Sunday, June 22, 2025

Entre prodigios con Álvaro Cunqueiro


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Paralelamente a John Ronald Reuel Tolkien, Álvaro Cunqueiro indagaba con pasión de mitógrafo las crónicas celtas. Irlanda, Escocia y Bretaña descubrían ante su erudición de sabio y placer de poeta los magnos recovecos de la fantasía. Lecturas que Cunqueiro (Mondoñedo, 1911-Vigo, 1981) asociaba a su Galicia natal, céltica, mirando desde el extremo occidental del continente hacia la nada extendida más allá de Finisterre, el fin de la tierra.


Tolkien conjuncionó a manera de saga los textos antiguos. Con imaginación dio estructura novelesca a los dispersos relatos de un mundo casi perdido, recreándolo y dándole nueva solidez, autonomizando su obra de las raíces originales. Cunqueiro, por su lado, en tres décadas de fértil literatura, se especializó en notas breves, columnas, periodismo literario, literatura periodística, viñetas, o como se quieran llamar a esos vástagos del talento, recogiendo voces de la mitología gallega, anudando con gusto y cariño la nostalgia por la tierra, un espacio natural geográfico que dado su conocimiento extendía sus límites hacia las Vascongadas y sobre todo a Francia hasta el peñasco bretón y las islas del canal. La Galicia de Cunqueiro es precisa en Lugo, Vigo y La Coruña -se me olvidan nombres de pueblos chicos- pero se diluye, como debe diluirse todo nacionalismo, en una gran herencia común. Habla de Francia como si hablara de la madre patria y mixtura las hadas (fadas) gallegas con sus pares irlandesas, mientras asocia moros y enanos con fantásticos tesoros que se remontan a los árabes o al "gran robo" que hubo en Roma alguna vez -de donde proviene el oro del mundo-.

 

Los tesoros de Galicia, usualmente ocultos en los castros (elevaciones de terreno con ruinas en la cima), tienen peculiaridades: la de estar cuidados por seres como los nombrados; la de entregarse no a quien los encuentra pero a quien descubre la manera de vencer al tesoro en juegos de palabras. El verbo es esencial para obtener las escondidas riquezas del pasado. Aparte que estas gemas, monedas, orfebrería, llevan una existencia en mucho similar a la humana. Un tesoro necesita agua para beber y comida. A la larga, Cunqueiro reflexiona -ha oído de ellos y viajado con ellos en su prosa- y concluye que incluso, y ese el cénit del asunto, uno compuesto de joyas y oro puede con el paso del tiempo convertirse en sólo palabras: la palabra como el máximo preciado valor.

 

Respecto a la herencia árabe de Galicia, dice Cunqueiro que en el libro de las mil noches y una noche no hay alusión alguna a los juegos de azar. Deduce una prohibición religiosa musulmana. Los árabes, entonces, para suplantar esta ausencia significativa, y los gallegos también, inventaron los tesoros y su búsqueda como una especie de azar que les permitiera elucidar fantasías que no otra cosa hacen sino enriquecer el acervo cultural de los pueblos.

 

Recurre don Álvaro a autores irlandeses casi contemporáneos suyos: al gran Yeats y a Lady Gregory, con alguna alusión a Lord Dunsany; se adentra en los textos primarios; estudia y sueña con el libro de san Ciprián, el famoso Ciprianillo, que detalla el lugar donde se encuentran todos los tesoros de la región. Libro que provocó desbandada de buscadores, locos y soñadores, con suerte variada, que excavaron Galicia en frenesí que desdice lo inocuo del texto literario.

 

Delicioso es un adjetivo que relacionamos con comida o amor. El arte culinario no es ajeno a Álvaro Cunqueiro que cuenta que la mayonesa no es como se afirma invención de hugonotes sitiados sino salsa de sitiadores, refiriéndose a las guerras de religión. Deliciosos son los textos -de una página y algo más de extensión- que durante años publicó el autor en periódicos locales y españoles. Hay tanta riqueza, sapiencia como ensueño en ellos, que no cuesta imaginar el camino de Monza donde en cada colina yace enterrada una princesa lombarda; o las tabernas de Dickens, Sterne, Boswell y Cervantes; las navegaciones de Mugha O'Morguaire, inventor de palabras, o la piedra de Croclaugh, en Irlanda, "la piedra que habla", que cabalgaban héroes míticos para defender la isla de invasores y que se partió con el dolor de una muchacha cuyo hombre habíase hundido en naufragio.
03/06/2005

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), junio, 2005

Publicado en ECLÉCTICA, Editorial 3600, La Paz-Bolivia, 2019

Imagen: Parte posterior de la estatua de Alvaro Cunqueiro en Galicia

Wednesday, June 18, 2025

La marcha de Radetzky


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Gitanas de rojos vestidos cantan Selen Selen en las afueras de un muladar en Belgrado. En contraposición, la banda militar ejecuta La marcha de Radetzky y la Feuerfest Polka que nos remontan a los plumajes y el efímero garbo del imperio austrohúngaro.

 

Atravesamos un paso de nivel, o acueducto según mi parecer, y comenzamos a ver desechos por todos lados. Los gitanos reciclan, me dicen, y dejan lo que sobra en los lindes de sus tribus. Así, cómo no, este será el basural de fin de siglo. Cansados caballos oscuros se detienen para que los hombres descarguen muebles viejos, restos metálicos, cualquier cosa que pueda tener algún valor. Leeré, es menester, acerca de ellos en la vida urbana de la actual Serbia. Dudo que encuentre lisonjeras o al menos optimistas palabras al respecto. Años atrás, el 2008, lo había hablado con una amiga que llegaba a Denver de Budapest y que había escrito un tratado sobre los rom en Hungría. Quiero creer que siendo egiptóloga ya había estudiado sus posibles rastros en la arena.

 

Vi algunos en Betanzos, en la feria del pueblo a principios de abril. Compré botas de artesano con gruesos tacos de madera. Aún no he tenido ocasión de usarlas. Con ellas mediré arriba del metro setenta y cinco, se me hace. Mas no las obtuve por ello sino porque me había enamorado de su forma y color cuando el mes anterior recibí fotografías al detalle. Apenas he abierto la primera maleta y no las ubico. Estarán en la segunda con los pequeños recuerdos de las ciudades que visité. Me parece un siglo y son unos meses. Como la marcha de Radetzky esto ha superado el tiempo, casi bordeado la fábula.

 

Los brumosos últimos días de Aurora quedan en la memoria. Llovía y se diría que el otoño había caído confundido por las peleas de Juno y Júpiter en los lechos del cielo entre las nubes. Miami lo desmintió. Del avión vi una ciudad opulenta, de una riqueza que ni Trump será capaz de destruir. Suena el pitido de un tren en el tocadiscos y el ritmo azotado de baile popular. Recorro el número hasta la canción número seis, la famosa marcha otra vez.

 

Conseguí la novela de Joseph Roth en Valencia, 1986, y la mostré en los altos de la CNT original. Desde mis lecturas de las memorias de Ilya Ehrenburg andaba detrás de ella. Aquí estaba, llegados de París nosotros y alojados en Castellón al lado del mar. Tiempos ilustres, si tuviera que darles título, ilustres en el sentido de la gente que se reunió en la capital de Francia entonces con fin específico. Los irlandeses querían llevarme consigo a Dublín, y Senza Patria me invitó a lo mismo. No accedí. Ni siquiera con el tremendo aval que daba Léo Ferré al encuentro. Pensaba en Radolfzell, en el lago de Constanza, en Max Pechtein. Fácil dar lugar a la melancolía y hablar de lo que fue pero no es momento para eso, no cuando se comienza una vida y el aprendizaje retorna a los básicos que permitan convivir en asociación. Recurso fácil, la nostalgia, que en lo posible hay que tratar de eludir o darle su justa cabida en un texto que necesita ser más que únicamente lloroso para sentirse completo.

 

Hay encrucijadas, esta es una. Cuatro Esquinas era una zona en medio de campo abierto a la  que accedía en bicicleta por el canal de la Angostura. Nombre dado porque en medio de la nada era casi imposible hallar un lugar que iniciaba cuatro caminos. Hoy Cuatro Esquinas es inhallable porque hay tantas de ellas que ha perdido peso. Para las generaciones de hoy hasta parecerá una absurda denominación, carecen de la imagen desolada del campo de ayer donde esa cruz vecina marcaba algo especial. Hay estos vértices múltiples en la vida y cada uno va diluyéndose en la calma a medida que pasa el tiempo. Así como lo urbano creció sobre esta zona así crecen otras circunstancias que sugieren que es mejor no olvidar pero adelantar de acuerdo a la dinámica de la vida. Ya la mujer de Lot pagó el pecado; no hay por qué pagarlo de nuevo todos una y otra vez. El pretérito es parte del presente, vivo. No es objeto muerto. Comprenderlo nos quitará esa inútil penuria de soñar como Jorge Manrique. El buen tiempo no fue ayer sino el que viene.

 

Pequeñas filosofías acomodando el cuerpo en la baranda que mira al río turbio de Sarajevo, en la esquina donde Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando, príncipe imperial de Austria, Hungría y Bohemia. Tal vez son más sabios los gitanos; quizá, como decía Bram Stoker, porque ellos han estado al otro lado. Selen Selen, carmesíes vestidos semejantes a flores agitadas por el viento de los Balcanes.

 

Miro documentales: siempre hombres armados, alabardas y mosquetes, caballos de hierro, yelmos y decorados, perfecta parafernalia para la sangre. El pretexto es que gracias a ello se forjó la historia. No lo creo. Una mañana del invierno de 1611, en los límites más allá de Viena, bajo el brillo de un sol amigable (dice Sacher-Masoch), están cuatro caballeros en el umbral del horror, de la narrativa, es posible que controversial, de la famosa condesa Bathory. El horror, presencia insalvable entre nosotros. ¿Necesaria? Lo dudo.

 

Ya saliendo de Eslovenia y penetrando en cuña en la península retornó Joseph Roth a la memoria. Al fin estaba en aras de descubrir un universo leído mil veces, imaginado diez mil, escuchado otro tanto. En ficción y en crónica. Balkan Ghosts es un libro imprescindible como diré todos los de Robert D. Kaplan. Lo tuve de trasfondo junto a los espectros de Kafka y los estudiantes de Franz Werfel y el maestro Stefan Zweig. Observo el río, corre fría brisa en la mañana, el color de estas aguas es casi naranja, no de un turbio “normal”. Elucubro que se debe a la historia, no a ninguna formación especial mineral en las fuentes en donde nace. A veces es una carga escribir porque detrás de las palabras vienen tantas cosas, ciertas e inciertas, que sobrepasan las capacidades del cerebro.

 

A la izquierda tengo el Danubio, en Belgrado; a la derecha el Sava. Me pregunto si estoy disfrutando como creí lo haría de esto y me respondo que sí. Es, a mi manera, transgredir los límites del espejo e indagar por lo desconocido. Si he de elegir una música que me acompañe es la marcha ya hablada, no solo por ser icónica de un tiempo que busco sino porque me enseña que lo efímero es una ventaja de la historia, una necesidad.

18/06/2025 

Saturday, June 14, 2025

Chac, dios de la lluvia, de Rolando Klein


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Rolando Klein: un nombre que no me decía nada; una desconocida película con un tema interesante si se ha leído el Popol Vuh.

 

Klein, director chileno con estudios en Estados Unidos, vivió durante dos años en un poblado nativo, Tejepán, de la región chiapaneca, en México. Una rara atmósfera envuelve la realización del filme en 1976. Presentado al público, tuvo inexistosa y efímera vida en la pantalla, terminada con la bancarrota de la productora. Luego desapareció por veinticinco años hasta que en 2001 una empresa norteamericana lo recuperó y lo puso en DVD.

 

De argumento simple -Klein quería que incluso sus hijos pequeños la entendiesen sin saber leer los subtítulos-, la cinta despierta sin embargo conflictivas sensaciones que como semi occidentales tenemos ante mundos extraños. Rodada en dialecto tzeltal, hoy con subtítulos en inglés, se la considera un hito de la fílmica mundial, un "objeto de culto". La presentación de contratapa la hermana al Aguirre, la ira de Dios, de Herzog, a El Topo, de Jodorowsky y a Walkabout de Nicolas Roeg. Quizá la temática de perseguir un imposible, la búsqueda de la lluvia para aliviar la sequía del poblado en Chac, facilita estas similitudes. También la poética, oral o silenciosa, que la circunda. Hay en los mitos mayas una riqueza literaria excepcional, que sobrepasa sus posibilidades religiosas y que impulsa la imaginación. La sencillez argumental no se interpone entre el auditor y el suspenso que esa extraordinaria mítica aviva. La presencia de lo sobrenatural, que no necesita sino de algo de efectos especiales para subyugar, es más tácita que explícita y si bien no se concreta en figuras deja la sensación de haber estado ante un misterio que augura sombras, aves de rapiña, jaguares, transformaciones inesperadas que se dan únicamente en la cabeza del espectador.

 

La creación del mundo, o la definición del día y la noche que vendría a ser lo mismo, nacen, en la tradición cristiana, como efecto del deseo megalomaníaco del ser supremo de fundar la base de su devoción. Es unilateral. En la visión maya, el mundo antiguo se hallaba bajo el dominio de nueve señores de la oscuridad, falsos dioses que se alternaban el poder y mantenían al hombre maya en perpetua sombra, hasta que dos mellizos hechiceros logran con su magia seducir a los señores oscuros e inducirlos al sacrificio prometiéndoles una resurrección que jamás ocurrirá. La aparición del día para los mayas sobreviene a causa de aquel hábil truco. No otra cosa resulta ser el shamanismo que tratar de engañar al amo del universo, señores del fuego o del agua, con complicados ritos que aparentan tener como meta conseguir su gracia.

 

En Chac, los pobladores de la aldea recurren al auxilio del brujo local primero y luego al de un anacoreta de la montaña. Hay una brega subconsciente entre el pragmatismo -moderno en cierta manera- y la tradición con su gama de complicada teatralidad. El propósito es traer la lluvia que fecunde la mies, asunto que se logra al final cuando ya el cacique busca ejecutar al adivino por su supuesto fracaso. En ese instante se ha roto el delicado cordón que unía al poblado con las creencias ancestrales y lo pone ante una nueva y más difícil realidad en un campo ajeno y hostil.

 

Chac, catalogada como película más para el "interés de estudiantes de antropología" en la guía de cine Penguin 2004, donde además se confunde Chiapas con "un lago en Sudamérica", marca en verdad un punto que filmes incluso como El señor de los anillos explorarán dentro de otras culturas.

 

El negro cielo de Colorado anuncia lluvia. Quizá tengan razón los quichés y sea Chac que sobrevuela el espacio con su trompa elefantiaca, más calabazas llenas de líquido desde donde se desborda la lluvia.
29/06/2004

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/2004
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 2004

Publicado en ECLÉCTICA, Editorial 3600, 2019

Imagen: Chac, dios de la lluvia

Saturday, June 7, 2025

De apis y atoles


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Comienza con un muchacho que a los diez años, a las ocho en punto, termina sus clases en la Alianza Francesa. Hoy hablaron de La maja desnuda y la profesora dijo que no le parecía copiada del natural, por la posición de los senos. Poco puede saber el chico aunque le gustaría saberlo todo.

 

A las ocho y cinco, arreglados cuadernos, el volumen celeste de lengua francesa, se alista a partir. Cada día tiene unas monedas para tomar en la plaza 14 de septiembre un “quinientero”, taxi de quinientos que se convertirán pronto en cincuenta centavos con la devaluación. Pero prefiere caminar. En un año de ahorro forzado, de llegar más tarde a casa, ha ido formando su biblioteca: Verne, Gogol, Tolstoi, Sienkiewicz; la bahía de Hudson, la Perspectiva Nevski, los cosacos, Lublín.

 

Así salía de clases. Por unos años papá me tendría allí, reeditando sus lecciones con Madame Putifar y soñando con París. Por qué no, lo disfrutaba. Me sentaba a leer Paris Match en la antesala y a observar a una profesora joven, Elisabeth Michenot, que resultaba más bella que el francés en su conjunto.

 

Remozaba los caminos de retorno para combatir el aburrimiento, y en la calle Baptista, bajo la sombra de los muros de piedra del convento de Carmelitas Descalzas, me detenía a tomar api solo, sin pasteles, en vasos largos, muy delgados en su base y anchos en la desembocadura. Api rojo hasta que me enteré que la otra olla era de blanco y desde entonces los combiné. Niño aún, el api sellaba una estrecha relación con la ciudad que jamás se ha diluido. A veces no estaban las vendedoras, quién sabe por qué, y me invadía el desasosiego. Peor en cierta ocasión que permanecí en la AF más de lo acostumbrado, por el cine gratuito del miércoles en que pasaban Orfeo Negro. Cuando en una escena apareció el personaje vestido con traje de calavera me estremecí y supe que con la muerte iniciaba una relación también muy estrecha. Caminé apresurado y deseoso del calor que traía la bebida y no estaban, no había nadie. De las antiguas paredes juré que me miraba el esqueleto del carnaval y corrí.

 

Eran dos caseras con dos mesitas y ninguna silla. Por lo general, los parroquianos se sentaban en los bancos de la plazuela Granado. Yo elegía el pegado al portón de la iglesia, como un acercarme a la tiniebla del pasado siendo el lugar más oscuro. Poco sabía de la Colonia entonces, pero intuí que los murallones sabían más de lo que mostraban. En la parte superior se vislumbraba una ventanilla de alabastro, opaca, y me gustaba pensar que alguien observaba, desde atrás, desde la historia.

 

Viajábamos con frecuencia a la Argentina. A veces en tren. Y entre la llegada del ferrobus desde Cochabamba a Oruro y la partida del ferrocarril a Villazón, teníamos horas para pasear y descubrir. Frente a la estación, o casi al frente, estaba el mercado con apis deliciosos. Dicen que viene de allí, de la frialdad del altiplano y el refugio que esta ciudad minera significó. Pero el maíz nace en el valle, acá no crece nada, pensaba, y no se me ocurrió hasta hoy preguntar.

 

En Ejutla, Jalisco, bien temprano al alba, las viejas preparan atole con higo. Humean tanto que se diría hay niebla. El atole es a ellos lo que a nosotros el api. Solo que lo han sofisticado que hasta hay en sabores de distintas frutas. La masa de maíz retostado, mezclada con piloncillo (azúcar morena), agua y cualquier aditamento extra produce un brebaje espeso, en ocasiones más que la bebida nuestra. En el caso del atole de higo no lo preparan, al menos que yo sepa, con el fruto sino con las hojas bien lavadas, a las que hierven en el preparado, hasta darle un sabor muy especial.

 

Conocí el atole gracias a que Ofelia, entonces esposa de mi amigo Israel, ambos de la sierra de Guerrero, me preparó por mi cumpleaños uno de tamarindo. Lo trajeron a casa y por días gocé del sabor de un líquido que en verdad era una reliquia. Purepecha, nahua, zapoteco, no estoy seguro, aunque la palabra viene del nahuatl atolli.

 

Cuando manejo por Aurora, o ya a esta altura del siglo por cualquier zona de las ciudades alrededor de Denver, siempre miro los carteles de desayuno que con tamales ofrecen champurrado: atole mezclado con chocolate, síntesis que tal vez mejor que ninguna representa dos de los pilares de las civilizaciones mesoamericanas. Como beberse el Templo Mayor de un trago.

 

México, que nos quieren vender como la tierra del asesinato, es mucho más. Que la presencia de la muerte se palpa en la corteza de los árboles, no hay duda. Se podría decir lo mismo de España. En Ejutla, cuando los vapores del atole llenan el aire, es posible también percibir la tragedia. En un mango de la plaza principal, durante la Cristiada, ahorcaron a un cura que convirtieron en santo. Cristo Rey cabalgó por allí, y los campesinos todavía se persignan. Pero sobre la muerte se alza el sabor, y el humo, del que afirman las viejas se queda en el atole que cocido con leña sabe a él, atole de humo.

 

Mi peregrinación por el maíz tiende a ser larga y variada. Hago énfasis en estas bebidas que aunque distintas suelen ser similares, como toda la paradoja latinoamericana. Han corrido cuarenta años entre ambos extremos. Siempre que voy a Cochabamba mi padre me lleva hasta el api, y la memoria no olvida el delicioso api frío con limón que mi madre preparaba en casa.

 

Ofelia se divorció de Israel. De niño él caminaba en los ranchos de la sierra sin huaraches y con escuadra (pistola). La vida de Estados Unidos les enseñó y los distanció al mismo tiempo. Extrañará los atoles de su mujer en la comodidad de su casa con cable color. Porque hay cosas que no se pueden olvidar, ni para el chico que estudiaba francés ni para el otro que recogía piñones de las alturas. Y aunque el tiempo hace difusas las imágenes, todavía quedan sombras en la memoria, apoyadas en el convento a la luz de velas, mezclando apis de color como en alquimia. O vahos en los que otras sombras agitan largos cucharones de palo revolviendo el atole.

29/10/12

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Publicado en FONDO NEGRO (La Prensa/La Paz), 04/11/2012

 

Foto: Api con buñuelo 

Thursday, June 5, 2025

Semblanza de Solzhenitsin


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Una fotografía de Orel, otra de Riazán, los olores de Tashkent, la vieja Rusia, rediviva, recurrente, de mis sueños. Esta vez en la biografía fotográfica de Alexander Solzhenitsin.


Ha como tres décadas, cuando apenas se esbozaba la juventud, había cierta competitividad literaria con mi primo Jorge Soriano, mayor que yo. En sus manos vi, por vez primera, al gran ruso. Leía Jorge Pabellón de cancerosos, obra que muchísimos años después, me marcó la figura del autor de manera indeleble. Cuando Jorge avanzaba las páginas del Tom Jones, de Fielding, yo rebuscaba en los arcanos del romanticismo alemán. Cuando se adentró en las correrías juveniles de Enid Blyton, comencé a coleccionar y a vivir también aventuras, que alcanzarían un cenit inolvidable en la novela húngara de Ferenc Molnar: Los muchachos de la calle Paal, llevada al cine, con las viñetas -eternas desde allí- del viejo Jardín Botánico de Budapest.


Solzhenitsin caminó pausado en mi andar literario. El único, después del período revolucionario, que retomó mi amor por la literatura rusa. Hablo de un período que no incluye ni a Babel, ni a Sholojov, ni a Gorki o Fadeiev; pero con Solzhenitsin fue distinto: ahí estaba, incólume, el escritor ruso: era Dostoievski resucitado, Tolstoi, Goncharov, los grandes realistas.


El primer círculo
 me inició en su obra. Libro magnífico. Después fue puro entusiasmo que acunó gran dosis de nostalgia en sus Cuentos en miniatura. Había la paisajística de Gogol, al menos imaginaria. La largueza y la eternidad de la estepa, sólo comparable a los llanos patagónicos, a la interminable Kansas.


No se puede, ni se debe, olvidar al Solzhenitsin político, al del Archipiélago Gulag, para mí, en mi escasa juventud y conocimientos, la antesala de la gran crítica a la farsa soviética, la desmitificación de las ilusiones, el preámbulo que ya había ejercido Maxim Gorki en sus escritos "inoportunos", que posiblemente significaron su asesinato por el estalinismo y una parodia semejante a la de la muerte de Kirov con tendal de ilustres muertos. El Gulag solzhenitsiano denunció el horror escondido tras una cortina de espanto. No en vano Heinrich Böll afirmaba que a ningún hombre se le había echado encima, con tal magnitud, el poder del Estado como a Solzhenitsin, hecho que no cambió su actitud tranquila ante la vida, su rechazo al pasaje "de ida" -sin retorno- que le ofrecía la Nomenklatura. El escritor permaneció, silenciado a la fuerza, mas no inactivo. Rusia seguía creciendo en él, una Rusia que amaba y que vibra en sus páginas con la intensidad de los cuentos de Andreiev. Pabellón de cáncer se convirtió en libro de cabecera de mis veinte años. Prosa clara, discreta y poderosa, bella como un campo de abedules, terrible como ira cosaca.


Autor con mala suerte, rechazado e impublicado. Enviaba notas desde el frente, combatiendo a los alemanes, que le devolvían. Allí, en las baterías artilladas de Prusia Oriental, revivió su intento universitario de una tesis sobre la derrota del general Samsonov, en el mismo lugar en que lo arrestarían el año 45, por hablar mal de Stalin en cierta correspondencia con un amigo del frente ucraniano. Esa tesis, más todo lo escrito sobre el suceso, y sus pasos de prisionero en el sitio donde se desarrolló, culminarían la voluminosa y soberbia novela histórica Agosto,1914, de vívidos detalles y profunda humanidad.


Alguna recreación literaria lo acerca a Pasternak. Pintor maravilloso de la historia, devuelve sus pasos hacia los días primeros de la Guerra Europea, la catarsis que implicó para un país sobresaltado e incierto. Pronta vendría la desdicha, el desencanto; Solzhenitsin disecciona los acontecimientos que llevaron a la catástrofe rusa en un amplio espectro, incluido el militar. Las bases de Rusia estaban podridas. La inoperancia, la ineficacia del imperio mostraban al fin su faz, aunque ya la habían mostrado de modo vergonzoso en la guerra ruso-japonesa, donde un ejército de color derrotara la petulancia blanca de Europa.


Solzhenitsin valiente, que luego del discurso del poeta A.T. Tvardovsky ante el Vigésimo Segundo Congreso de la PCUS, decide sacar a luz Un día en la vida de Iván Denisovich, que el mismo Tvardovsky se encargaría de publicar y fijar su sentencia personal de ostracismo por las autoridades comunistas. Eran tiempos en que la palabra sólo podía expresar loas al Partido, donde escribir equivalía a subvertir... y leer lo mismo, a pesar de estar ya Stalin muerto.


Alexander Solzhenitsin vivió, en su adusta paz, siempre al filo de la navaja. El cáncer pareció destruirlo: "llegué a Tashkent como un cadáver". No lo logró, ni tampoco los ancianos jerarcas de la burocracia soviética, antítesis perfecta de la Revolución.


Leí un precioso libro, en inglés, de Solzhenitsin sobre Lenin en Zurich. Obra que desconocía, nos da otra semblanza del cerebro bolchevique, la oposición de la inteligentsia y revolución rusas a su "traición" de ser huésped de los alemanes en aquel ya mítico tren que se detuvo en la estación de Finlandia; la apropiación inteligente de las tesis de Parvus, el revolucionario "pequeño burgués" como lo recordarían los libros editados por Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú cuando éramos estudiantes.


Escribiendo estas líneas acuno una sensación de tristeza. Es tan efímero vivir, no poder permanecer en nosotros más que por un corto espacio temporal, las cosas que leemos, que vemos, recordamos. Todo se insume en un conglomerado amorfo donde van perdiendo su distinción. Y quiero recordar "mi" Solzhenitsin antes de convertirme en olvido.

03/05/2007


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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), mayo del 2007

Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), mayo del 2007


Imagen: Dibujo de Larry Roibal, sobre periódico, a la muerte del autor, 2008

 

Wednesday, June 4, 2025

La Nación Culebra de Pablo Cingolani


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cristóbal Colón, cuando vio Tierra Firme, creyó haber encontrado el Jardín del Edén. Lo paradójico es que de principio se dedicó a destruir sistemáticamente lo que suponía ser el fundamento de las religiones. El espíritu mercantil, la fiebre del oro, resultaron con mucho mayores que cualquier abstracción divina, aunque ellas mismas gozaban de visos de ficción.

 

Ino Moxo, el brujo amazónico que habla en la novela mitohistórica de César Calvo (Las tres mitades de Ino Moxo), recuerda y dice de un tiempo donde el blanco no estaba, donde las naciones que no eran “bárbaros” sino hombres poblaban los bosques e interactuaban con ellos como lo que son: seres vivos. Pero Europa los “pensó” diferentes, desvalidos, confusos, equivocados, pecaminosos, y quiso arreglarles la existencia como mejor sabían: matándolos, hurtándoles, imponiendo figuras de dioses muertos que no respiraban como los árboles o las piedras, que no hablaban desde su podredumbre de yeso o madera como conversan la montaña y el bufeo. Entonces todo debía haberse acabado, pero algunos sobrevivieron escondidos en la penumbra del monte profundo, hasta hoy, donde otra vez el mismo ímpetu angurriento y “piadoso” ataca y desea arrebatarles lo poco que queda, enseñarles a vivir en las delicias del progreso.

 

Pablo Cingolani, poeta argentino en Bolivia, ya que nos obligaron a enmarcarnos dentro límites, ha pasado la vida intentando comprender aquel mundo evanescente, forzado a desaparecer. Como tal, combate en lucha de titanes en contra del poder establecido, cuyas aficiones-ambiciones siempre se dirigen a explotar inmisericordes los recursos naturales sin preguntar ni importar a quién pertenecen. La ceguera humana, que reproduce la del Almirante que incendia el Paraíso en lugar de adecuarse a él, no cejará hasta que no queden vestigios de quienes fuimos, espíritu que aún pervive -y en el cual debiésemos reflejarnos para aprender a continuar sin destruirnos- en los pueblos en estado de aislamiento, o en los remanentes de los grupos selváticos extenuados por la falsa liberación que les concede ya no solo el blanco, también el oscuro, aymara, negro, amarillo, cualquiera que tenga como objetivo el enriquecimiento a toda costa, con o sin retórica engañosa que al fin resultan lo mismo.

 

El poeta presenta batalla, dice en sus palabras previas que “también hay que darla en el plano simbólico, sentimental, místico, mágico, poético”. Para ello reúne textos que ha ido escribiendo en diez años y en miles de kilómetros caminados, descubriendo, y descubriéndose, en la Amazonía, rebelde y contumaz, aunque su obstinación no venga de un error, como sugiere este último adjetivo, y más bien de una dolorosa verdad que de epifanía parece convertirse en epitafio.

 

En Nación culebra, una mística de la Amazonía, Cingolani se nutre del largo poema que es el libro del peruano Calvo, mas no lo imita. Tampoco sigue la historia ficcionalizada de Quarup, de Antonio Callado, en donde el personaje busca en la existencia de los Xingú, respuestas para la suya propia. Pero es también literatura. En medio de la denuncia, de la tristeza, la angustia y cosas más que nos afligen al momento de sentir que se abandona la última tabla de salvamento, de todos como quiere el chamán Ino Moxo, crea, hace poemas, nos cuenta de la literatura de la selva que él va recolectando de sus ramas y poniéndola en papel, quizá una “fórmula para resistir”, como anotaría su prologuista Alfonso Valcarce.

 

Cuando los quichés de Guatemala, en el siglo XIX, pusieron en escena, después de escribirla, la tragedia de Rabinal Achí, los misioneros observaron espantados que se representaba algo muy antiguo, salido de los arcanos de la historia y mitología mayas, algo que no tenía nada que ver con ellos a pesar de centenas de años transcurridos entre la conquista y esta representación. La ventaja de los quichés era su número, que les permitió soslayar el tiempo y pasar de generación a generación las narraciones de sus ancestros. Suele ocurrir con los quechua-aymaras. Respecto a la Amazonía, esos mitos están en peligro de extinción, como las propias etnias que los recuerdan. La ballena Haisaoji, de los Ese Ejja, amarrada en el poderoso río Bahuaja, el Tambopata de la fiebre de oro y de dominio, iba finalmente a ahogarse, hasta que el poeta llega y le tiende un hilo de socorro. El precioso texto de Pablo Cingolani, Moby Dick en el Tambopata, descubre un bestiario inverosímil, aclarando, junto a San Isidoro de Sevilla, que el “monstruo” no lo es en contra de la naturaleza, sino de la naturaleza conocida. Afirmación de la que se podrían desglosar mil alegatos en defensa de los pueblos humillados y sus expresiones culturales.

 

Ya el poeta Homero Carvalho, que se reclama en parte movima, hablando de lo que se arriesga, aparte de la vida humana, en la destrucción del TIPNIS, rescataba el universo mítico de la selva, los seres fantasmagóricos, fantásticos, que para sus habitantes pueden ser fundacionales, que perecerían allí. Un genocidio y ecocidio de alcances insospechados. Podría ser el Madidi, el Manú, el río Madera esclavizado en represas para alimentar con soya a los chinos. De ahí la necesidad de defenderlo.

 

Libro fundamental el de Pablo Cingolani, expresión obligatoria de lo que no queremos ver, obviamos en incomprensible lógica. Poema en prosa y verso, tejido en maraña vegetal, calor humano y lo misterioso desconocido. Antes, siguiendo al chamán Ino Moxo, los indios de la Amazonía podían desaparecer a voluntad, para esconderse del asesinato, para castigar, pero las dimensiones del enemigo han alcanzado tal grado que ni eso basta, ya ni el “desapareció su cuerpo echando humo” (Stefano Varese sobre Juan Santos Atahualpa en La sal de los cerros) sirve. Estamos en la disyuntiva de seguir o de morir, comprender o perecer. Simple. Terrible.

 

Lorin Eiseley, en The Inmense Journey, afirma que “si hay magia en el planeta, está contenida en el agua”, esa agua que a diario ensuciamos con carreteras, minas y petróleo. Atavismos que debiesen obligarnos a renunciar a nuestra condición nacional y adscribirnos a la República Toromona, o a la Nación Culebra, cuyo manifiesto es este hermoso libro.

(Abril, víspera de la IX Marcha)

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 06/05/2012
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/05/2012

Publicado en FEVER (Volumen 14 Obra Completa), Editorial 3600, La Paz, 2021 

Tuesday, June 3, 2025

Del árbol llamado molle


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Así titula el capítulo CXII de la Historia de la Conquista del Perú por Pedro Cieza de León. Muchas veces, por el constante contacto que uno tiene con algo, se pierde la perspectiva de su importancia o su belleza. Ocurre con el árbol de molle, tan cochabambino y tan cercano. Cuando, luego de muchos años de ausencia, tropecé en Los Ángeles con árboles iguales a los de la tierra, sentí algo que fácilmente podrían calificar como "nostalgia de la patria", siendo que este concepto abstracto de patria no tiene nada que ver con el de herencia. Al leer a Cieza, antes de que hubiese patria alguna sobre la cual afirmarnos, vienen a la mente imágenes de árboles solos en las vertientes andinas de Cochabamba, de tupidas sombras sobre los lechos de ríos secos en el silencio de Cotagaita y demás valles potosinos.


Escribir acerca de un árbol quizá no parezca serio y sin embargo hay una literatura gauchesca del ombú, una vasta mitología africana del baobab, planta misterio que a duras penas cultivan hoy en granjas especializadas de Zambia. El molle forma parte de nuestra heredad, por encima de fronteras. Nombrarlo implica un acercamiento familiar, intimidad que han producido los años, confianza de una presencia antigua.


Delia Seyhun, nueva colonizadora boliviano-canadiense del sur de África, relata su encuentro con el molle en el borde que separa el Estado Libre de Orange y el reino de Lesotho, a orillas del Senqua que en lengua sesotho significa sauce llorón. En aquella lejanía, el molle cubre la región montañosa de Maluti que se extiende, ya en Sudáfrica, en la cadena Drakensberg (casa del dragón). Si abre los ojos, porque no necesita cerrarlos, le parece que la semiaridez del lugar, la arboleda dispersa que incluye molles, sauces y álamos chilenos bien podría llamarse Suticollo, Itapaya, Viloma, Capinota, Vinto, cualquier atesorado rincón. Interesante que no sólo el molle hermana esta parte del continente negro con el valle de Cochabamba: tanto zulúes como basothos fabrican un brebaje de maíz similar a la chicha y el pito -con azúcar- lo utilizan para largas caminatas igual que los quechuas.


Esta anacardiácea, Schinus molle, llamada comúnmente "pimiento boliviano" (Chile), "aguaribay" (Uruguay), "molli", "cuyash" (Perú), "molle"(Bolivia/Argentina), originaria de los valles interandinos de Sudámerica, se encuentra también en la Europa mediterránea, Australia, Israel, África, Brasil, México y Centroamérica y sus aplicaciones medicinales son diversas. La utilizan en Turquía como diurético y expectorante; en Argentina como antinflamatorio; analgésico en Sudáfrica; para la uretritis y la blenorragia en Paraguay; contra la bronquitis, asma y como antidepresivo... Las testarudas chicharroneras de Cochabamba continúan limpiando sus peroles con ramas de molle; lo mismo hacen con sus hornos las panaderas, sabiendo inconscientemente, por tradición, de sus grandes cualidades antibacterianas y antifungales. Hay pepitas de molle en el vino chileno y se las vende como pimienta en los mercados de Quillacollo y California.
En Córdoba, se bebe aloja de molle.


Se encuentran sus rastros en los enterramientos ancianos. Lo usó el soldado Pedro Cieza de León en 1550 y había en el patio trasero de casa uno macho y otro hembra.

09/03/2004


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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), marzo, 2004

Publicado en ECLÉCTICA, volumen 6 Obra Completa, Editorial 3600, 2018


Imagen: Molles cochabambinos