Tuesday, June 29, 2021

Las torres de Braga


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ni sé ya si la memoria se confunde, o se conjuga, con lo onírico. Visité Braga, claro, seguro. Adrián Antezana me esperaba en la estación de trenes. Una hora desde Porto, Oporto. Del Duero a la Edad Media, del fado al silencio –pensé- pero no fue así. Vino y pinga, como llama o povo brasileiro a la cachaça, ron de pobres. Era una fiesta, parafraseo a Hemingway. No París sino Braga, iluminadas sus rocas medievales, la supuesta santidad milenaria que da escozor en la espalda cuando se piensa en el horror de la religión y su saña. Escolaridad por otro lado, erudición, letras y el magnífico elixir de uva portugués como secreto guardado por monjes que serían maestros y asesinos a su vez. A la vez.

 

Esperé en São Bento, de camisa roja cuadriculada. Polera debajo, como acostumbro, de jubilado protegiendo los pulmones, o de elegancia de dandy paceño. De reojo miraba el reloj digital de la estación. Trenes modernos, multitud. Hermosos azulejos pintados con escenas históricas. Épica de una nación que se echó al mar pero combatió en tierra a moriscos y africanos. El frío azulejo, de obvio tono azul, se multiplica en las paredes. Esa pieza ornamental es gloriosa en Portugal. Fotografié sin pausa ni desgano Santo Ildefonso, iglesia del siglo XVIII en Porto, porque encarna la belleza tanto como la inmortalidad. ¿Arquitectos de Dios? Los masones dirían que sí, todo es cuestión de compás y medida.

 

Desayuné antes de ir, supongo, en uno de tantos cafés alrededor. Entusiasmado por el inicio de un viaje que sería mi retiro a lo Rimbaud hacia el olvido. Error que me cargué con dos maletas y no con una pequeña mochila de bersagliere que me hubiese permitido mis lapiceros, un par de libros y ropa interior de Victoria’s Secret que me compraría amor.

 

Se ha nublado en la calle Clarkson mientras escribo y escucho a Balakirev. Tiempo de preparar un ron de macadamia, rojo tinto, con Sprite, limón y hielo. Salir a la terraza y revisar si la papa que sembré delante de la casa se ha podrido o parió. Cuarteé el tubérculo como vi hacerlo en Pocona en los años 80, cuando sembramos bajo el sistema de compañeros y tardamos tres días en cosechar mientras bebíamos 72 horas un infame alcohol de caña. Veremos. Llueve y no faltará agua, aunque este calor de verano parece marciano. Penumbra de las dos de la tarde. Alivio después del fuego.

 

Lo nublado se convirtió en torrente del cielo. Me recordó los imprevistos y pavorosos temporales que se abaten sobre la urbe de São Paulo. Entonces arrastraba el agua toneladas de basura. Cambió, no puedo decirlo. Lo asocio con el café caliente en copas de vidrio con agarrador y funda de metal. El boliviano que me acompañaba pidió no sacar billetes grandes, que aquí te cortan el cuello por poco, aseveró. Creo que murió ya; yo sigo vivo. Cortado o ultrajado, lo ignoro, ni me interesa. ¿Poco apego por la vida? La de algunos otros, por qué no.

 

De la estación de tren, Adrián me llevó a su casa. Su linda esposa y el pequeño hijo colmaron las expectativas de amabilidad. Adrián pidió permiso para la noche, para quemarla, inmolarla, sacrificarla a la fiesta nacional nuestra, la patria grande que es chupa eterna y no otra cosa.

 

Nos acicalamos, y entre llovizna portuguesa, medio inclinada, comenzamos el periplo de los bares. A esa hora todavía los parroquianos no dejaban el hogar. Como en España, aquello comienza a las diez. Los bolivianos a las diez de la mañana, costumbres ancestrales dirán, el imperio de Momo. También en el norte argentino, quechuas lo mismo, mimetizados en otra pronunciación pero enmarcados en la raza. Argentinos que a “chunku” dicen “shunko”, según resaltaba mi padre, quechuista inteligente, refiriéndose al autor argentino Jorge Ábalos que escribió una famosa novela, que llegó al cine, con ese título. Del primer Shunko Ábalos vienen los que siguen, incluidos sobrinos míos, hijos de la bella Matelé Coqueugniot.

 

De esa odisea alcohólica, que culminó a las seis de la mañana y a la que siguió paz de tumba, hablé un poco ya en un texto sobre los tatuados, amigos brasileros que habitan Braga, estudian, enseñan, y que retornaron a la pinga con avidez. Hubo una muchacha judía dueña de bar. Hermosa como Rebeca y peligrosa como Judith, la acosé sin descanso por diez minutos. Supe que el sitio mataría al sitiador de hambre y no al contrario. Me retiré, no cabizbajo, sino mirando con la nuca a la sin par María, patrona de un concurrido bar de intelectuales donde nuestras maneras salvajes, cerriles y selváticas, no cayeron muy bien dentro de la sofisticación progre de los eternos salvadores del mundo, lenines con casulla de dominicos.

 

Hace poco me contactó Luciano Mata, uno de los amigos brasileños de entonces. De la cabeza a los pies el hombre ilustrado de Ray Bradbury. Cierto que los universos pegados con tinta a su piel pronto se doblegaron a la falta de coherencia que la pinga atrae. Las flores se hicieron espinos y el tamanduá trepado al árbol, si hubo alguno, cayó en la fosa de la melancolía que es un mar lechoso que ahoga.

 

De ida y de vuelta, a pesar del empeño cochabambino que pongo en la fiesta, no dejé de observar los murallones, las sombrías torres, monumentales templos. Mi mente, que bailaba cumbia o forró, fotografiaba sin embargo las piedras cargadas de sufrimiento y de historia. Festejar no implica olvidar. Si bien no era ahora tiempo de ponerse la faca entre los dientes para el degüello, no se podía no pensar en ello. No he leído si Braga era solo académica ni los entretelones de las guerras de religión. A veces es bueno no saberlo y dejar remar la imaginación por aguas tan verdes como las de Yellow Submarine.

 

Porto tiene monumentales piedras talladas también. El barrio antiguo sobre las colinas y sus vericuetos urbanos forman parte de ellas. Pero Braga es quizá más esparcida, abierta, y los edificios resaltan como hongos del amanecer. Converso con Adrián y me dice que disfruta de la pequeña ciudad, que en ella tiene todo lo que le hace falta, además de la tranquilidad económica. Ni para decir que es de espíritu sedentario; anduvo por los emiratos y el Japón. La familia es el plomo necesario, ajustable, que mantiene tieso el hilo de pescar. Con él, gracias y por, no solo la bonanza proviene de río revuelto sino de aguas mansas. Algo que no supe hacer, que desequilibré con constancia malhechora. Quedan las hijas, pero la pareja, siendo la argamasa fundamental de la edificación, ha sido lavada como mezcla débil de arena y cemento que jamás pasará de levantar un piso y deshacerse. ¿Castigo o bendición? Está nublado en la calle Clarkson norte. Al fondo de los callejones de Braga siempre había un imponente monstruo levantado desde la fe. Hombre de poca fe, siervo sin Dios, oveja hecha cabra montés. A pesar de ello sé sentarme a observar con respeto y una tranquilidad como de Valium, los delirios de la, otra vez, fe. Me sometirán el día del juicio que nadie ha comprobado si sucede en serio, a la prueba de caminar sobre brasas. Si no me quemo tendré santidad; caso contrario olerá a parrillada, corte mitad argentino con bestiario boliviano. Entre suave e incomible, mucho de sal y una taza de pimienta negra, que con la blanca nunca aprendí a cocinar.

 

Dime tú, mientras reviso fotografías de Braga, si esas iglesias me sobrevivirán. No cargan la certeza de lo efímero que concentro yo. Son piedras y yo de carne, de arriba abajo pecado original.

 

Me atraen las torres. Miraba las puntas de la catedral de Amiens, la torre detrás de ella, desde donde lanzaron a los niños en cruzada para que el maestro Schwob contara sus huesecillos como chuis. Los vendieron en el bazaar, a la sevicia de sultanes y orgiásticos mamelucos. Desconfío de estas paredes tan tranquilas, donde uno sin mucho esfuerzo situaría alguna divinidad para adorar. Torres de Braga que se ocultan. Lo bueno de la sangre, para quienes la derraman, es que se seca y se transforma en viento. Con ella el simún que atraviesa Palestina se tiñe de bermejo y parece que nada ocurriera, que el mundo sigue un cauce indetenible de santidad.

 

Evaporo los humos de demasiada cerveza, las úlceras del potente ron blanco y no tengo chiles picantes para cauterizarlas. Dormitando en el tren que me devuelve a Oporto, mirando los increíbles ojos de una mustia portuguesa, los muros de Braga, de un amarillo que les daban los reflectores, me obligan a sentirme chico, a denigrar el día siguiente que consistirá en comer chorizos con papa frita y peri peri, desayunar en el hipermercado de enfrente, recordar mi casa en ruinas, las máscaras punu que volvieron a la tumba de donde las arrebataron.

 

Espero en el aeropuerto de Gatwick, Londres, el avión que por cien dólares me llevará a Porto. Por ahora no pienso en Braga sino en Lisboa. En Vigo también por palabras de Paz Martínez. Son los primeros días de una aventura que comienza formal, enloquecerá, y habrá un retorno pausado hasta el nuevo ataque epiléptico de deseos y amores, de fiesta brava, baile y vino. La monástica Braga será un bálsamo, lo admito, porque en medio del desenfreno ponía como flashes de cielo e infierno sus inconmovibles piedras, voces de coros antiguos, misas que todos necesitamos, el cómo va de cada uno.

 

Llaman al pasaje. Miro Londres debajo; poco puedo ver. Al otro lado del mar me siento en un tren, es octubre, y el boleto dice que voy a Braga. He de escudriñar la historia. Beber de ella. Encapricharme y ya de lejos escuchar la lluvia mientras recuerdo y escribo, mientras escribo para recordar.

19/06/2021

 

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Publicado en la revista NÓMADAS (de Roberto Navia Gabriel), 29/06/2021

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