Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Comienza con un muchacho que a los diez años, a las ocho en punto, termina sus clases en la Alianza Francesa. Hoy hablaron de La maja desnuda y la profesora dijo que no le parecía copiada del natural, por la posición de los senos. Poco puede saber el chico aunque le gustaría saberlo todo.
A las ocho y cinco, arreglados cuadernos, el volumen celeste de lengua
francesa, se alista a partir. Cada día tiene unas monedas para tomar en la
plaza 14 de septiembre un “quinientero”, taxi de quinientos que se convertirán
pronto en cincuenta centavos con la devaluación. Pero prefiere caminar. En un
año de ahorro forzado, de llegar más tarde a casa, ha ido formando su
biblioteca: Verne, Gogol, Tolstoi, Sienkiewicz; la bahía de Hudson, la
Perspectiva Nevski, los cosacos, Lublín.
Así salía de clases. Por unos años papá me tendría allí, reeditando sus
lecciones con Madame Putifar y
soñando con París. Por qué no, lo disfrutaba. Me sentaba a leer Paris Match en
la antesala y a observar a una profesora joven, Elisabeth Michenot, que
resultaba más bella que el francés en su conjunto.
Remozaba los caminos de retorno para combatir el aburrimiento, y en la
calle Baptista, bajo la sombra de los muros de piedra del convento de
Carmelitas Descalzas, me detenía a tomar api solo, sin pasteles, en vasos
largos, muy delgados en su base y anchos en la desembocadura. Api rojo hasta
que me enteré que la otra olla era de blanco y desde entonces los combiné. Niño
aún, el api sellaba una estrecha relación con la ciudad que jamás se ha
diluido. A veces no estaban las vendedoras, quién sabe por qué, y me invadía el
desasosiego. Peor en cierta ocasión que permanecí en la AF más de lo
acostumbrado, por el cine gratuito del miércoles en que pasaban Orfeo
Negro. Cuando en una escena apareció el personaje vestido con traje de
calavera me estremecí y supe que con la muerte iniciaba una relación también
muy estrecha. Caminé apresurado y deseoso del calor que traía la bebida y no
estaban, no había nadie. De las antiguas paredes juré que me miraba el
esqueleto del carnaval y corrí.
Eran dos caseras con dos mesitas y ninguna silla. Por lo general, los
parroquianos se sentaban en los bancos de la plazuela Granado. Yo elegía el
pegado al portón de la iglesia, como un acercarme a la tiniebla del pasado
siendo el lugar más oscuro. Poco sabía de la Colonia entonces, pero intuí que
los murallones sabían más de lo que mostraban. En la parte superior se
vislumbraba una ventanilla de alabastro, opaca, y me gustaba pensar que alguien
observaba, desde atrás, desde la historia.
Viajábamos con frecuencia a la Argentina. A veces en tren. Y entre la
llegada del ferrobus desde Cochabamba a Oruro y la partida del ferrocarril a
Villazón, teníamos horas para pasear y descubrir. Frente a la estación, o casi
al frente, estaba el mercado con apis deliciosos. Dicen que viene de allí, de
la frialdad del altiplano y el refugio que esta ciudad minera significó. Pero
el maíz nace en el valle, acá no crece nada, pensaba, y no se me ocurrió hasta
hoy preguntar.
En Ejutla, Jalisco, bien temprano al alba, las viejas preparan atole con
higo. Humean tanto que se diría hay niebla. El atole es a ellos lo que a
nosotros el api. Solo que lo han sofisticado que hasta hay en sabores de
distintas frutas. La masa de maíz retostado, mezclada con piloncillo (azúcar
morena), agua y cualquier aditamento extra produce un brebaje espeso, en
ocasiones más que la bebida nuestra. En el caso del atole de higo no lo
preparan, al menos que yo sepa, con el fruto sino con las hojas bien lavadas, a
las que hierven en el preparado, hasta darle un sabor muy especial.
Conocí el atole gracias a que Ofelia, entonces esposa de mi amigo Israel,
ambos de la sierra de Guerrero, me preparó por mi cumpleaños uno de tamarindo.
Lo trajeron a casa y por días gocé del sabor de un líquido que en verdad era
una reliquia. Purepecha, nahua, zapoteco, no estoy seguro, aunque la palabra
viene del nahuatl atolli.
Cuando manejo por Aurora, o ya a esta altura del siglo por cualquier zona
de las ciudades alrededor de Denver, siempre miro los carteles de desayuno que
con tamales ofrecen champurrado: atole mezclado con chocolate, síntesis que tal
vez mejor que ninguna representa dos de los pilares de las civilizaciones
mesoamericanas. Como beberse el Templo Mayor de un trago.
México, que nos quieren vender como la tierra del asesinato, es mucho
más. Que la presencia de la muerte se palpa en la corteza de los árboles, no
hay duda. Se podría decir lo mismo de España. En Ejutla, cuando los vapores del
atole llenan el aire, es posible también percibir la tragedia. En un mango de
la plaza principal, durante la Cristiada, ahorcaron a un cura que convirtieron
en santo. Cristo Rey cabalgó por allí, y los campesinos todavía se persignan.
Pero sobre la muerte se alza el sabor, y el humo, del que afirman las viejas se
queda en el atole que cocido con leña sabe a él, atole de humo.
Mi peregrinación por el maíz tiende a ser larga y variada. Hago énfasis
en estas bebidas que aunque distintas suelen ser similares, como toda la
paradoja latinoamericana. Han corrido cuarenta años entre ambos extremos.
Siempre que voy a Cochabamba mi padre me lleva hasta el api, y la memoria no
olvida el delicioso api frío con limón que mi madre preparaba en casa.
Ofelia se divorció de Israel. De niño él caminaba en los ranchos de la
sierra sin huaraches y con escuadra (pistola). La vida de Estados Unidos les
enseñó y los distanció al mismo tiempo. Extrañará los atoles de su mujer en la
comodidad de su casa con cable color. Porque hay cosas que no se pueden
olvidar, ni para el chico que estudiaba francés ni para el otro que recogía
piñones de las alturas. Y aunque el tiempo hace difusas las imágenes, todavía
quedan sombras en la memoria, apoyadas en el convento a la luz de velas,
mezclando apis de color como en alquimia. O vahos en los que otras sombras agitan
largos cucharones de palo revolviendo el atole.
29/10/12
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Publicado en FONDO NEGRO (La Prensa/La Paz), 04/11/2012
Foto: Api con buñuelo
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