Claudio Ferrufino-Coqueugniot
“En los campos, y a lo largo de la carretera, yacían centenares de máquinas incendiadas, armazones de coches blindados, cadáveres de acero caídos de lado, miserables y obscenos”. Lo narra Curzio Malaparte. ¿Qué ha cambiado hoy? Si parece que el autor cuenta el presente de Zaporizhzhia, de Donetsk, de Kursk. El lugar es prácticamente el mismo, parte de los combatientes también. Faltan los alemanes y, siguiendo el libro, en este caso, el trashumante ejército rumano, raído, campesino, ignorante, que viva al mariscal Antonescu y se asombra cuando Malaparte les dice que el mariscal tiene un centenar, un millar de hermosas botas de cuero colorido, esas de las que ellos no disponen. “Mejores que las de Hitler” y con espuelas. Los llanos de Ucrania albergan sombras. Germania ha arrasado; los soviéticos se han autodestruido. Olor putrefacto del acero consumiéndose en el barro, más fuerte aún que el de las caballerías desventradas bajo la luna. Pesadilla de la que forma parte el silencio. Los aliados de Hitler, rumanos en el escenario descrito, vagan en la intemperie helada, parecen espectros de una vida carente de cronología, ultimátum del mundo en donde un día se bailó y se ha detenido igual a un reloj roto.
Bombas
sobre los hermosos campos de Sumy. Misiles ahogados en las aguas de los grandes
ríos. Por ellos se llevó a la sin par Roxolana y a tantas, menos dichosas que
ella, cautivas rutenas, a los serrallos turcos. De aquellos feroces tártaros
que comerciaban en tristeza pocos quedan. El kanato de Crimea afirman que es
terreno ruso. Los otrora enemigos, mongoles y cosacos, hoy enfrentan al nunca
dormido imperio y su gente cuya personalidad está seducida por una supuesta
grandeza que no le trae beneficios reales. El Taganrog de Chejov arde. Arde el Rostov
de Sabina Spielrein. Bajos profundos, cantores del Kubán, armados de sables y
elegantes, entonan misteriosas canciones que hacen llorar.
El Dnieper
se ve plácido en la siete veces centenaria Cherkasy, ciudad que conocí en las
páginas de Sienkiewicz, cuando se hablaba en los campos de que algo grande se
preparaba, sobrevendría, lo había anunciado el cometa que aterrorizó 1647. Lo
relataría Bashevis Singer desde el lado de los victimados. Me viene a la mente,
con y sin razón, una imagen de una serie rusa sobre Mishka Yaponchik, en la que
irregulares hebreos, malentretenidos del puerto de Odesa, marchan a luchar por
la bandera roja durante la guerra civil entonando el apacible canto del Shalom Alehem, que anuncia el Shabbat,
pero con aire guerrero. Te hemos traído la paz, mas aquellas huestes
indisciplinadas le daban el tono de la paz de los muertos. No había, del tiempo
que hablo, fuerzas combatientes judías por ningún lado. Fulgor y gritos. Horror
y posterior afonía. Inenarrables tragedias de entonces, antecedidas por
aquellas que Schwob aplicara a los enloquecidos soldados del Armagnac. En la Damasco
de hoy, Siria, celdas tamaño de féretros, obligatorio vampirismo de los
desdichados. En vano sonaron las trompetas en Jericó, ilusorios el Arca y la
inundación, Corán, Biblia y el Mahabharata, por más hermoso que haya querido
pintar a este último, en cine, el enorme Peter Brook.
Revuelvo mi
café oscuro a pesar de no haberle puesto azúcar. Noviembre en Cherkasy suele
ser más frío que lo común por el viento del río. Como Chicago, hija de los
grandes lagos.
Leo, libros
y cartas, confesiones y demandas. Cuento con los dedos los días que han pasado
desde hace un año, evalúo los avances y pareciera no haber deslaves. Hombre de
suerte. Alegro la mañana con un disco que aprecio mucho, de Luis Rico y su
banda. Mucha vida añadida al talento. Lo hago mientras lavo una taza y un
plato, circunstancia que me recuerda que estoy en casa de un hombre solo. No
abandonado ni anacoreta todavía. Kazantzakis
en el Monte Athos, quiero creer.
Retorno a escribir. Mi brebaje lleva ahora dos cucharillas de azúcar
blanca. Huelo tamarindo y manzanas verdes, huelo el poco de orégano que ha
caído sobre el mesón. Sábado de picante de pollo, esencia cochabambina, pero en
mente, en el instante, navego con las memorias de Iván Bunin sobre la guerra en
la estepa. No en el libro, que está en mis estantes, sino en la película que Nikita
Mikhalkov realizó basada en la obra. Me gusta Iván Bunin, me gustan tantos de
los autores del exilio blanco, en la precaria París que les tocó vivir, y me
tocó, a orillas de Châtillon–Montrouge y Malakoff. Nina Berbérova, Zinaida
Gippius y su esposo…
Mundos dispares, fraternos.
Me despertó la lluvia a las dos de la mañana. La brisa fría me trasladó a
la primera nevada en Kiev. El cielo de Ucrania se llena de estrellas. Son de
fuego no de poesía. El arte vendrá y crecerá en forma de girasol sobre el
maldito lomo de los enemigos. Deseo sentarme en Kherson, ajeno al tiempo,
sintiendo el mar antiguo, invisibles monstruos de las profundidades, temor de
los griegos. Circe y Medusa, o los ánades del delta del Danubio que en medio de
la embriaguez suenan igual a martirio de orates.
Últimas páginas de mis Escritos de
la guerra de Ucrania que terminaré en la ternura añosa de Poltava, en esos
momentos en que uno cree en la eternidad, cuando la claque no resuena y solo
hay una casera que trae un vaso de kvass, pan líquido.
Ha avanzado la mañana sin regañadientes. Suenan sierras y martillos,
dulce sonido del trabajo, no molestia para mí. Quince libros apilados en mi
lado izquierdo, uno en la derecha. Extraño los molles del patio de casa. Ahora
su tumba está cubierta por el concreto del parqueo. Haciendo referencia en las
paredes del fondo puedo presumir que sé con exactitud dónde crecían. Acaricio
el cemento con gratitud.
No me distraigo, no puedo. No vivimos una drôle de guerre sino un intento
de genocidio real. Hay que proseguir, entre belleza e ira, en el fatídico collage
que nos toca, con la certidumbre, sin embargo, de que de los grises de Braque
pasaremos al color de Malevich.
Imagino, sueño, deseo canciones de paz en fanfarria de lucha. Me he
prometido una pequeña casa en Odesa desde donde pueda observar tierra enfrente e
inventar lo que me plazca acerca de lo que habita allí. Cíclopes o Penélope
hilando en rueca inmóvil. Cómo eludir el mundo si estoy en el centro de él,
ávido de ahogar a nuevos Atilas con traje de imperfectos burócratas. Frías
aguas del océano negro encerrado, para ti no existe el vocablo interminable.
Esto se termina y de una sola manera, así los hados suelan mostrarse a ratos con
ridículas caretas de payasos hablando en lenguas. Existe la historia y no se
equivoca. Pasan en lejanía bajeles y Heródoto escribe, anota sin descanso
Estrabón.
El jugo de la frambuesa guarda el color de la primera sangre antes de
oscurecer, porque la sangre tiene igual su medianoche. La de Ucrania cansada de
pintarse de granada va haciéndose rosa, púrpura la de Moscovia, y fétida. El
destino adelanta a golpes de remo, desde la tumba de Aquileo en la isla de las
serpientes hacia el oriente.
14/12/2024
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Imagen: Dibujo de niño ucraniano de Mariupol
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