Tuesday, April 27, 2021

Sombra de África


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Los ibo son gente maligna, dice mi amigo Matthew Osayaren, nigeriano de Benin City, al sur centro del país. Aclara que no es Benin, la antigua Dahomey. Lo entiendo. Cuando le cuento de una inmensa máscara ibo, o igbo, que tengo, me dice que la arroje al basurero, que a no dudar carga maldición. La máscara en cuestión es bastante burda, sin grandes decoraciones, oscura y tenebrosa. Estuvo tantos años en casa que si maldijo supongo que lo hizo ya.

 

El acordeón del valse musette suena entre pasodobles y danzón. Virtuosos del musette, París 1944-1954, reza la tapa del disco compacto. Lo escucho mientras devoro un pastel de chocolate. Matthew está siempre con su música, una suerte de pop africano al que no le he prestado mucha atención. Eso y un sitio, creo que religioso, cristiano, llamado Emmanuel.

 

Vals. Matthew apenas puede caminar. De raído abrigo y automóvil amarrado como paquete para evitar la caída de la carrocería. Tuvimos en la conversación sobre el mal que llegar a Biafra, la guerra de mi infancia que leía en Siete Días Ilustrados, revista que Joaquín compraba en la plaza principal los domingos. Cuando los ibos buscaron la secesión. Crueldad sin límites que nunca se fue de África, que perdura en las huestes fanáticas de Boko Haram. Nigeria alguna vez tuvo misterio. Hoy Lagos está entre las ciudades más pobladas del mundo. Horror que suplantó el asombro.

 

Una  mujer e hijas caminan desde hace años por sus labios. El abrigo siempre aquel marrón claro lleno de orificios. Las balas de la miseria perforan la ropa. Aquellas están en Las Vegas, en el desierto de neón. No pregunto, miro las fotos virtuales de sus hijas, ataviadas para concursos de misses africanas. Miro a mi derecha la puerta metálica que permite ingreso a la noche. Ken y yo trabajamos en nuestras mesas. Matthew no llega; tampoco Jesús. Este último viajó a Juaritos, a la amada de 38 a la que dobla en edad. Compra pastillas azules y Cialis marrones a veinte dólares la unidad antes de cada viaje. Va en su troca nueva, gigante; no sé cómo elude las mafias. Sonríe cuando me dice que ya no puede, que la diabetes mató su sexualidad. Para qué asustarse de la muerte.

 

La novia de 38 le acaricia la cabeza cuando él se arrodilla a orar entre sus piernas. “No se me agüite, mi Chuy”, con cariño esa voz de frontera joven. La soledad de USA pasea campante bajo el cielo sin luna. Ruido como matracas de moreno anuncia el arribo del auto de mi amigo nigeriano. Cuando ya no hay piernas, bajar de él se convierte en ritual. Gotea, garúa, el valse musette parece burlarse de nosotros. Pero arriba de todo está Dios, afirman ellos, aunque cualquier espectro es más sólido que la divinidad.

 

Del largo listado de martes solo he cumplido una misión. Postergo el resto. Mañana hay asueto y lecturas. Alisto una colección de Emerson, Lake & Palmer. Pasaré al menos la mañana con ellos. Tal vez como un homenaje a mi querido Juan Carlos Coqueugniot, primo, que otra mañana de 1975, en la Córdoba dinamitada, me introdujo a la música progresiva. Mi ignorancia era atroz como mis pasos en el vals. Apenas había descubierto a The Doors. Sonaba, porque memoria tengo de sobra, en la calle Oncativo, The Wind Cries Mary. Jimi Hendrix en el salón. Mi madre ríe, retorna al “che” que olvidó en su lengua boliviana.

 

Salto casi cincuenta años y otro hombre negro arrastra su música en un cable que tiene al extremo un IPhone. Los ibo son demonios, Claudio, tira esa máscara sobre la que danzaron los brujos. Poco le puede hacer, alego, a un brucolaco andino que ni sangre chupa. Simple vrykolakas, Matthew. Lo miro erguido, sobreponiéndose un instante al desconcierto de la realidad, y veo en él los remanentes de su gran cultura, la tradición Edo, los que fundaron el imperio de Benin, increíbles bronces del pretérito. Luego la imagen se deshace. La lluvia ha arreciado. Suena como los grandes ríos del África negra, llenos de feroces peces tigre, goliats.

27/04/2021

Thursday, April 22, 2021

30 centímetros de gloria


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Una pornstar, tal vez de las menos connotadas porque no recuerdo el nombre, dijo que tener coito con John Holmes era hacerlo con un pene blandengue. Es que, ciencia explicativa de por medio, llevar sangre a un miembro de doce pulgadas para producir una erección, podría hacer que el dueño de semejante arma sufriese un desmayo por falta de irrigación sanguínea en el cerebro. Seka, actriz  alemana y un icono de la industria pornográfica, sentenció que el de John Holmes fue el más grande que tuvo el gremio. Vendido como el mayor, el más duro, permitió al actor tener su momento de gloria con más de 500 filmes en su currículo.

 

Uno recuerda a los amigos por memorias precisas, nítidas. Al envejecer se afinan, por decirlo así, cuando los personajes de entonces ya están muertos. Y me sorprende, a mis cincuenta y algo, recordar momentos en los que el único sobreviviente de los que estaban presentes soy yo. Una tarde, por ejemplo, justo enfrente de la casa del general René Bernal, 1980, cuando el mediocre aquel todavía pisaba fuerte, estamos Ricardo, Chino, Pepe y yo, con una prensa metálica en la que ponemos grandes clavos que descabezamos con tenazas y, a golpes de martillo, los convertimos en casi una cruz gamada fabricando miguelitos. El golpe militar arrecia. La resistencia en las radios mineras forma parte de una épica inolvidable. Nosotros, muy jóvenes, aportamos con este poco al llamado a enfrentarse. Luego, cada uno los irá arrojando por las calles. Yo, de uno en uno, desde la carrocería de la Chevrolet roja de mis padres, modelo 50, que cruza el centro. De los cuatro, tres no están. Solo quedo para contarlo. El ruido del martillo, a pesar de la guardia permanente del milico al frente, golpea incesante la memoria.

 

Boogie Nights dicen que cuenta la historia de John Holmes; la gloria y el trágico final. La industria del sexo se dora con velos de entretenimiento, de diversión, pero esconde un rictus trágico y un espíritu corrupto. De Norteamérica hoy el espectro se movió, desde hace un par de décadas, hacia el este de Europa. Una de las notables secuelas del comunismo es que dotó a Occidente, tanto como a Oriente, de una camada de bellas jóvenes que ingresaron en el negocio de la trata de blancas inicialmente para comer. Por lo que percibo, el paso primero para iniciarlas en la carrera del sexo era someterlas a sitios porno de ancianos, donde estos que ejercían, y ejercen, el poder económico, se regodeaban con casi adolescentes para “capacitarlas” hacia el mercado que incluiría todas las sevicias posibles. Aprovechar la pobreza, necesidad, para “entretener” al público con carne nueva y fresca. Abuelos con adolescentes, reza la propaganda.

 

Muchas digresiones posibles ante el tema. Pero vamos a John Holmes. Si Seka, que lo elogió, era húngara o alemana tendré que buscarlo. Aquellas actrices clásicas del porno son hoy como los calendarios de bolsillo con desnudas que guardaba mi padre en la billetera. Todo se ha explicitado. Recuerdo la lujuria que despertó en mí una fotografía de revista de Milene Dumongeot. No mostraba nada, algo de pierna, nacimiento de pechos, caderas marcadas en el vestido. Ni hablar de la locura que causaban las tetas memorables de Isabel Sarli, o recordar las filas para entrar al cine a ver a Laura Antonelli en Malizia (Malicia). Edvige Fenech, Agostina Belli, y ya en cosas mayores la Cicciolina en el cine Víctor, con el sexo afeitado que de pronto crecía vellos en las tomas en primer plano. Entonces la Cicciolina no era la Cicciolina, casi tan engañoso como el comunismo que fotografió al “hombre del timón” (Stalin en Barbusse) con Yezov para luego mostrar la misma toma en donde Yezov habíase esfumado.

 

Estoy en más de la mitad de una excelente serie rusa para televisión: Zhukov, acerca del gran mariscal vencedor en la Segunda Guerra Mundial. Mirándola pienso en el pobre individuo que fuera Stalin, rodeado de idólatras e inseguro, envidioso, el macho que no quiere que nadie dispute que su miembro es mayor que el resto. Los militares soviéticos vencedores posan para una foto de la victoria. Yugashvili asoma y lo invitan a ser parte de ella pero rehúsa. Cuando recibe las pruebas de lo que publicará el periódico, la fotografía de los vencedores sin él, comienza una cacería de brujas de quienes aguantaron en la “guerra patria”. Los editores se desviven por incluir al Gran Líder en la foto. Como hizo antes de la invasión alemana, cuando arrasó con la oficialidad que quizá hubiera evitado la catástrofe, lo hace ahora, ya de retorno las tropas, para dar a los militares como premio por su labor el castigo y la muerte.

 

El tamaño… ¿cuenta o no cuenta? Quién sabe, a pesar de que sugieren los sexólogos que no existe en ello relación con el placer. El sexo tiene mucho de subjetivo, pero con el porno se hace frágil, se da rienda suelta al gozo animal, intentando con aburridos y tontos argumentos darle cierta narrativa.

 

John Holmes, la estrella mejor dotada en la antigüedad del género terminó mal. Vendiendo, según el filme, su carne a cualquier postor, incluido el acto homosexual. El glamour de las millonarias casas donde se filman escenas cede paso al hastío, al vacío intelectual, al asco. He leído de camarógrafos que vomitan grabándolas, el abandono de los sets por ya no soportar esta suerte de esclavitud, de muchachas que tienen que sonreír para llenar el sueño aterrador de la imbecilidad solitaria de los hombres. No quiero ejercer de Savonarola, pero, fuera de algún juicio moral es obvio que en el negocio hay quienes ganan y quienes pierden, y la efímera gloria de las cada vez más numerosas jovencitas seducidas por la esperanza se reduce con celeridad. De ahí a convertirse en mercancía de exportación a Turquía, China, los Emiratos Árabes, adonde está el dinero y los machos juegan a ser jeques y dioses de un destino incierto para todos; también para ellos.

 

Con la tecnología cambió mucho en el porno. Parejas que hacen cintas con solo un ordenador, prescindiendo de cámaras y de terceros. Cualquier millonario contrata bellas jóvenes húngaras o checas para crear películas caseras que se introducen en la Red. Volvemos a lo mismo, a la necesidad del macho de alabarse por su calidad de semental. La imagen no cuenta del dinero detrás de ello, del abuso de la condición humana y la miseria, del fracaso de los regímenes políticos, del aprovecharse de la pobreza y el desempleo. Sodoma y Gomorra revisitadas, con la ira de Dios escondida en cualquier nube donde Juno seduce a Júpiter para desviar el curso de la guerra en Ilión.

 

Una excelente película, Boogie Nights, que basándose en la realidad de un trágico actor porno cuenta las minucias de un triste mundo, caduco, vicioso, desesperanzado y cruel.

20/04/2021


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Imagen: Escena del filme

 

 

 

Wednesday, April 21, 2021

La bicicleta en Muerta ciudad viva


CARLOS CRESPO FLORES

 

Los amigos beben en el “Amor de Hombre”, una de las chicherías cerca al mercado triangular.  En una esquina “de la habitación pintada de crema, las paredes en extremo manchadas, con mocos antediluvianos que los borrachos extraen de las fosas y los depositan en los muros, en las sillas, en los manteles floreados de plástico o sobre la burda madera” (108), ven una pareja de lumpens, que “arrastran un carrito que alguna vez perteneció a bicicleta, con ruedas cuyas llantas perecieron hace añadas. Toman entre los dos un balde pequeño, un chhoqo[1]. Sí, estamos en “Muerta ciudad viva” de Claudio Ferrufino.

 

La novela nos lleva por la Cochabamba de principios de los 80’s, y entre otros, los entornos semi-rurales, a los que el protagonista solía desplazarse en bicicleta. Efectivamente, para los jóvenes de entonces, como hoy, la bicicleta era medio de transporte ideal, autónomo, convivial como diría Iván Illich.

 

Una escena ilustrativa al respecto es, cuando nuestro héroe, luego de una violenta pelea con Palmira, la novia, “agarra” temprano su “bicicleta Hércules, y sin avisar a nadie de su casa, se dirige “por el camino de Condebamba”, donde observa que “los eucaliptos jóvenes, de tonos grises, lucen gotitas de rocío”, señal de humedad, sin duda. Nótese los eucaliptos, árbol introducido a principios del siglo XX en el valle, convertido en especie dominante.

 

Continúa la travesía ciclista subiendo por Iquircollo, “caminos que conozco a la perfección, de las caminatas y bicicleteadas del tiempo antes de crecer”. Toma atajos, y el paisaje le trae recuerdos de la infancia:

“espacios que en la niñez convertía en refugios para una guerra nuclear, o para la invasión normanda, de acuerdo a mi estado de ánimo. Puedo encontrar de nuevo mi nombre grabado a cuchillo en los árboles, cortando con el cortaplumas suizo y creando letras. Nombres, años. Cuán fácil era entonces. A cien metros descansaba la Volkswagen verde de mis padres. La seguridad nos protegía, había una cúpula de cristal inmensa donde corríamos libremente sin encontrar sus límites.”

 

La convivialidad de la bicicleta se observa, parafraseando a Claudio, en que la Hércules nos lleva por esos lugares, donde el recuerdo nos protege.

 

En determinado momento, el personaje se detiene, se apoya en un árbol “con la conciencia de que ha de “descargar una siesta”; y, para evitar que le roben, “solo por si acaso, meto la pierna entre los radios de la llanta”. “Al entrecerrar los ojos, y al entreabrirlos” ve “la imperturbable montaña”, si, el Tata Tunari, el apu del valle, otro de nuestros sellos bioregionales.

 

La bicicleta está conectada con los amores y el erotismo de la vida cotidiana del protagonista. Un día, buscando a su novia Frances, lo hace en su Hércules, y deja la bicicleta en la puerta del Wunder Bar, uno de los primeros pubs en la época, donde le había dicho que estaba (87-88). O la escena con Glauca: “Mientras Glauca se desnuda, y escudriña con la nariz olores de extraños, me deslizo por mundos que de algún modo me recuerdan mis excursiones en bicicleta. Conmigo mismo, en la libertad de tirarme debajo de un árbol y descabezar una siesta”. (163).

 

Asimismo, la bicicleta como parte del paisaje cordillerano: está en Bella Vista, 8 kilómetros al norte de Quillacollo, a punto de hacer el amor al aire libre, donde “abría la quebrada”, con Silvia, otro de sus (des)amores. Y junto a las “aguas blancas de espuma y heladas (que) bajaban desde la usina de Chocaya”, observan “flojos camioncitos Isuzu”[2], trepando la cuesta, hacia Morochata-Ayopaya: “en la carrocería se contemplaban personas, ovejas, bultos, bicicletas y hasta un ternero amarrado en la parte de atrás, con ojos de sacrificio” (135). Son las bicicletas, que los campesinos de Cochabamba, luego de la reforma agraria, empezaron a adquirir.

 

Pero, la más sensual –y graciosa- de las escenas con el noble medio de transporte como soporte, es cuando Frances viene a recogerlo, ebrio, de algún lugar en la carretera Cochabamba-Quillacollo, montada en la bicicleta del autor –nos enteramos que es de color verde-:

“Súbete a la bicicleta, me pidió, y haciendo zetas cruzamos el puente que daba inicio a la ciudad[3] y enfilamos a su departamento. Dame por atrás, dijo mientras besaba. Y se inclinó de forma tal que no fuera complicado hacerlo. Jadeaba ella y yo hacía muecas perversas que nadie miraba.” (90).

 

Las muecas reaparecen[4], en otro “cuadro sexual erótico”, con Frances, donde los sonidos del acto le suenan “parecidos al inflador de bicicleta” (93).

 

Desde su bicicleta, Claudio Ferrufino ha amado y recorrido la ciudad de Cochabamba y su entorno, la ha olido, sentido, tocado y pisado. Sus lectores lo agradecemos.

 

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De INMEDIACIONES, 21/04/2021 


[1] Unidad de medida para la chicha. Equivale a dos jarras grandes.

[2] Seguramente de la familia Montaño de Quillacollo, monopolizadores del transporte y comercio de papa en ese periodo (Al respecto, ver Crespo, Carlos (2013) “Ferias Agroalimentarias en Cochabamba. Apuntes bioregionales”. Decursos. Año XV, No 27-28. Pp 249-263).

[3] Seguramente es el puente de Quillacollo, primera conexión con el centro histórico de la ciudad, atravesando el río Rocha.

[4] Rito de muerte… los chamanes danzan y gritan y se tiran al suelo, hasta babean. (93)

Sunday, April 18, 2021

Dormí con la vidala


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Baguala y tambor. La madre como la luz de los reyes magos. Norte argentino. Milanesas en La Quiaca; vino de la casa en Salamina; el paso por Acheral, no tan después de que el ERP tomase el pueblo (mayo del 74). Sin caballo y en Montiel, cantaban Cafrune y Zitarrosa. Atravesé Montiel, provincia de Salta, montado en una flota Atahualpa; eran azules, esas, grandes y tan distintas a las matracas que castigaban los caminos del sur boliviano. Cuando allí subir y bajar la cuesta de Sama implicaba impresionante aventura por no llamarla por su nombre: martirio.

 

El chofer ponía el dedo pulgar en el parabrisas cuando venía carro contrario, para que si hubiera impacto de piedra se concentrara allí, en el punto ajustado. A cada rato un cartel decía “Baden”; supe que el badén es aquella zanja o canal formado por ríos y arroyos. Secos, al menos entonces, que cuando el agua corre por el desierto, arrasa. Lo vi en Paria, la antigua, cerca de Oruro, donde el agua turbia semejaba agitado mar. Los huaicos de la costa peruana, señales de destrucción en esa aparente nada. Agua en el desierto, metáforas. En otro bus, micro este, por la costa blanca, la blanca Arequipa, la piedra de volcán, las rojas sandías de Palpa en agudo contraste con la arena y la nada. Van Gogh en una vacía playa del mar de Azov. La vidala es un canto triste que me arrastra de los cabellos a la infancia, a la caverna primigenia con bestias acechando alrededor para devorarte. Vidalas sonaban en la noche de Cochabamba, sombras de las vinchucas y la voz de madre que las mata.

 

El padre disparaba con la Beretta 32 a los manzanos. Al día siguiente los balazos parecían flores en los troncos explotados. Y lloraban. Vidala tengo una copla, no me la vas a quitar. Dejala que me acompañe, pa’ cuando vuelva a mi pago. Volver, siempre volver. El músico habla de Sanagasta, en La Rioja, Argentina. El bombo del Chango Nieto pone un fondo. Simoca, claro que recuerdo, ojalita que ella pudiera escuchar. No ojalá, ojalita, dulce diminutivo como miel de algarrobo. Ojalita recuerdes que todavía suenan las cajas indias por las quebradas. Viaje, camino, polvo, de Potosí al sur, roja tierra tarijeña, una frontera que no existiría si no hubiera policía. Acordeón. Sanfona.

 

Papá recolectaba grillos en el jardín para ponerlos dentro de casa. Cuando anochecía, los grillos cantaban. La noche de la infancia tiene grillos, la Zamba del grillo. Aquel, mi padre, era hombre duro, callado, solitario. Pero vi mojados sus verdes ojos cuando me fui a crecer en el mundo y cuando supe que no lo vería más, en la puerta de casa, de pie, brillando sus esmeraldas, encorvado, el tata está viejo. Nunca más. Y nada valió no verlo. Perseguimos la estupidez, el oro, la gloria, la fama, el respeto, olvidando que todo es tan simple como el grillo que ponía Joaquín en un rincón para que les cantara a sus hijos. El hombre que hería manzanos, que bailaba cumbia, que llenaba la tina del baño con botellas de cerveza y hielo para la fiesta. Ese que con cuidado agarraba al bicho y lo contrataba sin tiempo para el concierto siempre recordado, para el instante que no muere, la eternidad del segundo, el brillo de sus ojos al lado de la enredadera despidiéndose de mí. Baja la vidala por las sendas de polvo. Podría ser Catamarca, tal vez Charamoco. Los arrieros cruzan templando el charango. De tales pasos nace el kaluyo, melancolía, lo añejo de la tierra. Tal vez Ojo de Agua, quizá Corani, cuando los arroyos bajan del frío hacia las bocas de los jucumaris, o del hombre convertido en jucumari, en khari siri, en la búsqueda sin fin del calor, del amor que se perdió en el Edén, entre víboras, hombres tontos y, en lugar de manzana, un higo o un membrillo.

 

Vientre de Eva. Ombligo. Pecho que nace, crece y nunca muere. Suave como pelusa, terso como el cuero de los escudos troyanos.

 

A este texto le faltará más de lo que le vaya a sobrar. Hay mucha vida en esta historia, profusión de nombres, personas extraviadas en pensamientos. Mujeres: una que me invitaba al ingenio azucarero de Ledesma, en Jujuy, en un café de noche posiblemente en Güemes; otra, entre Villazón y Oruro, de luto y con su madre dormida al lado permitiéndome el pie entre sus piernas. Lo efímero de mi tiempo contrabandista. Villazón, La Quiaca, con alguna incursión hasta la ciudad de Jujuy. Hotelitos miserables del lado boliviano, aduana, coimas, y ya en Cochabamba que el tren está detenido en Parotani… Más dinero, otros sobornos pero siempre ganancia. Duré poco. 4 días intensos duraba la transa, demasiado. Lo mejor de aquello fue un telegrama que envié a una hermosa lingüista francesa, un verso de Apollinaire y pronto la exultación del delirio, la soledad de la muerte. Cargaba en su vientre un hijo que no era mío y la apuesta ya estaba de antemano fracasada. Pero huelo todavía esos eucaliptos con que te froté los senos en Molle Molle.

 

Cruzamos a la Argentina por varios  puntos. La consabida Villazón. Yacuiba y Pocitos. Agua Blanca, cruzando el Bermejo en un bote eludiendo piedras. De allí a Tartagal, Embarcación. Miraba por la ventana imaginando que por allí cerca se encontraba El Impenetrable, el bosque cerrado. Pensaba, pienso demasiado, en la guerrilla de los Uturuncos, en la de Jorge Masetti, revolución o muerte.

 

Zambas de Orán. El panorama sin fin de Embarcación, también sobre el Bermejo, cerquita, sur, de la arista boliviana que penetra en el norte argentino. Habíamos empezado por Padcaya rumbo a Caraparí y un brusco desvío al sur. Si he de ver aquello de nuevo, lo dudo. Entonces mejor escribir para no olvidar.

 

Las letras de las vidalas de mi madre eran de amor, pero el ritmo triste. Desde lo profundo de su alma, de los ancestros en los montes santiagueños, en rituales prohibidos de la Salamanca y los diablillos del carnaval. La vidala no se baila, se canta y escucha bajo el golpeteo de la caja. Yo, niño, imaginaba quebracho y mistol, la batalla sin fin de vascos y calchaquíes. ¿Qué sangre quedó en mí? O se juntaron en la arena gredosa por el agua roja. ¿Maldición o bendita esta memoria? Quiero verlo otra vez pero para entonces ya estaré ciego. Aguza los oídos, me digo, que el tiempo desea enterrar el yaraví.

18/04/2021

 

 

Thursday, April 15, 2021

CLAUDIO FERRUFINO: SI HOY NO SE ESCRIBE, MAÑANA SÍ. NO HAY QUE FORZAR LA ESCRITURA


Gabriel Mamani Magne (entrevistador)

Claudio Ferrufino (Cochabamba, 1960) es una de las voces más importantes del panorama literario boliviano actual. Su obra, compuesta por textos breves y novelas que marcaron hito en la literatura nacional (El exilio voluntarioEl señor don Rómulo y otras), suena como las canciones de Leonard Cohen: en sus narrativa hay una belleza nostálgica y profunda que viene de geografías de lo más diversas (su Cochabamba natal, Europa, Estados Unidos) y pulsiones que van desde la carnalidad, pasando por el sentimiento de extrañamiento y desembocando en la interpelación de la realidad que lo abruma. La Ciudad Inventada se complace en presentar esta entrevista, que aparece pocas semanas después de que el autor presentara su último libro, Fever, una compilación de artículos, borradores, opiniones y cuentos editado por 3600.

LA CIUDAD INVENTADA: Tu literatura tiene una voz propia: dinámica y al mismo tiempo densa, al menos para nosotros, los lectores. ¿Qué autores crees que han influido más en tu estilo de escritura?

CF: No sé si influido aunque posiblemente sí, sobre todo en las sensaciones más que en estilo o temática. Siempre digo que como lector me formé entre la literatura francesa del siglo XIX y la rusa del XIX hasta mediados del XX. Y de lo otro un poco, de cada lado. Comoo mis autores te nombraría a Isaak Babel y a Marcel Schwob pero he leído tanto a Víctor Hugo y a Henryk Sienkiewicz. Quizá todo Gogol y casi todo Tolstoi y Dostoievski. Literatura argentina, Roberto Arlt. En poesía César Vallejo, Guillaume Apollinaire, Georg Trakl…

LCI: Virginianos es ya una reliquia difícil de encontrar en las librerías. Se publicó en 1991, cuando tenías treintaiún años, y en ella ya se rastrean los temas y formas que esbozarás en muchas de tus siguientes obras. ¿Cuál fue el impulso que te llevó a escribir es obra? ¿Notas mucha distancia entre ese libro y los últimos que publicaste?

CF: Hay algo de Virginianos en cada uno de mis libros posteriores. Es un libro iniciático. Escrito en su totalidad en mis primeros dos años de inmigrante en EUA. Aquello seguro que influyó. El texto breve, a la manera de Virginianos, sigue siendo mi “fuerte”. La novelística y otros géneros van, por decirlo así, detrás de ese tipo de escritura. Quizá al retrato panorámico que algo tiene Virginianos, le siguió una introspección y mucha experiencia que lo han llevado por nuevas rutas manteniendo aquel formato.

LCI: ¿Qué le ha aportado la migración a tu literatura? Y, al mismo tiempo, ¿qué escollos le presenta a un autor migrante el hecho de estar lejos de los circuitos literarios de su país?

CF: Bueno, nunca, o muy poco, estuve en circuitos literarios. Recuerdo con gratitud al grupo de escritores mayores que yo que conformaban la Unión de Poetas y Escritores de Bolivia. Mucha generosidad y mucho interés. Eso cuenta, pesa, sirve, se recuerda.

LC: Tu novela El exilio voluntario es una de tus obras más celebradas. ¿Cómo fue el proceso de creación de esta obra que fue aclamada por la crítica y recibió el Premio Casa de las Américas?

CF: La forma de El exilio voluntario refleja un poco el universo caótico y discordante de quien se ha trasladado a otro universo. Como trabajador, digo, como inmigrante en serio. Surreal, dadaísta, expresionista a veces, con claroscuros del entorno, el tiempo inesperado donde el recuerdo concede o se superpone a la realidad. No digamos una confusión de los sentimientos sino un cóctel; a veces un trago dulce, a veces una bomba molotov.

LC: Vives en Estados Unidos desde hace mucho tiempo. ¿Qué ha significado para ti, como boliviano, el paso de Donald Trump por la Casa Blanca? ¿Cómo interpretas su llegada al poder?

CF: Trump es el resultado esperado de un proceso que se inicia con este país. EUA es muy dinámico y ajeno a quienes aceitan los rodamientos con los que funciona. Es el globalismo desde siempre, un engranaje que va a machacar a cientos de nacionalidades y etnias para preservar su poder. Pero eso trae como consecuencia la transformación de su mundo, un cambio que es tan obvio que al norteamericano de la masa le asusta. Los ha visto venir y de pronto se da cuenta de que lo avasallaron, que el inmigrante embarazó a su hija, que le quitó el trabajo. Allí apuntó Trump, a esa masa que vive entre la Biblia y las armas, que ve al Otro como el demonio al que hay que matar. Lo peor para ellos es que esto es irreversible y la locura e imbecilidad, el racismo y la furia, no lo echarán atrás.

LCI: ¿Cómo ves Bolivia a la distancia? ¿Cuál es tu opinión respecto a la última crisis política que ha atravesado el país?

CF: Bolivia siempre fue así. Solo que en las últimas décadas ha ingresado al ruedo la gran masa olvidada, aquella que la historia tontamente dejó atrás y que un día ajustaría cuentas. Otro proceso irreversible, de transformaciones cantadas desde hace mucho y con los errores que estos grandes procesos históricos traen consigo.

LCI: Si tuviéramos que conocerte no por tus libros ni por tus artículos, ¿cuál sería el top 5 de canciones para conocer a Claudio Ferrufino?

CF: Ahí me matas porque amo la música y extiendo mis fronteras en ella sin límites. A ver, en cueca: Sed de amor; en zamba: la de la Candelaria. Leonard Cohen, los Doors, Pink Floyd, música étnica de los lugares más inverosímiles, sones jarochos de Veracruz, taarab de Zanzíbar. Beatles, Stones, el punk, el post punk, el tango, el jazz, el bluegrass, el huayño, el blues, música negra, árabe, vals mussette francés, los bajos rusos. Y más, mucho más. Mozart y Haydn. Chopin. Música barroca y renacentista. Las misas medievales, los coros. El klezmer y el corrido.

LCI: ¿Qué diferencias existen en el proceso escritural de Claudio narrador y Claudio escritor de textos no ficcionales?

CF: No sé, en realidad. Tanto uno como otro se me dan bien, creo. Puedo enfrascarme en el género sin salir de él cuando lo deseo.

LCI: Muchos escritores novatos leen este blog. ¿Qué consejo les darías para enfrentar la página en blanco?

CF: No hay enfrentamiento. Si hoy no se escribe, mañana sí. No hay que forzar la escritura. Y cuando ya está escrito dejar descansar y leer y releer, y corregir. Luego de publicar, olvidar. Ir por otra.

LCI: En breve publicarás el libro Fever. Háblanos un poco de él. ¿Cómo surge la idea de recopilar varios artículos, notas, etc., con diferentes temáticas en un libro?

CF: Con la idea de Willy Camacho, de Editorial 3600, de publicar mi obra completa he llegado al momento de ir compilando cientos, sino miles de textos dispersos en más de 30 años de escritura. A veces las compilaciones son más cronológicas que temáticas, pero al menos 5 ó 6 volúmenes de mi obra serán libros de este tipo. Ya lo hice con Ecléctica y con El oro de las estrellas extinguidasFever va por ese camino, a veces cronológicamente superpuesto a los otros dos volúmenes.


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Entrevista con Gabriel Mamani Magne, del blog LA CIUDAD INVENTADA, Abril de 2021

Sunday, April 11, 2021

Los que vinieron en los años 90


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

De los bosnios hablaré luego.

Escucho danzas renacentistas, Praetorius que siempre me gustó desde descubrirlo allá por 1989. Tower Records, en Washington DC, que alimentó una hermosa colección de discos compactos hoy desaparecida. Ayopayamanta y Raimon. Himnos de los jenízaros y Taraf de Haïdouks.

Manejaba ayer por la Pequeña Rusia. Dio el barrio en llamarse así cuando llegaron los “rusos” a Denver. Gorbachev, la perestroika, el hastío de la Nomenklatura, el deseo, como escuché, de comerse una naranja. Calles de Glendale que fueron retomadas después por los mexicanos y ahora arrebatadas por los yuppies que con su proyecto de gentrificación arrean a los pobres y las minorías hacia las afueras para construirse una inexistente comunidad de supuestos liberales ricos, esos que alimentan la izquierda caviar por doquier. Quedan algunos ex soviéticos de entonces, y el Parque Mir se encuentra detrás de unas viejas edificaciones donde vivió mi amigo Yefim. Pero ha cambiado. En la esquina de Leetsdale y Forest, en el inmenso edificio de apartamentos, se diversificó la población. Han ido llegando otras etnias, iraquíes, europeos del centro. En la lista de habitantes veo una mujer que apellida Kafka. Quieren darle a todo un aura de sofisticación como corresponde a una ciudad rica: el fracking y la marihuana elevaron a Denver hasta el infinito.

“Rusos” eran bielorrusos, armenios, kazajos, ucranianos, muchos judíos. En un piso vivían polacos, búlgaros en el otro; variedad y parecía que consenso en un exilio voluntario. Acá eran conjunto. Recuerdo a un jovial, alto y gordo, armenio, contando las proezas de su unidad en la guerra del Alto Karabaj. Yo escuchaba. Preguntaba por ahí. Hablamos de Mikoyan, de Tigran Petrosian, del lago Van y tanto otro. Con cada uno alimenté la mente de imágenes, anécdotas y la vista de la gente común fuera de la grandilocuencia de la historia.

Yefim era judío, de aquellos que removió Stalin del oeste cuando la invasión nazi; fueron trasladados a la estepa kazaja, a Karaganda y más lejos, donde se instalaría un terrible y famoso gulag. Su ciudad era Pavlodar. Yefim hablaba de árboles. De agua; por allí atraviesa el poderoso Irtysh. Nunca regresó. Se quedó en su sucio y reducido apartamento de la calle Fairfax, lleno de muñecos que recogía de la basura, con negras cucharas con las que comíamos delicioso borscht. Salchichas y pepinos en escabeche, con pan negro. A  su modo, aquel rincón retrataba una forma de vida leída en las páginas de Schklovsky; podía haber sido el Kiev de Ajmátova, un cuchitril donde los poetas rusos concebían impresionantes poemas en medio de la miseria y los obuses.

Trajo a una esposa, ingeniero de algo, mujer inteligente, por cierto, que no se acostumbró a las limitaciones que le ofrecía su esposo y lo abandonó. Yefim tenía cajas de la ropa vieja de ella, botas de segunda mano. Su hermano mayor vivía al frente. Hablaban como gritando. Ambos habían sido dirigentes comunistas. Esmirriados y dinámicos. Luego yo desaparecí. La vida me había azotado y obvié el mundo con silencios. Ligia lo encontró en un supermercado. Yefim había dejado su mal inglés y le habló efusivamente en ruso. No me reconoció, contó ella. A él le había llegado el olvido.

Semyon, también judío, que vivía como tantos de ellos en un monstruoso edificio circular llamado “Club Valencia”, ya murió. Me lo dijo su esposa Klava, una tártara diminuta y divertida que no se acordó de mí, pero que al escuchar el nombre hizo con los brazos como que volara para decirme que Semyon se había ido a los cielos. Sus hijos eran entre rubios y mongoles; borracho el hijo mayor, hombruna la hija grande. Gente del dolor. Cuál habría sido su vida en la Unión Soviética para que esa tristeza actual fuera mejor. Pepinillos en vinagre, otra vez. Mucho vinagre, para arrugar boca y labios. No sabor para el gusto de un cochabambino. Las invitaciones tenían al menos una docena de platillos bien arreglados. Y vodka.

Yefim, Semyon, Nikolai, este sí ruso, soldado en Cuba y padre de un hijo mixto abandonado en la isla porque la jerarquía no le permitió ir a Rusia. Me viene a la mente la poeta cubana Anna Lidia Vega Serova, nacida en San Petersburgo de madre rusa y padre cubano, a quien conocí en La Habana. Las sendas de la vida. Los caminos de la vida.

Había un hombrecito callado y humilde. Siempre fumaba. Cuando yo llegaba al periódico a las diez de la noche él ya estaba sentado en la oscuridad. “Karl”, se presentó. Curioso, preguntaba. Le enseñé todo lo que sabía en el periódico, cómo hacer dinero, la velocidad, la eficiencia; le enseñé a repartir los diarios en las mesas siguiendo listas para cuando vinieran los repartidores. Aprendió. En un par de meses Karl estaba recibiendo cheques, no recuerdo si semanales o quincenales, de once mil dólares. Se apropió de todo, de cada una de las labores allí. Los gringos para liberarse ellos se lo concedieron. A mí me respetó siempre y me tuvo afecto. Venía con su hijo a comer a casa y el pequeño Karl jugaba con mis niñas.

Construyó una empresa basada en el trabajo de sus paisanos soviéticos, siendo él el contratista. Les pagaba lo que quisiera, o no les pagaba. Los tenía amenazados a pesar de que la mayoría había llegado con documentos de refugio. Georgianos, incluso un par de mongoles. Se hizo rico en seis meses. Andaba en Cadillac descapotable con fino sombrero de paja.

Me alejé, no era a quien quería de amigo. Hacían fiestas en el warehouse del Denver Post, arreglaban autos allí, conseguía muchachas jóvenes para los managers norteamericanos y los invitaba a comilonas eslavas como nunca habían visto. Cierta vez vi cómo destrozaban los escritorios de la oficina y se llevaban las patas de los muebles para ir a castigar a alguien. Karolyan Seferyan era su nombre, así apareció en el reporte policial que contaba que había acuchillado a un hombre y enterrádolo en su jardín. Para entonces tenía una casona. Qué habrá sido de él. Escapó de Armenia, su tierra, porque lo querían matar. Vivió en Hungría y salir por lo mismo. Busqué su nombre en internet sin hallar nada. Por lo visto una carrera truncada, negros sueños que cayeron en tormenta. Nikolai, mecánico, a quien decíamos Kolia, habrá muerto también. La única agua que recibía su cuerpo iba adentro en forma de alcohol. ¿Fantasmas de mi vida? No, seres reales de los que aprendí. Observar y sobrevivir. He visto mucho. Nada he olvidado.

11/04/2021

 

Sunday, April 4, 2021

Te he soñado, Ekaterina


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pasaron dos años y más. El reloj giró poniendo una distancia que no existe. O sí. Pero estabas en mi sueño. La vida había tocado tus párpados y labios. No eres inmune aunque quiera preservarte en alcohol, como una coral multicolor, una estatua gigante de soldado soviético, o los sillones que retornaban a Chejov.

Desayuno de ostras en bandeja plateada con hielo. Tener una amante rusa cuesta, decía el tío Negro. Pero Ekaterina no es rusa ni es mi amante; ucraniana, del Donetsk, cosaca. Sus padres ya no tienen vidrios en la casa de Krasnogorovka. Apenas los ponen, las bombas los hacen volar. Cada vidrio roto implica una eternidad de mala suerte. Pero pensemos en las almejas sobre hielo y las rodajas de limón. Alrededor lo barroco de las haciendas rusas, majestuoso y con misterio, lleno de arabescos y detalles. El restaurante se llamaba Chejov, aunque yo lo recordaba como Bulgakov… o Goncharov.

El perfil de tu nariz. Tus piernas. Pantalones negros que delineaban caderas. Botines cubriendo alargados pies de pintadas uñas. Susurran los abedules del parque Gorky. Estamos arriba, en la cima de la rueda Chicago. Y en el laberinto de espejos me agarras la mano. Dedos como alfiles. Tu cabello negro multiplicado en docenas. Parque Gorky. Humea un té y un viejo turco maricón me besa las mejillas. No por turco sino por maricón. Lo digo sin insulto. Pide, y le doy, un billete de cinco dólares nuevo para su colección. Ni mira a Ekaterina, sus ojos brillan conmigo. Esto de enamorar hombres a ratos se me torna pesado. Tendré que pintarme los labios. Así, Kate, te dejaré marcada mi boca donde tus muslos comienzan y la vida fluye.

Suenan acordeones noruegos. Miramos Kharkiv desde el elevado comedor del restaurante Panorama. Eres sofisticada. Ordenas para mí medallones de conejo con puré y tú vas por platos japoneses, colores envueltos en arroz que parecen cuadros. Se acaba el vino blanco. La botella permanece fría y el postre, que no como, es una torta diría germana de tonos de chocolate y crema de nimbos en el cielo. Venía el otoño; ya era otoño y tu abrigo gris marcaba tus formas para enamorarme. La mano estaba fría, igual al vino. Nunca fui afecto al vino blanco, aunque me gustaban las historias de Arthur Koestler en Georgia, con aquel semi dulzón y recuerdos de Sergo Ordzhonikidze. Pero esto es Kharkov, no el sur. Rusia está a kilómetros y frente al lugar de desayuno hay tanques detenidos. Guerra. El busto de Gogol, sobre una delgada columna, caerá de inmediato si suenan las orugas con cañones.

Llegué a tu ciudad después de largas dieciocho horas desde Odessa, cruzando Kiev y enfilando a oriente. Los buses eran cómodos y disponían de internet. El boleto costó once dólares para casi cruzar un país. En las estaciones de paso comía sándwiches con inmensos chorizos. Compraba algunos para jóvenes que miraban porque sé lo que es tener hambre ¡Ay, París! ¡Ay, Alexandria!

Indiqué al taxi el lugar donde te encontraría a las ocho de la mañana. Nunca he de olvidarlo, venías de negros cabellos, alta, de tobillos delgados como cañahueca y el cuerpo que a medida que subía crecía y formaba un arco de triunfo fantástico por donde quise imaginar desfilaban caballos un catorce de julio.

No te gusta que te llame Ekaterina; prefieres Kate, como Katherine Mansfield. Catalina en español no es atractivo, pero, bueno, Kate serás, aunque en mi privado recuerdo, Ekaterina, disfrutando del museo de fotografías y con velo cubriendo la cabeza en la ortodoxia tenebrosa de los iconos que observan.

Hubo un río, un par de iglesias, algún museo, el parque Gorky, el laberinto de espejos donde debí haberme escondido para siempre con tu multitud de imágenes. Me senté a esperarte en la penumbra soviética de una clínica de belleza. Te hacían un masaje de piel mientras desde un sillón rojo veía tu nuca y la gruesa enfermera con brazos de panadero.

Otro taxi me llevó al hotel. La rubia Anna era bella y recepcionista. Conversamos en mal inglés y le prometí un café futuro que no sucederá. Desde Kiev, donde otros hombros secuestraban el placer, te olvidé de inmediato. Y hoy, dos años después, te sueño. Te leo a las tres de la mañana contándome que las cosas no van bien en Kharkiv, que te endeudas con el banco porque los salarios, con la pandemia, se redujeron a la mitad. Quiero ir, me prometo, pero hay calendarios y hay una muerte colectiva que viaja en bicicleta y en avión, que vive en la piel del tomate o en puertas de inocente apariencia.

Kate, Kharkiv sin ti no existiría, ni siquiera la toma y daca de los ejércitos el 43, creo.

Krasnogorovka, en ruso; Krasnohorivka, en ucraniano. Si calculo, no está tan lejos de las tierras de Majnó. Pues mi promesa de volver se hará y he de verte. Que aquellas almejas que no probé todavía están. El hielo no ha dejado de ser hielo. Y según veo en tu última foto jugando baloncesto, las piernas siguen duras como acero, pero tenues, suaves. Jazmín y cedrón.
03/04/2021
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Imagen: Zinaida Serebriakova 

 

Thursday, April 1, 2021

El Café Suassuna y John Fante


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Albañiles caen de la Torre de Babel. Nadie los ayuda; no se sabe si gritan, o cantan.

Ciertas motos en miniatura están debajo de las placas de Colorado y Texas. Jawas de opereta. Libertad del cuero, de buscar el destino, incluso con la risa de Jack Nicholson, sabiendo que ahí solo está la muerte, puertas batientes de confesionarios que tienen casullas de monje o estopa negra de tu sexo paulista.

Chillcha, dicen de la lluvia chica, en la ciudadela que ha perdido el aroma de sus lenguas. El espectro de John Fante me busca, ¿dónde estás Los Ángeles, mi alegre villa en la arena? Me busca pero me escondo entre los siempreverdes.

La noche pausada va anulando los gritos. Babel se ha trasladado a París. En la esquina de Velika Arnautska y Preobrazhenskaya las putas parecen princesas, o hadas. Atravieso como un fantasma entre las calles arboladas. Penetro en la Moldavanka donde los únicos que viven son bandidos o judíos. Ni lo uno ni lo otro soy. ¿Dónde estás, mi ciudad Denver, flor de montaña, oso negro que en lugar de matar come basura?

Ven, le digo a John Fante, a quien he buscado y sentado para un café con bombones, afectos que somos al bourbon pero imperfectos.

Cuando uno quiere eludir sus propios pasos, confundir la propia huella, termina dando vueltas en un asunto sin fin, como la desdichada Anna Volskaya, cuyo sexo rosado y afeitado fue su mayor problema, hasta que decidió perderse en una villa campesina de Sumy y saltar a Belgorod donde un avión la llevó como carga de carne a China, tierra de caníbales rasgados y ricos.

Terminamos el café, continuamos con jugo de piña, imperfectos que somos aficionados al bourbon. Esperamos, en la puerta de entrada, el paso del tiempo y las amantes escondidas. Las horas son acarreadas por inmensos mulos grises hasta la punta del zigurat.

Mujer que miro tus tetas como obeliscos etíopes. ¿Miras detrás de tus anteojos o no? Envidio tu ceguera, la pupila neutra por donde no cruzan los minutos. ¿Dónde estás Cochabamba con tu flor de papa? En las alturas de Colomi florecen los verdes. En la Moldavanka de Odessa florecen los judíos hasta que los siegan los soldados.

¿Dónde mi sombra que no la encuentro? Y ese, Johnny, es nuestro brutal dilema, que ni sombra reflejamos. Círculo polar. Al fin destapamos el bourbon, bebida que no hace olvidar sino que olvida.

Caen más albañiles de la torre. No los entienden. Creemos que gritan, pero cantan.

23/02/2019