Monday, July 4, 2011

Yo no sé qué me han hecho tus ojos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

A Dorita

Si no te gustan las mujeres que cantan tango -o algo similar-, dice un erudito a Sergio Wolf, es porque aún no escuchaste a Ada Falcón. Tampoco gustaban a mi padre. Es más, alguna vez argumentó que las mujeres no debieran cantarlos. Le respondí igual: es que no escuchaste a Ada Falcón, sobre todo, ya que eres tú, en tu tango preferido: Destellos.

Lorena Muñoz y Sergio Wolf -2003- hicieron un documental que recupera la historia de aquella diva argentina, desaparecida de los escenarios en forma voluntaria, todavía en la cumbre de su carrera, allá por el 42. Wolf que es el peatón que trashuma la pantalla, comienza con un alegato de la memoria, a su vez recordatorio de la fragilidad de las cosas, lo efímero del presente y lo penumbroso del pasado. Fenómeno que no solo abarca a las personas, también a las cosas, las ciudades, sentando por claro que lo que venimos llamando eternidad es falacia. De lo pretérito conservamos poco, apenas un esbozo en grande. Se pierden los matices, o únicamente perviven gracias al impulso de quijotes, como estos cineastas, que intentan arrebatarle a la muerte un manojo de palabras, un atado de recuerdos.

Camina por Buenos Aires, ciudad que si bien mantiene, a medias, vivo el espíritu del tango, lo va de a poco perdiendo. Quedan mitos, una docena de personajes: el Zorzal, la Lamarque, otros nombres que mientras se renueva la población van de la fama al incógnito, de éste al olvido, de allí al silencio. Nombres ya perecidos, irrecordables al desgajarse el calendario, cada vez más abstractos, sin secretos, sin detalles. Teatros que se convirtieron en bancos, cabarets que son Mc Donalds, radios como espacios de alquiler. Dónde los que rutilaron en el arte, cuando el tango pasó de simple alegría de pobres al glamour de la aristocracia. Dónde la sangre.

El director, ya al final, pasea por la Chacarita. Piensa que cuando se vaya del lugar podrán los espectros del tango retornar al diálogo. Ilusión de creer que al otro lado, debajo de la lápida, en el nicho, en el foso, continúa el hálito de vivir, la conversación, el amor, pasión y odio. Ojalá fuese así. El miedo nos trae a Dios, para paliar el horror del callar eterno, que de todos modos se consigue con el paso de los días, aunque uno muera de ganas, en la noche porteña, cuando llueve y se vaciaron las calles, de aguardar por el Bugatti rojo de Ada rugiendo hacia una fiesta de sombras. Por más que esperes, que entumezcas la razón con frío y con alcohol, no has de lograrlo. Si escuchas voces, no vienen del imperio de los idos, son las tuyas propias que reflejan las antiguas y es ahí donde uno se pregunta si no somos eternos, si la única invención fue la de la muerte y que uno es todos los suyos. No consigo responderme.

Ada Falcón nació en Buenos Aires en 1905 y murió en un asilo de las sierras de Córdoba el 2002. Tenía 96. Eligió la seclusión sin jamás aclarar el por qué. Se especuló que se debía a Francisco Canaro, otro mito del tango, con quien mantuvo una larga y tormentosa relación, siendo él casado. El título del documental, Yo no sé qué me han hecho tus ojos, viene de un vals compuesto por Canaro para ella, o así lo suponen. Wolf habla de sus ojos, verdes, que observa en fotografías y que afirma nunca verá. Sucede, cuando logra seguir sus pasos hasta hallarla, filmarla y entrevistarla, poco antes de morir, mostrándole fotografías y videos y haciéndole escuchar sus éxitos. Se ve a Ada, anciana, como susurrando las líneas que la hicieran grande, comentando sobre los personajes de entonces: Tito Lusiardo, sobre Corsini (Ignacio) del que opina era tan buen mozo pero cuán feo se veía en el televisor. Lo buen hombre de Gardel, de quien el director cuenta que amaba tanto la canción (Yo no sé…) que recogía a Ada en automóvil y la llevaba a la Costanera donde le rogaba que se la cantase, mientras un furibundo Canaro, escondido en su carruaje, espiaba celoso.

¡Pobre Canaro! ¡Pobre Canaro!, repite ella, alternándolo con ¡pobre Ada!, en arrebato senil posiblemente, o que ello resultara de haber logrado superar el espejismo de la fama, la riqueza, el amor, renunciando a ellos.

Indagatoria que con el pretexto de la gran Ada Falcón, se extiende a la Argentina toda, al decantamiento negativo del que fuera país rico, entre las mayores economías del mundo, y que soñó, en Perón más que en otros, en grandeza que la equiparase a los Estados Unidos, la hiciera pivote de la América Latina y voz universal. La historia tomó rumbos diferentes, la lacra militar y el peor retorno del peronismo con Cámpora e Isabelita, la Triple A, milicos otra vez, un tímido Alfonsín, y el desmadre populista de los “peroncitos”, la llorona y el tuerto Kirchner, que tristemente recuerdan que la nación que parió a Borges no puede superar el novelón justicialista, tanto que hasta Piglia, al comentar su Premio Rómulo Gallegos, suelta una alabanza a Cristina presidente. Inconcebible.

¿Cuánto perdemos de nuestro pasado? Casi todo. Y hasta es lógico, con la explosión informativa, los avances científicos y tecnológicos, llegándose al punto de si interesa o no la memoria de una notable cantante de tango. Ella tiene la suerte, que suele ser privilegio, de un documental moderno sobre su vida. Otras tangueras: Mercedes Simone, Rosita Quiroga, Azucena Maizani, Nelly Omar, carecen de esa fortuna, o de tal escenario. Creo que Ada Falcón lo comprendió a tiempo, cualquiera fueren sus razones, y prefirió continuar como el común de los demás, sin las veleidades que traen consigo tremendas decepciones. Para qué buscar gloria, reconocimiento, si la vida asoma con vueltas y vericuetos. Mejor apasionarse por lo que se cree trascendente, manera de conservar el pabilo encendido, al menos para iluminar los escalones que conducen a lo incierto.

Me pregunto, ya que Sergio Wolf dejó la Chacarita, si los fantasmas de Paquita Bernardo, D’Arienzo, De Caro, Cadícamo, Magaldi y Le Pera salieron a tomar té bajo los tilos, a chismear sobre Ada y Francisco que aún después de muertos dan para hablar.
27/06/2011

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Publicado en FONDO NEGRO (La Prensa/La Paz), 03/07/11

Imagen: Disco de Ada Falcón, 1930-1931


Saturday, July 2, 2011

Fuiste mío un verano/ECLECTICA


Me apropio del nombre de una canción. No porque quiera mío, o fuese mío Leonardo Favio, como suya fue la destinataria de su voz. Mío en y por su arte, hermano, amigo.

Vino a Cochabamba cuando yo era niño. Se presentó en algún lado. Ni mis hermanos ni yo habíamos alcanzado la edad suficiente para gritar en los estrados, aunque para ser cierto, jamás he gritado, ni lo haría, por nadie; pero teníamos sus discos. A Armando le gustaba "Fuiste mía un verano", a Elena "Qué tal", y a mi tristeza la de él, mi tristeza es mía y nada más, pero mentimos, los dos.

Ese el cantante. Pero Favio creció más allá de un romanticismo musical que a unos les parece pesado, meloso, pero del que no puedo ni quiero desprenderme, menos ahora que los años se inmiscuyen entre mi vida y la intentan confundir. Su película "Nazareno Cruz y el lobo" llegó a Cochabamba, al cine Víctor. La profesora de sicología del colegio, ni sé por qué, nos llevó a verla, en exhibición especial de mañana. En la puerta estaban aquellos hombrecitos, los hermanos Alarcón, nacionalistas de zarzuela, matarifes de la política y la violencia. Nos impidieron la entrada. Sólo comprenderían la palabra "nazareno" y pensarían que no debía mezclársela con animales que le dieran otro sentido fuera del original de santidad; se olvidaron de Francisco de Asís... hermano lobo. Ellos y algún otro idiota con ansias de desmesura, nos retornaron al colectivo: mejor rezar que pensar, muchachos. Hace poco pasé por el cine Víctor. Anunciaban, en función especial, la Cicciolina, diputada y más, explícita, bella, suave, piel blanca que en los primeros planos se torna extrañamente oscura, como si a la Cicciolina la hubiesen reemplazado justo donde queríamos verla. Así no vale.

De Argentina se conoce a Torre Nilsson, a un exitoso y joven Fabián Bielinsky, al clásico Lautaro Murúa o a Armando Bo y la voluptuosidad de Isabel Sarli. ¿Y Favio? Tiene que resucitar en Nueva York, en una retrospectiva de su magnífica obra, para no quedar como vanidad de elegidos. El director de cine no pudo opacar al cantante, o la época lo hundió. Su incomprensible amor por Perón; sus abrazos con López Rega cuando empezaba la matanza; las garantías del fundador de la triple A de que nadie lo tocaría. Su otro amor: Borges, y la rara combinación de dos polos.

Caminando por la universidad de Tulane, una estudiante venezolana comenta que acaba de obtener su especialidad en cine contemporáneo latinoamericano.Entonces hay un resquicio en el cual quizá podamos conversar. ¿Conoces a Leonardo Favio? ¿Al cantante? No. Sí. También... Al director. ¿Acaso hace fílmica? Me alejo, mientras la doctora recita el guión que le enseñaron, que no sabe otro, y pienso que Favio, irreverente como alega ser y lo demuestra, le puso cantos gregorianos a una pelea de boxeo del Mono Gatica y le bajó el tono a Rigoletto en sus películas, además de crear una canción de amor con una foto de carnet. Por eso es mío.
24/4/03

Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), abril, 2003

Imagen: Toma de Crónica de un niño solo (1999), filme de Favio

Friday, July 1, 2011

Ciudad memorable/MIRANDO DE ARRIBA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El poeta Manuel Bandeira escribía: Quero dar a volta ao mundo/Só num navio de vela/Quero rever Pernambuco/Quero ver Bagdá e Cusco/Quero quero (...).

Cuzco no permanece como entonces; ahora tiene el rostro de un comerciante magnificado y más importante que los muros del Coricancha es la marihuana que se ofrece por sus calles. Ni hablar de Bagdad, donde hasta la primera escritura del hombre, en pedazos de arcilla, se ha esfumado bajo el velo del mal. Douglas Fairbanks no se animaría a cruzar el cielo de Mesopotamia de nuevo en su caballo blanco: lo derribarían los nuevos pretorianos. Ya para qué ir allá; quédate, Manuel, conmigo en la tarde de casa y disfruta de la tristeza del klezmer y de costillas de cerdo en cacerola, con repollitos de Bruselas y puerros.

Si te quedas, te pasearé por las calles de la capital de este país que me ha cobijado, salvado la vida, hundido y muerto al mismo tiempo. Puedes, igual que en París, ver en perspectiva los monumentos alineados de la ciudad. Washington no tiene el Sena pero su río, turbio también, esconde la voz de aves y batracios en la vegetación de la orilla. Remeros pasan en frente de la universidad de Georgetown y las mujeres caminan por los pasadizos del canal donde los bolivianos nos reunimos a tomar cerveza en la paz del sábado.

El universo del instante cobija música afgana que trae un amigo, intercalada con Leonard Cohen y Aymara que finalmente persiste en la casetera gracias a la insistencia de Mirella Suárez, hija de poeta también.

Cuando los amigos se difuminan en la niebla, desciendo del metro, subo las gradas y salgo al frescor de Tenleytown. Abajo brillan las luces del centro y parecen un relámpago estampado en el cielo.

Los árboles dan tonos de oscuro al camino. En el jardín de casa hay un banco de piedra desde donde miro mi ventana encendida del segundo piso con el anhelo de verme... y no aparezco.

Mi cuarto tiene cuadros antiguos y muebles de caoba. Un mínimo cd player en mi mesa de noche me ayuda a convertir este silencio en multitudinario. Bob Dylan y The Turtles hacían de familia en la frialdad de la cama y las paredes extrañas.

Así, Manuel Bandeira, yo también quiero en mi vida rever muchas cosas, Washington DC entre las ciudades, y tu Recife natal. Para colmo, Lisandro Meza y los Hijos de la Niña Luz cantan "cómo extraño mi sabana hermosa metido en la cordillera", y a pesar que la geografía es otra, se resume en nostalgia.
20/4/03

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Publicado en Opinión (Cochabamba), abril, 2003

Imagen: Iglesia de Santa Ana, Tenleytown, Washington DC

Pobre Bagdad/MIRANDO DE ARRIBA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Noske y Scheidemann afirmaban que la paz reinaba en Berlín mientras la sangre corría por las calles, venid a ver la sangre por las calles (Neruda), en 1919.

Hoy, el inteligente secretario Donald Rumsfeld asegura que la paz se ha adueñado de Bagdad, que aparte de escaramuzas ya intrascendentes y las manías de algunos exaltados, Bagdad se ha convertido de ser el centro del horror en poco menos que Disneylandia. Los agradables marines reparten dulces a los niños y enseñan los últimos pasos del rock a unos, en apariencia americanizados, iraquíes. El robo, caos, destrucción y fuego en televisión es sólo el deseo unilateral de los medios de comunicación de mostrar un lado del conflicto; difícil sería captar en imágenes la verdadera alegría de un "pueblo liberado". Saddam, que ojalá bien muerto esté, tenía por lo menos el control de la situación. Ahora los vándalos pasean por las calles empujando equipos de quirófano, refrigeradores de los hospitales, piezas de cinco mil años de antigüedad del saqueado museo de historia (que se venderán a los marines por migajas y que en lugar de preservarse como un tesoro invaluable de la humanidad se pondrán en un estante polvoso de Nevada entre una lata vacía de Budweiser y un figurín de plástico de las tortugas mutantes ninjas, o de las ninjas tortugas mutantes o cualquier otra combinación posible). Esa resulta ser la famosa liberación de la capital de Irak.

Una periodista inglesa relataba que había conducido con su equipo por siete horas en las calles de Bagdad sin ver a un solo miembro de la "coalición" y sí una devastación general que no respeta nada. Mosul y otras ciudades menores reflejan un mismo drama, aunque en el norte hay miedo por la presencia armada de fuerzas irregulares kurdas no muy amigables.

Ya se pone el ojo en Siria. Esta vez Hitler viste de norteamericano y protege los intereses de Sión. Contrariamente a lo que parece ser o lo que podría pensarse, Bush y su séquito representan el enemigo mayor que tiene el pueblo norteamericano para su futuro, enemigo incluso más profundo que Osama o Saddam. Quien juega con los intereses nacionales de Estados Unidos no es un esquizofrénico fundamentalista árabe, o un dictador instalado por ellos mismos, sino ese ejecutivo petrolero, vicepresidente además, que se esconde como topo o el aún más peligroso, por lo escaso de su discernimiento, y su violencia, secretario de defensa.
13/04/03

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Publicado en Opinión (Cochabamba), abril, 2003

Imagen: Mosul, diciembre 2007, en una fotografía de Namir Noor-Eldeen, muerto por fuerzas norteamericanas

Ciudadanos post-mortem/MIRANDO DE ARRIBA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Una de las posesiones más buscadas en un mundo en decadencia económica es y ha sido la tarjeta de residencia norteamericana, y, mejor aún, la ciudadanía. Para conseguir este pasaporte al futuro, el paso a un más que probable elevado nivel de vida, cualquier camino vale, incluso el extremo, el de la muerte.

Historias de latinoamericanos muertos en las guerras imperiales de los Estados Unidos se han convertido en algo común. A miles de combatientes mexicanos en la Segunda Guerra Mundial les tocó muy poco de la victoria. En una Norteamérica de post guerra y alta prosperidad se segregó ampliamente a aquellos que habían peleado por supuestos ideales de libertad e igualdad.

Bolivianos guerrearon en Vietnam a cambio de la posibilidad de permanecer legalmente en Estados Unidos. El hecho no impidió, sin embargo, que terminaran deambulando, desquiciados -y desubicados- en la tierra india de la que quisieron escapar.

Colombia intervino en Vietnam. Sus méritos militares... simplemente no méritos. Greencards y libre ingreso premiaron la euforia de los belicosos. Es patético, más que sintomático, que el primer muerto en la guerra del Golfo Pérsico, el 91, fuese un piloto boliviano, hijo de un ministro criollo, que se hundió con su máquina en el mar en un fin sin asomo de gloria. Luego se lo enterró en el cementerio de Arlington con todos los honores, aunque parezca raro que exista heroicidad en ahogarse.

En la invasión de Panamá le tocó el turno de rutilar como una estrella "americana" a un peruano, primera baja de las fuerzas de ocupación estadounidenses en los dominios de uno de sus predilectos hijos, Noriega. Hoy domingo, ya 2003, el Times publica fotografías de veinte soldados caídos en Irak, seis de los cuales llevan apellidos españoles: México, Puerto Rico y Guatemala aportan con su dosis de sangre mestiza a una guerra por demás ajena.

En aparatosa muestra de cómo este país premia el sacrificio de sus ciudadanos aspirantes, venidos de la pobreza y el hambre de naciones descalzas, funcionarios de la oficina de inmigración firmaron ante la prensa los certificados de ciudadanía de dos de los muertos. Pago magnífico, magnánimo, que otorga a estos muertos el derecho a transitar libremente por los cincuenta estados, a comprarse un automóvil del año, balbucear inglés y comer hamburguesas.
06/04/03

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Publicado en Opinión (Cochabamba), abril, 2003

Imagen: Calavera prehispánica

Wednesday, June 29, 2011

Lee Miller: Retrospectiva de una fotógrafa




Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La belleza es don peligroso. Lee Miller (1907-1977), fotógrafa norteamericana, era hermosa. Eso primó por encima de su talento. Fue un objeto de arte ella misma, pasando desapercibida como artista. Comenzó, en la adolescencia, posando desnuda para su padre, Theodore Miller, creador de "estudios" inequívocamente eróticos de su hija.

A los veinte años danza en Broadway. Dos años más tarde, en 1929, se embarca a París. Un atormentado admirador, desde un avión, bombardea el barco con flores, momentos antes de estrellarse. Accidente o suicidio, Lee Miller siempre despertó extremas pasiones. Cuando dejó a Man Ray, de quien fue discípula, colaboradora y amante, éste juró que se mataría.

1989. La Corcoran Gallery of Art, de Washington DC, presenta la mayor retrospectiva de Lee Miller. En la muestra hay trabajos de Man Ray: uno de grandes dimensiones retrata a Lee, a los 23 años en París, sentada desnuda en la cama. Bella como las vírgenes clásicas. En la exposión está aquello que se podría considerar el trabajo "serio" de la artista, que también se dedicó a hacer fotografía de modas para Vogue. Tuvo períodos de experimentación y sus estudios surreales son de gran valor. Tomas de un zapato roto, en la noche, sobre las orinadas baldosas de París. Un trío de ratas blancas sobre una pared, mirando los callejones de Francia, plenos de ascos y susurros. Bueyes polvosos en los caminos de Rumania, de campesinos con sombreros bordados. Son importantes las imágenes de devastación de Londres, luego de los bombardeos alemanes. Hombres de pie sobre los escombros. Una casa en ruinas de la que queda el portal es una canción de optimismo. La entrada significa ingreso, cambio, nueva vida. Me recuerda a I.E. Babel: "(...) con los ojos anegados (...) continúa aún de pie en la encrucijada de los vientos de la historia". Babel hablaba de la mansión del hasidismo.

Retrata Buchenwald, los campos de muerte. Y se baña en la bañera de Adolf Hitler... y duerme en el lecho de Eva Braun. Hay sensibilidad y extravagancia en ella, como en tantos de la "generación perdida" norteamericana a la que pertenece.

Un crítico, Hank Burchard, dice que le faltó ego. Lee tenía a menos su trabajo y su talento; no creía en ellos. El verdadero artista necesita abundancia de estima en sí mismo para poder enfrentar el rechazo.

Su segundo esposo, el escritor británico Ronald Penrose, recuperó gran parte de su obra. Finalmente era respetada. Para los hombres había sido una joya, un hermoso cuadro. Man Ray alcanzó la fama. Varias fotografías de Lee Miller son superiores a las suyas, pero no tengo información de que éste la impulsase a continuar. La fotografíó. Conocemos los senos pequeños y las nalgas de Lee gracias a él. Nada más. Burchard, en su artículo "Lee Miller: Paying Beauty's Price", dice: Es frustrante ir por las galerías (de la exhibición) porque cada secuencia de fotografías parece encaminarse hacia un salto a la grandeza, pero no lo logra". Es la historia de un talento oscurecido, soslayado. Se la recuerda más por sus desnudos que por su creatividad.

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Publicado en Pueblo y Cultura (Opinión/Cochabamba), 13/02/1992

Imagen 1: Lee Miller por Man Ray
Imagen 2: Joseph Cornell/fotografía de Lee Miller, 1933

Víctor Hugo (1802-1885)


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Resulta quizá raro que me encuentre escuchando música de Jim Morrison y que intente escribir acerca de Víctor Hugo, pero, por lo general, los fantasmas de los genios que me perturban se entrelazan.

La oscuridad de la calle ayudará a situarme en junio de 1832, en cualquier callejuela sórdida de París, una que como detalle tenga los faroles rotos: a partir del primero y siguiendo el ruido, perseguiré la infantil silueta de Gavroche-Hugo camino de las barricadas. Mi condición de fantasma me salvaguardará de todo riesgo e incluso ¡vaya uno a saber! es posible que mis manos aligeren de balas los bolsillos de los guardias nacionales muertos cerca del mercado.

¿Por qué Gavroche-Hugo? Podría haber sido Valjean-Hugo u otro de “Los miserables”. El escritor deja en cada personaje algo de sí mismo y no me asombraría que a pesar de elegir a uno entre el total, Hugo sintiera un poco de afecto hasta por los miembros del Patrón Minette. No sería de extrañar, repito. La literatura abunda en casos ejemplificadotes. Pienso en Gide empujando al abismo con placer a aquel pajarraco de “Las cuevas del Vaticano”.

Volvamos a Gavroche, el hijo de París. Suma de pequeños males, bondad y filosofía, representa el observador más atento de la novela. Al parecer es él el que noche a noche va dictando los párrafos en medio del estruendo revolucionario. Es la experiencia del autor que da saltos y pinceladas donde es necesario. Es Hugo mismo; recorre diariamente las calles y aprehende el mundo en rostros, verbo y geografía; descubre para plasmar el arte. Acude a Gavroche, el pillastre parisién, extraña especie de niño-hombre. Se vale de él para adentrarse en los lugares ocultos y mostrarlos al lector; también para observar los caminos y marcas que la naturaleza ha dejado en el niño de Delacroix; para hallar un atisbo de su propia grandeza en los actos que realiza. Hugo podría proteger a dos infantes desamparados sólo como Gavroche, el soplo de la pureza. A través de este cuerpo se apropiará de aquello que otrora era patrimonio contemplativo de las ratas: los escondrijos; cumplirá las tareas más fantasiosas que su imaginación le permita, ya que no su cuerpo adulto. Muchas veces se desdoblará. Será joven (Mario), o un anciano que restituye al monumento de adoquines apilados su bandera -en el zaguán de la muerte- (Jean Valjean) ¡Oh, éxtasis romántico!

El hombre, sobrio, hará sonreír la pluma narradora del pequeño. La sangre ha de palpitar en los costados de su frente. Después matará con placidez al ángel creado. La violencia de la muerte es un detalle nimio ante el sarcasmo…

Si acabo de caer,
la culpa es de Voltaire;
si una bala me dio
la culpa es… (de Rousseau)

… que todo es como el agua mansa, agua que cubre a Gilliatt en “Los trabajadores del mar”; fin sin grito, como agua de vaso.

Muerto Gavroche, en quien se centró un momento, Hugo se diversificará otra vez. Insuflará vida a los que no perecieron. Su fugaz aventura nos deja el sabor del vino fino en la boca. Y no hay por qué ponerse tristes. Estoy seguro, de existir Dios, que Hugo se sienta de un lado y Gavroche del otro, mal les pese a María y a Jesús.

julio, 85

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Publicado en Presencia Literaria (Presencia/La Paz), 1986

Imagen: Sello conmemorativo de Francia, "Gavroche", 2003