Monday, June 28, 2021

Del deseo y la palabra


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Me he puesto a ver el filme Casanova, de Lasse Hallström. En la biblioteca del pasillo de la casa grande estaba el libro Vida amorosa de Casanova, de editorial argentina de aquellas clásicas de los años cincuenta; Tor, quizá.

 

Como no había restricciones familiares de lectura, aquella fue mi primera aproximación al erotismo. Además que venía cada capítulo con un dibujo representando a la dama cuya historia se contaba. Lucrecia... Ligeras de ropa, a veces, pero sobre todo insinuando que había un misterio. Ese libro, más la descripción en La Ilíada de cuando Juno con sus encantos seduce y distrae a Júpiter durante la guerra de Troya para dar victoria a los argivos. ¡Cómo recuerdo! Se pierden en una nube, un nimbo, seguro, de los blanquísimos y enormes, y el dios sin freno se entrega a la carne divina mientras hacen pasto de sus protegidos en tierra. Juno no mostraba nada, ni senos ni piernas que yo recuerde. La seducción era de verbo; la palabra como llave paradisíaca. Nada explícito; todo sugerente. En Casanova había detalle, calzones y muslos, y vellos que parecían bosques encantados con marmita hirviente de fondo.

 

Ávido niño, leía. Siendo la mujer todavía lo grande desconocido, la presencia femenina tomaba características peculiares. Había el corrillo de amigos que habían visto “cosas” de primas y hermanas, que sabían que los mayores en tal y cual ocasión les habían contado del altar donde la oración se formaba con voces de placer. Llegó Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, un libro que tengo que leer otra vez, cincuenta años después, para develar una pregunta escondida desde siempre, esa sensación inexplicable cada vez que oigo mención del personaje. ¿Qué fue, qué era? Doña Bárbara montada en iracundo viento tal vez representaba los caballos del placer de William Blake, corceles que desconocía pero que imaginaba de mil formas, creando un Frankenstein de mujer con los pechos de Raquel Welch, el cabello de Catherine Deneuve y los ojos de Romy Schneider. Luego vinieron las divas del porno: Christy Canyon, Seka, Celeste. Fue distinto, atractivo sin duda, pero lo concreto cerraba paso a lo onírico. No es que hable de amor, si se puede hablar de amor. “¡Qué me van a hablar de amor!”, cantaba Julio Sosa. “Varón, pa' quererte mucho/Varón, pa' desearte el bien/Varón, pa' olvidar agravios/Porque ya te perdoné”, continuaba el Morocho del Abasto. Distiendo los músculos, divago, hago digresiones e imagino al chico sentado sobre los fríos mosaicos soñando pezones venecianos grandes como olivas y duros como monedas. Aguas turbias, remos que cortan el agua, si hasta la geografía ponía su aderezo erótico. Luego vino la realidad, que fue mejor que el sueño. Bastante después, cuando la Lucrecia de Giácomo Casanova tuvo nombres más terrenos y el boato señorial cedió al polvo de adobes deshechos en la tarde cochabambina.

 

Larga la literatura de la carne y del sentimiento. Del refinamiento inglés, que aparecía en la puerta con portaligas violetas, hasta el olor del molle frotado contra la piel, dejándola del color del jamillo. Eva y la manzana, el higo y el membrillo. No otra cosa es el mito del Jardín de las Hespérides. En términos locales aquello de robar fruta se decía k’ukear. Entrar por el pastizal y llevarse uva y durazno. La fruta dorada ella, así en el mundo de hoy me acusen de transgredir todas las normas de la igualdad y el decoro. Fruta y joya y luna y arroyo, peor (mejor) si a eso le añadimos que tenía voz, que pensaba, que sabía cómo arrojarte por las quebradas del desdén con el espinazo roto. Ladrón de amor, suena el vallenato. K’uko enamorado…

 

Cambio las arias de Haendel por piezas de clavecín de Jean-Baptiste Forqueray. El cielo de Colorado amenaza lluvia. Los trabajadores van al matadero, alegres porque están en los Estados Unidos y sus dientes se han comprado por migajas de cierto lujo. No se puede luchar contra eso. Sobrevivir no tiene juicio. Comienza a garuar; seguiré con mi película. ¿Si tuve vida amorosa? Creo; la imaginé o la imaginaron por mí. No tapizaré mis muros con pieles de vencidos a la usanza babilónica. Vencidos, caídos, descuartizados como Tupac Amaru, colgada y expuesta la momia de Cromwell. No, nada de eso. Bato con parsimonia la falta de azúcar en mi café, mezclo la crema que ablanda y enfría el calor.

 

Por Helena de Troya las negras naves cubrieron el Ponto, y sobre altares se violaron Casandras y degollaron Políxenas. Otra Helena, Helena Czaplińska, desató la debacle en la estepa como nunca se había visto. El amor también se viste de muerte. O la Muerte se viste de amor.

28/06/2021

 

 

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