Thursday, August 28, 2025

Cartas de Ucrania


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Desde algún punto de los Cárpatos me escribe Kate. La llamo Kate por Katherine Mansfield. Ella me mostró Jarkov, Kharkov, Kharkiv, iglesias ortodoxas, museos de artes visuales y fotografía. Lleva tres años refugiada en Lviv. Recuerdo marzo del 22, cuando los rusos atacaban su ciudad. Gente moría, barrios destruidos, el impacto brutal de las tropas violadoras, mujeres abusadas y quemadas vivas, risas de soldados, primeros planos del crimen a manera de los nazis. La guerra sigue, sí, y dura, pero día a día Ucrania va fortaleciendo una industria de armas propia que alterará, ya posiblemente para siempre, el panorama geopolítico de la Europa oriental; día a día hacen explotar a los invasores como pompas de sangriento jabón. El zar enano habita enterrado en un bunker. Sabe que se afila la guadaña para él, o incluso puede que sea motosa para mayor daño. Historia todavía no escrita pero cantada. Un amigo comunista me preguntaba con meditada inocencia si creía que Putin tomaría Kiev. Lo miré, el café sabía demasiado bien para confrontar la ortodoxia. Los camaradas son parte del pasado, muchos lustros detrás todavía se podía hablar algunas cosas. Ya no.

 

A los Cárpatos, luego de tres años en un gimnasio con trescientas otras personas. Par de semanas de vacación. Allí no ha llegado la guerra ni llegará. Crepúsculos dignos de Sheridan Le Fanu en Uzhhorod; permanecen como siempre. The Yagas y Gogol Bordello hicieron una canción de homenaje a Ucrania. El vocalista de esta última banda realizó un documental buscando sus raíces gitano-judías que se iniciaba en Uzhhorod. Quise ir allí en 2018, pero el resto del país consumió los días y vagué por la estepa y las ciudades en su lugar, comiendo borscht cerca de la universidad de Odesa y deteniéndome a contemplar el llano entre los largos caminos. Interminables buses y desabridos hot dogs en las paradas, notable tristeza de la gente, período de entreguerras se podría decir ahora. El conflicto estaba latente, se palpaba en el frío metal de los tanques estacionados, obsoletas armas hoy en que la muerte viaja por los cielos y cercena la testa de los incautos. Así como en su momento la llamada “Tormenta del desierto” transformó la faz de la guerra, en Irak, hoy Ucrania moderniza las posibilidades de matar, mientras al mismo tiempo rememora la guerra de trincheras en los campos de Francia de 1916. Matices, no contradicciones, que el fin perseguido es el mismo: deshacerse del adversario por cualquier medio.

 

Recibí ayer un libro de fotografías de Danilo De Marco. Bellísimas, sobrecogedoras, por cierto. Acerca de la “guerra del agua”. A decir verdad ya no me mueven estas imágenes del movimiento campesino. Se ha desvirtuado todo. En aras del dinero se vendió la identidad, la cultura, lo ideológico. De qué sirven las banderas de cualquier índole, o los puños izquierdos cerrados y levantados cuando el imperio del narco domina. Mucho hablar de lo indígena y vaciar la coca para acullicar encima de supuestos tejidos ancestrales producidos en maquilas coreanas. Entregar bonos de bloqueo a los que cierran las carreteras. Dinero oscuro. Esclavos del mercado, siervos al arbitrio del capitalismo salvaje, doradas sus acciones por falsas retóricas jaladas de las mechas. Sirvientes de lo que juraban combatir.

 

Nos alejamos de las hermosas estribaciones de los Cárpatos del lado este para despotricar en contra de los otrora insurrectos y hoy juguetes de la plata. Claro que la guerra es parte de ese juego macabro, y las industrias de armas se benefician de las muertes, son su abono predilecto. Sean Gaza o Kiev, Kosovo o Camboya, los jerarcas mueven sus fichas en busca del mayor beneficio. Colaboran con la propaganda y hasta gente descreída como yo termina tomando parte en lo que es no otra cosa que un juego de mesa apuntalado por cuerpos asesinados. Antigua controversia entre Kropotkin y Malatesta.

 

Y sin embargo me alegro con las derrotas rusas, las bajas que exceden el millón y que dejarán a Rusia exhausta y sin futuro. Hay una fatídica realidad engañadora. Y sin embargo se mueve…

 

Innokenti Ánnenski, en traducción de Natalia Litvinova, escribe:

En la noche insomne y quieta

espero ansioso su golpeteo:

la llama de una vela solitaria

brilla y parpadea con tristeza.

 

¿Espero qué? El fin de estas batallas. Lo que traiga el futuro estará ajeno a nuestras manos y decisiones, pero no me gusta escuchar a mi amiga Anna contarme la miseria a la que se los ha sometido. ¿Dónde están sus gloriosas cartas que relataban la juventud de una bella muchacha de Sumy en la escuela de abogados de Odesa? Años van en que sus letras exudan desasosiego, rastreo de comida, el abrigo, el eventual contacto del teléfono a una red virtual que semeja ser un paso al paraíso. ¿A nombre de qué? La historia de la humanidad es una de estulticia y crueldad. Obviemos filósofos y poetas, el mundo pertenece a sicópatas, tiranos, caciques y mayorales. Eterno el poder, implacable el dinero. Los calabreses distribuyen la cocaína producida en el trópico cochabambino, todo decorado con wiphalas y parafernalia que alega ritos ancestrales. Mentira, aquí ya no somos indios, ni blancos ni nada, sino lacayos de una maquinaria infernal. Las notables fotos de De Marco podrán ser retratos de ilusiones, hasta los sueños se fotografían hoy. El universo de Diane Arbus se ha materializado, se ha hecho muchedumbre para mejor decirlo. Lo que era extraño ya es colectivo. Strange days. Strange people.

 

Mientras yo me agito en veleidades de niño viejo, soslayando lo que es realmente trascendente, haciéndole el quite al precioso destino con inverosímiles jugadas de tarado, el mundo se bate en una espiral que no tendrá fin, torbellino de vanidades y oro. El panorama de 2018, a pesar de la amenaza en ciernes, era otro. Las muchachas vestían con negros atuendos elegantes, cenábamos en restaurantes georgianos de categoría, los taxis aguardaban por un centenar de grivnas.

 

Hay dos humos, el que causan los misiles explotados sobre los niños y el del gran capital. Uno peor que el otro. Todas las guerras se pueden detener pero no lo hacen hasta que convenga a las sombras que manejan los hilos de titiritero. A veces la suerte la extrae del sombrero un mono; a veces un loro. El organillo suena, los ciegos leen hojas de coca, perciben posiciones, brillos, y presagian. ¿Era Melquiades quién iba a conocer el hielo en Cien años de soledad? ¿Soy yo que voy a conocerlo y adorarlo como se debe? Brumas encima de Kostiantynivka, una de los mil Stalingrados de esta muerte. Pongo la vida sobre la balanza y, a diferencia del mundo, opto por el respeto y la sensatez, opto por el amor.

28/08/2025


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Imagen: Goya

 

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