Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Mi querido amigo Miguel (Sánchez-Ostiz) me anuncia que “ha muerto el librero”. Alguien a quien conocí en el Madrid del postrer dos mil dieciocho, en la supuesta antesala del viaje del fin del mundo que no fue tal pero lo suficientemente movido para transformar mi vida. Con el librero se van sus secretos, los libros escondidos, las joyas que brillan en exclusiva para él, a puertas cerradas, a luz de lámpara de escritorio. Más lo no dicho que lo narrado. Ahí queda, irrecuperable, hundiéndose en los grises sargazos de los rincones. Cada volumen habrá perdido identidad y los recogerán en pala, los arrearán quién sabe dónde como borregos en caminos vecinales de Thomas Hardy, entre melancolía y pereza. Hojas sueltas que escondió, marcas únicas, notas para no olvidar en cierta edición de Gaspard de la nuit u otro libro aun más extraño.
Me encanta
pasear por librerías de viejo. Lo hice con frecuencia en Buenos Aires, la
última vez, 1984. Larguísima la lista de lo que conseguí allí, remanentes de
una antigua poderosa empresa editora como era la de Argentina. Oí a Carlos
Fuentes decir cuánto se había formado en sus publicaciones. Pero vino Perón, el
fascismo que aún persiste, y destruyó la escena. Fondeó a los anarquistas en el
Río de la Plata y legó a la historia una horda de pedigüeños azuzados por
bestias “intelectuales” que lucraron de lo lindo en la barbarie. Escudriñar
entre pilas de volúmenes amarilleando, de esos que nadie comprará, menos hoy en
que se lee mierda salida de la academia donde suponen han aprendido el oficio
de escribir. Una más de las taras hispanoamericanas, región tan creadora de
pavos reales y de buitres calvos. Así, Buenos Aires, entre el vicio de
Constitución y el apacible Miserere, asados populacheros que marchan de a dos
con garzones de librea con ínfulas elegantes y vetustos vagones de metro que
quizá anduvo Borges.
Voy
adquiriendo libros que jamás leeré. Cuando abro los ojos al despertar cada hora
están allí, guardianes de la noche que no del inquieto sueño, apoyados uno en
otro, J.P. Donleavy con Juan Goytisolo o el solitario Antoine de Saint Exupéry
sobrevolando la Patagonia y lagrimeando de amor. “No puedo dejar de asombrarme
del azul de la noche”, dice.
Miguel me
presentó al librero y fuimos a almorzar ni sé qué, algún bicho marino, junto a
Pablo Cerezal. Con Sánchez-Ostiz ya nos habíamos apoyado bastante del lado del
vermú. Luego vino más, con Miguel acostado y con manta debajo de sus tótems
africanos. No tuve ocasión de entrar a la librería, al parecer muy antigua. El
librero se cansó de nosotros y se retiró. Por ahí seguía viviendo don
Cervantes, lo vimos en el Callejón del Gato con las dos manos totalmente
hábiles para espada y verbo. Lindo lugar, he olvidado el barrio pero no
importa. Al día siguiente preparé un fricasé, vino el museo Reina Sofía con dadaístas
rusos y en unas horas descendiendo en Fiumicino, icono del terrorismo setentero
y un alto placentero en mi viaje de Odiseo. En algún lugar hilaban por mí y
creo que no tenía que matar a nadie. Una, dos veces por encima del mar Negro
pero esa es otra historia.
¿Me
considero librero yo? Me gustaría; seguir el derrotero de los placeres, las
diferentes etapas que enfrenta un lector. Porque lector tienes que ser en un
negocio que boquea como pescado sacado del agua, que en realidad ya ni te
interese vender, si tienes una aunque escasa jubilación. Concentrarse en la
búsqueda, también el descubrimiento, porque los libros son insectos
escurridizos, suelen subirse al cielorraso y acechar como el Samsa, patas
arriba y baboso.
En este
momento, por ejemplo, pienso con nostalgia vallejiana dónde estará mi ejemplar
de Caballería roja, o el Nosotros de Zamiatin. Porque la casa
hace de librería, de todos modos clientes no hay. Lástima no tener espacio para
callejones y pasadizos, conformarse con la modestia si poco más no se puede
hacer. Entra en juego la imaginación y hasta narraciones se hallan en este
juego gramático cabalístico.
El librero
ha muerto, viva el librero. Pero se van acabando, nosotros incluidos, sin ni
siquiera el estrado preferencial que tuvo Luis XVI haciendo famosa su testa
colorada para la historia. Hijos del anonimato, albaceas del silencio, anotando con letra fina
jeroglíficos en los bordes que de inmediato olvidaremos, inventando secretos
infalibles que ni volveremos a encontrar. Stendhal escondido detrás de Roa
Bastos, Brendan Behan desaparecido para siempre. Lo leen las sirenas del agua
verde del Rin. Sobre Gales crece una niebla espesa como Irlanda, moja las hojas
caducas y me enferma, de acuerdo al doctor, con tristeza de olmo. He de morir
de mal vegetal y lo último que escucharé no será la voz amada sino al urogallo.
Parecidos a golpecitos de la muerte el día que te viene a buscar.
Me intrigó
aquella librería ya ajena en el tiempo y cercenada de oficio. Me hubiese
escondido del mismísimo librero hasta el otro día, permitiéndole creer que me
había devorado un libro del tamaño de Leviatán, ya fuera Hugo o Grossman, tal
vez Plutarco. Miraba esta mañana un filme italiano sobre Miguel Strogoff. No pude terminarlo porque urgían salteñas
superpicantes. Creo que no intentaré recuperarlo en la pantalla. A veces se
deben desproteger cosas a medio morir. Dentro de una biblioteca existen nichos
que suelen cerrarse. Recuerdo en la de mi padre los inmensos libracos de Upton
Sinclair en monástico abandono. La pupila acaricia el lomo pero las yemas de
los dedos no. Hay de aquellos traspapelados, inútil buscarlos, y otros que
preservan su presencia de mustios alfiles de fichas negras. Sin tragedia. El
librero trashuma sendas cuyo fin nunca sabremos, está distraído con una lectura
de borrosa cubierta, obras protegidas por eclipses, figuras de duendes en
terracota esparcidos por aquí y por allá, ni te asomes si no deseas sucumbir al
hechizo.
En los
sótanos de la lóbrega catedral de la Iliff School of Theology, Universidad de
Denver, estaba la biblioteca. Joyas bibliográficas, Lutero en su primera
impresión, Descartes con dedicatoria a la reina Cristina de Suecia… A
medianoche se movían de manera automática líneas enteras de estantes que
aterrorizaban a los limpiadores mexicanos. Mundo que se trasladaba sin lógica,
activando un ejercicio permanente de bisagras y aceites. La primera impresión
era de terror. Igual a la del ángel de mármol en la capilla en penumbras del
segundo piso. María, una valiente inmigrante de Chihuahua, decía: “don Claudio,
no voy a regresar, en los pisos de
arriba hay gente que se mueve entre los maderos. Se detienen y me observan,
tengo miedo. Subí y los encontré, hieráticas momias de lento paso. Cinco pisos
descendían hasta las colecciones. Entre medianoche y las dos ejercían su
imperio. Luego desaparecían, se sentía el alivio de las páginas, los escritos
volvían a su lugar, un aroma de chile rojo salía de los paquetes de cena de los
trabajadores. Para sobrevivir y dar de comer a los hijos a veces hasta lidiamos
con espectros; las calaveras nos persiguieron hasta aquí, chingada madre.
Costumbre
de mirar tu foto antes de ponerme a escribir. Lees a Goncharov en tu gown
oscuro. Cierta vez, en medio de la matanza de aves, encontré en la granja de
Sarco, en una pila de desechos de construcción, media docena de libros
españoles de fines del siglo XVIII, tapas de cuero dobladas por la lluvia.
Rescaté al menos tres más adelante y tal vez están en algún resquicio de lo
poco que queda de casa en Cochabamba. Dejé el cuchillo matarife al lado, limpié
la sangre de mis manos en los jeans, y seleccioné entre adobes rotos las obras.
Julio y yo estábamos encargados de asesinar mil pollos listos para la venta.
Las peladoras hacían hervir turriles con agua para desventrarlos y desplumarlos
con maestría, sentadas en el piso. Luego de meter al animal en el agua
hirviendo, heridos ellos por nosotros en el costado del cuello o dentro del
pico con punzón, los pelaban con un par de manotazos bien dados al cuerpo. Otra
remojada y a los bañadores para que la gente los alistara para la venta.
Quedaban frescos, limpios; nosotros agotados e inmundos. Al principio, cuando
empezamos a trabajar de mozos de granja, Julio se cubría los ojos ante la crueldad,
después accedió a fría eficiencia nazi. Teníamos que ganar dinero, algo había
que invitar a nuestras dadivosas muchachas. Y el pollo al horno no faltaba,
picante de pollo, caldo de pollo, arroz con pollo, mamá, he traído esto…
Remanentes, esos libros, de alguna casa de hacienda, de varias cuyas ruinas
había por allí en ese fértil valle tan verde como el de Richard Llewellyn. Paso
muchas veces enfrente de la iglesia de Sarco y sigue siendo un precioso lugar
aunque las zarpas de la modernidad mestiza vayan consumiendo sus patios de a
poco.
Cierro tu
fotografía. Me despido de ti por hoy. Desviste tu hermoso vestido, termina con
Goncharov, que tu esposo sale machete en mano a degollar colectivos de
impecables aves de blanca pluma. No solo las mata, se las come, tiene
predilección por los muslos bañados de ají.
¿Mataría
nuestro librero? Quién sabe de lo que uno de ellos es capaz. Elucubra en un
rincón, complota con Mefisto, oculta el sexy retrato de un amor que no declaró.
Insondables límites humanos, dentro de cada uno habita Caín. Abel ha muerto en
mí, me he convertido en mastín de defensa, perro de caza, de frente de batalla,
de los que llegaban a generales en las guerras de conquista. En las crónicas de
Indias se encuentran muchos, con nombre propio ganado en dudosos méritos. Me
falta leer, si lo han escrito, el papel de los perros en Nueva España y en
Nombre de Dios. Ladridos de sangre presagiaban la llegada de los ejércitos de
Bartolomé Welser, el Viejo, en la Guajira.
Saco un
libro de mi biblioteca al azar: Alejandro Dumas, El caballero de Harmental. Leía a este autor en mis veintes, justo
antes de que el sexo me tornara analfabeto. “(…) abrióse la puerta del gran
salón y pudo verse en un estrado cubierto de satén carmesí con aplicaciones de
abejas de plata, y en un trono que se elevaba sobre tres gradas, a la bella
hada Ludovisa (…)”. Maravilloso, sin palabras. Si escribiese así sería Dumas,
por supuesto, y las bellas de Francia bailarían desnudas alrededor con máscaras
de Ensor. La princesa rusa del cementerio de Montparnasse bajaría de su torre
de roca vestida de cofia.
Ahora se
navega de manera virtual. Mentiría si dijese haber sido marino. Me hubiera
gustado en honor de Melville pero aparte de un viajecito en aguas del Titicaca
o una canoa larga en la inundación del Mamoré no hice mucho. A decir verdad
poco me gusta el mar. Belleza para observar, sentarse a escuchar, ver los
inmensos pelícanos rascarse en los postes del puerto, un pulpito intentando
eludir la olla en la explanada de Vigo, rayas con caras humanas en el puerto
del Callao. Me acojo al mar en las sosegadas páginas de la literatura de
viajes, en La Condamine y el capitán Cook. Me interesa adentrarme en los
guerreros tlaxcaltecas combatiendo a los nativos, por España, en la conquista
de Filipinas cruzando el océano. La majestuosidad del Mekong, los tiburones que
casi me devoran en Rehoboth, Delaware. Remojar los pies como matrona jubilada y
verte en short y blusa claros, removiendo el cabello de tu hermoso rostro. Me
he sentado con vino y cerveza a orillas del mar Negro, del río Duero. Quiero
ver el Congo y el Amur sin humedecerme exagerado, lo justo para la memoria, no
lo demasiado que soy hombre de desierto. Daniela rema veloz las aguas del
Balaton.
“Eu vi a
Morte, a moça Caetana, com o Manto negro, rubro e amarelo”, escribe Ariano Suassuna. Dama
Irina, nunca podré llamarte dama muerte así te pasees por bosques incendiados.
Prefiero cubrirte de telas coloridas como en los poemas de Else Lasker-Schüler, hacerte ninfa de mil noches. Librero de mis tantas soledades,
hojeo, recuerdo, releyendo aprendo, hago paráfrasis de oscuros textos. Te
invito a sentarnos en los sillones brunos a leer. Sugiero, me pierdo en el
pasadizo del conocimiento y saco un libro para ti, pequeño como el Werther pero mejor. Con manos vacías
prefiero leerte las líneas de la frente, las volutas que las elegías crean en
tu superficie. Dicen que a las siete cae la oscuridad pero observo por la
ventana un sol montado sobre la luna, naranja intenso, fruta de Valencia, frutales
del norte argentino. Dudo que la noche se anime, se pone cobarde ante el embate
flamígero. Pues, ha muerto el librero, falleció el barquero, el maromero. En un
viejo folk norteamericano, la aguda voz relataba que el muerto en un duelo
había pedido que un coro de muchachas vírgenes cantase en su entierro. Los
libros no cantan, pero ¿qué era aquel sonido que acompañaba el movimiento
automático de los estantes en la Escuela de Teología? No era Desiderio Erasmo,
ni las tribus nativas cuyos despojos se prestan en los museos. Quiero creer en
voces de ángeles, en suites de personajes y autores reunidos para cada fin de
día. Ha muerto el librero. Lo vela Neruda con voz gangosa. Otro cuarto vacío de
Madrid, un vermouth menos. La cuenta es larga y no se acorta, eslabones de humo
que somos, vanos e insofisticados.
Explicaba Franz Boas que la danza del sol de los indios del norte era
básicamente la misma para todas las tribus de los llanos. Lo mismo la nuestra,
con detalles tendenciosos y a veces atractivos, personalizados. Pero girando conjuntos
alrededor del gran tambor, en trance ya fuera del miedo, carne del montón,
creadora en paradoja de libros singulares. El librero cierra un volumen de
Pavese y termina allí. Su pena dura un instante, un hálito. Luego el vacío.
Coleccionista de opúsculos, de poco sirvió.
Encontré el manuscrito original de mis Virginianos. Año 89, Alexandria, en las escalinatas de un
departamento en donde me prestan un asqueroso colchón para dormir.
Escribo encima del cuerpo de una muchacha de papel; monstruos del Museo
Fowler en derredor. Calo anteojos oscuros para evitar la penumbra y manejo en
reversa hasta el acantilado por donde caigo con la esperanza viva de que me
pondré a volar.
23/10/2024
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Publicado en la REvista 88 Grados, 24/11/2024
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