Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Desde algún punto de los Cárpatos me escribe Kate. La llamo Kate por Katherine Mansfield. Ella me mostró Jarkov, Kharkov, Kharkiv, iglesias ortodoxas, museos de artes visuales y fotografía. Lleva tres años refugiada en Lviv. Recuerdo marzo del 22, cuando los rusos atacaban su ciudad. Gente moría, barrios destruidos, el impacto brutal de las tropas violadoras, mujeres abusadas y quemadas vivas, risas de soldados, primeros planos del crimen a manera de los nazis. La guerra sigue, sí, y dura, pero día a día Ucrania va fortaleciendo una industria de armas propia que alterará, ya posiblemente para siempre, el panorama geopolítico de la Europa oriental; día a día hacen explotar a los invasores como pompas de sangriento jabón. El zar enano habita enterrado en un bunker. Sabe que se afila la guadaña para él, o incluso puede que sea motosa para mayor daño. Historia todavía no escrita pero cantada. Un amigo comunista me preguntaba con meditada inocencia si creía que Putin tomaría Kiev. Lo miré, el café sabía demasiado bien para confrontar la ortodoxia. Los camaradas son parte del pasado, muchos lustros detrás todavía se podía hablar algunas cosas. Ya no.
A los
Cárpatos, luego de tres años en un gimnasio con trescientas otras personas. Par
de semanas de vacación. Allí no ha llegado la guerra ni llegará. Crepúsculos
dignos de Sheridan Le Fanu en Uzhhorod; permanecen como siempre. The Yagas y
Gogol Bordello hicieron una canción de homenaje a Ucrania. El vocalista de esta
última banda realizó un documental buscando sus raíces gitano-judías que se
iniciaba en Uzhhorod. Quise ir allí en 2018, pero el resto del país consumió
los días y vagué por la estepa y las ciudades en su lugar, comiendo borscht
cerca de la universidad de Odesa y deteniéndome a contemplar el llano entre los
largos caminos. Interminables buses y desabridos hot dogs en las paradas,
notable tristeza de la gente, período de entreguerras se podría decir ahora. El
conflicto estaba latente, se palpaba en el frío metal de los tanques
estacionados, obsoletas armas hoy en que la muerte viaja por los cielos y
cercena la testa de los incautos. Así como en su momento la llamada “Tormenta
del desierto” transformó la faz de la guerra, en Irak, hoy Ucrania moderniza
las posibilidades de matar, mientras al mismo tiempo rememora la guerra de
trincheras en los campos de Francia de 1916. Matices, no contradicciones, que
el fin perseguido es el mismo: deshacerse del adversario por cualquier medio.
Recibí ayer
un libro de fotografías de Danilo De Marco. Bellísimas, sobrecogedoras, por
cierto. Acerca de la “guerra del agua”. A decir verdad ya no me mueven estas
imágenes del movimiento campesino. Se ha desvirtuado todo. En aras del dinero
se vendió la identidad, la cultura, lo ideológico. De qué sirven las banderas
de cualquier índole, o los puños izquierdos cerrados y levantados cuando el
imperio del narco domina. Mucho hablar de lo indígena y vaciar la coca para
acullicar encima de supuestos tejidos ancestrales producidos en maquilas
coreanas. Entregar bonos de bloqueo a los que cierran las carreteras. Dinero
oscuro. Esclavos del mercado, siervos al arbitrio del capitalismo salvaje,
doradas sus acciones por falsas retóricas jaladas de las mechas. Sirvientes de
lo que juraban combatir.
Nos
alejamos de las hermosas estribaciones de los Cárpatos del lado este para
despotricar en contra de los otrora insurrectos y hoy juguetes de la plata.
Claro que la guerra es parte de ese juego macabro, y las industrias de armas se
benefician de las muertes, son su abono predilecto. Sean Gaza o Kiev, Kosovo o
Camboya, los jerarcas mueven sus fichas en busca del mayor beneficio. Colaboran
con la propaganda y hasta gente descreída como yo termina tomando parte en lo
que es no otra cosa que un juego de mesa apuntalado por cuerpos asesinados.
Antigua controversia entre Kropotkin y Malatesta.
Y sin
embargo me alegro con las derrotas rusas, las bajas que exceden el millón y que
dejarán a Rusia exhausta y sin futuro. Hay una fatídica realidad engañadora. Y
sin embargo se mueve…
Innokenti
Ánnenski, en traducción de Natalia Litvinova, escribe:
En la noche
insomne y quieta
espero
ansioso su golpeteo:
la llama de
una vela solitaria
brilla y
parpadea con tristeza.
¿Espero
qué? El fin de estas batallas. Lo que traiga el futuro estará ajeno a nuestras
manos y decisiones, pero no me gusta escuchar a mi amiga Anna contarme la
miseria a la que se los ha sometido. ¿Dónde están sus gloriosas cartas que
relataban la juventud de una bella muchacha de Sumy en la escuela de abogados
de Odesa? Años van en que sus letras exudan desasosiego, rastreo de comida, el
abrigo, el eventual contacto del teléfono a una red virtual que semeja ser un
paso al paraíso. ¿A nombre de qué? La historia de la humanidad es una de
estulticia y crueldad. Obviemos filósofos y poetas, el mundo pertenece a
sicópatas, tiranos, caciques y mayorales. Eterno el poder, implacable el
dinero. Los calabreses distribuyen la cocaína producida en el trópico
cochabambino, todo decorado con wiphalas y parafernalia que alega ritos
ancestrales. Mentira, aquí ya no somos indios, ni blancos ni nada, sino lacayos
de una maquinaria infernal. Las notables fotos de De Marco podrán ser retratos
de ilusiones, hasta los sueños se fotografían hoy. El universo de Diane Arbus
se ha materializado, se ha hecho muchedumbre para mejor decirlo. Lo que era
extraño ya es colectivo. Strange days. Strange people.
Mientras yo
me agito en veleidades de niño viejo, soslayando lo que es realmente
trascendente, haciéndole el quite al precioso destino con inverosímiles jugadas
de tarado, el mundo se bate en una espiral que no tendrá fin, torbellino de
vanidades y oro. El panorama de 2018, a pesar de la amenaza en ciernes, era
otro. Las muchachas vestían con negros atuendos elegantes, cenábamos en
restaurantes georgianos de categoría, los taxis aguardaban por un centenar de
grivnas.
Hay dos
humos, el que causan los misiles explotados sobre los niños y el del gran capital.
Uno peor que el otro. Todas las guerras se pueden detener pero no lo hacen
hasta que convenga a las sombras que manejan los hilos de titiritero. A veces
la suerte la extrae del sombrero un mono; a veces un loro. El organillo suena,
los ciegos leen hojas de coca, perciben posiciones, brillos, y presagian. ¿Era Melquiades
quién iba a conocer el hielo en Cien años
de soledad? ¿Soy yo que voy a conocerlo y adorarlo como se debe? Brumas
encima de Kostiantynivka, una de los mil Stalingrados de esta muerte. Pongo la
vida sobre la balanza y, a diferencia del mundo, opto por el respeto y la
sensatez, opto por el amor.
28/08/2025
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Imagen: Goya
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