Claudio Ferrufino-Coqueugniot
En algún lugar de la biografía de Jim Morrison, No One Here Gets Out Alive (Jerry Hopkins, Danny Sugerman, 1980), se menciona (en la traducción castellana, Nadie sale vivo de aquí) aquella adaptación de una línea de William Blake: “Los tigres de la ira son más sabios que los caballos del placer”. Difiere en algo del original del poeta inglés pero cabía para la historia que se contaba, la del Rey Lagartija, vocalista de The Doors y gran lector de Blake, el que buscaba sus fantasmas nativos en los desiertos del sur norteamericano y que perecería como había vivido, sin poder comunicarse con Dios a través del teléfono de oro que le regalara Andy Warhol. Porque no le importaba conversar con la divinidad mientras cantaba tirado en el piso en el concierto de Jefferson Airplane.
En Los
Ángeles, Chino, Ronald y yo, hallamos el sitio en donde actuaron los Doors por
primera vez. Nada que extrañar pero el que arreglaba el escenario de The Whisky
a Go Go era un compatriota boliviano. Nos fotografiamos antes de ir a una
exhibición acerca del Ché Guevara en la UCLA. Gloriosa California, me encantó.
Condujimos ebrios por toda la mágica costa entre Los Ángeles y San Francisco,
con músicas variadas. Atravesamos el
refugio de John Steinbeck y de Henry Miller, los gigantes árboles, las
casamatas que esperaban la invasión japonesa. No digo el año por riesgo a
equivocarme. Yo había invitado a una amiga alemana a que viniera desde Alemania
pero falló. El tiempo no solo pasó, ha arrasado desde entonces. Recuerdo las
fiestas en casa de Juan Araos, en la falda de la montaña, cuando en las
borracheras repetíamos como lema que nadie saldría vivo de allí. Si hago un
recuento, pocos quedamos, pero no fue la locura juvenil que nos terminó sino
las horas. Hubiéramos querido, en tontería romántica, que fuese diferente pero
los Beatles cantaban When I'm Sixty-Four y ahí hemos llegado ya. No nos extinguieron
ni la ira ni el placer aunque he pensado mucho en Jim Morrison cuando viajaba
por el desierto de Sonora y sentía mi propia sangre india agitarse con los
navajo entre las paredes del Cañón de Chelly.
Lo cierto es que fueron días que pasamos durmiendo en el automóvil a
orillas del Golden Gate, haciendo llamadas de teléfono, contándonos cuitas de
amor, intentando movidas de tango en algún lugar de Redwood City. Tengo que
buscar un texto que escribí entonces y que mi amiga Liz, catedrática de Lengua
Inglesa de la Universidad de Colorado, dijo que era una “narración de muchachos”,
sin menosprecio al hacerlo. Bebimos hasta más no poder, nos expulsaron del
último bar, yo con mi libro en mano del avant garde ruso, la década pobre y
fabulosa entre 1920 y 1930. Ya vivía la tragedia en Rusia pero después se
desató algo incluso mayor que la furia, y eso que hablamos de una tierra en la
cual se había aposentado desde hacía mucho el Armagedón.
Los Ángeles, Nuestra Señora de Los Ángeles de Pachuca, la llaman,
rememorando la imagen santa en Pachuca, México. Los “pachucos”, una raza en
extinción, también denominados chicanos, los Zoot-suiters, flamboyantes
danzarines de jugoso atuendo y magnífico ritmo. Mi amigo Gabriel, hoy 68,
pertenece a ellos, el grupo humano devorado no por los gringos sino por la
inmigración mexicana, porque hay diferencia entre unos y otros, “esé”, tienes
que saberlo. “Simón”… Riquísima jerga de la que me he nutrido algo, verbo en
aras de desaparecer tal vez, a pesar de que los nuevos que vienen de detrás del
río Bravo, sobre todo los norteños, han adoptado mucho de ella para su hablar
cotidiano. ¿Qué jerga hablaría mi antepasado ashkenazi en los instantes en que
la historia pareció detenerse? Me apasiona ello, tanto como que quiero aprender
las lenguas locales aquí y tengo que bregar con la negligencia hasta
conseguirlo. Envidia me da escuchar a los paraguayos pasar del español al
guaraní sin ningún obstáculo. Maravilloso, hay que decir, no solo simbiosis de
dos mundos sino universos en sí mismos.
LA, hermosa ciudad, muy diferente a San Francisco, la otra gloria; más
cercana a San Diego pero con la majestuosidad de la urbe inmensa. Otra vez,
encuentro de dos culturas, asediados nosotros por el olor a molle, como si en
medio de la ebriedad, hubiésemos retornado a Cochabamba y el valle, la luz del valle, calentaba los
adobes.
“No he bebido una sola copa”, escribía José Revueltas a María Teresa
desde la seriedad comunista de Moscú. Nosotros, que dormíamos vestidos y con
zapatos sobre las lindas camas de Chino Murillo, ya habíamos consumido las
botellas, bailado, leído poemas de Miguel Hernández, hasta seguido a voz en
cuello las letras de Camilo Sesto. Ni sé qué comimos durante aquel tiempo.
Piezas de danzón y bolero, alternancias de jazz antiguo y Almendra. “Muchacha
ojos de papel a dónde vas”.
Ronald retorna a Washington DC; yo a Denver. Contemplo el llano. Huáscar
diría que cuando bajaba el avión a él le parecía que estaba llegando a Oruro.
Cierto hasta por ahí; seguro que sí en invierno. Venía nuestro amigo al
matrimonio que habíamos acordado nosotros y que realizaríamos en la calle 14 de
Aurora, en la corte de distrito. Largo abrigo azul e inglés llevaba yo, el
mismo que compré con mi primer sueldo en una lujosa casa de ropa de hombres en
la capital. Habían pasado diez años de eso. Ella llevaba otro largo abrigo
marrón y sonreía con su belleza italiana calabresa, esa que enamoraba a los
pasajeros del aeropuerto de Denver cuando llegaba en sus visitas semestrales.
Hasta que se quedó y dos anillos de oro se fundieron con nombres propios y
fecha errada.
Estábamos en California, cerveza en Santa Bárbara, en San Luis Obispo, tiendas con soberbias antigüedades
inalcanzables, la esencia de la riqueza de un país imperturbable. No había
celulares entonces y esperábamos las cartas manuscritas. Las que llegaban de
Cochabamba y São Paulo; las que en el pasado arribaban al departamento de la
rue de Vanves desde el sur alemán, o las perfumadas, pocas y de varias páginas,
que descansaban en la casilla de correo y tenían el sello de Leeds, Yorkshire,
Inglaterra. De las que quiero en este momento recordar, que hay otras. Una
desde una senda cercana a Aurillac…
Camino por Condebamba, cuando el campo era campo y no este entresijo infame
de concreto y metal. Cuando los árboles despedían aroma y sobre las piedras del
río crecían flores amarillas como pepitas de sol. Cartas entonces del tiempo en
que el mundo era mundo. De aquellos tres amigos en Los Ángeles quedamos dos, ya
vueltos del exilio impuesto que fue, para qué mentir, productivo. Pero no hay
que echarse a llorar que todavía la belleza reverbera en lo inesperado. Que lo
trágico que queremos inventar no es real. Son juegos insanos de la mente,
conflictos que no existen. Recordar lo hermoso mientras seguimos rodeados de
él. Hay que estirar apenas el brazo para saberlo, o mirar un mínimo objeto
recogido en el regazo de un petroglifo que cabe en mi mano, sólido y eterno.
Simple, concreto.
Alterno un dibujo chino con otro de La Coruña. La tapa de un disco roto
de Sergio Mendes, estudios sobre la batalla de Tumusla. Qué hermosa geografía
esa, bien abajo, camino de la Argentina y de la historia. Las veces que como
contrabandista habré pasado por allí. Cuando Uyuni era un pueblo olvidado,
despreciado, polvoso y maloliente. El tren corre igual a la vida por una
planicie en la que pululan espejismos.
02/09/2025
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Imagen: Cañón de Chelly