te vuelvas mujer de Lot.

 

Ellicott City, Maryland. Harpers Ferry, West Virginia. Cerro y cerros y bosque bosques en los caminos de Virginia occidental. Callejas de Baltimore y en Nueva Inglaterra, sol de New Haven, Connecticut y olas de Nueva York y Delaware. Increíble belleza entre Indiana y Knoxville, Tennessee. Un ancho río con puente de hierro, no tanto como el Mississippí, meandros de turbión y barro. Atlanta y Chattanooga, en la Alabama que visitó mi madre como maestra en el auge del KKK. La trataron de primera, la llenaron de regalos para nosotros seis; George Wallace, entonces controvertido gobernador, le entregó un diploma de agradecimiento y su foto autógrafa. La tengo por ahí, en la barahúnda de mi existencia. Supuestamente me haré sedentario mirando el Tunari en la parte de atrás, con un Cuba Libre de fino ron y Cohen cantando Suzanne; revisaré los rastros del asalto.

 

Crucé este país. Jim recitaba: “The West Is the Best”. Hay más que ese oeste milagroso y trágico, que el peyote papago y los todavía sobrios paiutes que habitan entre Utah y Colorado. Mesa Verde, montañas Sangre de Cristo, eucaliptos gloriosos de San Diego y molles en medio de la riqueza de Santa Bárbara. No está mal dicho o equivocado que Estados Unidos es un universo. Lástima que los izquierdistas latinoamericanos crean que se trata solo de Miami donde gastan entusiasmados el producto del hurto revolucionario. Tierra inmensa e histórica, líneas de Stephen Crane, la cuerda de la que colgó Joe Hill, Nicola Sacco, versos de Whitman, Bartolomeo Vanzetti, Lucky Luciano y Meyer Lansky, batalla de Lava Beds donde resistieron los modoc. Victorio y Cochise. Gerónimo y desventurados juglares negros de fines del XIX. Ray Charles. En el Hotel Brown descansó George Armstrong Custer antes de que la muerte lo escalpara. Baje, general, le decía el personaje del notable filme Pequeño Gran Hombre a Custer en Little Big Horn. Los que están allí no son las mujeres y niños del río Washita, estos son bravos y lo aguardan, vaya.

 

Deberé escribir un libro, otro aparte de mis Cuadernos de Norteamérica. Viví aquí más que en la tierra paridora, en lugar común podría decir que no soy de aquí ni de allá pero sé bien de dónde vengo y dónde perezco. No me impide recordar, odiar y amar. No me prohíbe sentarme otra vez en los muladares del mercado y agradecer a la vida que me daba imágenes que jamás lograría de oficina y con terno. Mis manos se quebraban y era sencillo arrancar pedazos de cutícula congelada en los treinta inviernos. Luego alternar tal dureza con los paseos del Smithsonian, admirando a Rembrandt y Malevich, fotografiándome debajo de un Léger, al lado de óleos de Oskar Schlemmer en museos del país, tomando fino vino tinto y acariciando el albo cuerpo de un supuesto amor que olía a perfume caro, o el eterno fellatio que Carla me regalaba en el cuarto de tomates y aromatizaba a k'allu boliviano sin quilquiña porque la detesto.

 

No quiero escribir como Neruda, no he vivido como Neruda. Ni los más tristes ni los más alegres, entonces. Esto es solo un augurio, apresurada compilación de ciertas tomas, flashes de luz y vómitos de sombra. Mis hijas Emily y Aly me regalaron ayer un anillo de plata sterling con sus iniciales. Lo llevaré. Nunca he usado anillos porque para un trabajador a lo bestia como yo son peligrosos, pueden costarte un dedo, pero me llega el aburguesamiento y no putearé tirando cajas otra vez, no me verán por ocho horas al lado del río de Sarco rompiendo a combo  piedras awayo o mármoles; ya no. Tiempo para el anillo de mis hijas, para mirarlo y recordar sus niños y jóvenes ojos, para verlas dormir mientras salía al empleo, para prepararles lentejas con chorizo o ñoquis en jugoso pedazo de carne.

 

Vi a un sin techo volcando basureros en el barrio rico. Agitaba los brazos como gato de la suerte coreano y parecía escapado de un álbum de Diane Arbus. Miré por el retrovisor las horas de las tres y media de la mañana. El hombre no se inmutó al pasar yo. Eran él la noche y la miseria. En su lugar creo que alistaría mi viaje a ese mundo mejor llamado infierno con un bolsón para llenarlo de muertos por mi mano. Con panga de mau maus, o curvo cuchillo de gurkha. Cruzando el bulevar Colorado entré en mi barrio. Allí reside un discapacitado envuelto en vendas de momia, justo en la esquina de la avenida con la 7. Eternamente ensillado, Zeus sin Olimpo.

 

Vivo cuatro años en el barrio de Jack Kerouac. He perseguido su hálito, bebido de su alcohol, caminado desde su refugio de la Grant y 9 hasta el mío de la 8 y Clarkson. En el Charlie Brown's Bar sofisticados trans de colorido vestido, sofisticadas con flores de falda. Me he llenado de cerveza irlandesa y hecho barril he recorrido las calles. Siempre acompaña la presencia de una linda muchacha en bicicleta que se detiene ante los basureros de verde oscuro. Se mete de cabeza, to dive in the darkness, diría, zambullida en la ficción del hielo, dito metanfetamina, tras un trozo de pan, un masticado hot dog, una lechuga que semeja flácida col negra. Entonces, a tiempo de batir un té, he abierto la Biblia. En ella Sylvia Plath anota: "The floor seemed wonderfully solid. It was comforting to know I had fallen and could fall no farther." Me pregunto si la muchacha halló el fondo del estercolero, si se convenció de la eternidad del hambre. Sentado en un dintel lloraba John Fante y las estrellas habíanse caído dejando huérfana la soledad. Sí, puedo escribir los versos más tristes esta noche porque conozco la tristeza.

 

Son las 2:26, he gastado una hora en la nostalgia. Pongo en el tocadiscos una hermosa y terrible canción mexicana. Me gustaría bailarla a pesar de haber perdido los pasos. No tiene la lentitud y señoría del danzón sino locura juvenil y popular. Letra horrible, se opinará, denigrante y machista. Sí. Pienso en Rulfo. Suenan corneta y guitarrón, redoble de tambores. “A ti te quiero, mujer, no le hace que seas paseada”.

19/06/2023

Wednesday, June 14, 2023

La guerra no está en tus ojos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Caminando por Kiev tienes los ojos tan claros que pareciera que no existen. Como sin pupilas, solo un mar o un cielo, un espacio de color en medio de un rostro. Hermosa mirada de vacío, en ella no se reflejarán las explosiones. Llevas a Magritte contigo; no es que haya un sentido de lo irreal ni de mundos paralelos. Caminando por Kiev miras pero no ves, difícil saber si estás viva o pereces. Si sonríes no hay dónde equivocarse; de lo contrario es la desvanecida observación de la diosa Tetis, no la fiera o voluptuosa de Minerva y Venus. En tu fragua difícil contemplar el fuego. Caminando por Kiev me diriges la vista, mueves unas ramas y muestras los equilibrados dientes de la belleza pero no sé más, si vives o mueres, o me mueres o me matas. El tiempo corre a la inversa, mientras presente más te extraño. Hacia atrás en busca del pezón que me dé certezas.

 

Igual que ropa puesta a secar cuelgan de las paredes de la capital los martirizados cuerpos de Bucha. Tonos de carmesí, del brillante de la granada recién cuarteada hasta el rojo casi azul del matadero, cuando el líquido comienza a coagular. Me he detenido ante una mansión antigua. El cartel reza “La casa de los gatos”, de un verde lechuga pero más claro. En el hotel, mientras espero alguna nota tuya, escucho al León de Soweto, música bailable del sur también martirizado. La luna ha tomado el tono espeluznante de cuerpos quemados y las estrellas flores negras y púrpuras de fiesta de Todos los Santos.

 

Abro relatos de viaje de Sergio Pitol. Un obús ha estallado cerca. Sorbo mi café. Una vieja paseaba al perro, supongo que ahora ella está en el cielo porque el can agoniza sin tres de las cuatro patas en un hoyo de veinte metros de diámetro, de esos que utilizaban tanto Chou En-lai como el Kuomintang para enterrar vivos a sus enemigos. Y dicen que Shanghai es hermosa, el Asia en París, voluptuosa según Wong Kar-wai. Sería en Montmartre, yendo de subida al Sagrado Corazón, o de bajada, en el frontis plano de una casa común un pequeño recordatorio de que el brillante Chou pasó tiempo allí. Con Pitol voy de Varsovia a Bujara. Tenía planes de viaje hacia el Asia Central al jubilarme; la vedette del Kremlin me lo ha negado. En sangriento berrinche, Putin ha cerrado las puertas del mundo. Que viene su fin, viene, apresurado y con instrumentos medievales para causarle dolor. Bien merecido. Si será Prigozhin u otro el verdugo no guarda importancia, pero tienen que mostrar la cabeza, a la manera que lo hicieron con Robespierre y su venda envolviendo la mandíbula, casi como que al Incorruptible le dolían las muelas.

 

Los chicanos dirían que tienes los ojos borrados.

 

Borrosos. Borrasca. El cielo de las hermanas Brontë se ha cebado sobre ti, Kiev. Hace frío en mi departamento de Lva Tolstoho. Te dije yo en aquel 2018 que los rusos invadirían. Habíamos salido del mall Gulliver, allí te compré un vestido negro y danzabas. De mal agüero estaba, no por ser adivino. La historia anunciaba que tendría que ser, pero disfruta del traje oscuro y del sombrero ébano que hoy no ha de volver y que quizá nunca habremos de vernos de nuevo.

 

Secan al sol los cueros de los difuntos de Bucha y de Mariupol. Pensar que días antes de febrero de 2022 escribía un texto mencionando los bellos cafés de Mariupol. Dudo si los rodaballos del mercado de Odessa venían del Azov o del mar Negro. Ya miraban, pescados hacía tanto mucho, con un ojo de rabillo. No quieren decir los peces que en el fondo del agua donde hay fantasmas griegos y persas se habla del fin de la humanidad que comenzará en Crimea. Siempre la península encarnó el final, lo postrero. En Feodosia vive el cerbero de tres cabezas, y en Simferópol tocan a muerto.

 

Ojos borrados. No de perro azul.

 

Deambulo entre ruinas de humo. El bar Bukowski desapareció. Los edificios que estaban en construcción cuatro años atrás están deconstruidos. Lírica, y de ello a lógica del desastre. Te me pierdes, no solo porque observas desde otro lado; te escudas en el último sembrío de girasoles secos; a ratos creo que llevas una larga sábana celeste y a veces de marrón tostado. Quisiera sentarme en el finisterre de mi vida con un vaso de cointreau, recorriendo el paisaje del rayón ucraniano a ver si te encuentro. Puedo esperar sin que llegues, no cargas un poema sobre ti ni peso alguno. Sé que sufres, que de esos ojos de infinito cae tibia llovizna persistente; sé cuánto te preocupa la guerra y anotas los trenes que pasan hacia el frente de batalla. Ya no me lo dices pero igual entiendo: howitzers de pico largo, carros de asalto, semillas de flores de sol para meterlas en boca de los orcos fallecidos. Que de algo sirvan, de abono de la tierra que violentaron. Tártaros de Crimea degüellan mongoles siberianos. Cortan el gaznate y los tiran a un lado como se hace con pollos en tiempo de matanza. Arrojan sangre por doquiera, a chorros y dispersa. La diferencia con las aves de granja es que no terminan en un turril con agua hirviendo para quitarles las plumas. Sus espasmos terminan ensuciados en el suelo. Se les quitan botas y pantalón y lo que venga necesario. Luego a marchar de nuevo que la vida no espera cuando arrecia la muerte.

 

Nina Simone canta Ne me quitte pas. Lo hacía Maysa Matarazzo. Un hermoso y trillado Brel les deja lugar. ¿Para qué cantártela yo si igual te irás? A falta de cointreau tengo un resto de aguardiente. Lo bebo en parte y froto lo demás en mis sienes, quizá me invada la razón. Nocturno de Denver, Nocturno de Bujara, Nocturno de Chile. Franz Liszt.

 

¿Sabes dónde he visto ojos similares a los tuyos? En Modigliani. Cae la noche. No se oyen aves que se despidan del día. De fondo hay orquesta de cañones. Me arrebujo en la cubrecama roja, la funda está mojada por fiebre. Escribía Gertrud Kolmar:

Tu sangre

aún azuza al lobo gris en la sombría densidad

de los bosques de abetos rusos,

aún rastrea rebaños de renos que pastan el musgo

y los líquenes de la tundra,

aún escucha un alarido aterrado, el lamento de la liebre polar

frente al cazador…

 

Kolmar continúa:

Pienso en ti.

Siempre pienso en ti.

Las gentes me hablaron pero no les hice caso.

En el cielo del atardecer vi un profundo azul chino del que

                la luna colgaba como un farol redondo, amarillo,

y pensé en otra luna, la tuya,

esa que para ti tal vez fuera escudo reluciente de un héroe irónico

                o delicado disco de oro de un lanzador sublime.

 

Sobre Kiev se han soltado los espectros. Cierro la ventana para que esta ciencia ficción no se convierta en demasiado. Duermo pero no, te toco pero no eres tú sino el reloj despertador. No luna sobre la ciudad, la robaron los rusos en camiones con letras marcadas en blanco. ¿Dónde estás Ajmátova, dónde Alexander Blok? El martillo anuncia las horas sobre un yunque de tragedia. Despierto sin haber dormido. Vivo sin nunca haber dejado de estar muerto.

13/06/2023


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Imagen: Amedeo Modigliani/Retrato de Jeanne Hébuterne, 1917

Friday, June 9, 2023

Melancolista


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Dos años antes de nacer, en 1958, ya me inundaba la nostalgia. Así que en 1989, en los mercados del North East, al escuchar Yakety Yak, grabada aquel 58, me parecía ya haber estado allí y sucumbido ante la tristeza de lo efímero. Pollard deshoja una alcachofa; Wayne, con blanquísimos dientes, ríe y repite: Yeah, man, yeah. My main man, nos decíamos entre negros y nos llamábamos nigger el uno al otro, funky nigger, motherfucking nigger.

 

No he olido la guerra. La supongo. Pero puedo hablar del espantoso hedor de las sandías en descomposición, también las papas. Inundaba el warehouse y luego había que lavar con manguera y anchos escobillones el piso en donde cayera el jugo infecto. Más tarde, los chinos de restaurantes vendrían en Cadillacs a rescatar lo que se pudiera del basurero, haciendo a un lado los gusanos. En Chinatown venderían delicias extirpadas del muladar. Nada que una buena conjunción de especias no pueda disimular.

 

Alisto las maletas y pienso en el sol de domingo por la mañana en los docks de Gallaudet. El tren de New York pasaba cansino, con dejo de retórica. Los amigos desocupados y pedigüeños duermen un sueño de arlequines. De allí a conseguir alguien que me acercara al metro. O simplemente caminar, como siempre, y dormir por el resto de las horas. Del vagón somnoliento hasta mi linda cama en cuarto oscuro. Frías almohadas en noche tuerta. Óleo incansable de Winslow Homer en la pared.

 

El sí de las niñas y El arte de las putas, libros de la mesa de noche. Los compré en Hispania Books, bajando por la avenida principal de Adams Morgan. Con dedos persistentes que huelen a ti, Judith Lisanski. No sé cómo apestan los muertos insepultos, no he conocido trincheras. Dudo que lo haga, mis pasos eludieron los frentes de batalla. Dos veces quise pelear. Pelear a la Contra en Nicaragua. Embajada de Cuba en Lima, nos veo, jóvenes cuatro, indagando qué debemos hacer. Solo llenar la solicitud y tener cinco dólares, no hay otro requisito. Guerra de las Malvinas. En fila en la Diagonal, avenida Salamanca, esquina de  consulado argentino. Póngame en infantería. Firme aquí, viva la patria. Al menos cien cochabambinos anotándose de voluntarios; ninguno combatió. En las islas Falkland (triunfo británico) los pescadores marean a los calamares con luces y los hacen subir a la superficie para cazarlos. Aperitivo: calamar frito. Frank escancia el vino en Denver, las olas han movido continentes pero la nostalgia se emperra, se vuelve melancolía. Dos años antes de nacer la sufría; dos años después de morir, lo mismo. Pero sé muy bien cómo olías tú.

 

Deseo acostarme. A una cuadra de la bandera argentina, belicosa entonces, vivía Jorge Zabala con su madre, él en la casa de atrás. Don Jorge ya no reconoce a nadie, contaba su enfermera años antes. Pobre, nadie lo visita, ensimismado Rodin con pañales. Ya no estaba vivo, pero ella hablaba en presente, el lenguaje puede estancar a la muerte.

 

Recupero una foto con Miguel, Madrid del 2018. Cerveza, pero antes extraordinarios vermús, y bocadillos de carne de mar. Extraño hablar con Miguel. Luego Pablo se añade y bebemos más, atendidos por peruanos que seguro vienen en línea directa del Marqués por lo soberbios. Ya en casa de los Sánchez-Ostiz el anfitrión cae bajo el embrujo de las frazadas. Con su esposa y el poeta vallecano secamos un scotch después del vino. Si Cerezal vuela a casa ni lo sé. No lo he visto desde entonces, gárgola maestra del séptimo piso.

 

De aquellos tiempos escribí Karen noche. Colina clara que en mi borrachera se desvaneció, su cuerpo. Subí, toqué, descendí, Creedence sonaba de fondo, botellas de Miller Draft.

 

Sonrió. Día siguiente. Acomodaba yo cajas de naranja tipo Valencia en el refrigerador 1. Pesado trabajo, de pie sobre el handjack, lampiño pecho desnudo. Apareces y te arrincono en otro lugar para besarte. Helado sudor del trabajo, rocío de Sajama en el misterio de flores comestibles. Agarré una jícama que parece papa grande, piel marrón y pulpa blanca dulce. Tubérculo sabor de fruta, similar a mí para dar cierta lírica a mi indianidad. Corté un trozo y se lo entregué. El largo cuchillo tocó su lengua y se estremeció. Tiemblan las hojas de acero a punto de asesinar. Cerró los ojos y soñó fantasía, movió la jícama en el paladar dando a la prosaica labor de comer halo poético. Aflojé el cinturón pero la temperatura señalaba 36 y lo ajusté de nuevo. Abrí un paquete de flores de pensamiento y se las entregué como ofrenda de resurrección. Violeta y guinda; amarilla y naranja. Tu boca de bermeja planta que desea carne y se conforma con jícama, raíz de la tierra, alba materia cubierta de tajín.

 

Bajo tierra, el xicamatl. Lo siembro en tus labios, Karen no amanecer.

 

En el mercado se vendían manojos de perejil chino, hinojo fresco. Deambulabas por allí, tú. Te deseaban ejecutivos y dueños, se transformaban en bufones para agraciarte. Preferiste el color del ámbar, la textura del cuero, la lengua extranjera. Arcanos de la civilización, coito de neandertales y cromañones, al borde de la liana que de romperse nos volvería salvajes. Antropófago cocino tus partes, si fuego hay. O jaloneo tus piezas igual que fiera chorreando de sangre si no.

 

Tormenta. Lluvia. Música griega. Truenos. Manejo en los límites de Centennial con Englewood. En la penumbra flota la luna, preciosa cabeza de Ana Bolena…

09/06/2023

 

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Imagen: Espectro de Ana Bolena/Del Hamlyn Book of Ghosts, 1978


Sunday, June 4, 2023

Across the Universe


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Quizá Let It Be es el disco que más me gusta de los Beatles. Será porque tengo presente la imagen, en el dormitorio que compartíamos con mi hermano, oyendo desde su vieja grabadora de cinta redonda The Long and Winding Road. Y, claro, “When I find myself in times of trouble, Mother Mary comes to me”… Recuerdo hace un año, de fiesta en casa, cantando con Stephanie. Entonces me iba y no me he ido. Parece charada esa fecha que se ha movido doce meses ya. No es que no lo desee ni que haya fuertes ligas de hule marrón que me detienen o recuerdos como grillos del preso de Tolón. Yo que no soy nada práctico afirmaré que son cuestiones prácticas pero que mi mente ya vuela por encima de los molles perecidos de la infancia, acequias, libélulas de colores, mariposas cohetes, apasankas de ocho patas.

 

Largo y arabesco ha sido el camino. Cambié el poltrón de la oficina por los inviernos del 89, el café con leche que madre preparaba y tostadas en mantequilla por cadavéricas mujeres negras que vendían lo que quedaba de su sexo enfermo por centavos. Sol y salteñas de Cala Cala por cuscús en lata de París. Los brazos de Silvia por aquellos de Chris McDonald. Tonos del color blanco, helado de vainilla contra refresco de coco; la piel atezada del Beni debajo de un sauce llorón mientras hervía la chicha por la frescura de un departamento en Adams Morgan y cierta mujer que jadeaba no importando dónde y cómo. Con el golpeteo sensual de tren de carga caían sobre la alfombra esculturas tribales de la selva amazónica. Entonces los caimanes devoraban pigmeos y huían por la alcantarilla, casi una ciencia ficción neoyorquina con anacondas en lo profundo del metropolitano. Una antropóloga judía hacía el amor con ímpetu de estudiante. Ese era ya de por sí un viaje. Que luego, adelante, y luego atrás, resurgía con redoble de tambor y flautín en el barro de Trinidad. Brassens se oía en el parlante del bar; bebía cerveza brune, de aquellas fabricadas en abadías medievales, pasaba y repasaba con mi lengua el croissant porque solo podía comprarme uno. Nos tiraban en alguna calle, a marroquíes, argelinos, iranios, malianos y yo, conscientes de la miseria. Levanté los ojos y ante mí estaba el Mont St Michel; trabajaríamos allí. Eso valía todo.  

 

A orillas del mar en Castellón las sardinas se revolcaban en la canasta. Pescadores de la FAI las entregaban para nosotros asarlas en nombre de Bakunin. Al atardecer abría La marcha de Radetzki y creía estar en casa; aunque sin notarlo, el hogar ya no tenía límites y el dolor huía por encima del compás que Roberto Firpo le daba al valsecito criollo Noches de frío. Me escribes en este instante, Irina, y hablas del Brasil onírico. El fósforo blanco enemigo ilumina la noche pero Rio aguarda, se cocinan camarones pistola en Bahía. Hueles a diosa, aroma que aplasta la chamusquina de soldados fusilados. Ante la muerte se aprecia la belleza. Ante la muerte, tú. Y a pesar de que el mar de Ilhéus no se vea tan verde como el de Cancún, sobre él corren botes no perseguidos por obuses. Amenaza amanecer y cuento las extremidades para ver si están completas. En Shiloh y en Borodino las mesas se hundían de piernas cercenadas, de manos a las que se les habían terminado las cartas. Shklovski le escribía a Elsa Triolet cartas no de amor y Maiakovski anotaba que “día tras día se endurece el subsuelo del corazón”. Llega el tiempo del acero, de las estrepitosas caídas en las tomas de Rodchenko, el verbo de las máquinas, idilio de torres elevadas. El Lissitzky construye truncas estructuras, el camino del siglo se dirá; un maremoto de sangre arrastrará con todo, los senos de las amantes se harán negra uva pasa y el poema se escribirá debajo del humo de los hornos.

 

Camino, ando, trashumo, descanso y camino, ando, trashumo, cocino, doro el pollo con achiote de la región maya; seguramente lo utilizaron en Bonampak. Debo aprender a hacer pipián porque me gusta. Los caminos de la vida… Bailables como tristes. Comunidades enteras apoyan piedra sobre piedra con lógica precisa y construyen carreteras. De Arani a Mizque, o vías vecinales. Kilómetros, trabajo chino.  

 

La senda seguirá un vericueto, un trabalenguas peor que Babel, pero entre tanto excremento y sequía crecen oasis. Cuando me aseguraba haber terminado, que me acostaría a descansar y dormir, veo que el campaneo de la existencia no ha cesado y que tonto sería amodorrarme en un sillón. De a poco pero todavía. Cierto que tarde para bailar tango o amar a Ada Falcón. Revuelvo el pipián carmesí; más que invocación, exorcismo. Demonios viven en el sabor y demonias en el color. Hierven los facundos choclos de diente pequeño, hierve la papa roja. Arrojo una semilla de comino mientras mastico otra. Pico fino el apio junto al perejil. La carne ha tomado color de bordes de eclipse. Falta un cometa hoy para que me muestre por dónde y cuándo, mis maletas huelen a Oporto aún, sus manijas se herrumbraron en Londres. Las mochilas que alguna vez usé en polvo de Pazña y Machacamarca ya no, ni tampoco la de polvareda colorada del sur potosino. Ese río que está allá creí ser el Duero pero era el San Juan del Oro, creí.

 

La Habana, 1954. Benny Moré y Pedro Vargas graban Obsesión. En lo que fuera un muelle de esta ciudad, Ligia y yo pedimos cerdo con congris. Concurrido comedor popular. Barcazas amarillas de orín. Turbia agua industrial. Ron de Santiago, por favor. No lejos, a la vuelta, los ricos de siempre, de Batista y de Fidel, titilan como más luces del estupendo Hotel Nacional. En el peñón de su patio un mojito de cuatro dólares: añejo y yerbabuena. Gotas frías del mar que estalla caen sobre ti. Lluvia falsa, falsa lluvia, llueve en Denver desde hace treinta horas, silueta de Macondo; tiburones emigran en rebaño por los cielos y los nombran ramillete de meteoros, que en esta noche de junio veríamos caer estrellas para acabar con ilusiones.

03/06/2023

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Imagen: Xul Solar