Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Golpean contra el suelo los cascos de los caballos de los dragones franceses en el frío de Eylau. A ello le sigue la épica de la carga, la apoteosis de Napoleón. Balzac destrozará en El coronel Chabert ese espejismo que tienen los hombres en cuanto al honor, la gloria, la vanidad del triunfo. Toda luna arrastra un eclipse; todo sol.
Sobre mi
pared de sala, de Jean-Baptiste Isabey, dos originales muestran un “colonel-général”
de coraceros y otro de dragones. En la biblioteca sobresale el color verde del
diario de mi antepasado Lazare-Claude Coqueugniot y su recuento de la Legión
del Norte, en la misma Polonia. Me aplicaré en un momento a la búsqueda en el
mapa de aquel encuentro brutal entre rusos y franceses. Recomendable el filme Coronel Chabert de Yves Angelo,
1994.
En el sur y
en el oeste suena permanente la albañilería. Voy de una ventana a otra
admirando la habilidad de los maestros masones. Sé que cubrirán mi vista del Tunari
pero lo seguiré contemplando desde la esquina cuando voy a comprar pan. Estas
casas achatadas de pronto han crecido como monstruosas setas, largos pedicelos
sin siquiera sombrero. Otro era el tiempo del sauce llorón, de la honda acequia
que en lluvias tornaba en maremoto de lodo. Dónde mis arañas de brillosas fauces,
mis apasankas y mariposas cohete. La polvareda ha escanciado su árido aliento
encima de los húmedos remanentes de una memoria que se niega a perecer. Arizona
trasladada al sur, del concreto no crecen pastos. Verdes o azules ranas cantan
desde los escondrijos de la flor de cartucho. Chiru-chirus saltaban sabiendo
que asomaba el furor, el hálito salvaje del poder, la colectiva fascinación por
la muerte. Benditos sean los tarados porque a ellos les tocará el candente
hierro del castigo.
Paso de una
página a otra en el refugio de mi banco en los umbríos callejones de la vieja Jarkov,
allí donde se sientan jubilados que todavía recuerdan a Stalin. Sorbo la fresca
cerveza de la boca del vaso de plástico. Para el hotel desciendo gradas y
atravieso un gran espacio vacío. Me he comprado un hot dog en la gasolinera.
Luego te lo cuento por teléfono. Extranjero que camina por las vacías calles
lejanas al bullicio del centro, cerca de la estación. Como en toda ciudad,
trenes y omnibuses tienen sus paradas en la periferia. Por comodidad me alojé a
poca distancia, ya que tarde o temprano debía tomar de regreso el trayecto
Poltava, Lubny, Kiev. Llegar a la muchedumbre no costaba demasiado, trepar la
colina, detenerme por un café cerca de una facultad universitaria, degustar un
delicioso pie de maracuyá, de púrpura color, y oír a los jóvenes hablando en
lenguas, casi escena bíblica pero sin ángeles.
El dron
sobrevuela Podilsk, antes Kotovsk. Nada extraordinario a simple vista. Norte
del oblast de Odesa, pintado esmeralda a pesar de que era otoño en aquel
vehículo que me llevaba del mar a la capital. Sin embargo he de detenerme. Está
la tumba de Grigory Kotovsky, por quien se nombró a la ciudad. Matador de Benia
Krik, criminal con galas de comisario bolchevique, de Besarabia a Siberia a la
perla del mar Negro. Crepúsculo de dioses y alba de demonios. Días corren,
fantasmas se agitan, alguien de sutil aroma envía una misiva desde Kremenchuk.
Me apoyo en el helado bronce que retrata a Bábel. Le susurro el nombre de la
pelirroja Anastasia y el escritor sonríe, maestro del silencio.
Desbocados corceles
con aperos escapan de la pantalla del televisor, desaparecen por la ventana
hacia la hora aciaga y se convierten en libélulas. Si lo pensó Tolstoi, no lo
sé, pero el director Sergei Bondarchuk les permite hacerlo. Total, sus
cabrestos manchados de sangre necesitan secarse lejos de la coagulada tierra de
Borodino. Noche de soldados chinos en batalla desigual en Changde. Demasiados
gritos, usual en el cine de allí, en su lengua. Provincia de Sichuan, centro del
país, Japón contra el Kuomintang. Ejércitos de pulgas infectadas de peste
bubónica atacan antes que los cañones causando estragos. Gas venenoso, nubes
pajizas que enroscan de a poco las ruinas buscando víctimas. Caigo, igual a los
hombres que mencionaba, en el vicio de la guerra, sentado en un cómodo sillón
de cuero negro, bebiendo limonada.
Con Nelson
Tovar subimos la cuesta pedregosa. Camino vamos de la peregrinación a los
tejidos jalq'as, el rojinegro de la FAI en el meollo de pérfidas montañas,
bellas mujeres de encrucijada y asesinato. Tramas y lanas ébano y carmesí.
Tormenta de polvo sobre el río Potolo. El automóvil mandarín ronronea y sigue,
desinteresado por la historia y por lo que los pasajeros estemos pensando. Poca
gente para tanto paisaje. Turbia agua de la conciencia, turbio el cauce del
Ravelo.
Texto sin
pies ni cabeza, infusión de sensaciones perdidas, digresión, vagabundeo confuso
y espeso (así era la niebla en la Siberia camino de Santa Cruz). La senda de la
izquierda va hacia Sehuencas; la carretera a Epizana y más allá hasta el
progreso. Deambulo casi ebrio entre la realidad de un camión Isuzu de tono
naranja y el monótono ruido de la caballería de Francisco de Carvajal, llegando
de las lagunas de Vacas con destino de Pocona. A eso se suman los guerreros
asiáticos, Bagration que cae herido, el tuerto Kutuzov, la pizzería de la
cuadra no abrió hoy y parece que va a llover, el cielo se está nublando…
Ibises
negros pueblan los charcos.
Blaise
Cendras escribe que Inglaterra es la madre de lo imposible, que el imperio
británico se ha edificado en el poder del sueño. Elogio inmenso. Leía que los
oficiales destinados a la India estaban obligados al estudio del sánscrito, del
persa, y no recuerdo qué disciplinas más. ¿A qué va esto? A que el próximo filme
en línea trata de contiendas inglesas. Hasta diría que me domina cierta especie
de nostalgia de leer a Rudyard Kipling. Penumbral Kali, diosa. Estranguladores.
Crimea, Jartum, el inefable Gordon Pashá. Cuerpos vestidos de casacas rojas
cuelgan de garfios de carnicero en los mercados de Kabul.
Mi sombrero
marrón descansa en el perchero.
Pongo mi
oído en la puerta para ver si descubro qué es ese susurro al otro lado. Y la abro
de golpe hallando la noche oscura. Aquí no brilla siquiera la luz mala, ni Dios
ni el Maligno se han dignado a visitarme. ¿Qué harás entonces, Fausto?
Escribir. Malhaya la suerte perra, dados arrojados que bajan por las gradas con
paso de duendes mal nutridos. Me quedan dos semanas antes de abordar el
trasatlántico del destino; no podré terminar el libro que leo. Me quedaré a medias
entre los rojos canes ahorcados cerca de sus amos judíos en la estepa cosaca.
Envía una nota, sugieres que obviemos las horas y sucumbamos al calor de una
vez y ya por todas. Contesto que aún no es primavera, que mi fiesta de
cumpleaños lleva un mes retrasada, que ni tengo mi traje ceniciento y reviso
los sellos de mi pasaporte antiguo. Roma y Londres. Pensar en veedores de aduana,
belicosos agentes de cualquier gobierno para quienes todos somos enemigos. Sin
embargo, habrá un café en algún sitio, alguna sólida silla de madera pintada en
donde acomodarme, retornar a la página dejada a medias y continuar desde el
punto aparte.
Cerraré hoy
las persianas, no me percataré del criminal humo que exudan las fauces de los
caballos. Un par de algodones en los oídos y vendrá placidez de niño. Me he
hartado de muertos, los voy tirando por las ventanas al parqueo de abajo;
desalojarlos de casa, permitir que la fragancia de un mate compuesto de
granada, mora y açaí,
llene el ambiente. No más medallas ni sables, descansen hoy, héroes griegos,
imaginen la vuelta a Micenas; los aliados de Troya también, al Mileto que lleva
el nombre de aquel que asesinara al gigante Asterión.
11/02/2025
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Imagen: Antoine-Jean Gros/Napoleón en el campo de batalla de Eylau
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