Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Octubre. Cuando leí el guión de Eisenstein decidí que quería escribir así. No lo logré, derivé hacia la retórica, el barroquismo. Sin embargo, no he olvidado las notas del maestro quien, no con objetivo pedagógico, me había indicado las pautas de la precisión en medio de la belleza. Era joven entonces, quizá lo era Sergei Eisenstein cuando escribió aquello, y mucha agua ha pasado debajo del puente Mirabeau. No hace mucho deambulaba yo cercano a los viejos tranvías rojos de Belgrado, o caminando otra vez los remanentes de la barriada negra de Aurora, Colorado, y pensaba en lo que deparaba el cercano porvenir. Eran abril, mayo, de un año anecdótico, plagado de promesas. Estas, como cometas, han corrido con su fuego por el espacio hasta desaparecer en el alba. No significa que ya no están, la cegadora luz de la mañana las esconde pero apenas asoma el crepúsculo se renuevan, fulgores naranjas, estallidos púrpuras, los zorros han salido de sus madrigueras y los búhos se dirigen a cazar. La mente se aclara, la mirada profundiza, tengo los ojos acostumbrados a la noche y no son sombras lo que contemplo. Hay una distinción fundamental entre quienes vivimos en la oscuridad y los que se desempeñan con normalidad en ámbitos luminosos. No es un mundo de fantasmas; al contrario.
Casi, casi
ya, ahora a pensar en la siguiente novela. Voy a sacar de la gaveta del
ordenador alguna que comencé una década atrás; trasladaré mis bártulos al sur,
a Bolivia-Brasil, a la cercanía de los rincones de la Columna Prestes, pero no
será un libro político ideológico sino otra cosa. Tengo que recrear las ideas,
sumadas a las imágenes, que me atraían a narrar aquello. He recordado Corumbá,
esta última semana me ha revivido aquella ciudad a orillas del río Paraguay,
donde un amigo me tomó una fotografía con una mujer negra que caminaba al lado
y me decía tontamente que aparecería allí con un souvenir local; sabemos a qué
se refería. Era 1984 y el tren por la región de Roboré se inclinaba de un lado
a otro como si fuese el vehículo del péndulo.
Casi, casi
ya, no lo puedo creer. Siempre he trabajado muy bien a destajo, mejor mientras
fuese mayor la presión. Nunca duró tanto un año como el 2025, se extendió,
alargó con paso de bolero de caballería. Lo evaluaré más adelante, mucho más
porque aún permanece vivo, con brasas candentes a la vez que con estertores,
como todo. Aprovecho las horas del amanecer para que no interrumpan el
desarrollo de mi otro trabajo. En un rato me meto en cama otra vez y cierro los
ojos sin mirar las redes sociales. Mi sangre está hecha de grandes ríos y de
embarcaciones arriesgadas. Pienso en Fitzcarraldo
y la subida al monte para encontrar el Pachitea. Algo por ahí, vencer los
escollos en la vida real, no soñar con artes inexistentes y príncipes o
princesas cuyas espadas están fabricadas de la más vil hojalata. Casi, casi ya.
No lo puedo creer.
He cumplido
conmigo y con un amigo. Tiempo que vamos tras esto, intensas charlas
interrumpidas por llantos y manicomios, por errancias y destrucciones, memorias
del amor siempre presentes y a las que no se debe obviar. Vale un buen vaso de
ron Zacapa en unos días y, sentado enfrente de la ventana, mirando la
cordillera, podré decir con alto valor: salud. Por tu chingada madre, cabrón,
por los inditos, como los llamas tú, que parieron parte de ti a orillas de los volcanes. Y parte de mí.
Hay tanto de todo y poco no hay.
Seré breve.
Texto de alegría, no necrológico. Soy afortunado, estoy bendito pero no en
sentido religioso. Diez y ocho de octubre. En dos fechas más tengo que
entregarme a mí mismo algo de peso. Lo he logrado y que venga lo que venga, sin
expectativas. Basta haber llegado, piedra fundamental, creativa y creadora,
valdrá ese aromático trago y llamaré a mis hijas, a Emily y Aly, para contarles
las nuevas. Dos años desde que emigré; descuento el primer año por motivos
obvios. Este es el primero de mi vida y aprendo a caminar.
Van a tocar
las seis. Pena que no hay iglesias con campanas cerca. O barcos en el puerto. O
locomotoras de ronco grito. Los imaginaré mirando el cielorraso de la
deleznable Cochabamba, aspirando la brisa de eucaliptos que repta por el valle
bajo hasta el vano de mi puerta cerrada.
Salud, por
la vida, porque nos creímos muertos y no. Ni Lázaros ni lazarillos. Silencio
alrededor, mucho. No voy a alterarlo, seguiré su curso. Punto final para este
escrito. Punto seguido para todo lo demás.
18/10/2025
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Imagen:
Escena de Fitzcarraldo, de Werner
Herzog
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