Thursday, December 29, 2022

Postreros salvajes


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Walk on the Wild Side. Lou Reed. Francine baila desnuda en los altos de la calle Venezuela. Odalisca, mueve brazos como áspides de lengua larga. Pican, duelen, matan. La luna no entra por aquellos cuartos, la poética va a oscuras. Cortinas cerradas del lado salvaje. Percibo tus vellos azules, los pintó Franz Marc cuando moría. Lo recordaba Else Lasker-Schüler; lo llamaba “mi caballo azul”. Escribe ella sobre su piano azul:

Tengo en casa un piano azul
Aunque no sé ninguna nota.

Está a la sombra de la puerta del sótano,
Desde que el mundo se enrudeció.

Tocan cuatro manos de estrella
-La mujer-luna cantó en la barca-,
Ahora bailan las ratas en el teclado.

Rota está la tapa del piano…
Lloro a la muerta azul.

Ah, queridos ángeles, abridme
-Comí del pan amargo-
A mí con vida la puerta del cielo-
Incluso contra lo prohibido.

 

¿Dónde está ahora hoy que nieve y árboles rotos mi muerta azul? César Vallejo pregunta por su capulí; yo demando ver aquel cuerpo índigo de Jawlensky. Ágata en la noche de los cánticos fascistas; zafiro de la mañana levantándose sobre inmundos efluvios de alcohol. Muere este año, muere la llamada humanidad. Camino de la tumba necesito recordar que había color, que el cielo se extendía desde las uñas de tus pies ingleses hasta tus ojos italianos. Te recuerdo mientras escribo a otra mujer. Los nichos no se tocan. Ven, camina por el lado salvaje, por mi lado salvaje donde ya no duerme el cuchillo de los asesinos, la adarga del castigo, la lanza de los lansquenetes.

 

Me apoyo en Lasker-Schüler, muevo su mano: “Y la nube de la noche se bebe
mi profundo sueño de cedro”.

 

¿Eres la sulamita? ¿La mujer tranquila agobiada por mi espanto? Me responde Else:

Y yo me consumo
con floreciente dolor de corazón
y me desvanezco en el espacio del mundo,
en el tiempo,
en la eternidad,
y mi alma se extingue en los colores de la noche
de Jerusalén.

 

Tal vez Berlín, tal vez Odessa, o incluso la triste somnolencia de la oscuridad cochabambina. De Cochabamba fuiste a Londres; luego a Leeds. Todavía te perseguí en un barco irlandés, en La Habana vieja cuando trabajaste para el Foreign Office. Después el silencio que piernas y sexos tenía y tuvo y tiene y tendrá, pero algo de silencio, esa acumulación de muertes que traen los amores idos. Donde no caben sudores. Nichos que no se tocan. Todavía suenan los Kinks en mi radio, aún 1965 persiste. A pesar de la muerte, del año que perece con multitud, de armagedones sucesivos, todo late; parece un corazón a la intemperie. Sangra, nunca deja de sangrar; se burla de la sequía del fin. Hablamos de apocalipsis y estamos tan vivos que se hace retórica. No eres santa pero eres bendita, mi muerta azul, movediza como los cielos de Vitebsk, única y propia, como tal eterna, privada.

 

Toco tres veces en tu homenaje Walk on the Wild Side. ¿Dónde dejaste la ropa? Ojalá que jamás la encuentres. No morirás de frío, el frío no toca el azul. Entre los dedos diría que llevas flores, pero también hojas de afeitar como los rateros de Caracota. Un beso aquí, una daga allá. Me desangro como cochinillo en matadero. Todavía no sé amar pero conozco morir, y mejor conozco resucitar sin ser el Cristo de las alucinaciones.

 

Te escribiría un poema pero sigo analfabeto; sin embargo lo sabes, quizá mejor que nadie, sabes que esta sombra trashuma entre Dylan Thomas y rosadas pepitas de molle, que tira dados de Mallarmé mientras olisquea eucaliptos entre grises y azules. Nostálgica Inglaterra, lo dije cierta vez. Pero, perdona, te amo mas debo terminar otra carta de amor ahora que obtuve rudimentos de lenguaje y anoto letras como runas de picapedrero.

 

Termina la poeta judío alemana:

Me traen lejanas manos a casa
Un piadoso ramo de hoces amarillas.
La manecilla anda silenciosa por la esfera
Del reloj de sol, que oro de mi vida tiene.

 

Día soleado de nieve pesada y ramas que caen cargadas con festejante ritmo de banda.

29/12/2022

 

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Imagen: Alexej von Jawlensky/Cabeza en azul, 1912 

Tuesday, December 27, 2022

Alcools


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Alcools. Vasos dispersos. Apollinaire. Un chorro de vino seco sobre la espalda de Francine. ¿Acuchillada, muerta? Todos estamos muertos. Camino entre la vociferante horda fascista. Me miran, me interrogan, que viva Bánzer. Alcohol. Vasos. Botellas rotas. Una hebilla de cinturón se estrella contra el escritorio. Hace muescas en la madera, cicatrices que con el tiempo olvido. Francine está tirada en el piso, desnuda, nunca he visto una espalda tan blanca. Tienes espalda de sábana. Una mancha roja, casi polvosa, se mantiene allí. Respira, no está muerta, solo ebria de vida mientras yo de muerte. Por qué tienes la espalda tan blanca. Sobre ti sangran botellas, una a una se derraman. Corren por tus vértebras, como bajando escalones; penetran suaves entre tus nalgas y parece, por el hilillo seco y tumefacto, casi rayado con lápiz rojo de jardín de infantes, que algo salió de ti.

 

Un espíritu. Alcools. Apollinaire. En el frente suenan los obuses, Madeleine. La caballería blanca corre sobre el empedrado de Kiev. Soy un enfermo, un hombre malo. Dostoievski convertido en yo, Claudio en Dostoievski. No, no es cierto, tan solo un enfermo. En el jardín de un caserón de Viena leo a Georg Trakl. La banda fascista arrebata con Viva mi patria Bolivia, una gran nación… No tengo ni vida ni corazón para dar. La avanzada blanca ha tomado Kiev; los bashkires se repliegan de Petrogrado. El viento mueve las páginas de libros entre los vasos. Un licor turbio, de maíz, chicha de la tierra, opaco, se mofa de mí. El vino se derramó en una puñalada, dada por la espalda. Francine agoniza, el crimen de la calle Venezuela. El crimen de la calle de la morgue. Un gorila se descuelga del tejado.

 

De pronto creo que tengo alas. Una multitud de muchachas inglesas vitorea. Me creo avión, helicóptero. I’m going home by helicopter. Vuelo. Salto por encima del cuartel general de Acción Democrática Nacionalista. Entonces no había Cristo en el cerro San Pedro. Aterrizo. Debajo contemplo a los amigos ebrios buscando piedras para arrojar a los buses atestados de pasajeros. El ímpetu de la masacre, delicias del asesinato. Sogas cuelgan de los algarrobos del cerro pedregoso. Sogas en las que se mecen los Judas. Y las Judas, porque Judas es hasta nombre de mujer, o solo de mujer.

 

Una carreta traquetea hacia Alalay.

 

Salto veinte años. Dieciocho los dormí entre las tarimas del estadio popular del Barrio Petrolero. En Alalay han puesto caimanes y un cocodrilo de quince metros para mantener bajo el índice poblacional. Lo alimentan con abortos o él se alimenta con infantes a los que maliciosamente han dicho que en las aguas de la orilla hay ispis. El hambre es mala consejera. Buscan ispis; hallan lombrices. Y de pronto las fauces se abren igual a un anfiteatro donde canta Juan Gabriel y los devora. Jonás. Jonás. La ballena de Béla Tarr viaja sobre un carromato. Una carreta tira hacia Alalay. Llega el circo, con el circo los gitanos pelirrojos, de tu carne harán aretes, picadillo de carne para el desayuno de los caballos. Si supieras. Lo triste es que lo sabes y no dices nada. Callas como sor Juana, te han dicho que te calles. O no te importa…

 

Despierto. Suena una mosca como antenoche los morteros: ssssssss, zzzzzzz, shshshshsh. Chistean antes de matar. O de morir, porque cuando una granada estalla, muere, se desintegra, pierde el cuerpo redondo y sólido de las chicheras de Caracota.

 

Sigo volando, sobrevolando, hasta que me estrello, apenas bajando hacia el abra que cruza hasta Sacaba. Pingajos de carne que disputan los jilgueros cabeza negra, los monjes de las aves, casi dominicos en auto de fe.

 

La sábana espalda se mueve. Susurros en inglés de Leeds, de Yorkshire. Apuro la copa que queda sobre la mesa, no sea que me la arrebate el general, o la mujer resucitada, o amigos que vienen a quitarme los vasos mientras entonan desesperadas canciones de amor.

 

Leonard Cohen. Un auto que corre de crepúsculo a noche. So long, Marianne. Me he desviado del camino, no sé cómo volver, no hay balizas para mi retorno. Despego entonces, ya dispuesto, hacia arriba, siempre arriba, misil tierra-aire que caerá más tarde en forma de lluvia, sobre maíces impertérritos, ajenos, fríos.

 

Caravaggio.

 

25/08/2014

 

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Publicado en MADRID-COCHABAMBA (Cartografía del desastre), con Pablo Cerezal. La Paz, 2014; Madrid, 2015

Imagen: Jean Arp

 

Wednesday, December 14, 2022

¿Por qué caminan de noche los mendigos?


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Me escribes desde Finlandia. Aseguras que me encantaría ¿y cómo no? Territorio de misterio, de grandes bosques y mayores aguas. Rusia y Suecia se exterminaban allí, de a uno, mientras lo oculto cobraba lo suyo (véase el filme finlandés Sauna, de Antti-Jussi Annila, 2008).

 

Estoy sentado esperando el trabajo. 11:49 pm. Miro la pantalla del teléfono, colores de Chagall, aguas también, pantanos por doquier extendidos al sur, al norte, a Lituania. Caballeros livonios hundidos en el fango por casi dos mil años. Cruz, espada, religión y fuerzas negras.

 

El invierno trae consigo a Béla Tarr, el gris de la miseria, la inercia del que no tiene futuro. Tomas largas porque larga es la vida del pobre. Lodosa, húmeda. Un miserable se escurre entre pilares de un cruce de autopistas. La medianoche y los mendigos no duermen, nunca duermen. Pregunto a Emily por qué, que me parece tan extraño, que los veo vagar entre las doce y las seis, no importa si con diez o veinte bajo cero, estirando bicicletas, empujando carritos de supermercado rebalsando de sinfín de bolsitas plásticas que contienen más basura: un alambre, que no sabes cuándo has de utilizar, una rueda de carro de bebé desvencijado, papeles y gomas que son el oro del mísero. Necesitas papel para limpiarte el culo en un universo sin baños, para remover las pústulas sanguinolentas de tu ojete cariado.

 

Pongo, para distraerme, música popular de Sicilia. De Reggio Calabria. De los albaneses del Abruzzi, en grabaciones originales de Alain Lomax y Diego Carpitella. Pero no me distraigo. Trago, ni como ni devoro, una pasta insabora; el jugo del pomelo es agrio y placentero. Si la temperatura subió a veinte Fahrenheit será mucho. Cuento billetes de a diez que cambiaré en de a cien cuando se pueda. Como el judío Fagin de Oliver Twist. No me distraigo, aseguro, porque a pesar del frío observo. Encuentro a un mendigo metido en medio de un callejón de casas ricas y cubierto con una gran chamarra descolorida. Levanta la chaqueta y mira aterrado. Quiero decirle que se aleje de allí, que ese silencio y esa paz son engañosos, pero no deseo acentuar su miedo. Me voy, desaparece con destellos rojos de las luces de emergencia.

 

¿Por qué caminan toda la noche?, dime Emily. Sé que no hay dónde dormir, que donde te acurruques te sacará la policía. El Ejército de Salvación y otras organizaciones no tienen suficientes camas. Me dice el Arcángel que a las 7 de la mañana te expulsan de allí, que solo es para pasar la noche. Te ponen a la intemperie porque hay otros en larga fila. Debes esconder los zapatos debajo de la almohada porque te han de robar. En el refugio los pobres olvidan que son colectivos y tratan de sobrevivir por sí solos. Perro muerde a perro, hombre ataca a perro y perro destroza a hombre. Humea un guiso de frijoles dulces; se atenúa el azúcar con trozos de chile guajillo. Cuando el foco que tiene marcado 50W se apaga comienza la función. Y eso entre privilegiados que al menos por hoy disponen de una cama. Los de afuera, los de abajo de siempre y de Mariano Azuela, trashuman, deambulan, se detienen entre unas matas y dormitan media hora; se levantan y siguen, sin rumbo, por millas. Insisto: ¿por qué, Emily?

 

Mi hija Emily es una masters en Historia con grande sentimiento social. Así como estudia a los muertos debajo del Cheesman Park, lo hace con los vivos y sus organizaciones marginales. Dice que los mendigos vagan según los veo a diario porque si se asientan en algún lugar son atacados, no solo por sus congéneres ávidos de un plástico azul o un frasco roto, ávidos de sexo que es imposible conseguir si no por la fuerza, sin distinción de género. Un ojo abierto, legañoso, cubierto de escarcha, alerta al menor ruido que bien puede ser el de ratas grandes como gatos. Acosados, golpeados y muertos por malentretenidos de la ultraderecha, de la tonta juventud, la mota y el hielo y el coco y el pcp y demás aditivos de la irrealidad. Asesinados por dulces vecinos de Biblia y rezo dominical, adoradores del “Jesús naranja” como se ha dado en llamar al profeta Trump. Y por tantos más que ni sabemos, incluso quizá por liberales para quienes el extremo del mundo llega a ser prescindible además de inmundo.

 

Hablo de mendigos solitarios, o con pareja y uno o dos hijos. Otros, en grupos, se han concentrado en lugares como mínimas villas miseria donde imperará su propia ley y habrá caciques y santos. Conforman comunidades enclenques, fáciles de ser desbaratadas ante un movimiento policial previo al amanecer. Hay que lavar la ropa antes de que el público vea, o huela, que estaba sucia.

 

En la esquina de la carretera 25 y Dry Creek Road está siempre un muchacho cuyo cartel reza que tiene la espalda rota. A veces duerme con las piernas sobre la calle. Nos saludamos porque en ese semáforo me detengo cada once de la noche para girar a la izquierda. A veces le paso cinco dólares que valen más que Cristo y dice que me bendiga Dios. Pienso dentro de mí: reza para que se aleje, más bien. Pero no digo nada. No vale el sarcasmo ante el hambre. Hago como un saludo militar y desaparezco a mis cuitas. El auto está caliente y tengo una cama destendida en la calle Clarkson que calentaré con el cuerpo y los deseos.

 

No son los tristes pueblitos de la llanura húngara, pero el brillo de los ojos tristes se asemeja en todo lado. Yo también tengo la espalda rota pero el martes me la quemarán y dicen que resultará una nueva. Tengo hijas y tengo hermanas ante quienes a veces me gusta jugar al niño inválido. Dispongo de asociaciones humanas que me causan festejo, me brindan alegría.

 

Entre los mendigos itinerantes he visto también jóvenes mexicanos y centroamericanos que no han conseguido trabajo. Andan de a dos o de a tres, con mochilas a la espalda y bufandas regaladas para cubrir orejas y nariz. Llevan el cabello cubierto de copos de nieve como yaks de la tundra.

 

Recuerdo en París y la Île-de-France que olía comida casera en los mugrosos y grandes  edificios de inmigrantes y deseaba estar en casa. Dormía en lecho prestado y comía cuscús frío en lata de a franco. No comparo mi hambre pero hambre era. Mamá nunca lo supo y me alegro. Papá me hubiese dicho: “aguante, carajo”. Pero ante mí tenía un mundo, no un carro de mercado donde arrastrar mis miserias. Ni siquiera pasó por la mente que podía terminar así. Y no lo fue. Mucho vivido y dolido, cierto, pero jamás en desesperanza. No puedo imaginarlo pero quiero imaginarlo, porque entender las cosas como son y las preguntas que nacen de ello es parte de templarse y de saber que estamos rodeados de hijos de puta. ¿Soluciones? En este mundo pocas hay, menores o imposibles en pobrezas endémicas como las nuestras del sur. Béla Tarr se extiende en un aburrido plano gris. Por su retina no pasa la fanfarria de Kusturica, lo suyo es como una ballena deambulando en la puszta, algo sin fin ni principio, sin agua y con sed.

 

Con sed con sed.

14/12/2022

 

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Imagen: Miklos B. Szekely como Karrer en el filme de Béla Tarr La condena (1988)