Friday, June 28, 2024

Violeta es el color del cabello de la sombra


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

La rosa y el clavel, cueca chilena. Silvia Infantas y los cóndores. Cosa hermosa. Fermosa. Bailar en cama de pétalos, por encima de la muerte, de la guerra y de la sangre. Lo único rojo han de ser flores.

 

Viene una terrible canción de Violeta, la Parra, vals tal vez: Qué pena siente el alma. Esa y La jardinera, la mujer frente al olvido. ¿Refugiarse en la naturaleza? Si nada hay más solo que ese concierto interminable de lo salvaje. Nunca más solitario Horacio Quiroga que entre silbidos de yararás. Gritan chajás en la pampa, guajojó en la floresta. Assum preto, lamento del río del que no hay retorno. Mienten los que dicen que todo volverá, que los ciclos retornan. La línea recta no carga ambigüedad, el nordeste seguirá pobre y los santones morirán en la hoguera como ha sido. Cuando cortan la cabeza del sabio Lavoisier, aquel que afirmaba que en la naturaleza nada se crea ni se destruye, solo se transforma, no creería él que luego de que su despojo cayera sobre la paja al fondo de la canasta se transformaría en querubín y seguiría como si nada, en otro estado.

 

El cultivo no es natura, o sí, modificando el entorno para comer; en el caso de Violeta Parra para no recordar, hundir la memoria del ausente en la papa, la del traidor en perejil, la del cobarde en aroma de eneldo picado. ¿Era todo aquello el gringo Favre? Es común entre masculinos, por ello necesitan disfrazarse con cananas, mentirse a sí mismos, llorar como magdalenos y disparar a amantes supuestos y a malas mujeres. Cuando Europa del Este se enfrentó a los mongoles, los hombres fueron a morir, y murieron, quedó en las caderas femeninas que el pasado no pereciera, en ellas se forman los túmulos, se levantan muros y crean refugios. Morir era tenebrosa y dolorosa costumbre en el medioevo; peor sobrevivir el constante vejamen; más difícil aún conservar en medio del saqueo físico la herencia de los ancestros. Lo hicieron ellas, de callado llanto.

 

Llora el cabello indio de la maestra artista. Se pintan canas, lacera el sufrimiento. Líricas a modo de machetes, cortando una a una las extremidades, arrastrando el cuerpo marchito hasta que no dé más, con la imperecedera belleza del dolor, esa que fundamenta la supervivencia de las sociedades, que esconde a los hijos de los asesinos debajo de las faldas, que utiliza las piernas para defender lo de su vientre, que seduce con asco, aguanta con repulsa, única forma de no morir un futuro.

 

Viajaba de ciudad Panamá hacia Denver. Una mínima muchacha argentina, en mano tres pasaportes alemanes, cargaba dos niñas pequeñas en brazos, un carrito de bebé y una maleta. Lidiaba con comida, asientos, hambre infantil, pañales y demás minucias que en realidad son inmensas empresas. Sola, sonriente, desesperada a ratos. Ella contra el mundo, yendo al país en donde vive el esposo, trabajando, con documentos que tuvo que sacar gracias a sus antepasados de algún país que prometiera algo, ya que el hermoso suyo yacía fracasado, inmundo bajo la férula izquierdosa, maldita, que reemplazó a la otra, maldita a su vez, militar y homicida. Cucaracha devora a liendre, pulga a piojo, resaca de revoluciones patrióticas y proletarias que al fin perseguían lo mismo. El resto, bien gracias. Carga, mujer, tus hijos, llévatelos de aquí, escóndelos en las marmitas de granos, que no los encuentren, sálvalos del mal, amén; de mongoles, capitanes, compañeros…

 

Bajo, con el crepúsculo, las gradas del sótano de la calle Ocho. Siendo verano corre un aire helado. Mientras enjabono mis manos, la gitana Sonia Timofeeva hace giros con los dedos y canta tristes canciones sobre un fondo blanquinegro estilo Béla Tarr.

 

Comencé este texto hace unos días, con luz de lámpara halógena, en cierta Cochabamba de la que partiría pronto. Violeta, sí, la Parra, en sentidas canciones de Chile. Luego aviones, Santa Cruz de la Sierra, Panamá, Denver, con el sustento del escrito hecho pedazos. Intento recuperarlo, colarlo con goma transparente más dura que cemento. Si lo logro, no importa. Fluya el verbo. El día ha pasado con sopa toscana de chorizo, papa y col. Sangría de sandía y bayas negras. En la noche me recuesto encima de un colchón de aire con factura extraterrestre. Ni diré que floto, pendulo entre un lado y otro, guardo el centro del lecho para no caer. Con tal infraestructura, mis sueños se tornan más extraños aún, ni para contarlos. Siempre la guerra, no cesan las explosiones en las retinas de mi cerebro. Más que veo, la escucho; la muerte ha venido conmigo sin pagar pasaje, subida al maletín sucio y viejo donde llevo mi antiguo ordenador.

 

Algunos amigos han escrito; otros telefoneado. Quedamos en vernos. Inspecciono rutas y precios de pasajes. Casi reservo, por dinero irrisorio, entre febrero y abril del año próximo, un viaje en ambos sentidos entre Denver y Belgrado. Me encantaría hacerlo. Justo hoy que mi amiga Paula me da números para vivir en la capital serbia mes por mes, o en Novi Sad. Sé que está el Asia Central en mis prioridades pero no tengo premuras ni compromisos y puedo elegir entre Pierre Loti e Ivo Andrić cuando así lo quiera, uno no excluye el siguiente y el tiempo es la gran ramera.

 

¿Dónde quedó la Violeta? Se supone que era un texto trágico asociado a sus hirsutos cabellos. Con la tecnología puedo recuperarla, aquí y ahora, de inmediato, pero cambió el panorama. No veo desde lo alto las orillas cementadas de la torrentera detrás de mi colegio. Ni el feo edificio en donde alojan, no dudo que torturen, niños pobres o especiales. Ando calles limpias, siguiendo filas de un orden quizá ficticio pero confortable. A pesar de que observo miríadas de mendigos (veinte años atrás no existían) y de que ya por donde vayamos nos rodea miseria, he perdido el hilo de la narración. No caeré en Volver a los 17 ni en agradecer a la vida, quiero quedarme con el retumbo del vals tiniebla, del callejón sin salida. Sobrevolaron revólveres cargados alrededor por décadas. La voz era más valiente que la acción y la curiosidad acerca del porvenir impidieron que cayesen sobre mí como lluvia ácida. Y tus blancas piernas, claro, con el pasadizo penumbra del Nirvana. Y tú, Violeta, insalvable, indispensable, sola, la vida hecha polvo sin lluvia ni descanso. No bastó regar el jardín, ni que al marimacho que excavaba le siguieran plantas que darían frutos color escarlata. Toma un momento terminarlo, puede que sea la mejor manera de extirpar el inmortal recuerdo, la pena de solidez infinita, ojos de sauce llorón.

 

Qué me depara la noche, no sé. Puedo augurar bombas y siseos de metralla, lanzagranadas como esputos rítmicos. “Escribir: tratar de retener algo meticulosamente, de conseguir que algo sobreviva: arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca o algunos signos”. Angustia de Georges Perec.

28/06/2024

 

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Imagen: Arpillera de Violeta Parra: Hombre con guitarra, 1960 

Friday, June 21, 2024

Crimea


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Quince años atrás, más o menos, miramos con Ligia, en Aurora, el filme ruso Roads to Koktebel ( Boris Khlebnikov y Aleksei Popogrebsky, 2003). Usual nostalgia eslava, encrucijadas de vida entre pasado y futuro, miseria o vivir con cierta decencia. Nada mejor para ello que este pequeño y hermoso rincón de Crimea en la costa del mar Negro, cuyo nombre en tártaro significa “tierra de las colinas azules”, no lejos de una ciudad que siempre ha sido mítica para mí: Feodosia.

 

Estando en Odesa, bajando las escalinatas, caminaba por el parque griego y observaba la tierra al otro lado del mar. Sé que estaba equivocado, que no eran ni Crimea ni Turquía pero los sueños no necesitan convertirse en realidades. Viniendo de Estambul, de noche, maravillado por el Bósforo desde el cielo, aterricé en el modesto aeropuerto de la “perla del mar Negro”, conglomerado urbano de conventillos por los que se escondía Benia Krik, calles de Isaac E. Babel, mi autor favorito. No llegaron las maletas y por un momento dominó la ira; luego me tranquilicé, con mi maletín de mano tenía suficiente para un par de días. Gris, según recuerdo, el color primario de ese aeródromo. El taxi condujo cerca de aguas brillando en la penumbra, espacios arbolados hasta llegar al hotel en una esquina iluminada. Debajo de un farol, enfrente, se reunían prostitutas que se acercaban a los autos detenidos y partían en ellos hacia el oficio.

 

Quizá medianoche ya pero igual salí. Bajé por la avenida que descendía al centro. Bulbos dorados de ortodoxia al lado derecho. Negocios cerrados, basureros en cada bloque, no daba impresión de ciudad sucia. Retorné a mi amplio dormitorio y dormí muy bien. A las ocho vendría Anastasia. Hotel Alarus, guardo pequeños souvenirs, un jabón, una tarjeta. Pronto serán seis años y no ha cambiado mucho el silencio. Decía en un chat, ayer, de cuánto pensaba en Ucrania. No era solo literatura, no solo historia. Algún gen perdido por ahí tiene presente de forma inambigua todo esto. Estaría en los bajeles de Heródoto, herencia de Panaït Istrati... Alguien estaría asando shashliks en la Moldavanka o ebrio de imaginación me tambaleaba. Pupilas de épica, romance, dolor.

 

A la mañana siguiente el ponto Euxino. Por supuesto que pendiente estaba de la belleza pelirroja de Anastasia y, sin embargo, me distraía, a izquierda y derecha me distraía. Su cabello hacía perfecto aderezo del aroma que flotaba como azahar. Lo dicho, la tierra al otro lado: Crimea, Turquía, no quería saber más, ni que me aclarasen mi error. Canto de barqueros, afilado de cuchillas. Ahora que rememoro y lamento pérdidas sustantivas, no dejo que el panorama se ensombrezca; estoy en Odesa, puerto onírico y me empapo de su magnífico rocío. Acaricio el bronce que representa a Babel y asumo que he comenzado otra vida, que pongo orquídeas a mis muertos muertos y cucardas a mis muertos vivos. Nada ha de ser igual, he de retornar pronto aquí, comprar casa, desvanecerme en ilusiones, ni sentir que ya no soy. Mas comenzó la guerra. Estruendo de cañones, soldados mongoles irrumpiendo por las calles de Chernihiv, bombas alrededor de las estatuas, renovación de fragores presentes por mil años, martirio al que soy ajeno por nacimiento y empático por lecturas. Estaba listo, me trasladaría a Zhitomir, o a Kamenyets, a Poltava hace poco, pero estallan objetos, parecen crisantemos de feroz amarillo en medio de la oscuridad.

 

Cuando visité el país ya Crimea no pertenecía a Ucrania, había sido invadida y cedida por las potencias occidentales con sempiterna cobardía. Ucrania nunca debió abandonar sus bombas nucleares. Después de Estados Unidos y Rusia, antes que China, era el país que conservaba el mayor número de ellas. Tendrá que reconstruirlas, capacidad técnica tiene de sobra, y en el mundo que asoma esos terribles dientes metálicos serán los únicos en parar la baba infecta de putines y otras especies animales.

 

Leo casi a diario los análisis de un optimista general norteamericano. Rusia va camino al foso, finalmente; para él Crimea es la clave, será la rotura del espinazo del zar de lata. Se va camino de ello. Koktebel tiene otro nombre hoy, ruso por supuesto. No es más la arena-mar que ensoñó a Marina Ivanovna Tsvetaeva, Osip Mandelstam y Andrey Bieli. Ilya Ehrenburg vivió allí y la recordó en sus memorias. Se escondió en sus colinas de los pogroms que asolaban Kiev. Supongo que desde su playa se puede ver la costa turca. No hay turistas hoy en Koktebel. Luego de diez años de la invasión de Crimea por Vladimiro el Breve y de convertirse en paraíso veraniego ruso ha regresado el viento de la historia. Que los espectros guerreros del kanato suban hacia la boca del mar de Azov y destruyan el puente maldito. A ellos, los tártaros, como a los ucranianos, Rusia les ha pesado como un yunque. Hay que hundirlo para siempre en las aguas, al fondo del que nunca saldrá.

 

Dice Nabokov en su cuento El puerto: “Soñó que volvía a ser un oficial, que caminaba por las colinas de Crimea cubiertas de arbustos de roble y de algodoncillo, segando a su paso las aterciopeladas cabezas de los cardos”. Así lo harán aquellos de ojos rasgados cuya tierra fue, y los ucranianos que los combatieron y se aliaron con ellos por siglos también. Violencia, carrusel de sangrientos caballos. Un barco espera, lo sé, en un febrero próximo o en un marzo de aquí a un año. Contaba hoy a Omar de viajes desde Odesa a Crimea, al sitio de la Sagrada Puerta, a Edirne (Adrinópolis) en donde se alistan los ejércitos de Mehmet, a la gitanería de Bulgaria, a Rumania, a esa punta por la que se puede penetrar a la magia moldava y seguir sin descanso.

 

Quiero escribir de rusos despanzurrados, de tanques caparazón de tortuga a los que penetran diminutos drones e incéndianlos en infierno. Desear con ímpetu loco ver la testa rodante del tirano pero no, prefiero enfrascarme en aquella costa que vista desde Odesa creía Crimea. No eran colinas azules; de índigo pueden transformarse si así lo quiero. Por el fin de la guerra. Por Ucrania.

 

Los soviéticos fusilaron al poeta Nicolás Gumiliev, esposo de Ana Ajmátova. Le escribe Vladimir Nabokov:

“Has muerto con soberbia y claridad, como te enseñaba la Musa. Ahora en la calma de Elíseos contigo conversa sobre el jinete de cobre y los vientos africanos – Pushkin”. Como Nabokov, siento nostalgia por la Rusia que amé. Como él, suspiro por la “Rusia sombría”. Por ello deseo que perezca, que desde la frontera de Kharkiv, mirando hacia Voronezh, se vayan disipando los humos del fin del mundo. Tal vez entonces pueda tomar un tren a Tambov, ir camino de Penza, a los verdes prados según describía en 1993 mi amigo Semen, Simón. Invitaré a las hijas a visitarme, las llevaré a Crimea y les hablaré de historia, de frustradas cargas de caballería y de hermosas Roksolanas secuestradas en Rutenia para ser vendidas al sultán. Miraremos el crepúsculo mientras vaciamos en copas de cristal vino espumoso blanco, local, el famoso Shampanskoye Krimskoye. Abriré un libro y en la segunda página caeré dormido. Pondré oído al sonido de afuera al despertar: se acabó la guerra. Solo está el mar oscuro y antiguos marinos griegos cantan en coro loas a Afrodita.

20/06/2024

 

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Imagen: Igor Gusev

Sunday, June 16, 2024

Sábado, álgebra, muerte


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Bebo y Cigala despiertan el sábado del tedio de las pesadillas. Lidiar con nostalgias, para qué si arena somos, dorada lama de la avenida Juan de la Rosa, polvo sin trashumar por religión alguna. Hechos concretos. Voy a perder la cabeza por tu amor, canta el gitano. Soy la Hidra de Lerna y descabezarme no puedo. Perdí ya tantas, con y sin sombrero, ágil el reemplazo, voluntad de obsidiana, alma color y jugo de fruta de granada.

 

Observo por la ventana. Entrevero números en busca de respuestas. Reglas de tres. Delgadas cortinas se agitan con brisa de junio. He de cumplir un año en Cochabamba, tiempo que no cuenta entre traslado, preparación, visitas, arreglo de sábanas, colgar dibujos de Ben Shahn, de Picasso, un afiche de concierto de Siouxsie and the Banshees, 2002. Cuatro espacios vacíos para cuadros que traeré este agosto de Denver. Viajo con una muda de ropa y volveré con cien libros, música, dos litografías originales de Jean-Baptiste Isabey, época del Primer Imperio, coroneles-generales de coraceros y dragones, Francia de la Grande Armée; con uno de los dos retratos que Jenny Gubrud hizo de Jorge Zabala, 1991 (el otro está perdido, lo único que recuerdo es la camisa verde del poeta). Hace poco vi caminando por la avenida Ramón Rivero a una amiga suya, arrastrando piernas y recuerdos, el peso del verano, un invierno que no existe. No pude no pensar en Tiempos viejos, tango emblemático de lo efímero. No me apené, no susurré qué miseria, pobre mujer; el purgatorio es más largo que la muerte, con mucho excede al amor. A tiempo de escuchar el fragor de la guerra que mató mi pasión, cerca, detrás del río Rocha, como si las distancias, las líneas entre puntos, fueran fraudulentos juegos de Arquímedes, burlas de Al-Juarismi. Amé el álgebra, no puedo negarlo, y odié la teoría de conjuntos. Entre aritmética y triángulos deambula la susodicha, amiga del amigo, triste figura de Quijote hembra.

 

Tocan la puerta de mi departamento, que aliste mi modesto maletín de soldado, rectángulo de madera venesta y calzoncillos que elija para fundirme en el crisol del infierno. Sonríes, Irina; tus ojos de no creer, Francine; el vino ya amargo pero ebrio, Pilar. Que puedo engañar al diablo claro que sí, pero estoy cansado, exhausto en el silencio de los muslos, desprotegido sin axilas de mujer.

 

Un mapa de 1723, un trabajo al pastel de Emily que me hace pensar en Gabriele Münter, un cuadro de Aly, al carbón, que me retorna a su madre, para completar el decorado.

 

“Still, you have those happy eyes, yes”. Long Long While, bellísima canción. Aún no ha muerto el Rock and Roll. Hasta que se agote Mick Jagger.

 

Ayer, en la esquina de  la Lanza y Bolívar, un graffiti: “Cupido hijo de puta”. Reí en principio y luego me puse a pensar. Revisaba libros de viejo buscando la edición de Sopena de Los Miserables, la mejor traducción, y quise imaginar cuánta desesperación, rabia, desasosiego había en esas palabras pintadas. Amor hijo de puta, en síntesis. Maldito amor. ¿Fue el tuyo uno? Mientras escogías la luz de penumbra para el primer encuentro, nada que fuese demasiado obvio o escondido, aura perfecta para la cópula espacial, la que nos arrastraría a Ganímedes y vuelta, incendiados en los límites del universo. De tus ojos, la atmósfera; de tus caderas que tomo como primera comunión. ¿Fue el tuyo así, maldito? Debajo del fantasmal San Pedro que carecía de Cristo gigante entonces. ¿Fue el tuyo hijo de puta? Vi temblar tu busto, tus piernas temblar, con baba cayendo de tus fauces caníbales, despintando el rojo de tus labios, haciéndome creer cuando el carmesí creció en los míos que envenenado estaba, muerto, fallecido, corrupto, good bye ruby tuesday, hueles a despedida, casi incienso, olor a meco, aves fantásticas del paraíso, plumajes azules, danza lasciva y mortífera, crestas rojas y patas de amarillo intenso y hervor salobre de tu cuerpo rumor de lava.

 

“Las dos mujeres que más he frecuentado: Teresa de Ávila y la Brinvilliers”, escribe Cioran. La santa y la asesina. Las he frecuentado en París y Buenos Aires y cholitas que rebotaban entre cueca chicha desparramada enfrente de la cerca del aeropuerto, brazo al borde del cántaro en Illataco. Tuertas, afrobrasileras de brillante piel como pulida piedra. Ni santas ni asesinas. Cupido no volaba por allí, por la avenida Aroma en un amanecer con una chilena sentada en mis faldas que casi me quiebra de un cabezazo hacia atrás. Desgraciado, gritó, y desapareció en los pasadizos del mercado Calatayud iluminado por carbones que cocían piernas de pollo en mar de grasa. Abro Sor Juana Inés de la Cruz: “Sosiega, Nilo undoso, tu líquida corriente”.

 

Píntate de negro, no necesito más tus colores de arcoíris ni marmitas de enanos e ilusión. Hazte noche que luto has traído. Ecuación de mil incógnitas, nunca he de resolver tu intriga, tu misterio ha abierto el gaznate por el que grita una pava de monte; estertor, amén de alabanza.

 

“Jallalla Bolivia”, entusiasmado se expresaba en voz alta el que volvía de la emigración sueca. Cuando despertó, apenas con un ojo porque el otro lo tapaba su nariz rota subida en plegaria hacia el cielo. Los azules cielos de Tiquipaya cargaban extraño púrpura; sobre el piso relucían blancos granos de maíz que en realidad eran dientes. Aquel día de semana santa Caín no atacó a Abel sino Abel, lobizón hambriento, destrozaba a su hermano y le borraba para siempre la felicidad del retorno. Jallalla el infierno, las luces no son luciérnagas, a lo sumo fósforos encendidos de gente que busca comida. Huyen las ratas de Caracota para evitar trampas. Sopa de roedor a puertas del mingitorio público. Belleza de Saturno y de Titán pero no hay tiempo de hacer girar sus magníficos círculos. Cupido hijo de puta, al fin lo entiendo. Fábula del desamor.

 

¿Por qué me pongo a cantar? Por los mismos motivos que Fierro. Leí a Benito Lynch. Mi madre trajo aquella soledad de la pampa de la que no me pude deshacer. JumpinJack Flash.

 

Mis amigos enviaron hoy al teléfono alrededor de veinte bendiciones. Detentes, estampitas. Quédate conmigo, “como estampita siquiera”, me viene esa memoria de la infancia. No deseo adentrarme en el contexto, solo que no sé qué hacer con lo abrumador de jesuses y marías muriendo por controlar mi destino. No lo harán, me extinguiré sin rezo. Quizá me maten los chinos a orillas del Taklamakan en mi próximo proyectado viaje al Asia Central. No es mi intención llegar a Xanadú ni ver los desechos del Gran Kan. Me contento con escribir tomando café en los bordes de Bujara. Quedarme quieto, tieso, en el Tian Shan. Te recordaré, Yefim Schleyfer, llenaste mi imaginación con los manzanares de Pavlodar y la tristeza de Karaganda.

 

Soñé viajar con ella, vestirte los pies con botas exploradoras. Llevarías sombrero tipo australiano, de los de la caballería ligera. Nos contaríamos impresiones, vería tu perfil, tu sutileza, para, al fin, cincuenta años de retraso, llegar a la esencia de los cuentos de las mil y una noches. La última página se desvanece y a mí me engulle el desierto para esconderme de los chinos y de dios también.

15/06/2024

 

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Imagen: La boca del infierno, Catherine de Clèves Livre d'heures, 1440

Tuesday, June 11, 2024

Tam tam


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Los danzantes zaoulis, de la etnia guro, parecen flotar en el aire, pasos inverosímiles que sin embargo levantan polvo. Cómo no pensar en Michael Jackson, aunque la música negra, en el planeta todo, se excede en ejemplos. Entre mis favoritos, el taarab de Kenya y Zanzíbar, las impresionantes orquestas nigerianas de los años cincuenta que alegraban las fiestas blancas de la colonia, la íntima asociación musical entre Cuba y el Congo; la diva, la única descalza, Cesária Évora: “petit pays je t'aime beaucoup”…

 

Lo contaba Joseph Conrad, el tráfico de colmillos de elefante. Los guro de la Costa de Marfil tienen hermosas y alargadas máscaras. Compré dos en Denver, muy coloridas además, hace unos veinte años. Al baile zaouli lo conocí después, entre tanta belleza del continente, desde los hombres azules de los montes Atlas hasta los pigmeos de la floresta del África central. Cuatro costas trágicas: la de marfil, la de los esclavos, la del oro y la pimienta, divisiones en base a intereses específicos, europeos sobre todo, y de reyezuelos locales lucrando por riqueza y poder en contra de sus propios pueblos.

 

Horrorosos muñecos de Ghana que me aconsejaron no comprar, tótems malignos, aun así me decidí por un ibis rojinegro, adusto como los egipcios, misterioso y tétrico. Velaba las noches de casa, el sueño de las hijas, la errante transpiración de la esposa. Mudo, de frac como de garzón, por encima de un colorado jarrón laqueado chino y de los discos que sonaban imparables durante las fiestas de otoño. Caminho do Mato, poema de Agostinho Neto:

Caminho do mato
caminho da gente
gente cansada
Óóó - oh!

Caminho do mato
soba grande
caminho do soba
Óóó - oh!

Caminho do mato
caminho de Lemba
Lemba famosa
Óóó - oh!

Caminho do mato
caminho do amor
do amor de Lemba
Óóó - oh!

Caminho do mato
caminho das flores
flores do amor.

 

El coro responde a Miriam Makeba: “Samora Machel, Samora Machel”. Óóó - oh!

 

Decía Senghor: “Y bebía tu terrible rostro a largos sedientos tragos que encendían mi sed”. Alexandre Dáskalos: “Vai a rusga, passa a rusga/em noites de fim do mundo”. La revolución mozambiqueña se hizo con caldo de pollo, djiu de galinha; los borrachos de Cochabamba, “tan queridos en Cochabamba”, recuperaban fuerzas al amanecer con lo mismo. En la esquina de la avenida Aroma y la Nataniel Aguirre, justo al frente de la flota Copacabana. Revoluciones agraria y alcoholera, Óóó - oh!. Ya no solo voces dolorosas del África, pero voces: Óóó - oh! Por ahí estuvo el bar Tabariz. Dueño que escanciaba trago y garrote daba. Sigue el coro de las óes y las áes, y las íes más las ées y úes. Voces, voces, que la tuya cómo era, dímelo, porque al amarte estaba sordo, ciego estaba para escucharte mejor pero te devoré sin saber más, y me comiste la lengua redondeando el desastre, en el alojamiento de ahí a la vuelta, en la Junín.

 

Olatunji. Tambores de Malí. Mis compañeros repartidores de propaganda, mochila al hombro, vienen de Malí, Senegal, del Alto Volta. Comparten cassettes de música. Somos muy notorios en las albas callejas de Marly-le-Roi, invadimos de negritud campos del Rey Sol. Majestuoso baila él contra el horizonte las a veces fatídicas composiciones de Jean-Baptiste Lully. Nosotros, que venimos de la tierra del sol, tenemos que escondernos de sus relámpagos. Andamos por debajo del puente de Argenteuil, no nos ha de retratar Pissarro. Mejor si poco nos ven: bonyur, bonsoa, y basta. Qu'est-ce que c'est que ça?, demandan día a día los patrones argelinos remarcando nuestra estupidez de inmigrantes indigentes. Volveremos mañana, veinte kilos al hombro, descansando bajo la sombra del monte Saint-Michel, en pasadizos medievales, iglesias de Jouy-en-Josas, departamento de Yvelines, región de la Île-de-France. Es todo tan bello y somos tan pobres. Crepuscula en Normandía, el mar se pinta como de sargazo bermellón. Pobres, solos, amaestrados, famélicos. Cuelga François Villon de un poste de luz, y Jean Génet está enterrado. Supongo Inglaterra al otro lado, todavía no conozco a Francine; lloro a Elisabeth. En la esquina de casa, en Vanves, una sombra redacta Madame Putifar.

 

Zee Ferrufino me envía desde Denver un tiktok de gracia y misericordia, de valor, entereza. Firme sigo, pero en constante dificultad, lejos del amor de dios, lejos del tuyo. Pesa, claro; en la romana han puesto mi corazón y voló como pluma.

 

El batán muele llajwa. Unto de lyutenitsa, salsa búlgara, la pierna de chancho. Pimiento y zanahoria, limón en mostaza, perejil, cebollas púrpura y gualda. De aperitivo sambusas somalíes. Afirmaron que eran etíopes y mis amigos eritreos comienzan el borlote. Que si Djibouti y el mar Rojo. Yo que llego de las tempestuosas olas del ponto Negro no deseo hoy discutir políticas del cuerno famoso, me privo de opinión y lento consumo las empanadas de lenteja bien condimentadas. Idi Amin, en la mesa contigua, saca con las uñas huesecillos de las testas hervidas de sus enemigos, parece que buscara el elusivo atoj que llevan escondido en el oído los borregos. Culinaria antropófaga, iconoclasta a su manera.

 

Nusrat Fateh Alí Khan para recibir la tarde. Ana limpia las escaleras, suena a balde lleno de agua. Detergente que huele a lavanda ¡ah, tierras de Francia! No hay paraíso de los trabajadores, ni en la España leal. El barbado rey Leopoldo desayuna perniles de hombres africanos en cama de achicoria y deliciosas endivias de Bélgica. Te desmembran, Lumumba, tus huesos ensanchan las carreteras del Zaire.

 

Escribo una cartinha en portugués y cada vez que digo beijo el teléfono anota Beijing. Beijing en tu memoria, então, beijing en tu pequeña cadera y beijing sobre tus ojos. Quisiera despedir aquella tierra recordando a Ken Saro Wiwa. “Saguquga sathi bega nantsi pata pa (sathi pata pata)”, Miriam Makeba, 1967, tenía siete años y aún no había leído a Homero. Por mucho tiempo descansarían en la historia las huestes de Memnón, hasta que arrastrasen a Héctor, domador de caballos. De Nubia a Troya rumbo a la muerte. De nuevo, otra vez, kuti vuelta:

Fuego y ritmo

Sones de grilletes en las carreteras
cantos de pájaros

bajo el verdor húmedo de los bosques

frescura en la dulce sinfonía

de los cocotales

fuego

fuego en el césped

fuego sobre las calientes planicies de Cayatte

 

Caminos largos

llenos de gente llenos de gente

llenos de gente

en éxodo de todas partes

caminos largos hacia los horizontes cerrados

más caminos

caminos abiertos por encima

de la imposibilidad de los brazos

 

Hogueras

danza

tam-tam

ritmo

 

Ritmo en la luz

ritmo en el color

ritmo en el son

ritmo en el movimiento

ritmo en las grietas sangrantes de los pies 

descalzos

ritmo en las uñas arrancadas

Más ritmo

ritmo

¡Oh voces dolorosas de África! 

 

Agostinho Neto.

 

Noche, noche de las araucarias…

 

Nicolás Guillén:

Canto negro

¡Yambambó, yambambé!
Repica el congo solongo,
repica el negro bien negro;
congo solongo del Songo
baila yambó sobre un pie.

Mamatomba,
serembe cuserembá.

El negro canta y se ajuma
el negro se ajuma y canta,
el negro canta y se va.

Acuememe serembó.
                       aé;
                       yambó,
                       aé.

Tamba, tamba, tamba, tamba,
tamba del negro que tumba:
tumba del negro, caramba,
caramba, que el negro tumba:
¡yamba, yambó, yambambé!

 

Sensemayá

Canto para matar a una culebra.

¡Mayombe—bombe—mayombé!
¡Mayombe—bombe—mayombé!
¡Mayombe—bombe—mayombé!

La culebra tiene los ojos de vidrio;
la culebra viene y se enreda en un palo;
con sus ojos de vidrio, en un palo,
con sus ojos de vidrio.

La culebra camina sin patas;
la culebra se esconde en la yerba;
caminando se esconde en la yerba,
caminando sin patas.

¡Mayombe—bombe—mayombé!
¡Mayombe—bombe—mayombé!
¡Mayombe—bombe—mayombé!

Tú le das con el hacha y se muere:
¡dale ya!
¡No le des con el pie, que te muerde,
no le des con el pie, que se va!

Sensemayá, la culebra,
sensemayá.
Sensemayá, con sus ojos,
sensemayá.
Sensemayá, con su lengua,
sensemayá.
Sensemayá, con su boca,
sensemayá.

La culebra muerta no puede comer,
la culebra muerta no puede silbar,
no puede caminar,
no puede correr.
La culebra muerta no puede mirar,
la culebra muerta no puede beber,
no puede respirar
no puede morder.

¡Mayombe—bombe—mayombé!
Sensemayá, la culebra…
¡Mayombe—bombe—mayombé!
Sensemayá, no se mueve…
¡Mayombe—bombe—mayombé!
Sensemayá, la culebra…
¡Mayombe—bombe—mayombé!
Sensemayá, se murió.

 

En el camino vecinal de tierra que rodea la laguna Alayay, anciano pantano excavado por los patapilas prisioneros en el Convento de Tarata, una aplastada culebra de dos metros. Ahí, ahí, aé, aé, Sensemayá muerta, negro cuerpo de blanca cabeza, aé, aé, ahí, ahí, camino del valle hermoso, expuesta al sol del turbio olor a carbón, arbustos espinosos y Silvia desnuda en Volkswagen índigo color, culebra azul, cola de cinturón, hierba de cola de caballo, cinturón carbón, bam bam bom bom.

 

Maestro Cachao, Israel López, rey del contrabajo y la descarga, ráfagas de mambo igual a metralla: “a Francisquita le gusta el cusubé, el cusubé, el cusubé”.

 

Son carabalí. Chomba, bellota, flor de plátano. Elza Soares canta:

Teleco-teco teco-teco teco-teco
Ele chegou de madrugada batendo tamborim
Teleco-teco teco teleco-teco
Cantando "Praça Onze",
dizendo "foi pra mim"
Teleco-teco teco-teco teco-teco
Eu estava zangada e muito chorei
Passei a noite inteira acordada
E a minha bronquite assim comecei

"Você não se dá o respeito
Assim desse jeito, isso acaba mal
Voce é um homem casado
Não tem o direito de fazer carnaval"
Ele abaixou a cabeça, deu uma desculpa e eu protestei
Ele arranjou um jeitinho, me fez um carinho e eu perdoei

 

Tengo los pies helados, voló por la abierta ventana el chal de tu vientre abrigo. Callaron tambores, ni veo la sabana. Hienas, hienas lloran de niño lloro y creo entrever entre sus gritos que me llamas. Saya de los mandingos.

 10/06/2024

 

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Imagen: Danza zaouli 

Saturday, June 8, 2024

Libro de la guarda


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Dulce compañía.

 

De espectros  lleno el aire que revolotea en el vacío, las delgadas cortinas de tul en tiovivo por sobre mi cabeza. Dormito sol de junio, calienta el cuero del sofá, dulzor de años mozos en las piernas oreadas. Espacios vacíos de los muros para cuadros que descansan y vendrán.

 

Disfruto de la belleza en líneas del trágico Vsévolod Garshin, mientras veo un video de la invasión de los hijos de Gengis Khan a Rus, en las regiones de Kursk, Donetsk, Chernigov, donde ochocientos años después se sigue combatiendo sin piedad.

 

He conseguido varios libros usados estos días, en recuerdo de mi hermana María Renée. Ahora que se acerca el sábado podríamos estar conversando en su departamento mientras ella hace solitarios. Café, Coca Cola, papa frita, pop corn, lujos de la modernidad, sencillez rápida y eficiente para discurrir acerca de la existencia, de lo que fue y pudo ser.

 

Escribe Robert Desnos, hablando de Isidoro Ducasse, “que se llamó a sí mismo conde de Lautréamont”: “Lautréamont ha muerto, ¡malhaya de su cadáver! Y ya que su obra está a punto de propiciar nuevas academias, arrojémosla al fuego.

Y estemos atentos, atentos para derribar todo nuevo ídolo”.

 

Es un texto traducido por Alejo Carpentier. Desnos… Las memorias de Ilya Ehrenburg le dedican un capítulo, oda al amor y a la muerte, haciendo el autor judío énfasis en la pasión del poeta por su pareja Youki, que fuera amante de Foujita. Para ilusionados e ilusos, el amor preserva de la muerte. El ensayo de Robert Desnos sobre Ducasse y su obra es breve, complejo, grato de leer y complicado de desentrañar. Tal vez no, quizá me confunde el oráculo encerrado en mi cocina cantando letanías, la sibila que creyéndome Pausanias anuncia lo letal del destino. Lo cierto es que leyendo me acuesto y en algo, poco, eso me protege de la deformidad de los sueños en donde vivos y caídos intercambian máscaras y un dibujante de cien años antiguo retrata caminantes en puentes con rostro cadavérico, Alemania, principios de siglo. Soldados zombies rusos atacando germanos en alguna torre de 1915.

 

Gloria me regala un facsímil de los Cantos de Maldoror. Luego viste malla enteriza blanca y se mete en la piscina de Quillacollo. Mojada, la tela deja ver su hermosísima sombra triangular, génesis de geometría, fascinación trigonométrica por la arista inferior, el triángulo de cabeza, síntesis del origen de la locura, el verbo en forma de bozo que nadaba por las aguas. Pierdo la razón, me ahogo, ella corre en desesperación y se arroja en manos de la policía. Me disparan, muero; subrepticiamente, en mi velorio la introduzco en el ataúd y lo clavo desde adentro. Quiero que ella sea el gato de Bierce, que viva de mi despojo por meses, cría de avispa negra de alas rojas, nina nina; vuelas, lachiwana gloriosa y fantasmal, tu vuelo es sutil, no de moscardón cabezudo, de pasos delgados buscando tarántulas en el campo que se extendía detrás de casa, terrones de greda, hormigueros. Tu forma detrás de la malla, tu metro setenta y ocho, veinte centímetros de vello rizado, brilloso, casi azul. Herida esparcida de rocío.

 

New York. Gotean las paredes del Chelsea, se diría que sangran, que remojan lo seco de los pasteles con que retratas, grafito, carbón de desnudos en silueta. La escalera interior guarda silencios aulladores, monos salvajes de abiertas fauces, dientes de tres pulgadas caníbales. Hay un lugar escondido por las nubes en el Congo, lo habitan poderosos hombres de espalda de plata, repentinas carreras de peludas piernas patizambas. Desaparece cuando las nubes se retiran. Misterio, siempre, desde que leí a Henry Morton Stanley, In Darkest Africa, y crónicas que contaban que los guerrilleros del Che caían de las canoas, se hundían en los lagos para ser devorados por hipopótamos. Mal sueño, otro de tantos, que ni la dulzura de los versos a Youki pueden borrar. Se esfuman, como las montañas secretas, pero están ahí, presentes, nada impide que transformen en cuerpo al momento, el preciso, el de tus cartas esfumadas, palabras dernieras que pronuncié y no me acuerdo. Amanece, cualquiera diría de lo majestuoso de la creación, de la luminosidad del viento. Pero no, quizá sea una más de las burlas del Maldoror. Hay otro splash en el líquido, un nuevo monstruo marino con pico de calao en extremo inflado y el color de la sangre, a veces de frutilla pero también de mora.

 

El Diccionario geográfico boliviano, de René Gonzales Moscoso, dice del Chimoré que es un río que nace en Misiones Abandonadas y desemboca en el Ichilo. Busco estas misiones en la red virtual, supongo que tienen que ver con las jesuíticas, pero no encuentro el peculiar nombre por ningún lado. Anoto las coordenadas, lo mismo, no hay rincón en que halle las tales fantásticas “misiones”. Continuaré indagando al paso de los días porque me extraña. O hay que dejarlo sin explicación, como un poema de Oliverio Girondo, o como los vértices de un sexo de alquiler de trazos surrealistas con claroscuros de pizarra y basalto.

 

Lo memorizo en viaje sin fecha cronológica, desde la altura del puente. Aguas en desvarío, oscuras, similares al lomo de una bestia negra que repta y enrosca, que engulle su cabeza y jamás muestra ojos. No se puede luchar contra pesadillas sin ojos. Pasé muchas veces y jamás me detuve, bastó una visión para que aprendiera del apocalipsis, además de que el fin tiene el tenue casi dulce sabor de tentación. Y, como Garshin, terminamos arrojándonos por el vacío, volando sin alas de arcángel ni garras de Lucifer.

 

Tediosa cerveza. Saudosa maloca. En el fondo suena Sultans of Swing. Nada alrededor fue antes. Rodeados de párvulos, pequeños cuervos emplumando, nalgas firmes de yunque metálico, caipirinhas de barato ron, cigarrillos Derby dos por un peso. No fumo pero me diluyo en los arabescos claros del humo en contraste con la noche. Me prometo llegar a casa y si es que el metanol no me ha hecho ciego, leer sobre Severino de Giovanni, cuarenta años tieso en mis lecturas. Rosas rojas frescas decoran la ignota tumba de Paulino Scarfó.

 

Boris Godunov. Mussorgski, el falso Demetrio. Hojeo Tientos y diferencias, ensayos de Alejo Carpentier publicados en Montevideo, 1967. Conversaban Becerra y el recordado Roberto Burgos Cantor sobre él y Lezama. La Habana, olas rompían en la pared del malecón. No rezo, no hay oración para mí. Plegarias de cien, doscientas páginas. Mi única y solitaria aproximación a lo sagrado este año ha sido una deliciosa tostada en el vestíbulo de las monjas clarisas, añadido un suave dulce de almendra. Monjas de claustro, a veces se ve una cofia, una sandalia. En la iglesia detrás de una reja han puesto un maniquí con la vestimenta de la orden que al cerrar los portones queda solo. No sé si baila entonces la sacra calva, de cera o carey, con Cristo o con los legionarios romanos. Un lado del edificio huele a refresco hervido de maíz tostado; el otro exhala coágulo.

 

“Montes chapeados: Montañas de la provincia Sud Cinti, al norte del río Pilaya”.

 

“Poconota: Yacimiento aurífero al sur del río Yura, provincia Nor Chichas”. Hermosos tejidos claros por allí. Awayos para ángeles.

 

“Misericordia: Cachuela en el curso del río Madera”. Dios te salve, María, y Gloria te salve, y Pilar te salve, y Silvia te salve. Geografía de sus glúteos, palabras fallecidas de inanición; no las grabé para no recordarlas. Mudas quedaron, pero pálidas y morenas. Piel de libro, dermis que leo y no acaricio.

 

Tiemblan tus muslos como resfriados. Lees a Saint-John Perse. Agria la mandarina, limón verde y color sol, “¡agrios cuerpos de las mujeres bajo las faldas!”. La otra, fiero cabello de crepúsculo, hidra de velas encendidas y a veces, algunas, delicado rosa de guayaba.

 

Dice el ciego Borges: “El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una desilusión”. Se ríe de nosotros en la tumba de Ginebra, con brillo pastel de dientes postizos.

08/06/2024

 

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Imagen: Clara Skinner 

Wednesday, June 5, 2024

La guerra llegó a Rusia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

“Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá”. Si no fuese de tal dramatismo la situación hasta anotaría las carcajadas, “jajaja”. Antesala del “Mambrú ha muerto en guerra”. Dicen que Putin se esconde debajo de treinta metros de concreto en su refugio de las montañas Altai que atacaron con drones los ucranianos hace poco. Susurran que el general Popov, preso por el momento, marchará a Moscú y no se detendrá como Prigozhin. Hay caos en el Kremlin. Y miedo mucho. Es Rusia, región donde despedazan jerarcas, donde la modorra del pueblo se torna carmesí.

 

Trabajo en mi libro Escritos de la guerra de Ucrania. Los editores prometen que saldrá este año y así lo espero. Delgado, breve, anotado en cuartillas a ratos desesperadas. Yo debía estar allá desde marzo del 2022 y el zar desató la tormenta. He contemplado las hogueras en Belgorod ayer con satisfacción infante. Se adelantó la fiesta de San Juan. Solo falta poner chorizos sobre las brasas, untar el pan con mostaza y a comer. Ardía el sunch’u de la niñez a gran velocidad, el fuego efímero al que habría que dedicarle más de un texto. Es un libro que quiero por lo íntimo, lo tenaz, lo odiador, hermoso y cruel.

 

Pensar que miré el camino de Belgorod e imaginé un viaje circular, histórico e idílico, entre Ucrania, Polonia, Bielorrusia y Rusia. Ya nunca lo haré. Iría a Rusia a echar gasolina a la candela, a traerme un pedazo de la quijada del tirano para arrojarla a los perros. Porque además ella, la madrecita, carece de futuro. El Baikal pertenecerá a China, desde los Urales al Pacífico, y a nacionalidades que ya alzan la cabeza oliendo el desastre. La guerra ha llegado, cabalga la muerte desbocada buscando al victimario. ¿Quién podría estar tan loco para apoyarlo hoy? Los millonarios protegen sus millones, no les importa la corona de Nicolás I balanceándose en la calva de este burócrata, ni el excesivo vodka que babea el cocoliche de Medvedev. No dudo que les arda el rabo, saben lo que fracasar implica en Rusia. Y si por cierta ofuscación, que no sucederá, optaran por la opción nuclear, Moscovia habrá retornado al tiempo de las cavernas, sin mamuts siberianos para comer.

 

Mi libro, decía, que estará prologado por Gustavo Soto y preciosa contratapa de Olga Amarís Duarte, avanza. No sé cuánto vaya a durar la guerra; con optimismo, creo que termina este año, carroña calva al meadero. Veremos. Ando elucubrando si para octubre debiera yo estar en Lublín, posponer mi incursión al Asia Central por un tiempo. Ciudad llena de historia, palacio de los Visnovievski, que eran también dueños de Zbaraj, propiedad que perdieron en el alzamiento cosaco de 1648 y que fuera escenario de un sitio épico que con maestría describe Henryk Sienkiewicz, cuando Moscovia era lejano detalle. Hay quien afirma, y no sin razón, que a Rusia la hizo grande Ucrania en el momento que se acercó a ella para protegerse de Polonia. Amplió su territorio de manera impresionante. Pues, continúo, quisiera que este fuese uno de los últimos escritos de aquel libro. Acabará, supongo, así sea en ilusión, con el incendio de Moscú, el de 1612 y el de 1812, sin la confederación polaco-lituana ni Napoleón pero con consecuencias más devastadoras. De tal cronología salió no indemne sino poderosa. Esta vez, no.

 

Patiperreando Cochabamba, hallando ni rastros de lo que fue, escudriñando por el ojo de la cerradura la capilla del Señor de Willque, en la calle Calama, con casa del año 1555 reza un cartel, buscando entre las pollerías a la brasa y leña pasadizos que derivaban en la riña de gallos de la Antezana. En esa callejera exploración encuentro en diez bolivianos Todos los hombres del mundo son hermanos, de Raúl González Tuñón, poeta argentino. Impresiones de viaje por Moscú, Kiev, Leningrado, Pekín, Tientsin, Nanking, Shanghai, Hanchow, Praga, Lídice y una visión de Varsovia, subtítulo de la obra, 1954.

 

Libro bien comunista, pero me gusta González Tuñón y lo soporto. Loas al patrón georgiano, loas a los koljoses de Ucrania sin referencia por supuesto al Holodomor, a los millones de muertos por hambre gracias a la maldición soviética. Habla de la “bestia”, el nazismo, como debe hacerlo. Si viera el poeta que la bestia anda suelta de nuevo, que Putler (Putin/Hitler) camina como maniquí por alfombra roja, consciente, según, de su indiscutible grandeza. En Kursk, en las frondas de Bryansk comenzó a perecer Alemania; también él, allí, en Vovchansk, en Shopino, otrora turística y que hoy huele a parrilla avivada por misiles de crucero. Demasiados los comensales que querrán degustar un trozo del enano, mala carne con llajwa entra.

 

Visita Raúl González Tuñón a Ilya Ehrenburg. Describe su casa llena de Picassos, arte universal, arte popular; me hace pensar en Walter Benjamin y sus aficiones en Moscú. Ehrenburg es y ha sido uno de mis grandes referentes, sobre todo como cronista de su propia vida y de la historia. No tanto en sus novelas aunque siempre recuerdo con placer La conspiración de los iguales, Graco Babeuf…

 

Fotos de los guerrilleros de Vilna recibiendo al escritor. Su paso por España, su errónea aproximación al estalinismo. Inmenso, sin embargo.

 

Fuera de las reuniones partidarias, de ser invitado a lo que los comunistas querían que él y sus acompañantes vieran, habla a momentos de la hermosa Kiev, de las colinas, del majestuoso río. Menciona a Shevchenko, poeta nacional.

 

Ehrenburg nació en Kiev. “¡Y qué hermosa es Kiev! A orillas del Dnieper”, narra.

 

Hermosa, por cierto. Guardo fotografías, cientos, también de monumentos de la era soviética que no existen más, del arco que daba al río, de la lujuria de sentirme allí donde soñé. De recordar a Apollinaire: “Esa mujer era tan bella/Que me daba miedo”. Sorbo la amarga espuma de mi cerveza negra, en el sótano bar de la Saksahanskoho, para subir, algo mareado, hacia el Jardín Botánico, por la diagonal que lleva el funesto nombre del hetman Pavlo Skoropadskyi. ¡Cuán bella fue Kiev! Y lo será, mal le pese a la burda imitación del terrible zar.

 

Preparo la mesa con un recién abierto cabernet sauvignon del valle de Santa Ana, Tarija. Será fiesta con fuegos de artificio. A ver qué quema en territorio ruso Ucrania esta noche. Antes de fin de mes el puente de Kerch será un mal recuerdo. Dice The Economist que Crimea se ha convertido en “trampa mortal” para el ejército invasor. Poco me pesan sus muertos, quinientos mil o un millón, ni su juventud siquiera. Hay lecciones que tienen que ser aprendidas, el tiempo de los monarcas ya pasó. Que lo sepa su aliado el mandarín que por ahí de rebote le toca. ¡Qué bella era Kiev! ¡Cuán bella tú!

 

“Mambrú se fue a la guerra. Lo llevan a enterrar, con cuatro oficiales y un cura sacristán, jajaja, y un cura sacristán”.

04/06/2024

 

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Imagen: Maxim Kantor/The Rape of Europe, 2022

Monday, June 3, 2024

Claudio Ferrufino-Coqueugniot, orfebre de vidas y palabras

  


ELENA FERRUFINO-COQUEUGNIOT


Ayer, en su blog titulado “Le Coq-en-fer”, Claudio escribía sobre “Járkov a ritmo de catira”. Sin prolegómeno que aligere la aventura de leerlo, ha hermanado Ukrania y Brasil; ha pasado de la guerra al baile, en una sola frase tan cadenciosa como falta de estructura verbal. Ney Matogrosso y la música perdida de los judíos de Transilvania se apoderan de un paisaje que recorre la historia, la guerra, la familia y la existencia en su portentosa complejidad. Rusia, Finlandia, China... Catira, bombas y Francis Ford Coppola nos acompañan a lo largo de un recorrido que asombra, a la vez que estimula; pues queda claro que leer a Claudio se convierte siempre en aventura de “pura vida”, como diría Pablo Cerezal.

La prosa de Claudio, en cualquiera de las formas que él explora, constituye sin duda, “un regalo para los sentidos”. Caminar a lo largo de cada recoveco equivale -como dijera yo alguna vez- a transcurrir por la superficie quebrada de un espejo, desde donde se refractan no solo las múltiples identidades de narrador y personajes, sino también las infinitas posibilidades del lenguaje y de las inagotables amalgamas de la historia, el arte, la literatura y la vida. “Honda y cimera urdimbre literaria,” añadiría Pablo Mendieta.

 

Pues es en las palabras donde se ejerce, se concreta y se modifica el lenguaje, como afirma Julia Kristeva. Y Claudio nos confronta en cada texto con una auténtica reevaluación total del discurso y sus componentes. Se percibe en su literatura una suerte de autonomía del significante, una confrontación perpetua con las normas del lenguaje, sin que eso implique, sin embargo, un atentado contra el significado. Todo lo contrario, el manejo que Claudio ejerce sobre la palabra nos procura nuevas y fascinantes significaciones que parecen demostrarnos que no hay límites para lo que se puede decir y para las maneras en que es posible hacerlo; auténtica alquimia de verbo y sentimiento, en palabras de Emilio Losada.

 

Firme contestatario de los regímenes populistas y abusivos, Claudio mantuvo durante años varias columnas de opinión política, que le valieron la censura del gobierno y le impusieron un silencio que, sin embargo, nunca dejó de ser productivo. Pues Claudio escribe como respira, sin tregua. Sostiene dos blogs de gran importancia y audiencia mundial, “Le Coq-en-fer” y “Sugiero leer”; lee incansablemente a los clásicos, como a los jóvenes valores de las letras; conoce de música como pocos, transcurre desde una sinfonía hasta una cueca tocada al piano, pasando por un catereté cantado y bailado por Gastao Formenti, así como “Colombia, Montilla, las noches del Paraguay, merengue apambichao, Ada Falcón...”. Sus lecturas abarcan épocas y geografías inconmensurables. Su erudición no conoce límites y puede así “pasar [los días] entre libros disímiles [...] Vaivén. Péndulo”. Plotino, Severo Sarduy, Pierre Drieu La Rochelle, Benigno Carrasco, Hemingway, Humberto Guzmán Arze, Wilmer Urrelo... imposible esbozar siquiera un muestrario de su universo de predilecciones.

 

Y no solo música y literatura; Claudio se pasea con igual entusiasmo por la historia, la geografía, los hombres y mujeres notables que han transcurrido el tiempo; pintura, escultura, máscaras y miniaturas. Es un recolector incansable de aguayos, artesanías, camiones, estampillas, cuadros, películas... Detrás de su estar apaciguado y timorato, se esconde una portentosa voz que nos invita a asombrarnos con cada una de las palabras que construyen el mundo de su literatura.

“Un novelista es un historiador, nos recuerda Henry James; es el curador, el guardián, el expositor de la experiencia humana.”

 

“El señor Don Rómulo”, “El exilio voluntario” y “Muerta ciudad viva” constituyen, sin duda, su trilogía novelística más importante; sin quitar importancia a su “Diario secreto”, ganadora del Premio Nacional de Novela. Sus escritos -que la Editorial 3600 ha recopilado en “Obras completas”- no se reducen, sin embargo a la novela. “Virginianos”, “Ecléctica”, “El oro de las estrellas extinguidas”, “Fever”, “Nuevos escritos de memora antigua”, “Diario del divorcio,” “Geografía de mis pasos” son joyas de artesano, monumentos construidos a golpe de textos breves, como ladrillos, por donde se destilan pasajes de la vida de Claudio, así como la historia de la humanidad y el arte. “Crónicas de perro andante”, escrita en colaboración con Roberto Navia Gabriel, incursiona en el relato-reportaje, mientras “Madrid-Cochabamba: Cartografía del desastre”, fabricada también a cuatro manos, nos ofrece una pintura particular de esas ciudades desde dos puntos de vista: el de Claudio y el de Pablo Cerezal, con quien confabula un delicioso pasaje por algunos escenarios particulares de la ciudad natal de cada uno, bajo la estructura de ensayos literarios.

 

En sus escritos no novelados, Claudio nos ofrece colecciones de textos inclasificables, a la vez que fascinantes, a medio camino entre el diario, el ensayo, la prosa poética y la fantasía. “Soy un hombre curioso e intrigado por el amplio mundo,” diría conversando con Alejandro Suárez Nedma. Y el resultado de esa admiración por la vida son escritos que guardan informaciones, memorias, sensaciones con “ese estilo tan suyo, de oraciones y frases poderosas, que no hacen concesiones gratuitas al lector y guardan un ineludible compromiso con la literatura.”

 

La obra de Claudio constituye además un semillero de lecturas, una fuente de información imposible de desdeñar. Lo confirma así Jorge Muzam, gran escritor chileno, cuando confiesa que “hace tiempo que desde el sur del mundo, la hoy menos ignota Terra Australis, venimos leyendo con gran admiración al escritor Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Boliviano, americano, universal, todas las categorías le caben con justicia. Hombre encanecido cuyo bigotón se humedece de niebla frente al muelle de la nostalgia sudamericana, la infancia cochabambina, la sabiduría de la estirpe heredada como un trofeo bíblico. Categorizarlo carece de sentido, porque todo le incumbe, la memoria, las letras, el sexo, los amigos, la comida, los aprovechados políticos. Escritor de letras viriles, de macho que no violenta ni transa su condición legada de mil batallas, de incontables soles, de todas las escaramuzas y sábanas marchitas de la historia. A veces la tristeza le cae encima como una mantarraya desmayada. Y entonces pugna como una fiera en proceso de asfixia, sobreviviendo siempre por los motivos pretéritos, por los que dieron sentido a esta marcha aparentemente inútil. Es hombre que se desmadeja mientras escribe, que desgrana, que confronta, que palpa, que incurre en disquisiciones de metapoesía y metaescritura mientras se rasura ante un espejo resquebrajado, que en lugar de la certitud del rostro, devuelve claroscuros de soledad de [alguna] época ingrata.”

 

“Ferrufino-Coqueugniot es un caminante de la historia mundial reciente, un actor-testigo, arcabucero y escriba sin logo ni bandera, solo la valía, el pecho inflado, la vista en alto. La historia oficial lo tacharía de rufián subversivo antes de sumirlo en el olvido, pero la historia oficial está hoy con las alas rotas de tanto montar aprovechados y sabandijas, de escribas y lenguaraces que endulzan la fiesta del poder con adjetivos y tergiversaciones rastreras.”

 

“El reloj sigue su inflexible curso,” continúa Muzam. “Los fracasos, los dolores, lo que pudo ser, las medallas del placer, todo es asunto zanjado, que hoy lo que importa es despertar temprano para volver al trabajo, no sin antes soñar con bellas ucranianas, esculpirlas con caricias, hacerse eco de aquel deseo indesmarcable circunscrito a Gogol.” Porque aquí, añadiría Guillermo Ruiz Plaza, la literatura es vida y la vida, literatura. 

 Ese es, en parte, Claudio Ferrufino-Coqueugniot. 

Cochabamba, mayo de 2024 

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Texto leído en un conversatorio del PEN, Cochabamba, mayo 2024