Tuesday, February 11, 2025

Carga de caballería


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Golpean contra el suelo los cascos de los caballos de los dragones franceses en el frío de Eylau. A ello le sigue la épica de la carga, la apoteosis de Napoleón. Balzac destrozará en El coronel Chabert ese espejismo que tienen los hombres en cuanto al honor, la gloria, la vanidad del triunfo. Toda luna arrastra un eclipse; todo sol.

 

Sobre mi pared de sala, de Jean-Baptiste Isabey, dos originales muestran un “colonel-général” de coraceros y otro de dragones. En la biblioteca sobresale el color verde del diario de mi antepasado Lazare-Claude Coqueugniot y su recuento de la Legión del Norte, en la misma Polonia. Me aplicaré en un momento a la búsqueda en el mapa de aquel encuentro brutal entre rusos y franceses. Recomendable el filme Coronel Chabert de Yves Angelo, 1994.

 

En el sur y en el oeste suena permanente la albañilería. Voy de una ventana a otra admirando la habilidad de los maestros masones. Sé que cubrirán mi vista del Tunari pero lo seguiré contemplando desde la esquina cuando voy a comprar pan. Estas casas achatadas de pronto han crecido como monstruosas setas, largos pedicelos sin siquiera sombrero. Otro era el tiempo del sauce llorón, de la honda acequia que en lluvias tornaba en maremoto de lodo. Dónde mis arañas de brillosas fauces, mis apasankas y mariposas cohete. La polvareda ha escanciado su árido aliento encima de los húmedos remanentes de una memoria que se niega a perecer. Arizona trasladada al sur, del concreto no crecen pastos. Verdes o azules ranas cantan desde los escondrijos de la flor de cartucho. Chiru-chirus saltaban sabiendo que asomaba el furor, el hálito salvaje del poder, la colectiva fascinación por la muerte. Benditos sean los tarados porque a ellos les tocará el candente hierro del castigo.

 

Paso de una página a otra en el refugio de mi banco en los umbríos callejones de la vieja Jarkov, allí donde se sientan jubilados que todavía recuerdan a Stalin. Sorbo la fresca cerveza de la boca del vaso de plástico. Para el hotel desciendo gradas y atravieso un gran espacio vacío. Me he comprado un hot dog en la gasolinera. Luego te lo cuento por teléfono. Extranjero que camina por las vacías calles lejanas al bullicio del centro, cerca de la estación. Como en toda ciudad, trenes y omnibuses tienen sus paradas en la periferia. Por comodidad me alojé a poca distancia, ya que tarde o temprano debía tomar de regreso el trayecto Poltava, Lubny, Kiev. Llegar a la muchedumbre no costaba demasiado, trepar la colina, detenerme por un café cerca de una facultad universitaria, degustar un delicioso pie de maracuyá, de púrpura color, y oír a los jóvenes hablando en lenguas, casi escena bíblica pero sin ángeles.

 

El dron sobrevuela Podilsk, antes Kotovsk. Nada extraordinario a simple vista. Norte del oblast de Odesa, pintado esmeralda a pesar de que era otoño en aquel vehículo que me llevaba del mar a la capital. Sin embargo he de detenerme. Está la tumba de Grigory Kotovsky, por quien se nombró a la ciudad. Matador de Benia Krik, criminal con galas de comisario bolchevique, de Besarabia a Siberia a la perla del mar Negro. Crepúsculo de dioses y alba de demonios. Días corren, fantasmas se agitan, alguien de sutil aroma envía una misiva desde Kremenchuk. Me apoyo en el helado bronce que retrata a Bábel. Le susurro el nombre de la pelirroja Anastasia y el escritor sonríe, maestro del silencio.

 

Desbocados corceles con aperos escapan de la pantalla del televisor, desaparecen por la ventana hacia la hora aciaga y se convierten en libélulas. Si lo pensó Tolstoi, no lo sé, pero el director Sergei Bondarchuk les permite hacerlo. Total, sus cabrestos manchados de sangre necesitan secarse lejos de la coagulada tierra de Borodino. Noche de soldados chinos en batalla desigual en Changde. Demasiados gritos, usual en el cine de allí, en su lengua. Provincia de Sichuan, centro del país, Japón contra el Kuomintang. Ejércitos de pulgas infectadas de peste bubónica atacan antes que los cañones causando estragos. Gas venenoso, nubes pajizas que enroscan de a poco las ruinas buscando víctimas. Caigo, igual a los hombres que mencionaba, en el vicio de la guerra, sentado en un cómodo sillón de cuero negro, bebiendo limonada.

 

Con Nelson Tovar subimos la cuesta pedregosa. Camino vamos de la peregrinación a los tejidos jalq'as, el rojinegro de la FAI en el meollo de pérfidas montañas, bellas mujeres de encrucijada y asesinato. Tramas y lanas ébano y carmesí. Tormenta de polvo sobre el río Potolo. El automóvil mandarín ronronea y sigue, desinteresado por la historia y por lo que los pasajeros estemos pensando. Poca gente para tanto paisaje. Turbia agua de la conciencia, turbio el cauce del Ravelo.

 

Texto sin pies ni cabeza, infusión de sensaciones perdidas, digresión, vagabundeo confuso y espeso (así era la niebla en la Siberia camino de Santa Cruz). La senda de la izquierda va hacia Sehuencas; la carretera a Epizana y más allá hasta el progreso. Deambulo casi ebrio entre la realidad de un camión Isuzu de tono naranja y el monótono ruido de la caballería de Francisco de Carvajal, llegando de las lagunas de Vacas con destino de Pocona. A eso se suman los guerreros asiáticos, Bagration que cae herido, el tuerto Kutuzov, la pizzería de la cuadra no abrió hoy y parece que va a llover, el cielo se está nublando…

 

Ibises negros pueblan los charcos.

 

Blaise Cendras escribe que Inglaterra es la madre de lo imposible, que el imperio británico se ha edificado en el poder del sueño. Elogio inmenso. Leía que los oficiales destinados a la India estaban obligados al estudio del sánscrito, del persa, y no recuerdo qué disciplinas más. ¿A qué va esto? A que el próximo filme en línea trata de contiendas inglesas. Hasta diría que me domina cierta especie de nostalgia de leer a Rudyard Kipling. Penumbral Kali, diosa. Estranguladores. Crimea, Jartum, el inefable Gordon Pashá. Cuerpos vestidos de casacas rojas cuelgan de garfios de carnicero en los mercados de Kabul.

 

Mi sombrero marrón descansa en el perchero.

 

Pongo mi oído en la puerta para ver si descubro qué es ese susurro al otro lado. Y la abro de golpe hallando la noche oscura. Aquí no brilla siquiera la luz mala, ni Dios ni el Maligno se han dignado a visitarme. ¿Qué harás entonces, Fausto? Escribir. Malhaya la suerte perra, dados arrojados que bajan por las gradas con paso de duendes mal nutridos. Me quedan dos semanas antes de abordar el trasatlántico del destino; no podré terminar el libro que leo. Me quedaré a medias entre los rojos canes ahorcados cerca de sus amos judíos en la estepa cosaca. Envía una nota, sugieres que obviemos las horas y sucumbamos al calor de una vez y ya por todas. Contesto que aún no es primavera, que mi fiesta de cumpleaños lleva un mes retrasada, que ni tengo mi traje ceniciento y reviso los sellos de mi pasaporte antiguo. Roma y Londres. Pensar en veedores de aduana, belicosos agentes de cualquier gobierno para quienes todos somos enemigos. Sin embargo, habrá un café en algún sitio, alguna sólida silla de madera pintada en donde acomodarme, retornar a la página dejada a medias y continuar desde el punto aparte.

 

Cerraré hoy las persianas, no me percataré del criminal humo que exudan las fauces de los caballos. Un par de algodones en los oídos y vendrá placidez de niño. Me he hartado de muertos, los voy tirando por las ventanas al parqueo de abajo; desalojarlos de casa, permitir que la fragancia de un mate compuesto de granada, mora y  açaí, llene el ambiente. No más medallas ni sables, descansen hoy, héroes griegos, imaginen la vuelta a Micenas; los aliados de Troya también, al Mileto que lleva el nombre de aquel que asesinara al gigante Asterión.

11/02/2025

 

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Imagen: Antoine-Jean Gros/Napoleón en el campo de batalla de Eylau 

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