Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Redundo, para hablar del invierno, cuando vuelvo a De Quincey y su bucólica, casi filosófica, visión del frío. Si pensamos en sus acompañantes: el opio, el té, lo confortable de una casa, alguna servidumbre, cuesta imaginar otra cosa que placer ante la caída de nieve o el vapor que se congela en las ventanas mientras los leños arden en el hogar. Tiempo para escribir en De Quincey, para miseria y guerra en Schwob, aunque con la sutil fraternidad de melancólicos inviernos en ambos.
Deliro, más que imagino, por un instante así, en la solitud del bosque, el
juego nevoso sobre los objetos exteriores. En escritorio frente a la ventana;
enfrente el papel. Podría hermanar el mueble -como a Neruda en Isla Negra- un
retrato de Baudelaire... pero pensar que lo que era mar para el poeta chileno
viene blanco en De Quincey, que lo que fuera ruido y trueno de roca más piedra
es calma absoluta en el manto que penetra los resquicios, los tapa, los
silencia. Se podría escribir, cierto, sin la burgués cualidad inglesa de hacerse
servir con alguien, en aquel austero encierro, obligatorio, que trae una
tormenta de hielo.
Un día, en un lugar de antemano escogido, en los altos de Corani, con vista al
villado de Colomi y la percepción del trópico escondido detrás, extendido hacia
las vertientes de Totolima y Cocapata, despertaré el rostro en la penumbra de
una choza semialdeana, ornada por el aire de agua del embalse y la helada que
impresiona cuando es mucha como nieve, quizá también para escribir. Nombraré a
mi refugio con palabras extrañas, Gyulai Polé, que no invoca magias pero
recuerda a los insurrectos de la revolución rusa, a Majnó que en retrato, ni
sable ni gorra solo busto, habitará en las paredes de mi cuarto. Qué
eclecticismo: el ejército insurreccional de Ucrania, Thomas De Quincey, Marcel
Schwob y Pablo Neruda, en una suerte de isba andina que con los años quedará
velada a ajenos ojos por un verdor de pino, por frondas de alisos que crecen
lentas pero ansiosas por encima de los pantanos de tierra oscura.
El invierno, tanto el de De Quincey como el que contemplo a la intemperie, a
pesar de sus más que sutiles desavenencias en un mundo y otro, me ha dado alas
de constructor. Puede ser tan simple como nostalgias uterinas, aquella
necesidad de encerrarse en un espacio donde ser únicos, exclusivos en la
trascendencia de espacio y tiempo: mientras más frío afuera más sólidos
adentro. Y Corani, mi sitio elegido, con su particularidad india de papa y haba
sumada a una geografía de tierras altas de Escocia, siento que satisface la
misión fundamental del invierno: aislar.
Levantar muros pegados a un montículo con ansias de colina, rodearlo calculando
la distancia con los cientos de árboles que se esparcen en derredor. Con el
tiempo una escalera que entre al techo y descubra en la parte superior un nuevo
ambiente similar a torre, batida por vientos fuertes de la zona pero con una
panorámica completa de trescientos sesenta grados. Nadie por donde se mire; las
sombras sobre el agua son criaderos de peces; luego montañas y una hondonada
que por su vegetación ya percibe los aromas de la jungla. Hay zorros y liebres
grandes. Comentan que tomando la senda abajo pervive un interesante hábitat, el
de los últimos jucumaris (osos de anteojos) que todavía no han descubierto
cazadores ni cabrones, que lo mismo son.
Comencé con las páginas de un autor exquisito, por una de sus tantas
impresiones, y terminé dialogando conmigo acerca de un invierno imaginario,
futuro, que a falta de nieve tendrá escarcha pero que ha de permitir cotidiana
asiduidad para crear. No es Inglaterra mas el vocablo aymara Corani puede
albergar un sueño similar.
24/12/2004
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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), diciembre, 2004
Imagen: Lago de Corani
