Thursday, February 27, 2025

Reloj marcando las horas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Rompe el mar cántabro, atemoriza mi timidez andina. Colores transparentes que no son colores; espumas, nubes caídas, fascinadas de sí mismas, se diluyen en el agua. Rugidos de bestia, olas que arrebatan amigos y los engullen sin misericordia y menos cronología. Los secuestró y nadie sabe más futuro, si viven a la vera de Neptuno o se han convertido en algas, de las extensas, negruzcas, trepadoras del fondo del océano.

 

Maleta abierta, apenas ropa, no que vaya a andar desnudo, ni Adán ni Eva ni Krakatoa. Simple equipaje ligero, mapa de dos metros con lugares señalados en memoria. Quise usar marcadores y trazar sendas pero tengo un delicado prurito de no dañar el papel. Corto rodajas de pan campesino de masa madre y pienso en Louis Le Nain. Nada como el pan casero, boules redondos semejantes a media pelota de fútbol, delgadas y llanas focaccias cubiertas de cheddar y jalapeño. Cada año me digo que he de hacer pan, porque lo hacía en el mall de Cherry Creek, en la vitrina, a vista y curiosidad de los clientes. Hace mucho. Cada enero prometo meter las manos en la harina y cada vez me arrebatan tantas cosas que se secan las olivas, agrían las pasas y enmohecen los tomates asoleados. Una de las hermosas profesiones. Los panaderos de ayer agarraban grandes trozos amasados y los golpeaban en el lomo, con dos manos, hacia atrás, sobre la espalda sudada. Sería manera de añadir sal, habilidades secretas, vicio. Arrancar del gran pedazo fragmentos, fabricar bolitas y aplastarlas hasta producir tortillas. Trozos de queso esparcidos encima, horno de barro o de ladrillo refractario, poema, escultura, sinfonía, orgasmo.

 

Prosaica actividad de medir detergente, meter toallas y poleras al lavarropas, cerrar persianas porque los albañiles del edificio de al lado ya alcanzan mi piso y encienden grandes farolas. Café instantáneo que no hay otro. Atisbos de placer no placer mismo. Velocidad, angurria de atrapar el instante lo antes posible. He pensado en decorados carromatos gitanos en campos de Albion; faros titilando en el gris del norte sueco, cuando ya los barcos se han ahogado y arrojan burbujas de moribunda anguila. He pensado en el Congo siempre violento. Leí las notas de Ernesto Guevara, tragedia africana, frágiles botes que destrozan fauces de hipopótamo. El cobarde Kabila, la tremenda sentencia del comandante argentino-cubano que ellos, del Congo ellos, no eran buenos soldados. Mungo Park contemporáneo, frágil lunar blanco en medio del escorbuto, hemorragia vegetal y gorilas con hombros de plata. Pigmeos. ¿Hombre o fruta? El sol se pone solo porque no desea ver más; crepúsculo triste para tierra desolada.

 

Elefantes de desierto. Leí en una revista mexicana que habitan el Kalahari. Nunca se borró ese nombre, siempre lo tengo en mí. Cuando mi hermana Delia vivía en Lesotho me pidió visitarla. No pude, quise. Jamás he de ver el Zambeze ni escuchar el espadeo continuo de los dientes cocodrilos. Nunca la piedra negra de los muros de Zimbabwe. Ni el Okavango y menos el Kalahari, tan contrapuestos entre sí. A lo sumo, de África tendré Tánger. O Fez. Cairo pero no el Gran Cairo allá por Zanzíbar. El África austral quedó en lecturas de niño, calle José Quintín Mendoza, de Julio Verne. Jilgueros machos cabeza negra devoran semillas de flores. Crece una planta con alargados perfiles amarillos.

 

En la cumbre de la cordillera, a la derecha del Tunari, parece que las luces de los camiones se precipitaran en los barrancos. Frías alturas de Janko Kala. No el desierto del sur aunque las estrellas se parecen unas a otras, pupilas masacradas a la intemperie, hermafroditas temblando en el lecho caoba del silencio. De Lesotho, Lesuthu, a Quillacollo, en vuelo leonardiano. Afuera la brisa susurra como mujer en celo, castañetean las muelas de los pequeños gorriones, bichos fantásticos corretean las calles y la lluvia va de abajo hacia arriba y funda ríos que corren por sobre nuestras cabezas, barcas llenas de bardos ebrios, de arpa y mandolina. Hablan en lenguas, gente tocada de Dios y yo analfabeto.

 

Puse tres libros a mi lado en el sofá para dos. De los tres, ninguno. Dormí. Soñé con un televisor encendido tocando fandangos de guerra, caminé al borde del canal de la Angostura, traté de mirar por una rendija el interior de la capilla de la Virgen del Carmen. 1859. Un velatorio concurrido pulula en la otra puerta. Debe ser cuestión especial esa de convocar, de muerto, a los vivos. ¿Llorarían mis mujeres o harían barquitos de caña hueca para arrojarlos en la acequia y jugar como chavalas? No podría saberlo si difunto estoy, soy, como vaso sin cerveza. Obviado de labios y de piernas. De madre de padre de sírvete de agua… Kantutani, lugar de kantutas. Cuando me llevan a enterrar puedo leer en la pared de enfrente tal nombre. Y una tienda iluminada en la que cose una mujer. De día, chicharronería; de noche, modista.

 

Cinco pepitas de uva rosa matan mi hambre. Mi sed, tres más. En los teléfonos, fotografías de la misma muchacha de cuarenta y dos. Cuántos años… He olvidado cómo cambiarlas. Me limito a borrar pequeñas cosas de una larga lista. Si estaré a tiempo para subir al taxi y al aeropuerto, maestro, no sé. Voy a intentarlo. Pareciera que se acumula tempestad en las colinas al sur. Pero están tan lejanas, ya no llegan aquí, mueren entre rascacielos.

 

Converso con la señora de los abarrotes, cuenta que mañana es el día de comadres, institución nacional, por arriba de la nación y bolivianos el hado propicio. El ejército desfila y los soldaditos que hacen el paso de ganso cada cual muslo por su lado, rodilla, canilla, bota parchada, calcetín de lana, descuajeringados. Si me enoja, claro que no. Buena manera de desairar el invento de la patria.

 

Extraños casuarios caminan con lentitud ceremoniosa. Pequeño gran dinosaurio de rostro azul y cresta gredosa. Las patas son armas letales, uñas como puñal afgano. Doblo mi camisa kaki, bastante gruesa para una fresca primavera. Botines plomos, industria brasilera. Nuevo cinturón de cuero anochecido, salido de las manos de un talabartero centenario y ni un diente.

 

Huerta cochabambina, muchos árboles, ceibo y jacarandá; pacay y árbol de goma. Ven a Durban, aconsejaba Delia, del hotel se ven saltar tiburones blancos. Y, raro, hay focas y hasta pingüinos. Llegan para ser comidos, se invitan a la fiesta en donde hacen de plato frío, de postre color de fresa, sabor de sangre. Sabor de sangre. De sangre sabor.

26/02/2025

 

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Imagen: Viktor Vasnetsov, sketches para la catedral de Kiev, 1893 

Sunday, February 23, 2025

Minutero y segundero


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Traje de casa de mi hermana Elena Présentation des haïdoucs, de Panaït Istrati, comprado por mí en París, 25 de septiembre de 1986. ¿Place de la République, Ménilmontant, Malakoff, Porte de Vanves, metro de La Bastille, Denfert-Rochereau, jardines del Luxemburgo? Caminé París como si fuese lo último. Los Miserables el trasfondo, inútil búsqueda de los mercados de la revolución de 1832. No dinero, hambre y curiosidad, treinta, cincuenta, cien cuadras, por todo lado. El Dantón de Rodin, la Victoria de Samotracia en el Louvre, llamadas y cartas de amor. Cielo que a las seis de la tarde asomaba con desesperación, como postrer jarrón de cerveza a labios del ebrio.

 

Petrus Borel, Sainte Beuve, Marcel Schwob, el tren de Chaville, bosque de Meudon, Issy-les-Moulineaux; de Boulogne-Billancourt a los modestos y altos edificios de apartamentos donde gritaban argelinos y marroquíes; olor a especias, niños de ojos profundos.

 

Mary Jane's Last Dance, Tom Petty & The Heartbreakers ¡Qué nostalgia! Del tiempo en que me perdía, borracho, por arrabales y villorrios de Virginia, suburbios de la capital, silencio colectivizado de voces, agreste, piel de mujeres. Pero era París. Dentro del libro de Istrati tres hojitas con pésimos poemas a Francine. Se quedan ahí, enterrados entre las remembranzas de Élie le sage y de Movila le vataf. “Puñal hundido entre la luna y yo/el trozo más feliz de la oscuridad”. Serías tú, supongo. En el alabastro de tu vientre se dibujan sutiles azules caminos, son tus venas que corren, agostos que se apresuran al abandono. Poitiers y la lluvia que comienza a llorar.

 

Anoche miraba un filme ruso del sitio de Leningrado. Una barcaza con mil doscientos refugiados intenta atravesar el lago Ladoga. Sobrevivirán doscientos el acoso de los cazas alemanes que tiran al blanco, como a señuelos de patos coloridos flotando al azar. Recordé el surreal recuento de Curzio Malaparte acerca de los congelados caballos del Ladoga. Desdichados corceles en huida que se congelaron por meses en su superficie, esculturas de hielo deteriorándose mientras el clarete decantaba en las copas de los invasores. Todavía suave, sin el tinto molesto de la sangre. Finlandia y sus crepúsculos. Testas equinas como salidas de tragedia griega.

 

Vuelvo a París pero observo Cochabamba desde la rota ventanilla del taxi. Dañada adrede para que no se utilice y no envejezca. Metáfora o paradoja, cubrir de plástico los muebles, no encender la radio, ni las luces del carro a pesar de la oscuridad. Todo permanecerá incólume, nuevo, generación tras generación. Sin embargo la ciudad de barro ha sido destrozada.

 

Nadie come pizzas en la pizzería. En el departamento del segundo piso una docena de niños festeja posiblemente un cumpleaños. Entro por los zaguanes, por las entradas con años marcados en metal: 1826, 1891, 1896. Imagino los huertos, porque eso era mi ciudad, frutales y hierbas. Antigüedad del higo, el membrillo y la granada. Hay una inmensa casona en la calle Santiváñez casi esquina Suipacha. Mi padre decía que perteneció a la familia García, la de mis primas, y que allí llegaban coca y plátano del trópico y se distribuían al valle. Cuánto sobrevivirá, muy poco. Ya en algún retorno, cuando pase por el lugar, no estará. En su lugar el espanto, arquitectura de arquitectos mañazos, cortes de res recién carneada pero sin habilidad de matarife, solo astucia comercial, viveza que es acá el maná de la supervivencia.

 

Llueve y, al menos, gracias a eso, no necesito abrir la ventanilla intocable. La radio toca danzarinas cumbias chichas, difieren de la cumbia sonidera, la villera, la cumbia huichol. Va media hora de viaje y la ciudad ha crecido, está creciendo mientras hablo con usted, diría Durruti, lo que no siempre es bueno. Pero, total, en esas estamos, yo hojeando un libro de Waldo Frank, atento a si la noche afónica trae pasos que no vendrán. Con gloria y sin pena, absoluta libertad. Si deseo que se acabe la tiniebla hago un tris y ya está. La solitaria pizzería se llenará con los infantes de Hamelin.

 

Voy lejos; el taxista toma desvíos, ahorra tiempo, elude bultos humanos y feroces vehículos con dientes de dragón. En eso veo una gigantesca palmera, muy antigua. Sita ahora en el extremo de una casa pero que pertenecería a hacienda colonial. Por aquí andaba Goyeneche, lo sé. Una cuadra más allá otra palmera algo menos elevada anota la extensión de la casa solariega que ya no existe. Tristes meandros de comederos públicos, construcciones con sofisticación de esputo. Seguimos viaje y aún admiro la solidez de añejos molles, ha desaparecido el paraíso de infinito aroma. He visto uno en la avenida Perú, alejado de la modernidad, desterrado, huérfano. Por sobre su diáfano olor el monstruoso de frituras de un pueblo que devora. Nada más hermoso, y también primitivo, que tragar. Faltan cavernas en donde se escondan los caníbales. Igual, el mundo no dejará de desbarrancarse con premura, a pesar de que algún escritor equipare todavía la felicidad a una ventanita a orillas del Baikal.

 

Flota el cuerpo de Alexander Kolchak, se hunde el almirante como sobrepeso de la historia hasta el infinito. Descansará en boca de peces antediluvianos. En ese idílico Baikal que narra Sylvain Tesson. Noche de lagos, esta, de inmensos agujeros cubiertos de líquido hasta frágiles charcos de aguas con nombre de laguna como en Huayñacota, camino de Carasa.

 

Pues, derivo, derivas por el extenso mundo, ancho y ajeno en memoria de Ciro Alegría. Conversábamos con Oscar, yo con un expreso cortado, él con un irlandés, acerca de José María Arguedas, Manuel Scorza, Borges y Proust. Una hermosa pelirroja, hablando cochabambino, se paraba a ratos con largos pantalones blancos y me recordaba que todavía no puedo morir. Viejo que me mira el culo, pensaría, pero no, observaba la vida, la luminosidad de los helechos, humedad de laureles llovidos. Su pecho era pequeño y respiraba, pude notar el sonrojo de su corazón pausado. Las once de la mañana en que los jubilados arreglan un país que se les fue de las manos. Afuera extrañas volutas de nubes jugaban con claroscuros, como si el maestro Goya estuviera volando.

 

Muelen café. Aire de café de Yungas. Hasta he hecho de lado París y me he enfrascado en lecturas de chinos. Busco las huellas de Anarchaize y no las encuentro. Página tras página del Historical Dictionary of the French Revolution and Terror, de George F. Nafziger. Tantos guillotinados. Lo encontraré. En sus devaneos juveniles, con otros artistas de París, asumiendo roles de notables de la revolución, Picasso tomó el de éste, apodo de no sé quién. Lo supe hace décadas y mi memoria que consideraba mágica se hizo prosaica, discreta.

 

Abro la ventana para acoger brisa fresca. Tengo ganas de los Viajes de Gulliver, deseos de ser Gulliver.

22/02/2025

 

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Imagen: Heinrich Vogeler

Thursday, February 20, 2025

Ekaterina regresa a Kharkiv


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Voy leyendo noticias, escuchándolas. Eterna congoja de entrar o no a Ucrania en este momento.

 

Ekaterina huyó apresurada de Kharkiv aquel febrero de 2022. Los rusos estaban a puertas de la ciudad y la asolaban con cañones, aviones, tanques. Salió rumbo a Lviv, en el oeste, lejos del frente de guerra. Jarkov sigue siendo bombardeada por drones y misiles todos los días. Las explosiones marcan las horas de la noche como serenos. Aun así, tres años después y luego de haber juntado monedas una a una, retorna para ver a sus amigos. Cada tren, todo bus, es apuesta contra la muerte, pero qué es ella para una joven mujer cosaca, zaporoga, si con la muerte conviven por diez siglos. No ve a sus padres desde 2014, cuando los invasores penetraron en la cuenca del Don acompañados de traidores. Extrema crueldad entre hermanos; ni para qué hablar de los otros. La pequeña aldea de los progenitores carece de ventanas desde entonces. Se combate el invierno con cartones. Nunca la he visto llorar ni quejarse de su desgracia. Las mujeres de Ucrania destapan como nadie las vergüenzas masculinas, no de sus propios hombres que matan y perecen como siempre lo han hecho, sino los de lejos, esos que merodean la frontera y temen que un misil caiga justo sobre ellos y termine con su notable existencia de cobardes.

 

Ekaterina va a Kharkov con grabadora en los oídos, con música que de rato en rato se interrumpe por fogonazos de sangre alrededor.

 

Goncharov, Bulgakov, Chejov. Me hablaba en ruso. El 2018 había tanques en las calles y se sabía que hacia el sur las cosas no iban bien. Visitamos iglesias ortodoxas, ella de cabeza cubierta besando pies de iconos de perdida mirada. Yo, embelesado con el canto profundo que sale de detrás de las paredes en esa eterna penumbra de tales sitios. Era obvio lo que sucedería y sin embargo abrí la boca de mal agüero. Vendrán, decía, quién sabe cuándo.

 

Anna volvió de Szczecin a Kiev. Sumy estaba siendo destrozada y no tuvo opción. Viktoriia viaja de Valencia, donde vive ahora, a fiestear en la capital ucrania. Postea fotos del crimen ruso y alegres tomas suyas abrazada con amigas. Peculiar manera de encarar un conflicto bélico. Tal vez Rulfo se hubiera deleitado con ello. Diles que no me maten en versión eslava. No encuentro otro parangón. México siempre fascinó a los escitas. A mí me fascinan ambos.

 

Trenes que aguardan. Los carteles rezan Poltava, Kiev, Lvov. Barcos pescadores se aproximarán por el ponto hasta Odesa. Veré. No puedo prometerme nada a mí mismo pero lo voy a intentar. Justo ahora en que el demonio naranja, mesías adorado por los fascistas evangélicos de los Estados Unidos, intenta hacer realidad las páginas de George Orwell y dividirse el mundo entre tres tiranos. Criminales. Como que no hay Dios ni nunca lo ha habido; solo el valor que nutre una población sufrida y persistente, tozuda como yunque y valiente al extremo.

 

Sotnias cosacas vuelan en la llanura. Águilas, halcones. Pequeños coreanos abren los cerrados ojos ante el terror. El monstruoso engendro de la Casa Blanca cuenta dineros con los que sueña, destruye un país, el suyo propio, con la mitad de su población compuesta por semi alfabetos, cowboys que jamás dejaron en su escasa mente las imágenes de Hollywood. Siguen persiguiendo indios y disparan a todo lo que se mueve, a ellos mismos. De seguro les llega el fin, así parece. Se creyeron Roma y apenas duraron un soplo. Triste, porque allí viví y fui feliz por décadas. Ahora respiro otros aires, nefastos también sin duda, pero las naves me alejan circunstancialmente y sobrevivo. Picasso me observa desde el festival de Avignon, en 1973; se preguntará qué hago, a quién escribo.

 

Siouxsie and the Banshees acompañan la caída de la noche con volumen suave. Las hijas relatan que Denver está bajo cero. Una maleta abierta va recibiendo objetos seleccionados. No muchos. Alistaré el largo viaje en Colorado, no desde aquí. Me emociono con la idea de los aviones primero y los vagones de tren consiguientes, aguas del delta del Danubio. Grito de garzas, canto de ranas. Si se alterna con el vozarrón de obuses pensaré en la Madeleine de Apollinaire, en las cartas de Robert Desnos a Youki.

 

Los villorrios del camino mostraban modestas pero bien arregladas casas en los llanos de Ucrania. Supongo que había pobreza pero también orgullo, la dicha de presentar un limpio hogar, sencilla y olorosa comida. Vi algo similar en los pequeños poblados de Cuba en el Escambray, barridos, impecables. En ese momento lo atribuí a la férrea disciplina comunista sin estar seguro ni cierto.

 

No pude bajar del autobús sino en contadas ocasiones. Crucé el inmenso país desde el mar Negro a la frontera rusa. El único pasajero que encaró el viaje en su totalidad. El resto se iba desgajando en ciudades menores, en pueblos. Al atardecer arribé a Kharkiv. Le hice saber a Ekaterina pero me fui al hotel a descansar. Muy distinto a Odesa a simple vista. Otro tipo de ciudad, de idiosincrasia también, supongo. He de volver de igual manera, ahora o más adelante. No quedará este idilio entre esta tierra y yo en divorcio permanente. De manera alguna. Me falta tanto por ver. Esta tarde recordé Dykanka, del cuento de Gogol. Raión de Poltava, siete mil personas y espectros terroríficos. No impedirán los enemigos, ni siquiera son rusos en su mayoría sus soldados sino minorías étnicas, que lo haga. Imagino mi persona en un café, en el instante en que la tarde se nubla, leyendo de nuevo los relatos del gran escritor, sintiendo sobre mi piel escalofríos, lo irracional que se posesiona del ambiente, cuervos que gritan fúnebres, aletear extendido de cigüeñas que imitan el sonido de sábanas desempolvándose. Primavera, en esta ocasión, tonos de verde y samovares color de heno. Bucolismo de Turgueniev y dulces versos de poetas campesinos. No hay batallas que puedan contra eso.

 

Pregunto a Ekaterina cuándo va de vuelta a Lviv, la Lemberg austrohúngara, y no lo sabe. En esta época el tiempo no es oro en el sentido capitalista; no hay por qué correr a inexistentes salarios. Mejor risas amistosas, vodka que salte de boca en boca, señuelos de compartida felicidad, horas marcadas por bombas a las que poco caso se hace ya. Si la muerte viene cayendo en picada sobre nosotros, sea, no alterará el curso del momento, el instante en que creemos que todo está bien, como cuando por encima de los prados de altas hierbas siseaba el viento, el mismo que al mover los juncos entregaba escenarios distintos cada minuto, igual a un cinematógrafo.

19/02/2025

 

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Imagen: Roksolana, la sultana Hurrem, esclava del serrallo, de origen ucraniano (ruteno), favorita y esposa de Solimán el Magnífico, la mujer más poderosa del imperio otomano. 

Sunday, February 16, 2025

Recuerdos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Refrescante releer Veinte autores rusos del siglo XX de don Augusto Guzmán. Me lo regaló, autógrafo, una mañana de 1988, no mucho después de que mi amante anglosajona, festejando enero, me entregara Kyra Kyralina.

 

Estudio de su casa en la avenida Oquendo. Presente nuestra rica conversación, mayormente literaria. Un año después me fui del país y no volví a verlo. Rememoro sus paisajes del machu yunga en su libro La sima fecunda. Me asocio a él por las tradiciones familiares en los yungas de Vandiola, Tiraque, en donde mi abuelo y sus hermanos trabajaron en el acopio de coca de Santa Rosa, corazón del monte. Mucha historia ha corrido desde entonces. Lo de don Augusto sucedía en Arepucho, si mal no recuerdo, yungas de Totora. Como fuere, geografía tan ligada a nosotros, vanamente especulada con el arribo de los profetas falsos ávidos de dólares, los que dejaron tras sí destruidos bosques de coca antigua, árboles que debieron haber sido  patrimonio histórico nacional. Jefazos de tres por cuatro, alimañas que traen los procesos fallidos.

 

Bueno, con eso estamos, mejor recordar a don Augusto en su patriarcal biblioteca, mostrándome preciosidades bibliográficas con gentil bonhomía, esa que quería impulsar a un autor joven a continuar en el fatídico empeño de escribir. Escribió un prólogo para un libro mío que jamás se publicó: Diario en cinco y epílogo, controvertidas aproximaciones personales a los impulsos del amor y a las bofetadas del otro. ¿Quiénes las cinco? Gloria, Elisabeth, Elke, Francine y la quinta que al menos esta noche se hizo difusa, se escondió debajo de los peldaños de la lluvia. Allí no puedo alcanzar sus guiños y sus lágrimas parecerían granizo.

 

Volvamos a los rusos de don Augusto. Había olvidado que en él, en estas páginas, aprendí por vez primera el nombre de Nina Berbérova. Fue en La Habana del 2009 que compré un librito suyo que resultó joya literaria: Zoya Andreyevna; me impulsó a leer todo lo que pude de esta notable autora crecida en la inercia del exilio, esposa y viuda del poeta Jodasévich. Paseaba yo por Montparnasse y Montmartre indagando acerca de tumbas rusas, la emigración blanca que juntó a aristócratas, literatos, terroristas y campesinos. No pude encontrar el sitio en donde estaba Majnó. Todavía lo haré, el tiempo permanece intacto para las ganas. Y Merezhkovsky. Y Zinaida Nikolayevna Gippius, a quien retrató León Bakst.

 

Nombra a autores que desconozco, obras que no he leído ni visto alrededor siquiera. Tiniánov, por ejemplo, Olga Forsh, Shmeliov, Leonid Lench, Chirikov. Tanto por leer, descubrir. Tal vez nunca llegue. Están algunos de mis favoritos: Babel, Zoschenko, Bunin, Sologub. La monumental trilogía de Alexei Tolstoi que menciona bajo el título de Camino de abrojos y que yo conocí como Tinieblas y amanecer de Rusia. Junto a esos volúmenes me nutría de historia, la desventurada saga decembrista, la famosa “ida al campo” de los populistas rusos, sus organizaciones que enseñaban mientras a su vez ejercían el terror contra la clase dominante. Nisan Farber, el Bund judío, Vera Zasulich. En mi cabecera, Bakunin y Herzen. Si extraño esas épocas… En este momento, sí, apenas cayendo las nueve tarde, con perros ladrando. Aullarán luego a la hora de los fantasmas. Decían: aúllan porque ven lo que no vemos, las ánimas que en cierto espacio del silencio pueblan colectivas las calles, se sientan en bancos, conversan con sus amados, huelen blancas flores de azahar. Después se retiran calmas y se cubren con sábanas de granito, mármol, concreto, ladrillo, adobe, cada quien con cada muerte. A la intemperie más que asemejarse unos a otros espectros, son iguales en general. Miraba, y quiero verlo de nuevo, el camino que lleva de Kharkiv a Belgorod. Llegará el día en que los zares perezcan para eterno, los caciques del trópico enfermo, los anaranjados mesías del norte. Está en los libros, lo versificaban Stefan George y Nikolai Ogarev, el mismo Nietzsche que mataba a todos.

 

Me sorprendo cómo apenas recordando un encuentro inolvidable con un maestro comienzan a salir tantas cosas. Agoto dos vasos de agua clara; no es vodka porque el vodka labriego tiene casi el color del pastís. Anís del mono tomábamos cuando no había dinero y vomitábamos el alma entera al día siguiente. No deseo ni pensarlo. El único anís que aguanto son las semillas que introducen en las humintas supuestamente para ayudar a digerir. Fuera de eso, el aroma en cuestión me hunde en abismo. Aunque de Tarbes trajeron los padres de Pedro ciruelas pasas remojadas en pastís. Falso, en armagnac.

 

Avenida Oquendo. Los rubios primos Ferrufino vivían por allí. Nosotros lo hicimos en la Paccieri, de donde Elena, Armando y yo nos escabullíamos para traer a la tina de casa peces gato llamados such'is y diminutos sapitos, ambos extintos. Del todavía hermoso río Rocha. Los padres no estaban contentos y había que deshacerse de los animales rehenes. Poco me acuerdo. Cerca de allí vivía la francesa más bella que nunca existió.

 

En una noche de Navidad, con media botella de vino barato, sugirió que habiéndola contemplado yo por diez años ella había sucumbido a mi misterioso hechizo. Abrió los ojos y estaba yo. Magia fascinante, fabulosa.

 

Nueve cincuenta y siete ya. Ni rastros de gotas en las ventanas.

 

Sholojov… ¿El mismo río Don de Nabokov? El tío Hugo ponía en su flamante grabadora Akai bellísimos coros de sus cosacos. Leía con voz de Chaliapin un poema que había dedicado al Che.

 

Por allí paseamos tú y yo; tú, francesa más bella que la Marsellesa arrastrando la bicicleta Hércules de talla mayor. Que cómo se te ocurrió enviarme un verso de Apollinaire, demandas. Casi envío uno de Desnos, contesto. La misma bicicleta que dejaste en una piscina amiga para irte a caminar conmigo a los ceibos de Molle Molle y más arriba. Hojas de eucalipto azul cubrieron tu pecho, anochecía cuando el colectivo El Paso-Quillacollo nos amodorraba indiferentes a cualquier otra realidad. Lo que viniera poco importaba. Tenía tus manos, besaba tu cuello, apenas entendía lo que mencionabas de Roman Jakobson.

 

Don Augusto Guzmán, valga esta memoria. Con toques femeninos que, leyéndolo, sé que no le disgustarían. Puntos referenciales sirven para tejer narraciones. No olvido nada, menos a ellas y de cuando les contaba, agotado el amor, trágicas anécdotas de la estepa.

 

Avanza el viento a zancadas. Las cigüeñas se acurrucan en los altos nidos. Ícaro se acerca de nuevo al sol. Esta vez no se quema. Arranca un trozo de fulgor amarillo, lo moldea en estrella, lo cuelga de un árbol y lo abandona para que mejor te vea, pálida con un triángulo de sombra. Geometría.

15/02/2025

Tuesday, February 11, 2025

Carga de caballería


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Golpean contra el suelo los cascos de los caballos de los dragones franceses en el frío de Eylau. A ello le sigue la épica de la carga, la apoteosis de Napoleón. Balzac destrozará en El coronel Chabert ese espejismo que tienen los hombres en cuanto al honor, la gloria, la vanidad del triunfo. Toda luna arrastra un eclipse; todo sol.

 

Sobre mi pared de sala, de Jean-Baptiste Isabey, dos originales muestran un “colonel-général” de coraceros y otro de dragones. En la biblioteca sobresale el color verde del diario de mi antepasado Lazare-Claude Coqueugniot y su recuento de la Legión del Norte, en la misma Polonia. Me aplicaré en un momento a la búsqueda en el mapa de aquel encuentro brutal entre rusos y franceses. Recomendable el filme Coronel Chabert de Yves Angelo, 1994.

 

En el sur y en el oeste suena permanente la albañilería. Voy de una ventana a otra admirando la habilidad de los maestros masones. Sé que cubrirán mi vista del Tunari pero lo seguiré contemplando desde la esquina cuando voy a comprar pan. Estas casas achatadas de pronto han crecido como monstruosas setas, largos pedicelos sin siquiera sombrero. Otro era el tiempo del sauce llorón, de la honda acequia que en lluvias tornaba en maremoto de lodo. Dónde mis arañas de brillosas fauces, mis apasankas y mariposas cohete. La polvareda ha escanciado su árido aliento encima de los húmedos remanentes de una memoria que se niega a perecer. Arizona trasladada al sur, del concreto no crecen pastos. Verdes o azules ranas cantan desde los escondrijos de la flor de cartucho. Chiru-chirus saltaban sabiendo que asomaba el furor, el hálito salvaje del poder, la colectiva fascinación por la muerte. Benditos sean los tarados porque a ellos les tocará el candente hierro del castigo.

 

Paso de una página a otra en el refugio de mi banco en los umbríos callejones de la vieja Jarkov, allí donde se sientan jubilados que todavía recuerdan a Stalin. Sorbo la fresca cerveza de la boca del vaso de plástico. Para el hotel desciendo gradas y atravieso un gran espacio vacío. Me he comprado un hot dog en la gasolinera. Luego te lo cuento por teléfono. Extranjero que camina por las vacías calles lejanas al bullicio del centro, cerca de la estación. Como en toda ciudad, trenes y omnibuses tienen sus paradas en la periferia. Por comodidad me alojé a poca distancia, ya que tarde o temprano debía tomar de regreso el trayecto Poltava, Lubny, Kiev. Llegar a la muchedumbre no costaba demasiado, trepar la colina, detenerme por un café cerca de una facultad universitaria, degustar un delicioso pie de maracuyá, de púrpura color, y oír a los jóvenes hablando en lenguas, casi escena bíblica pero sin ángeles.

 

El dron sobrevuela Podilsk, antes Kotovsk. Nada extraordinario a simple vista. Norte del oblast de Odesa, pintado esmeralda a pesar de que era otoño en aquel vehículo que me llevaba del mar a la capital. Sin embargo he de detenerme. Está la tumba de Grigory Kotovsky, por quien se nombró a la ciudad. Matador de Benia Krik, criminal con galas de comisario bolchevique, de Besarabia a Siberia a la perla del mar Negro. Crepúsculo de dioses y alba de demonios. Días corren, fantasmas se agitan, alguien de sutil aroma envía una misiva desde Kremenchuk. Me apoyo en el helado bronce que retrata a Bábel. Le susurro el nombre de la pelirroja Anastasia y el escritor sonríe, maestro del silencio.

 

Desbocados corceles con aperos escapan de la pantalla del televisor, desaparecen por la ventana hacia la hora aciaga y se convierten en libélulas. Si lo pensó Tolstoi, no lo sé, pero el director Sergei Bondarchuk les permite hacerlo. Total, sus cabrestos manchados de sangre necesitan secarse lejos de la coagulada tierra de Borodino. Noche de soldados chinos en batalla desigual en Changde. Demasiados gritos, usual en el cine de allí, en su lengua. Provincia de Sichuan, centro del país, Japón contra el Kuomintang. Ejércitos de pulgas infectadas de peste bubónica atacan antes que los cañones causando estragos. Gas venenoso, nubes pajizas que enroscan de a poco las ruinas buscando víctimas. Caigo, igual a los hombres que mencionaba, en el vicio de la guerra, sentado en un cómodo sillón de cuero negro, bebiendo limonada.

 

Con Nelson Tovar subimos la cuesta pedregosa. Camino vamos de la peregrinación a los tejidos jalq'as, el rojinegro de la FAI en el meollo de pérfidas montañas, bellas mujeres de encrucijada y asesinato. Tramas y lanas ébano y carmesí. Tormenta de polvo sobre el río Potolo. El automóvil mandarín ronronea y sigue, desinteresado por la historia y por lo que los pasajeros estemos pensando. Poca gente para tanto paisaje. Turbia agua de la conciencia, turbio el cauce del Ravelo.

 

Texto sin pies ni cabeza, infusión de sensaciones perdidas, digresión, vagabundeo confuso y espeso (así era la niebla en la Siberia camino de Santa Cruz). La senda de la izquierda va hacia Sehuencas; la carretera a Epizana y más allá hasta el progreso. Deambulo casi ebrio entre la realidad de un camión Isuzu de tono naranja y el monótono ruido de la caballería de Francisco de Carvajal, llegando de las lagunas de Vacas con destino de Pocona. A eso se suman los guerreros asiáticos, Bagration que cae herido, el tuerto Kutuzov, la pizzería de la cuadra no abrió hoy y parece que va a llover, el cielo se está nublando…

 

Ibises negros pueblan los charcos.

 

Blaise Cendras escribe que Inglaterra es la madre de lo imposible, que el imperio británico se ha edificado en el poder del sueño. Elogio inmenso. Leía que los oficiales destinados a la India estaban obligados al estudio del sánscrito, del persa, y no recuerdo qué disciplinas más. ¿A qué va esto? A que el próximo filme en línea trata de contiendas inglesas. Hasta diría que me domina cierta especie de nostalgia de leer a Rudyard Kipling. Penumbral Kali, diosa. Estranguladores. Crimea, Jartum, el inefable Gordon Pashá. Cuerpos vestidos de casacas rojas cuelgan de garfios de carnicero en los mercados de Kabul.

 

Mi sombrero marrón descansa en el perchero.

 

Pongo mi oído en la puerta para ver si descubro qué es ese susurro al otro lado. Y la abro de golpe hallando la noche oscura. Aquí no brilla siquiera la luz mala, ni Dios ni el Maligno se han dignado a visitarme. ¿Qué harás entonces, Fausto? Escribir. Malhaya la suerte perra, dados arrojados que bajan por las gradas con paso de duendes mal nutridos. Me quedan dos semanas antes de abordar el trasatlántico del destino; no podré terminar el libro que leo. Me quedaré a medias entre los rojos canes ahorcados cerca de sus amos judíos en la estepa cosaca. Envía una nota, sugieres que obviemos las horas y sucumbamos al calor de una vez y ya por todas. Contesto que aún no es primavera, que mi fiesta de cumpleaños lleva un mes retrasada, que ni tengo mi traje ceniciento y reviso los sellos de mi pasaporte antiguo. Roma y Londres. Pensar en veedores de aduana, belicosos agentes de cualquier gobierno para quienes todos somos enemigos. Sin embargo, habrá un café en algún sitio, alguna sólida silla de madera pintada en donde acomodarme, retornar a la página dejada a medias y continuar desde el punto aparte.

 

Cerraré hoy las persianas, no me percataré del criminal humo que exudan las fauces de los caballos. Un par de algodones en los oídos y vendrá placidez de niño. Me he hartado de muertos, los voy tirando por las ventanas al parqueo de abajo; desalojarlos de casa, permitir que la fragancia de un mate compuesto de granada, mora y  açaí, llene el ambiente. No más medallas ni sables, descansen hoy, héroes griegos, imaginen la vuelta a Micenas; los aliados de Troya también, al Mileto que lleva el nombre de aquel que asesinara al gigante Asterión.

11/02/2025

 

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Imagen: Antoine-Jean Gros/Napoleón en el campo de batalla de Eylau 

Saturday, February 8, 2025

El bello idioma de nosotros


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Diría "la bella lengua", pero ello puede dar lugar a interpretaciones equívocas y no quiero correr el riesgo de los políticos cuando sueltan, eso sí, la lengua y no el idioma en sus soporíferas y malhadadas reuniones.

 

Elisabeth Malkin, escribiendo para el New York Times (Rebelling Against Spain, This Time With Words), anota con certeza que sería muy difícil que los Estados Unidos aceptaran imposiciones de Inglaterra en el uso del inglés. ¿Por qué tendríamos nosotros que hacerlo, siendo que supuestamente nos desembarazamos de España hace 200 años? Además, si existe una irrefrenable dinámica en el español la damos los latinoamericanos, en la diáspora económica de la emigración, fenómeno que no únicamente se refiere a la península versus las excolonias sino también a distancias mucho menores como la existente entre México y Los Ángeles, entre los "manos" de abajo del río Bravo y los "carnales" o "batos" de arriba del Grande, entre los mexicanos huidos del temporal de la revolución y sus hijos nacidos "al otro lado" y que terminan rechazando su origen, haciéndose híbridos, formando un nuevo grupo humano que no pertenece ni a sus ancestros ni a la sociedad extraña en la que nacen y crecen. Octavio Paz categorizó a estos "pachucos" como parias (no sólo del lenguaje).

 

En una vieja (quizá años 40) y linda canción, El bracero y la pachuco, el Dueto Taxco ponía en escena esta llamemos confrontación entre lo antiguo (México) y lo nuevo (Estados Unidos), entre lo “obsoleto” y lo moderno, rivalidad que se expresaba sobre todo en el lenguaje. El bracero: romántico, formal, varonil, tradicional, quiere conquistar a la pachuca: desenfadada, informal, liberal, irreverente, y su duelo verbal, divertido por cierto, apunta a las diferencias entre unos y otros, en un español alejado de las normas de la academia y sin embargo todavía español, plagado de anglicismos; jerga, caló cuyos orígenes tal vez se expandan hasta los judíos conversos, o escondidos, que llegaron con la conquista. El bracero le dice "Oh, mujer del alma mía, o ámame porque te quiero, o quiéreme porque te adoro, porque mi aliento perfumas, linda princesa encantada, como si trajeras rosas, de esas rosas encarnadas que con sus lindas aromas a mi pecho cautivaran (...)". "La pachuca no entendía lo que le quiso decir" y le responde: "Nel esé, ya párele con sus palabras de l'alta, que por derecho me agüitan, esé. Mejor póngase muy al alba con un pistazo de aquella, y un frasquito del fuerte p'a después poder borlar". Resulta que a pesar de una temprana incomprensión terminan casándose, ampliando el espectro de su idioma de admirable manera.

 

Ya lo entendió un visionario Valle-Inclán en su Tirano Banderas, que es un viaje por un mapa fructífero, encantador y encantado del idioma, una exploración y un descubrimiento, la muestra palpable que lo mayor que dejó España fue la lengua, y lo mejor que ganó del opuesto fue su multiplicación en matices, tonos, formas, que siguen creciendo a medida que los otrora pueblos del sur van de a poco apoderándose de espacios vitales que "correspondían" a otros, tanto que entre los mexicanos se habla de "reconquista", siendo a su vez también revancha de España por todo lo perdido ante ingleses y norteamericanos.

 

Que existan normativas de lenguaje, sin duda sirve, tal vez al menos para mantener apariencias de orden en un caos no destructivo. El detalle nuevo de la Academia (que disgustó a Juan Villoro) de anular el acento de "sólo" (solamente) y diferenciarlo de "solo" (de soledad) por el contexto, es más bien un detalle estético; las transformaciones del español y la aceptación de ellas como parte real y concreta del idioma hablado -y después escrito- van más profundo, y merecen no únicamente estudio sino respeto. Para mí, por dar un ejemplo, me es más fácil hablar con mis colegas de los ranchos de Guerrero o los pequeños zapotecos de la frontera entre Oaxaca y Veracruz en su estilo y no en el mío de "l'alta". Si quiero decir "ese tipo se cree divertido", me entenderán mejor si les digo que "ese gacho se cree chido".

 

Pienso que Octavio Paz se equivocó. Aquellos pachucos que fueron parias en su laberinto de soledad, extendieron la jerga de sus tradiciones noveles y contradictorias no sólo a México, también a todo el sur. Café Tacuba canta:

Mejor yo me echo una chela

y chance enchufo una chava

chambeando de chafirete

me sobra chupe y pachanga

 

¿Y la Academia? Chinga su madre...

07/12/2010


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Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 12/12/2010


Imagen: Lucas van Valckenborch/La Tour de Babel, Musée du Louvre, Paris, 1594

 

Friday, February 7, 2025

Viaje de palabras


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Compartí un largo café con Germán A. de la Reza. Me regaló dos libros suyos: Génesis de la supranacionalidad europea y Benedicto T. Medinaceli y el proyecto de confederación latinoamericana de 1862, geográficamente alejados vértices de una vasta erudición. Reservaré el primero para el viaje que espero realizar entre marzo y junio. Lo único planificado son España y Francia. De España, Galicia. Mi peregrinación comenzará en el Finisterre, donde acaba el mundo; de Francia, Lyon, demasiado tiempo que la he negado. Luego al oriente y que hable el tren. A propósito de ello, entre varios temas de común interés, comentamos Europa del Este. Su profundo conocimiento de Rumania me sirvió para quizá delinear algunos pasajes de la aventura por venir. Visitar, por ejemplo, la antigua Tomis, hoy Constanza, en donde murió en exilio el poeta Ovidio, a la vera del mar más hermoso, el Ponto Euxino, mar Negro. No muy alejada ciudad de mi proyecto inicial del delta del Danubio y Braila, en memoria de Panait Istrati. De ahí no podría eludir Izmail y salir a la desembocadura del Dniester, ya en Ucrania, a visitar la fortaleza de Akkerman, a un paso de mi (lo diré en posesivo) magnífica Odesa. No puedo dejar de verla otra vez.

 

Con Germán trashumamos por Chequia, por Suecia, Polonia, hablamos de Belgrado. Volviendo a Rumania mencioné los tártaros de la Dobrudja, Besarabia, Bucovina, siguiendo las inolvidables páginas de Sienkiewicz. Lo de Ovidio salió a razón de esto, estando Tomis en el sur de la región de la Dobrudja. Hacía mucho que no había pensado en Ovidio, posiblemente desde mi última relectura, años ha, de las Memorias de Ehrenburg.

 

Heródoto, Homero, Aquiles, Hécuba, guerreros dacios, licios, lidios, tracios. Etíopes para no enterrar a Memnón.

 

Saltamos a Francia, no sin antes conversar del Asia Central y el tren Transiberiano que no fue dócil para él. Sugerí que el próximo año lo intentaré tomar en Tashkent hasta Vladivostok, si no han conquistado toda Siberia ya los chinos, cuando hundan al pequeño zar en una vasija de vodka. Estepa de Karaganda, bombas nucleares de Semipalatinsk, el bucolismo del jardín de Yefim en Pavlodar.

 

Germán de la Reza vive en México, la ciudad enorme. Mencioné que antes de morir mi padre teníamos el proyecto de hacer un viaje por la revolución, siguiendo la huella de la División del Norte, de Pancho Villa, del espectro de Ambrose Bierce. Comenzaríamos en Ojinaga… La vida, hermana de la muerte, tiene planes propios y nunca pregunta los tuyos. “Y es la hora, oh Poeta, de declinar tu nombre, tu nación y tu raza...”, decía Saint-John Perse. Obliterarlo todo, hasta el olvido.

 

Le agradecí. Se fue hacia el oeste por la avenida América. Recordamos Cochabamba, la vieja; dos cochabambinos acordándose de los turbios ríos del valle, casonas de ayer, blasones, nombres…

 

A mediodía no hay aves que canten, solo piar de automóviles. Humos de distintos tonos, petróleos, bencinas, gasolinas. Frituras que acechan desde muy corta distancia en el cielo. No me escondo del sol porque hay árboles cortados, veredas de espeluznante vacío. Gritan las grullas del delta, aseguran que aparecen lobos al nacer la luna, bajo profundo el tono del jefe de la manada. No, son solitarios, se esconden en el bosque, en medio de ruinas medievales.

 

Valaquia al costado. Miguel el Bravo. Imagino su ejército en las playas de Edirne sabiendo que enfrente late el corazón del imperio enemigo. Estuve en Estambul y pensé lo mismo, desde la otra orilla, siete años atrás. Rojo extremo el puente sobre el Bósforo. Luego oscuridad hasta aterrizar en el modesto aeropuerto de Odesa y sentir de inmediato pulular alrededor los personajes de Isaak E. Bábel.

 

Pensaba penetrar en Ucrania por el norte, de Wroclaw a Lviv. Ahora imagino también la opción del sur, la de Rumania según dije, e ir trepando. Tengo que pasear por Kamenyets; para mí nunca terminó 1672 (espero no equivocarme), y el sitio que los turcos pusieron a la ciudad. Fue la primera vez que leí acerca de Juan III Sobieski, el vencedor, una década adelante, de los otomanos a puertas de Viena. Europa se salvó entonces. Hoy a Kursk ha retornado la horda, siglos después.

 

Es impresionante cuánto puede contener una taza de café si el interlocutor es adecuado. Ahí estábamos, en esta ya no tan pequeña villa deleznable, conversando acerca de los partisanos yugoslavos, de las disidencias que asomaron. Pensé, sin mencionarlo, en Milovan Djilas de quien leí su más famoso libro, no sé si el único, en asuetos universitarios, cuando todos eran marxistas camino a convertirse en marxistos y lo que conviniera luego. De pronto hablaban de Kropotkin, de las comunas aragonesas…

 

Hoy me enteré que en una gran empresa de acá había habido grandes desfalcos. A manos de otrora militantes del partido comunista, moscovita y chino. Trotskistas de bufete y corbata, agua de colonia francesa encima del sudor local. Una señora vende atados de limón a cinco bolivianos. Su nieta, dulces a cincuenta centavos. Si no me compras, casero, regalame una moneda. Viva la revolución cultural, vivan los awayos coreanos salidos de la maquila, la Pachamama ni cuenta se ha de dar. A meterle nomás.

 

Digresiones producto del asco. Cuánta literatura ha salido del enojo, del esputo vómito. De niño paseaba por los cerros. Paséate ahora y terminarás quemado vivo, ahorcado. Vino la antropofagia a manos de gringos que azuzaron los errores de la historia. De curas y santones seudorevolucionarios. De parodias de indios. Pura paja interesada.

 

Bueno, estaba en un barco mínimo entre juncos espesos que dividen Rumania de Ucrania. Siempre hay el riesgo de misiles. Se muere también de ellos como de resfrío. Un sonoro estornudo y vamos buscando monedas para pagarle al barquero. Me pregunto si aceptará estas plurinacionales o en el mundo de la ficción ya no cuentan óbolos de ninguna clase.

 

Albañiles tejen alambres a la luz de un farol. Martín Fierro se pone a cantar en el fogón. Grandes gaitas de madera búlgara, esgrimen pasos de baile. William Butler Yeats: “Que pueda seguir oyendo cosas comunes y ansiosas”. Ojalá que sí.

 

Salta el agua por encima de los peces, plateados ambos, color de escarcha, de cuchillas afiladas. Diga, maestro, si esta barca me puede acercar a Tiraspol. Deseo oír a los gitanos.

06/02/2025

 

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Imagen: Panait Istrati