Sunday, July 16, 2023

Andino


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Recorriendo el mundo virtual tropiezo con una fiesta en Sicaya, Huancayo, Perú, un extraordinario, hermoso y lento baile que dicen la “tunantada”. Averiguo: el nombre puede que venga de dos vocablos quechuas que significan venido del cerro, o serrano, pero quizá de “tunante” lo que, dado que es una parodia del patrón colonial, tendría sentido.

 

Máscaras, elegancia, bastones; las mujeres, de anchas y coloridas polleras, llevan guantes blancos y bordados caseros. Ambos, machos y hembras, se mueven cadenciosos, sobrios, soberbios, seguros de sí mismos y su poder. Hay otros personajes de la danza que incluyen un “Tucumano”, arriero que conectaba el Perú con el Río de la Plata y un “Boliviano”, curandero, tal vez referido a los kallahuayas. Iniciado como burla del opresor resultó con el tiempo una magnífica obra de arte. Triste y bello, el huayño peruano. Hace poco, en esta descubierta de tesoros en cajas que tengo en casa, hallé un disco que grabé hace mucho, de los Engreídos Olímpicos de Huancayo, un álbum denominado Mama Catash, mama Cata, mama Catalina, con esa “sh” que pienso no existe en el quechua boliviano y sí en el peruano: Ancash, Huaylash, Catash, etc. Una joya popular, de fiesta bailable, en el Ande donde la tristeza también mueve los pies con alegría. La fiesta… institución nacional de Bolivia, muy arraigada en la zona andina hasta el norte argentino; allí el carnaval es el tiempo central de la existencia. Recuérdese lo que cuenta José María Arguedas en Dioses y hombres de Huarochirí, los festines de semanas del inca Pachacutec. Eso no cambió, se acentuó, mucho en un país indio como el nuestro y en donde el blanco se ha aindiado para formar parte íntima de la procesión bailante y alcohólica.

 

Huancayo… vuelvo al único José María Arguedas y su apología de los nativos del Mantaro, nunca vencidos. Trabajé en Denver, por un par de décadas, con mi amigo Juan Cántaro, nacido allí. Pequeño, de no más de metro sesenta, y el hombre más belicoso que he conocido, audaz, rebelde, sin miedo a enfrentar a tipos que le doblaban en tamaño. Siempre me hizo pensar en Arguedas, en Los ríos profundos. Todavía resuenan en mí, y lo harán para siempre, las campanadas de la María Angola, con la porción de oro que en su fundición le dio voz tan especial. Al escuchar a los engreídos, olímpicos músicos de aquella región, la sangre mía, jamás escondida, de los guerreros lampiños, eriza los carentes vellos y dan ganas de bailar, de beber y de caerse, de ver la procesión de cerveza en cajas guindas de a doce para construir muros ebrios más sólidos que Ollantaytambo.

 

Juan Cántaro… sigue aquí. Hizo fortuna, es dueño de tres casas. ¿A qué voy a volver?, pregunta. No tengo nada allá, mis hermanos se deshacen entre ellos por tierras de mi padre. Aceptaré mi destino de asilo, la eventual visita de los hijos, de alguna ex que trae a mano a su juvenil verraco mexicano que le alegra el esperpento. La última lo dejó porque él trabajaba siete noches por semana, como yo. Ella quería baile, quebradita y banda. ¿Qué hizo Cántaro? Le compró una casa al “muchacho” traidor, le dio una tarjeta de ilimitado crédito a la traidora y se refugió en el sótano del hogar comunal con o sin recuerdos no lo sé, a oír el catre que ya no es para él, las piernas que abandonó por responsabilidad y dinero. Karma, sin embargo.

 

Digo karma porque Juan le voló la esposa a un guatemalteco que hizo de coyote durante años, pasando gente por Las Cruces, Nuevo México, a varios miles de dólares el pase. Este separaba del grupo inmigrante a mujeres que le caían bien y cobraba cuota extra. ¿Qué puede hacer una mujer que desea futuro sino ceder? Igual a las gitanas en Kusturica, camino de Italia, a las ucranianas que huyen con hijos y nada en mano para ser explotadas por los mastines de siempre, los que viven del trabajo y sufrimiento ajenos. Otra vez, ¿qué hacer? Ser mujer es el peor destino, no hay otro que se le equipare, pies y espalda de la sociedad sobre los que se construyen ciudades y culturas.

 

No tiene importancia el nombre del individuo aquel. Me tiento a llamar a mi amigo Israel para preguntarle pero no lo hago. Vicente, si recuerdo bien. Su esposa, mientras él andaba en andadas de mucho dinero en la frontera sur, repartía periódicos. Conoció a Juan, nunca pregunté las circunstancias. Lo cierto es que el hermano de Vicente, apodado El Guacamole los encontró en acto infame y delicioso, “en la cama de mi hermano, el muy hijo de puta peruano, ni eso respetó”. Vicente divorció a María, María matrimonió a Juan y la retahíla de cuernos pulidos de venado larga se hizo. Ornamentos sobre las frentes de los pendejos. “Tristeza não tem fim”, aseguran Vinicius y Tom Jobim.

 

No verás ya Juan correr el pedregoso Mantaro. Ni Junín ni Ayacucho.

 

El Perú… cajas de Perú negro, César Vallejo y Nicomedes Santa Cruz. Oé, oé, susurran los guineanos. Lo corrí de sol a fondo en las páginas de papel biblia, edición Aguilar, de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, en el frío pasillo de la biblioteca familiar. Los incas ajedrecistas, Hernando de Soto enseñando al cautivo Atahualpa los rudimentos del juego. El enroque le salió mal al fin y le dieron garrote a pesar de los metales. Contaba don Jesús Lara de los hatos de llamas cargando bolsas de oro y plata, preciosidades de orfebrería para el rescate que demandó Pizarro, que al enterarse de la muerte del Inca desaparecieron por los cerros de Cochabamba, Tapacarí, Ayopaya, Arque… tesoros que buscó mi abuelo y pobreza encontró. De mi abuelo y sus hermanos diré que trabajaron en el acopio de la coca en Santa Rosa, en medio del Machu Yunga, en Vandiola. Coca aquella desde la época de Tupac Yupanqui que se convirtió en gruesos árboles y bosque antiguo. Los adláteres de la cocaína los destrozaron para reemplazarla por la amarga hoja chapareña, no buena para masticar. Lo cuento en El señor don Rómulo que son los recuerdos de mi padre Joaquín Ferrufino Murillo, mucha sangre y más historia. En los yungas hermanos, los de Totora y de Arepucho… en donde se refugió el feroz Aguilera, matador de Warnes y Padilla.

 

Contaba don Jesús Lara de Inkawakana, la piedra que llora al Inca, ahicito, arribita, subiendo el cerro. La buscaré. El llanto ya lo he encontrado.

 

Tanto de Ricardo Palma en mi formación histórico-literaria. Siglos sumados a siglos, la Perricholi (perra chola), mujer encantadora…

 

He saltado como saltimbanqui por las épocas. Maromero a ciencia incierta, vaya paradoja.

 

Huayna Cápac dicen que tenía alrededor de un treinta por ciento de su ejército formado por cañaris, hijos de la serpiente y el guacamayo. Enemigos de los incas, finalmente accedieron a compartir los señoríos bajo el mando de este príncipe. Luego, en la guerra civil de los hermanos, los cañaris se asociaron con el bando perdedor. Cuenta Cieza de León (¿?), que visitó enclaves cañaris en sus viajes, cómo se sorprendió de que hubiese en algunos solo un hombre para quince mujeres. Atahualpa Inca, vencedor de Huáscar, decidió que se eliminase a todo masculino capaz de portar armas en acto de venganza. Srebenica revisitada en el pretérito de viejas montañas. El hombre es lo que es y no más. Esta etnia cobró revancha cuando España asomó. Al igual que chachapoyas y otros grupos combatió a los incas hasta su fin aliándose al conquistador. Lo mismo que tlaxcalas, por miles asediando Tenochtitlán. Dolor y traición, dinero y poder mimetizados de supuesta gloria, siempre, padre nuestro que estás en los cielos…

 

Anoche, mientras manejaba por cinco horas en el silencio, tanto pensé en lo que quería contar aquí. Pero de cuentero tengo para mucho y no hay necesidad de mortificar el intelecto. Ya saldrá, que aquella sangre, y la otra, corren todavía por mí y no tienen escapatoria, resquicio para salir. Las cargo en mí, miles de páginas e innúmeros detalles, mi Sísifo personal y mi alegría, paradojas de mi vida, de nuevo, como aromas de mujer que se revuelcan conmigo, se alejan, se desvanecen, y vienen renovados vestidos de jazmín y cedrón, de pachulí o del más prosaico y terrenal olor de sobacos de una mujer francesa mientras amanecía en El Mirador y los pájaros cantaban el buenos días consabido incluso si habrían de ser malos.

 

Tributo una piedra en la apacheta de El Negro, subida a la cumbre con destino Morochata. Botas y mochila, atún en lata, pan tortilla y pan marraqueta, hacia el fin de mis ancestros, la urgencia de rebelión, el azar. Hundo los pies en los humedales de arisco musgo, volarán las monedas hacia la rayuela de la chicha, y la mujer asesinada en la quebrada de Chinchiri continuará llorando, como Hécuba, la madre perra de Troya.

16/07/2023

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Imagen obtenida de un video de Milito V en la fiesta de Sicaya

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