Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Un interesante artículo de Guisela López sobre Cachuela Esperanza, capital del fastuoso y apócrifo (en el sentido de fábula) imperio de Nicolás Suárez, rey del caucho, me hace pensar en una tierra sin novelistas. Demasiada la riqueza desperdigada por el país, y mínima la cantidad de gente que transforma la lujuria en letra. Quizá se piensa que en un mundo globalizado la temática literaria ha cambiado, sin ser cierto. Existe el malentendimiento de suponer que un tema como el fecundo auge gomero en la frontera más nororiental de Bolivia puede sólo producir libros de tinte tradicional. Tradicional o costumbrista son adjetivos que los ignorantes usan imprudentemente para calificar textos cuya situación cronológica no encaja en un nebuloso presente y menos en un imaginario, las más de las veces ingenuo en la pobre literatura nacional al respecto, futuro.
Nicolás
Suárez, la piedra laja sobre la que se levanta su iglesia de madera, su mansión
o las de sus hijas insumidas por la jungla, la exuberancia del entorno, tienen
suficiente espacio para una extendida gama novelística desaprovechada. Es como
si los autores cubanos más representativos del siglo veinte obviaran son y
bolero por asumir que su despliegue en palabras implicaría su apuesta por la
tradición y la ancianidad. Craso error que permite -en Bolivia- búsquedas,
válidas como toda indagación pero no feraces, de elucubraciones subjetivas, de
erotismos malamente inventados, de poco recordables párrafos cuyo único valor
es bibliográfico.
Recuerdo
algunos esbozos de novela, leídos con el apresuramiento de los años ochenta,
que ubicaban su espacio en Beni/Pando, durante la expansión gomera de fines del
siglo diecinueve. Comenzaban con el naufragio de una embarcación mediana
cargada de lencería que choca contra las cachuelas del Madera y se hunde con un
cargamento cuyo destino eran las lavanderías parisinas de Malakoff. Aparte de
aquella obra ya perdida, poca es la ficción que torna hacia esas regiones en
busca de temas. Un universo más rico que el que produjo el Fitzcarraldo de Herzog se condena, con el país todo, al olvido. Se
destierran sus agrestes cualidades, la dosis de misterio con pizcas de magia,
en favor de burdas imitaciones de diferentes experiencias.
Triste
sería afirmar nacionalidades en arte, o sugerir que cada pueblo debe
circunscribirse a su entorno propio para crear, pero, sin embargo, hay
condiciones particulares que paren escuelas, e imitarlas lleva consigo el sabor
de lo inventado. Lasar Segall, en Brasil, hace expresionismo de la escuela
alemana, porque Lasar Segall nace allí. Su arte se transforma en Sudamérica y
funda otra escuela que se nutre de la anterior. En cambio Portinari, con
distinto trasfondo, se acerca a Segall con un estilo peculiar, único, sin
imitación. A qué viene ello, a que en lugar de intentar un falso modernismo
ajeno, se pueden encontrar, muy cerca, los utensilios necesarios para hacer
buen arte, al estilo de Herzog: combinación de fábula, historia y literatura,
con ambiente viejo y amplias proyecciones contemporáneas. De esa manera, con
algo de imaginación y gran esfuerzo, el reino de Suárez, en un confín del mundo
nuestro, ganaría brillo literario y borraría la opacidad del destino.
27/7/2004
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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), julio, 2004
Publicado
en ECLÉCTICA, Editorial 3600, 2019
Imagen: Nicolás Suárez y su familia/fotografía de Carl Blattman, 1913

