Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Joy Division, 1977-1980. Ha pasado tanto tiempo desde mi llegada a Estados Unidos en enero de 1989. Terrible invierno en Virginia y la capital. Se acercaba un tornado, una larguísima línea que subía hasta el cielo, muy visible desde los mercados de Gallaudet. Pero no se movía. Resultó ser un efecto de luz. Los trabajadores negros y yo, el único latino, volvimos a agarrar nuestros carritos de mano y a cargar camiones de nuevo. Sí, hubo tornado, pero no aquel; decepcionó mis expectativas de nuevo inmigrante. Llegó el día, la jornada era de once de la noche a diez de la mañana. Tomé el metro en Union Station, luego de caminar por cuarenta y cinco minutos y viajé hacia Arlington, a la estación de Virginia Square, deshecho, babeante, hambriento. Cómo amé el colchón que me habían regalado, cama sin sábanas, almohada sin funda, pero nada comparable. Lo había decidido, salir de la inercia alcohólica cochabambina y hacerme hombre. Brutalidad de cincel y martillo, golpe a golpe, así fueren los golpes tan fuertes de la vida que cantaba el poeta. Martillazos que tallan el diamante, según lo veía yo. Así lo recuerdo, bebiendo ahora refresco de ciruela roja igual al que preparaban madre y abuela. Del Luribay, afirman, dulces. Las canciones de Ian Curtis lo traen de regreso.
Daniel
Mocher me envía Guignol's Band, de
Louis-Ferdinand Céline. Le cuento que lo tuve, comprado en Buenos Aires en
1984, mientras aguardábamos un supuesto barco hacia Marsella que nunca vino. Plaza
Constitución, jugoso sexo de holandesa en la memoria mientras los garzones
gritaban: “marchen dos milanesas napolitanas”. Roxana que a mis veinte y cuatro
años me dice que escribo como Céline, ametralladora, lujo de piropo que no
reflejaba la realidad pero que hizo alegre ese año. Vivo en el mismo lugar en
donde se pronunciaron esas palabras, solo que arriba, en el viento, y entonces
era de alfombra roja y cortinas de gasa agitadas por la brisa. Todavía había
sauces llorones en el lote de enfrente, postes podridos en cuyos agujeros
vivían ruidosos moscardones de cabeza gualda ébano. La tarde detenida en unas
clases de inglés; quizá se habló de Thoreau. O de John Kennedy Toole, de Nueva
Orléans, ciudad que tiene los árboles de sus calles formando bóvedas. Suenan
tuba y trombón. Un cantante caribe deleita el R &B. Collares arrojados
desde balcones. Pezones como balcones; como balcones, pezones. Y yo que muero
de sed en mi oscuro lecho del parque Audubon, cerca de la universidad de
Tulane. Sí, Daniel, lo tuve y lo leí. Siguen los disparos resonando en mi
cerebro, escapan por mis ojos, derriban soldados rusos en Kursk, coreanos que
gesticulan y mueren chillando, sin decoro ni designio.
Metropolitano a Virginia Square, a veces hasta Ballston donde trabajo
haciendo sándwiches de atún, blueberry muffins, pan francés. Corto delgadas
carnes frías que no encuentro aquí. Preparar un reuben caliente en pan rye
judío tostado, corned beef, chucrut, queso suizo derretido cubriéndolo y
thousand island sauce para darle toque neoyorquino. Plaza de comidas,
intercambiando platos con otros inmigrantes que trabajan allí. Diversidad. Los
viernes por la noche viene una banda de peruanos vendiendo ropa. Rateros. Son
varios y ofrecen piezas extraídas de las tiendas a muy buen precio. Nadie sabe
nada, nadie dice nada.
Parsley, sage, rosemary and thyme, letra de la bellísima Scarborough Fair, de Simon &
Garfunkel. Mis aderezos de hoy para el almuerzo familiar fueron pimienta negra,
paprika, urucú, orégano a falta de mejorana o perejil. Me contuve por pedidos
expresos de los comensales, que esto sí y aquello no. Privé al tallarín de ajo
y de algún pimiento fuerte que equilibrara lo amargo del tomate y lo dulce de
la zanahoria. Tenían razón los músicos al poner las especias como notas
musicales. El graduado, 1967, clímax
del erotismo. Tanto dicho y tan poco mostrado. Hermosa Anne Bancroft, innegable
y perpetuo encanto de las mujeres maduras. “She was once a true love of mine”… La feria de Scarborough, Señora Robinson, como para pensar que el
pretérito ha muerto, obviado el pluscuamperfecto en época de gerundios.
El tornado tocó el techo del garaje de Aurora y lo destrozó. Muero por
ver los gigantescos, los de cinco kilómetros de ancho. Espectáculo del fin del
mundo, único, magistral y majestuoso, perfecto, sonoro, cantarino. Inolvidable
magia del inicio del Mago de Oz.
Chorrito de aceite de oliva, algo de sal y la pasta al agua hirviendo. No
voy a tirar un fideo para ver si queda pegado en mis paredes de mausoleo.
Confío en mi vista más que en el reloj; nunca me he acostumbrado ni a horas ni recetas.
El día que falle, sabré que un hito ha sido sobrepasado, definitivo. Pesa el
calor, plancha de metal con agujeros de vapor. El cielo va presionando,
acurrucando el lomo contra el piso. Al menos los mosaicos están frescos. No
puedo dejar de pensar que entre tantas cosas también fabriqué mosaicos, con
mármol picado sobre un especial preparado, o a veces trozos de piedra aguayo
que traían de los altos de Tupiza, puro color de antiguo misterio, de los
montes ensangrentados durante los últimos días de la colonia española, desde
Salta a Potosí.
Rocas color de sangre, sabor de caramelo.
Té con una tía nonagenaria. Y Los
demonios, de Dostoievski.
He percibido olor de puerro fresco en tus axilas.
Apenas queda cuarto de copa de vino en la botella. Parecerías tú, que
mezquina escanciabas tus postrimeros labios tintos. Beberte hasta la última
gota, cursilería de tonto amante. ¿Qué hacer cuando la imbecilidad es última
defensa? Sea, vete, márchate, despedida de marino a un mar bravío. Hago girar
el índice para batir el jugo de ciruelos, ocio infantil de quien ve morir al
sol y luego de seis décadas no sabe el por qué. Siempre la ruleta rusa de
dormir, la bala invisible que danza macabra. Falso romance derrotado. Por ti he
de morir. Miento, si ya estoy muerto, de yeso tallada la lápida y el responso
escrito a lápiz. “Y volvió a gemir a viva voz, apiadándose de sí mismo”, anota
la más grande de las Brontë, Emily Jane.
El almuerzo terminó. De fondo puse a los Hermanos Simón, vieja música de
Santiago del Estero para recordar a los ancestros. Lo alegré luego con Dire
Straits. Retrotraje con ellos el tiempo con el que inicié este texto, mi arribo
a los Estados Unidos de Norteamérica y los falsos torbellinos. Comencé a
prepararme gruesos asados con sal de mar. Ya no era el cuscús en lata de París.
Leía a Kafka como antes lo hiciera con Panizza, Joni Mitchell reemplazó a
Brassens. Hablo de intervalos no de totales. Luminoso Shenandoah que opacas las
calaveras de Amiens. El tren ya no me lleva a Arras sino a Baltimore, de
Robespierre a Poe…
19/11/2024