Monday, July 26, 2021

Prólogo a la nueva edición de DIARIO SECRETO, Premio Nacional de Novela 2011


WILLY CAMACHO 

 

Un asesino, sádico, violador enfrenta su último objetivo: hacer que un ser bueno se vuelva como él. En medio de esto, una orgía de sangre, de violencia, de sexo forzado, de brutalidad… Eso sería una síntesis muy apretada del argumento. Pero, más allá de un despliegue de imaginería sobre las andanzas de un asesino y violador serial, creo que Diario Secreto explora una estética del horror, quizá incluso una poética.

Hay cierta inclinación, muy profunda, hacia el horror, como un placer culposo que nos alienta a mirar por el ojo de la cerradura la maldad que nos circunda. Es que queremos sentirnos a salvo, seguros en nuestras casas/burbujas, pero, al mismo tiempo, sabemos que la realidad no es rosa y, precisamente, buscamos ese lado oscuro, desde lejos, desde la comodidad de nuestro hogar, para degustar el morbo que provoca el sufrimiento ajeno.

De hecho, los noticieros se han convertido en telepoliciales, pues al menos la mitad de su contenido informativo tiene que ver con crónica roja. La noticia es que una mujer fue asesinada, y el público quiere saber cómo. Los detalles, las posibilidades del sufrimiento, los misterios del dolor ajeno, son tan inefables cuanto irresistibles. Pero las imágenes televisivas solo colman la necesidad de disfrute voyeurista, el desliz facilón que no deja oportunidad a la imaginación.

Y no solo atrae la desgracia del prójimo, sino también fascina la personalidad, la mente del victimario. No es casual que en Estados Unidos los convictos por crímenes abominables sean pretendidos por mujeres que, a priori, podrían considerarse ciudadanas modelo. Hay clubes de fanáticos de asesinos seriales, grupos casi sectarios que veneran a genta capaz de hacer lo que el fan no puede pero quiere: explorar el sufrimiento, el dolor, la muerte.

Claudio Ferrufino, que ha vivido gran parte de su vida en el país que más asesinos seriales registra, se anima a meterse en la mente del criminal, y ofrece, desde la literatura, una exploración detallada del horror. Con su propia voz, el protagonista nos relata sus motivos, sus inquietudes, a través de su memoria fragmentada, que repasa varios periodos de su vida, siempre relacionados con el afán, tan científico cuanto hedonista, de explorar el misterio de la muerte y sus prolegómenos.

Varias voces narrativas aportan además a la construcción del personaje central, y así se puede percibir que el ser humano es capaz de sobreponerse a las adversidades por su increíble capacidad de olvidar. Algunas víctimas del protagonista declaran su amor por él, pero no se trata de un mero síndrome de Estocolmo, sino una necesidad de afecto que ha sido colmada pese a la maldad que conlleva recibirlo. Otras víctimas ni recuerdan los malos tratos y, años después, tienen vidas normales y alguna incluso agradece por el daño sufrido, ya que eso habría sido el inicio de una nueva y mejor existencia.

Claudio condimenta la crudeza del relato con toques finos de humor negro, como cuando el protagonista se da modos para ocasionar un accidente cuyo resultado es que un motociclista muere decapitado y su cabeza rueda por el asfalto. “Me acomodé, puse la radio, The Talking Heads. Me dio hambre y enfilé hacia el supermercado. En el Starbucks pedí dos cafés y llamé a la esposa: Buenos días, te amo”, dice luego de esta escena macabra.

El humor es una válvula de escape que permite aligerar la presión, la tensión que generan las imágenes que describen los narradores. Es un humor oscuro, sádico incluso, pues no se trata de acomodarse a lo políticamente correcto, eso es impensable para Claudio, sino de caminar siempre al borde de la cornisa, hacer equilibrismo y desafiar la inteligencia del lector, invitarlo a que trascienda las convenciones morales para enfrentar sus demonios, los mismos que atormentan o quizá seducen al protagonista.

¿En qué momento la racionalidad se convierte en locura? ¿Cuándo se cruza la delgada línea entre la crueldad inocente de la infancia y la maldad consciente de la madurez? ¿O acaso las fronteras se difuminan en el complejo universo de la psiquis? Y más allá de eso, ¿quién establece los límites?, ¿quién determina la diferencia entre el Bien y el Mal? Estos cuestionamientos surgen en el transcurso de Diario secreto, cuya narración va develando la personalidad de un hombre que experimenta constantemente con el dolor ajeno, y que, en la búsqueda del sentido de su existencia, esboza una estética/hermenéutica hedonista del sufrimiento. Así lo declara cuando cuenta cómo “bombardeaba” hormigas con bolsas plásticas ardientes: “No negaré que el chisporroteo de la carne quemada y los saltos que producía la explosión en los cuerpos tenían su belleza. También lo practiqué”.

Esos “juegos” infantiles delatan su precoz vicio y perversión, pero esto, al parecer siempre pasa desapercibido para su madre, quien, como buena ama de casa de clase acomodada prefiere destacar su gran educación por encima de su maldad, asegurando que era un buen muchacho pues no rayaba pupitres ni pegaba chicles en ellos. Aquí Claudio también abre vetas de lectura sociológica, que permiten identificar ciertas características del complejo de superioridad de las familias con ascendencia europea en nuestro país.

Y claro, el trabajo de lenguaje, pulcro, como en toda su obra, adquiere una dimensión visceral cuando le cede voz a los personajes, pues hay cierto tono descarnado, cínico, casi indolente, pero, al mismo tiempo, con palabras medidas y precisas que trascienden la mera simulación de oralidad cotidiana para instalar un ritmo propio que, muy sutilmente, tiene pinceladas poéticas sin desentonar con las personalidades particulares de quienes narran. Y en eso puede advertirse una intención estética y poética en la narración del horror, en la puesta en escena de la crueldad que horroriza y, al mismo tiempo, atrae.

Claro que esto es solo una entrada de lectura de las múltiples que ofrece esta novela. Queda al lector descubrir y explorar otras.

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Prólogo a la nueva edición de DIARIO SECRETO, Editorial 3600, 2021. Volumen 9 de la OBRA COMPLETA

Imagen: Arte de cubierta por Antagónica Furry, 2021 

Tuesday, July 20, 2021

Razones de escritura


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¿Vicio, placer, adicción, entretenimiento, hobby? Cualquier razón es válida para escribir. Hasta el ocio. Pero escribir “en serio” va más allá, como cualquier otro trabajo o experiencia creativa. Necesita un oficio. Pocos son los iluminados que podrían prescindir de ello y ni siquiera la iluminación basta a veces. Cuánta razón tenía el genio de Oscar Wilde. Labor…

 

En lo personal ¿qué me impulsó a escribir? Leer, sobre todo. Gracias a mis padres desarrollé una afición importante por la lectura. Aquello despertaría ritmos escondidos en lo profundo, que respondieron al llamado. No todos reaccionan de la misma manera a los impulsos. Quizá hubiera preferido ser músico, o pintor, pero las condiciones para ello -creo- no estaban dadas. No importa, en realidad. Crear es universal y los géneros guardan cercana distancia entre ellos. Hay ritmo y color en las palabras también. Y palabras en las notas y matices. Lo que vale es hacerlo con pasión y gusto. Jamás partir de la falsa premisa de la fama. Si llega, bien, pero no se debe escribir por el éxito. Gran error. Pero no hay fórmulas, sobre todo si hay que conjugar talento con esfuerzo y a veces elegir entre cuál va a primar. No deja de ser un juego de mesura y hasta de cálculo, lo que no está mal.

 

¿Hasta dónde se quiere llegar? Ya es asunto de cada uno y ajeno al juicio generalmente duro entre miembros del gremio de escritores. Creo que hay que mirar de frente a la propia obra. Nutrirse de mucho pero caminar los propios pasos. El tiempo dirá si uno se equivocó de senda. Siempre es posible retornar lo andado. Mirar atrás no nos convertirá en estatuas de sal. Pero solo mirar atrás nos hará obsoletos y eso no puede ni debe ser.

2020

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Publicado en DESLUMBRAMIENTO, 46 narradores bolivianos hablan de su escritura (Responsable: Gaby Vallejo Canedo), Grupo Editorial Kipus, 2021

 

Thursday, July 15, 2021

Nueva Orleans, de diablas y contoneos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


A Guido Valverde Miranda

 

Los reportes decían que grandes aletas grises sobresalían de las marrones y pútridas aguas de New Orleans durante y después de Katrina. Los escualos festejaban la carne muerta, tiburones y quizá cocodrilos que se hacían de piernas y cabezas en enjambre caído sobre tienda de muñecas rotas. Cierto o no, queda como parte de la épica macabra del huracán.

 

Un negro haitiano corre de un lado al otro del escenario. R & B en versión moderna e igualmente hot, comparándola con los años 50. Lleva una chaqueta verde y pantalones rojos. Ayer, en Burger King, entró un altísimo negro con pantalones cortos de intenso carmesí; el sombrero igual. Dije entonces a mi hermana que este grupo humano hecho de múltiples etnias africanas, y unificado en uno aquí con el oprobio, sabe hacer del vestido una fiesta, como de todo.

 

Tetas en los balcones de Bourbon Street, en su mayoría de universitarias blancas. Y nalgas, carnosas, rebalsando las líneas del underwear, meciéndose para el público a cambio de cuentas de plástico a color. Un policía de formal azul y mangas cortas observa la calurosa noche del sur mientras una rubia desnuda come un hot dog callejero a su lado mostrándolo todo. Entonces, 2002, todavía no estaba de moda afeitarse el sexo y el de ella llevaba un bigotito a lo Hitler que de costado parecía el de Cantinflas. Mientras detallaba en el corte de la barba, pensé que únicamente allí se permitía eso, que en cualquier otro lugar de los Estados Unidos la intransigente hubiera sido arrestada y condenada por indecencia pública. Los mirones, a su vez. Podría la señorita alegar que no se trataba de desnudo completo porque cargaba media docena de collares como trofeos de sus cadencias.

 

La jambalaya es un plato de intensos rojos y cafés. Rojos del langostino, ocres de chorizo andouille. Mezcla de carnes como la región misma. Raza compuesta de razas. No quiero levantar los ojos porque este tropezarse con pezones como faros de luz en la Patagonia recuerdan lo solo que anda uno por ahí. En mi cuarto de tradicional oscuridad y cama con palio del Parque Audubon, pienso; he visto esta tarde correr por la ciudad a la bella Caroline (la veré después en Bolivia). La cola de su cabello iba de izquierda a derecha y sus pechos subían y bajaban según las aguas del dique del Mississippí. Short naranja y solera celeste en esta ciudad de jazz y olores fuertes.

 

Dice Manuel Recio en un gran texto que me manda Guido que tal vez esta música se llamó “jass” y da sus razones. Pero los pilluelos borraban la jota de los carteles y lo que era música de jazz se convertía en música de culo (ass music). Muy errados no andaban, que esto se coció entre putas y pianos, como la rembétika o el tango, que entre pobres las monedas se ahorran en los glúteos.

 

Cociné arroz con chorizo español y pollo. Intensos colores otra vez. El oro de la cúrcuma y el cuasi guindo del achiote. Aromas con peso. Eso, un poco de vermú, spirituals y antiguas canciones de tristes cowboys sureños, me llevó de vuelta a los añosos árboles que cubrían la ciudad creole, la villa donde los músicos visten chalecos metálicos; frotan palillos en ellos para inventar el cajun.

 

¿Qué ritmos había entre los prostíbulos de Cochabamba? Recuerdo a Billy Joel, o huayños si descendíamos la escala racial que también era, y es, de precios, hasta la cumbia chicha y el huayño que a veces en realidad era huaylarsh que traería alguna muchacha del inmundo conventillo de Juliaca en la frontera.

 

En la universidad de Tulane, papeles de más de metro y medio mostraban imágenes de estelas mayas. Sobre la piedra apoyaron papeles y con suavidad tenaz, como hacíamos de niños con las monedas, frotaron el lápiz hasta que aparecían rostros de curvada nariz y penachos de ave guacamaya.

 

Belleza del son jarocho, del cajun y el mal hablado francés que nombra las especias como si fueran y vinieran de otro mundo, del pasado cuando los bosques invadían el panorama y los barcos de madera eran devorados por la broma.

 

Nueva Orleans donde las mujeres son demonios desnudos y acechantes, allí en el espacio de transformación del meneo de la conga en otros bailes que por rudimentarios o sofisticados siempre serán las voces del África.

 

Reino de los Luises, imperio de los Napoleones. A nadie le importa el negro hundido ni el blanco mísero cuyo único orgullo es el látigo contra los menores que él. Mundo de mierda, pero la música de culo todavía se baila y se bailará incluso en los salones hasta el Armagedón.

 

Greenfields, con los Brother Four, le pone acento de melancolía a las 4:43 de este julio tarde 14 del segundo año de la peste.

14/07/2021

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Imagen: The Boeuf Gras

 

 

 

 

Sunday, July 11, 2021

Madrid-Cochabamba. Cartografía del desastre. Pablo Cerezal y Claudio Ferrufino-Coqueugniot


JORGE ISURY CRUZ

 

“Todo mejorará cuando regrese a casa y me cubra de nuevo con tu latido. Cuando entre en ti, amor, una vez más”. Pablo Cerezal

“Los faroles de kerosén de las anticucheras, el humo negro, guardan un dejo poético” Claudio Ferrufino-Coqueugniot.

Leo este libro en una ciudad donde ya nos dejan salir, ha abierto sus fronteras. Una ciudad de todos y de nadie. Se suele decir que se conoce más a la gente a través de sus amigos, dime con quién te juntas y te diré quién eres. Claudio y Pablo saben rodearse de los suyos, disfrutan las calles que caminan, aunque estas ardan. Llego 6 años después de su publicación, pero sigue siendo actual.

Busco un disco de Antonio Vega que tengo en la estantería, encuentro uno en directo que grabó en el Círculo de Bellas Artes “Antonio Vega, Básico” hace casi 20 años, comienza y me veo tentado a tomar la guitarra y tocar con él la primera canción “Lucha de gigantes” En un mundo descomunal, siento mi fragilidad. Así es la lectura de este libro, como ese verso de Antonio. Remato los detalles de esta lectura de “Madrid Cochabamba”.

Una vez leí una noticia que presentaban a Claudio diciendo “El siempre desconocido, Claudio Ferrufino presenta su nuevo libro“, y así es Claudio con una amplia trayectoria pero siempre en los márgenes. Claudio Ferrufino-Coqueugniot nació en Cochabamba en 1960 y vive, por casi el mismo tiempo que vivió en Bolivia, en Estados Unidos. Un detalle insignificante en un arte que no conoce ni respeta fronteras. La solapa de uno de sus libros dice “ecléctico e irreverente, reclama para sí una herencia multicultural que se refleja en sus letras. Paso los días, afirma, no rememorando lo que fue, sino expectante de lo que vendrá. ¿Dónde o de dónde?, no interesa“. En su producción literaria destacan: Ejercicios de memoria (1989), Años de mujer (1989), Virginianos (1991), El señor don Rómulo (Mención Casa de las Américas, 2002), El exilio voluntario (Premio Casa de las Américas, 2009), Diario secreto (Premio Nacional de Novela de Bolivia, 2011), Muerta ciudad viva (Limbo errante. 2018). También es cocinero.

Quien firma el libro con Claudio es Pablo Cerezal (Madrid. 1972). Quien ha publicado Los cuadernos del Hafa (2012), Breve historia del circo (Chamán Ediciones, 2017), Al-Maqhaa (2017). Ahora acaba de publicar su última novela, ya pedida, Arábica (Chamán Ediciones, 2021). Viajero y amante de la música, esto último queda patente en los textos suyos que aparecen en Hey Bob (homenaje a Bob Dylan) y Lift Off (Homenaje a David Bowie), y es letrista del músico Álvaro Suite.

Madrid-Cochabamba. Cartografía del desastre (Lupercalia, 2015) con edición en Bolivia (Ed. 3600) no es una guía de viajes ni es políticamente correcta, es lo opuesto; MAD-CBBA no son ciudades de cartón piedra y fuegos artificiales, son vivencias personales, intimas. Un lector de cualquier urbe podrá reconocer su ciudad en estas páginas, porque tienen calle y lectura, una tela que cortar y hacer un traje a medida para cada lector que se atreva a abrir cualquier página, no solo de este libro, sino cualquiera que hayan firmado Claudio y Pablo.

Madrid y Cochabamba, a simple vista no tienen nada de parentesco. Dos ciudades, dos corazones. Dos centros de sus respectivos países. Pero ambas están descritas desde abajo, donde tus ojos llegan sin pretender nada, a donde te llevan para presentarte a sus ángeles y demonios. Las penas, tristezas, alegrías y llantos, las mismas que tenemos encima, que se miran cara a cara en la calle Montera o en la calle Aurora, con alegría y melancolía.

Cochabamba, “Cochebomba” la llamó una vez Andrés Calamaro, y Madrid, a donde regresa siempre el fugitivo, dice Sabina, existen como existe un Nueva York de Paul Auster, una Habana de Padura, una Lisboa de Pessoa, una Buenos Aires de Pizarnik, o una La Paz para Jaime Sáenz. Existe un Madrid no solo de Baroja, Lope o Larra, sino también una de Pablo Cerezal, y una Cochabamba no solo de Nataniel Aguirre o de Adela Zamudio, también de Claudio Ferrufino-Coqueugniot.

Viva mi patria Bolivia, una gran nación…No tengo ni vida ni corazón para dar“, dice Claudio. La historia de Bolivia y España se juntan cada vez más, porque ambas terminan mal.

Leyendo el Madrid de Pablo vuelves a echar de menos esa ciudad donde ocultabas la litrona cuando una patrulla municipal pasaba a tu lado. Madrid era eso, odiar a los pijos que sí podían salir ya borrachos del bar donde la copa te costaba 15 euros. Madrid, colmena de avispas desorientadas por el alcohol y los estupefacientes.

Con ellos volví a comer buñuelos en el mercado, cocido madrileño (Un pecado como boliviano es que no me gusta el api, y como madrileño es que no me gustan los callos), escuché a mis padrastros Neil Young, Tom Petty, me volví a enamorar, pisé barrios cercanos y lejanos a la vez, y volví a Paco Umbral, el poeta de Madrid.


Miguel Sanchéz-Ostiz que escribe el prólogo, conoce bien ambas ciudades y también a sus dos amigos. Escribe sobre las ciudades “Las relaciones del escritor con la ciudad en la que vive o en la que ha nacido, y lleva como una carga en la memoria, son complicadas, raras, azarozas”, dice. Sobre Madrid comenta: “Madrid tiene muchos Madrid dentro, depende de dónde vivas y de la fortuna de la que goces“. Cochabamba “tiene cielos que dan ganas de zambullirse en ellos” dice. “Ambos escriben como forzados de vidas propias y ajenas, sin darse tregua, en el combate necesario con la época que les ha tocado vivir consigo mismos“.

Concebido después de la muerte de “El yonqui del rock and roll”, “El poeta eléctrico”, Lou Reed, cuando ambos lloraban su muerte y leyeron sus obituarios, así la literatura se hizo realidad. Este libro, al igual que sus ciudades, es una puerta para su literatura, porque ambos tienen letras, arriesgada y sin fisuras, compleja pero accesible. A través de “Madrid-Cochabamba…” podemos intuir “Exilio Voluntario” y “Muerta ciudad viva” de Claudio, y “Breve historia del circo” de Pablo.

No conozco Cochabamba, pero tampoco conozco Lima, y la he recorrido con Vargas Llosa, tampoco París, pero tenía a Modiano, tampoco Sucre, pero para eso estaba Matilde Casazola. Pero la he visitado con Paz Soldán, con Rodrigo Hasbún, Rocha Monroy, y también con Claudio. Y aunque viva en Madrid, la lectura de las crónicas de Pablo sobre Madrid, me hacen conocerla mejor, cómo era y también cómo es.

Paseamos Madrid, ya digo, como quien pasea un mapamundi de sabores. El mundo encerrado en esa breve cartografía que nos vio nacer”, “Entre país y país, entre selva y cordillera, entre océano y caudal, caminamos Madrid como quien camina un sueño fase REM para darse cuenta de que ignora si es mejor soñar o permanecer despierto“, escribe Pablo Cerezal.

Música, comidas, muertes, literaturas, alcoholes, mujeres, se muestran en estas 300 páginas bien logradas. Pablo y Claudio son sobre todo sinceros, aunque la verdad a veces incomode. Ambos escuchan a los “heartbreakers” por algo, porque ellos tienen el corazón lleno de caminos hechos con bisturí y por ahí nos hacen caminar. Quienes leemos a Claudio y a Pablo somos unos afortunados, tomamos sus libros entre la jauría literaria que nos avasalla, tomamos la decisión de acompañarlos en el viaje, comiendo, bebiendo, riendo y aprendiendo, somos unos valientes. Insisto, esto no es un simple libro más que una vez leído se queda en la biblioteca a empolvar, es un libro al que hay que volver, como a misa los domingos, o mejor que a misa, como volver al Rastro cada domingo.


La escritura da luz a lo escondido y así nos damos cuenta de su belleza, su razón de vivir, y nos sentimos obligados a rescatar lo oculto. ¿Por qué cartografiar el desastre? Porque ahí han vivido ambos, el desastre los ha formado. Exilios, aunque voluntarios, no deja de ser exilio y destierro. El libro es un acto de amor que une artes. A este libro lo acompañó el director José Ramón da Cruz, cuando lee Madrid-Cochabamba, le apasiona y decide hacer arte visual, no solo es un relato de esta aventura, también saca a flote la relación entre el hombre y su ciudad.

Hay algo que queda por encima de todo, consiguiendo una de las cosas más sagradas de este mundo: La amistad. Antonio Vega se despide antes de cantar el himno madrileño “Chica de ayer“, “Son ellos y vosotros“, dice apuntando a su músicos y al público. Son ellos, Pablo Ferrufino-Coqueugniot y Claudio Cerezal. Un libro de dos autores y una sola voz.

PD: Desde aquí también agradezco al taxista que llevó a Pablo a su casa, previa amenaza de Claudio si no lo regresaba sano y salvo. Sin él este libro no hubiera sido posible.

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De NAVAJA DE PAPEL, blog del autor, 17/06/2021

 

Friday, July 9, 2021

El tren que nunca partió


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¿Qué habrá sido de ti, Natalia Aleksandrovna? Se iba el bus y el gris de Vinnytsia te rodeaba de a poco convirtiéndote en lejana viñeta. Luego no te vi nunca, tus letras cambiaron, redujeron, escribiste con tinta invisible al fin.

 

Zhitomir está al norte pero antes se pasa por Berdichev, nombre leído en muchos lados, con acento de pogrom y de partisanos en bosques. Zhitomir es al centro de Ucrania lo que Vilna al Báltico, si hablamos de los judíos, rabinos eruditos, estudiosos del Talmud. Por allí de ida y de vuelta cabalgaron los jinetes tártaros en la gran guerra de 1648. Ni se soñaba el nazismo entonces pero por todo el territorio, a decir de Isaac Bashevis Singer en Satán en Goray, feroces cosacos abrían vientres de mujer y cosían dentro de ellos gatos vivos. Relataba lo mismo Marcel Schwob en el Armagnac francés y después lo hacía Pierre Mac Orlan en sus magníficos olvidados cuentos (A bordo de la Estrella Matutina) reescribiendo al maestro.

 

El destino era Lviv, la anciana Lemberg y otros nombres que fueron de manos de Polonia al imperio austro-húngaro, a Ucrania, a Rusia y etcéteras, con una arquitectura cuya belleza no tiene parangón (quizá Zamość, ya del lado polaco). Trazamos el plan: Vinnytsia a Zhitomir, en bus. Tren hasta Lvov, días allí de café y piel, moka con pezones rosa bajo el sol de otoño que pinta tintes naranjas.

 

Hitler tenía cerca de Vinnytsia un refugio del que quedan rocas dispersas. Y Lwow fue centro operacional germano durante Barbarroja. Historia nueva que borró, escondió al menos, lo que había de antes por allí, la literatura que se había escrito en ruso, ucranio, polaco y yiddish. Un tímido judío de lentes va a caballo rodeado de feroces bolcheviques en el ejército de Budyonny bajo jefatura de Klim Voroshilov: Isaak Babel. No recuerdo si Solzhenitsin llega hasta este lugar en Agosto 1914. Avanzados los días estaremos por donde sucedió la debacle del ejército de Samsonov, hacia el norte. La geografía cada hora representa una página del tiempo y la memoria, un libro leído y nunca digerido, comida diaria regurgitada y vuelta a devorar.

 

Trazas el plan con resaltador verde, líneas de vagones o caminos. Tanto por ver que ya prefiero no detallar en nombres porque querré quedarme un día, dos días, y nunca completaremos el círculo que de destino nos hemos puesto entre Ucrania, Polonia y Bielorrusia. Pasaremos a Zamość pero en el camino estará Bełżec, campo de exterminio. Los árboles gigantes se han alimentado de brazos cercenados. Las hojas cantan con tonadas gitanas. Cómo imaginar la espléndida ciudad sabiendo que este aire tiene cenizas de muertos. Retornamos atrás, sin embargo, a las huestes del hetman de los zaporogos. Esta tierra conserva tanta muerte que ni por festejar los setecientos años de la Horda de Oro olvidaremos que cada fanfarria esconde túmulos y huesos, que la belleza en apariencia tranquila esparce presagios oscuros. Reflexiono acerca de las extrañas mujeres ucranianas, desconfiadas, calculantes, tibias en principio. Sin ellas no habría habido futuro. Aguantaron piernas violentadas, babas cobardes que expulsan los hombres armados no importa dónde. Parían, a veces rubios de ojos rasgados, pero fueron madres, corrían al bosque, agachaban la cerviz y abrían caderas. Sin ellas no habría historia, de un lado seguro que no. Tozudez que malinterpretan en perfidia. Mil años de dolor y siguen acariciando a sus hijos, anteponiéndolos al amor de hombre, a lo que fuere. Hay que entender el silencio. A veces leer permite comprender de dónde vienen las cosas. Sin hacerlo uno es analfabeto de la vida y ello ya es trágico. Quien ha sufrido mucho sabe cómo protegerse. Así ellas.

 

Decía, mirando tus largos dedos blancos, Natalia Aleksandrovna, que tus líneas subían por Zamość y seguían por el borde de dos países hasta el destino nuestro que era el bosque de Białowieża. Un alto en Lublín, catedrales y piedras medievales de poderosas familias. Aquel libro inolvidable, el primero que leí de Bashevis Singer, El mago de Lublín. Nosotros, cada uno, como el personaje, terminamos encerrados pecando a la manera de Onán, en mano y también en mente. Pero tú, Natalia Alexandrovna, dádivas de piernas largas dispensas, albas como hostias de primera comunión.

 

El cartel reza que a la izquierda se va a Varsovia; a la derecha a Brest. No estoy seguro si tocamos de nuevo la frontera, ya con Bielorrusia, o nos adentramos en la Volinia polaca. Nombres de regiones que traen la infancia, el frío de los mosaicos en las nalgas obnubiladas por la épica, asustadas por el desastre. Partimos de Podolia en este tren que ya tres años después se convirtió en canción mexicana, en el tren de la ausencia con un boleto sin regreso. Galitzia y Volinia, tal vez algo de Rutenia. Otro viaje que me debo, hacia el sur, Moldavia, las zonas rumanas, Besarabia, Transcarpacia, hasta el país que no existe, Transnistria, Transdniester, último enclave soviético de un mundo que se fue. Acabo de ver un video de viaje hecho por un inglés y me han atrapado las imágenes de profunda tristeza, miseria y mucha sonrisa de un pueblo que al igual que los otros cerca sobrevivió lo imposible, desde siempre. Tal vez deseo mío de penetrar tal arcano de supervivencia que se me hace tan raro y tan íntimo.

 

El bosque muge. Ludendorff quiso cortarlo en provecho de campaña. Białowieża alberga cientos de bisontes europeos y es el bosque primario más antiguo de Europa. La guerra lo violó, una guerra, otra guerra, el fin del mundo de la estupidez humana que gusta de cadalso y goza con carnicería. Hay paz hoy, brisa que huele a árbol, y el té en tus manos, humeando; parece que te las hubiesen incendiado.

 

El calendario está marcado y el resaltador continúa buscando un retorno a tu ciudad. Viaje apresurado, querer verlo todo de golpe, obviando muchísimo, descartando ciudades, poblados, misterios que jamás estarán a la vera del camino otra vez. Elecciones, elegir, el esto o el aquello. A ratos me quedo callado, miro nada más: caminos de tierra, viviendas campesinas. Poco ha cambiado y resulta sobrecogedor. Porque si el bucolismo actual sigue igual que ayer puede ser que también lo esté la violencia, aguardando el espacio, la hora de volver a empeñarse en acabarnos. En diez años que me queden posiblemente no lo sabré. Tan insignificante el tiempo y cuánta la angurria de saber y el desengaño de la eterna ignorancia. ¿Dónde estás, Natalia Aleksandrovna? ¿En el mall de Vinnytsia vendiendo ropa? ¿Qué sucedió con nuestros trenes? No me digas que siguieron el destino de Napoleón o del austriaco por cuyos pasos en este día de octubre pisamos. Ni es invierno ni hay lodo, todavía, ni tenemos cañones o caballería. Puede que nuestra modestia nos salve de la batalla, pero nada ha de librarnos del olvido. Contesta, contesta, mis cartas no se abren, y eso que no van en sobre.

 

Quiero ir a Vitebsk a ver si es verdad que cabrones alados surcan el cielo, si las novias viajan por el aire a ras del suelo. Si los tejados de las isbas todavía humean. Porque Chagall me apasiona ¿sabes? No aseguraré si por encima del resto de pintores pero mucho. Además de Chagall, el Bereziná. Un vendedor de muebles en Denver me dijo que venía de Belarus. Conversamos. Cuando mencioné Bereziná se entusiasmó: “de allí mismo”. Y viene Chagall, proseguí. “Sí, sí, Chagall” e hizo ademán de tocar violines. Soñé en Vitebsk invitarte a volar, vestidos a la usanza antigua, besándonos crucificados según versificaba César Vallejo. Invitaríamos seres míticos a nuestras bodas, coloridos y algo maltrechos. Te bañaría en el Duina, en traje de novia, y despediría tus ropas en el cauce para que lo pesquen los varengos o los griegos a lo largo de la historia.

 

Queda el sonido del tren, las bocinas del bus a medianoche en medio del llano sin nombre. Hicimos un círculo, quisimos hacerlo pero ¿cuándo se destruyó? Es posible que las avanzadas de Samsonov lo acribillaran, que fuésemos parte del victimario de los Lagos Masurianos, que nos envolvió la tristeza entre Bełżec y Chelm, donde el ser humano mostró lo que realmente era, una de tantas veces. O simplemente el frío de los tranvías de Vinnytsia nos resfrió de melancolía. Tú eras y nunca serás. Como un tren encendido carente de marcha, bufando, humeando fumarolas inservibles. Chagall pudo cambiarlo, me digo, pero al pintor lo arrebató un huracán y sus colores perecieron con Chernobyl. Vamos, a qué ser trágicos. Viajes aguardan, Claudios y Natalias son nombres del montón, de una rifa desinteresada y aburrida. Tenía razón el mago, en la Lublín de Jeremías Visnovievski, gran empalador, y retraerse al silencio. Pero no lo haré. Los caminos invitan, llenos o vacíos, el mundo está por verse, gozarse, un café a la intemperie, un riesling frío en alguna terraza del este. Allí están, solo hay que moverse, como tren, locomotora mejor y, para avanzar más, con cremallera, igual al forzado trajín de las máquinas en los Andes inmensos.

 

Los trenes no suenan sus bocinas tan bello como los barcos. Sin embargo, tierra adentro, no hay aguas suficientes para acercar semejantes distancias. Vamos, dilo, y asomaré en tranvía al café de aquella calle de Vinnytsia y programaremos un viaje al fin del mundo.

04/07/2021

 

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Publicado en Revista NÓMADAS, 09/07/2021

Imagen: Manos de Natalia