Saturday, August 30, 2025

Sholem Aleichem


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Irregulares del Ejército Rojo, venidos de las pandillas de Odessa bajo el mando de Mishka Yaponchik, el Japonés, se aprestan a combatir a los blancos. Marchan a la guerra, a la muerte, cantando Sholem Aleichem. Épico. En la serie rusa Érase una vez en Odessa. Lea Kalisch la canta de nuevo este sábado ventoso y nostalgioso, como era la ciudad perla del mar Negro en los crepúsculos de la Moldavanka, a solo unas cuadras de mi hotel. Se agitan las bellas putas en la esquina; cansinos buses amarillos cruzan, tranvías naranjas chirrían y avanzan apenas mientras el chofer corre delante de ellos para cambiar a mano la palanca que desvía los rieles. Lo observo desde el café tártaro sobre la Preobrazhenskaya, o cuando ceno con cerveza local en el restaurante Kazan cordero al estilo turco.

 

Río Volga que corres por las paredes, que anegas las calzadas muy limpias que cada treinta metros tienen un pequeño basurero. Esta ciudad se está cayendo como La Habana y, sin embargo, se mantiene impoluta. Sus antiguas calles brillan de historia y de limpieza. Princesas eslavas de tacones altos y uñas de pies pintadas corren a colgarse de los vehículos públicos con desfachatez de albañil. Extraño mundo de contradicciones. Contemplo mientras los dos pequeños tártaros que regentan el lugar sonríen sin motivo. El Volga de Kazan, digo, porque no hay uno aquí, el que adorna las paredes y llama con embrujo tenebroso.

 

El viento silba. Atraviesa los ventanales abiertos del edificio vecino en construcción, entra por mi cocina, remueve el comino en polvo de la comida de ayer, los remanentes de orégano y perejil, cáscaras de ajo; hace girar la pepa del aguacate que se pierde debajo del horno. Si crecerá una planta de palta allí no lo sé. No lo creo, pero no estaría mal, algo como un cuento de hadas o las fantásticas imágenes lituanas que desperdigaba el genio de Lubicz Milosz. Del lado izquierdo, la gasa de la cortina vuela semejante a novia balcánica en estruendo de trombones y prestidigitación de acordeones. Tranvías de Belgrado, largos y viejos; rojos tranvías de Belgrado.

 

Tumbalalaika en voz e instrumentos de los klezmorim de Austin, Texas. Música judía del oeste norteamericano. Pausada, triste el clarinete. Percusión de fondo como sentencia, el juicio del fin del mundo. Barcos olvidados en la historia. Breves y pobres narraciones de la diáspora. De pronto, según suele ocurrir en aquellas regiones, con gitanos y rusos también, estalla la alegría con Fraylakh Sherele. Lo que fuera pesadumbre se transforma en baile. Los mafiosos irregulares del puerto más hermoso del mundo no se rigen ni por comisarios ni entorchados. Cerveza que precede a la muerte, revólveres de caño largo, el recuerdo del beso postrero. A la vida, a lo opuesto; del camino de las flores al callejón de espinas. Marchan, marchan, marchan, Sholem Aleichem.

 

Silba el viento, silba.

 

Tambores y cornetas. Me pregunto de dónde viene mi pasión por la Europa oriental. En un estudio de ADN que me hicieron aparecía un dos por ciento de ascendencia ashkenazi. ¿De ahí? ¿De aquel ignoto viajero en las naves de la conquista? Tendría que tener un origen, aparte de la enfermedad quijotesca de leer y hacerse miembro no deseado de las órdenes de caballería que vagan por el universo sideral buscando Camelot. Elegir Zhitomir y no Roma; Braila y no Barcelona. ¿Es que te busco, quizá, antepasado, intento comprenderme? ¿Qué hace un moreno hombre andino que baila por horas en círculo en Italaque, rebuscando en los basurales de Poltava?

 

Bailo solo enfrente del nuevo espejo de pie. Veo un hombre barbado moviéndose con poco ritmo. Único rabino de Cochabamba pero sin sinagoga e ignorante de la lectura inversa, que de la Torá poco sé, y del Kaddish apenas lo que relata Borges. Mientras que mi amigo, el poeta Igor Quiroga, canta en hebreo, es probable que hasta en arameo, misteriosas plegarias.

 

Ríen los que van a morir; danzan los que van a morir; besan los que van a morir. Si hasta parece lamento andaluz. Blancos caballos de la Camargue salpican la tierra de pantano. Debajo de Nimes, del Avignon de Picasso.

 

Gitanos suben las colinas con jamelgos maltratados. Cargan trozos de metal. Un par de amigos míos lo hacía en Cochabamba, pepenadores del amanecer, igual a los mexicanos con torres de lavadoras, bicicletas, sillas de patio encima de sus camionetas Ford por los callejones de las ciudades de Colorado, luchando por espacio con los adictos de la metanfetamina que se zambullen desesperados en la basura buscando comida. Me incluyo en ellos a pesar de no cargar nada, ni auto tengo ahora, pero rastreo respuestas, a ratos brillan como diamantes y otros parecen opacas como greda sucia.

 

Sigo con el klezmer tejano. Una soberbia mujer turca suena el bouzouki. Todavía no he bajado hasta Grecia. Tengo una cita con el pasado en Salónica. Ya asomé por los bordes, atisbé las colinas de Macedonia. A ver si el tiempo es dadivoso, que quiero ponerle una flor marchita a la piedra en donde descansa Theodorakis, el Minotauro, hombre toro, en Creta, la de colores muy marcados, inconfundibles. Iré contigo si se me concede la gracia de algún dios. Contigo en el bajel de Heródoto, tú moviendo las aspas de las velas, enrollando el cordaje porque mujer de batalla eres, nuestro Linceo, nuestra argonauta.

 

Pues así ha avanzado la tarde, retrasando un poco mi cita con otras páginas que apremian. Esta canción de ahora suena a despedida. No la entiendo ni en lo mínimo. Algo de alemán estudié pero no alcanza para entender una línea del yiddish.

 

En el aeropuerto de Roma aguarda un grupo de hasidim que va a Kiev. Yo seguiré hasta Estambul. Hoy iba a visitar el cementerio judío, al pie de la colina histórica, pero el taxista me dijo que había fiesta en Jaihuayco en honor a San Joaquín, y que grupos de diablos ya bloqueaban desde la avenida Ayacucho, cerca de la terminal de buses. Ni para meterme entre matas de algarrobos y eludir el festejo para ver las piedras depositadas encima de las lápidas. Será otra vez; este sábado, con Jaihuayco tan cerca, y la música, bailarán hasta los rabinos fallecidos; no existe el tiempo fúnebre.

 

Y sin embargo se reparten armas: ametralladora aquí, cananas con balas doradas puntiagudas allá, instrumentos musicales al resto. Marchemos, marchons, rumbo a lo desconocido con la alegría de Sholem Aleichem. No sé si el hecho tiene asidero histórico pero es un afortunado golpe escénico.

30/08/2025

 

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Imagen: El Benia Krik de Isaac Bábel en la serie rusa 

Thursday, August 28, 2025

Cartas de Ucrania


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Desde algún punto de los Cárpatos me escribe Kate. La llamo Kate por Katherine Mansfield. Ella me mostró Jarkov, Kharkov, Kharkiv, iglesias ortodoxas, museos de artes visuales y fotografía. Lleva tres años refugiada en Lviv. Recuerdo marzo del 22, cuando los rusos atacaban su ciudad. Gente moría, barrios destruidos, el impacto brutal de las tropas violadoras, mujeres abusadas y quemadas vivas, risas de soldados, primeros planos del crimen a manera de los nazis. La guerra sigue, sí, y dura, pero día a día Ucrania va fortaleciendo una industria de armas propia que alterará, ya posiblemente para siempre, el panorama geopolítico de la Europa oriental; día a día hacen explotar a los invasores como pompas de sangriento jabón. El zar enano habita enterrado en un bunker. Sabe que se afila la guadaña para él, o incluso puede que sea motosa para mayor daño. Historia todavía no escrita pero cantada. Un amigo comunista me preguntaba con meditada inocencia si creía que Putin tomaría Kiev. Lo miré, el café sabía demasiado bien para confrontar la ortodoxia. Los camaradas son parte del pasado, muchos lustros detrás todavía se podía hablar algunas cosas. Ya no.

 

A los Cárpatos, luego de tres años en un gimnasio con trescientas otras personas. Par de semanas de vacación. Allí no ha llegado la guerra ni llegará. Crepúsculos dignos de Sheridan Le Fanu en Uzhhorod; permanecen como siempre. The Yagas y Gogol Bordello hicieron una canción de homenaje a Ucrania. El vocalista de esta última banda realizó un documental buscando sus raíces gitano-judías que se iniciaba en Uzhhorod. Quise ir allí en 2018, pero el resto del país consumió los días y vagué por la estepa y las ciudades en su lugar, comiendo borscht cerca de la universidad de Odesa y deteniéndome a contemplar el llano entre los largos caminos. Interminables buses y desabridos hot dogs en las paradas, notable tristeza de la gente, período de entreguerras se podría decir ahora. El conflicto estaba latente, se palpaba en el frío metal de los tanques estacionados, obsoletas armas hoy en que la muerte viaja por los cielos y cercena la testa de los incautos. Así como en su momento la llamada “Tormenta del desierto” transformó la faz de la guerra, en Irak, hoy Ucrania moderniza las posibilidades de matar, mientras al mismo tiempo rememora la guerra de trincheras en los campos de Francia de 1916. Matices, no contradicciones, que el fin perseguido es el mismo: deshacerse del adversario por cualquier medio.

 

Recibí ayer un libro de fotografías de Danilo De Marco. Bellísimas, sobrecogedoras, por cierto. Acerca de la “guerra del agua”. A decir verdad ya no me mueven estas imágenes del movimiento campesino. Se ha desvirtuado todo. En aras del dinero se vendió la identidad, la cultura, lo ideológico. De qué sirven las banderas de cualquier índole, o los puños izquierdos cerrados y levantados cuando el imperio del narco domina. Mucho hablar de lo indígena y vaciar la coca para acullicar encima de supuestos tejidos ancestrales producidos en maquilas coreanas. Entregar bonos de bloqueo a los que cierran las carreteras. Dinero oscuro. Esclavos del mercado, siervos al arbitrio del capitalismo salvaje, doradas sus acciones por falsas retóricas jaladas de las mechas. Sirvientes de lo que juraban combatir.

 

Nos alejamos de las hermosas estribaciones de los Cárpatos del lado este para despotricar en contra de los otrora insurrectos y hoy juguetes de la plata. Claro que la guerra es parte de ese juego macabro, y las industrias de armas se benefician de las muertes, son su abono predilecto. Sean Gaza o Kiev, Kosovo o Camboya, los jerarcas mueven sus fichas en busca del mayor beneficio. Colaboran con la propaganda y hasta gente descreída como yo termina tomando parte en lo que es no otra cosa que un juego de mesa apuntalado por cuerpos asesinados. Antigua controversia entre Kropotkin y Malatesta.

 

Y sin embargo me alegro con las derrotas rusas, las bajas que exceden el millón y que dejarán a Rusia exhausta y sin futuro. Hay una fatídica realidad engañadora. Y sin embargo se mueve…

 

Innokenti Ánnenski, en traducción de Natalia Litvinova, escribe:

En la noche insomne y quieta

espero ansioso su golpeteo:

la llama de una vela solitaria

brilla y parpadea con tristeza.

 

¿Espero qué? El fin de estas batallas. Lo que traiga el futuro estará ajeno a nuestras manos y decisiones, pero no me gusta escuchar a mi amiga Anna contarme la miseria a la que se los ha sometido. ¿Dónde están sus gloriosas cartas que relataban la juventud de una bella muchacha de Sumy en la escuela de abogados de Odesa? Años van en que sus letras exudan desasosiego, rastreo de comida, el abrigo, el eventual contacto del teléfono a una red virtual que semeja ser un paso al paraíso. ¿A nombre de qué? La historia de la humanidad es una de estulticia y crueldad. Obviemos filósofos y poetas, el mundo pertenece a sicópatas, tiranos, caciques y mayorales. Eterno el poder, implacable el dinero. Los calabreses distribuyen la cocaína producida en el trópico cochabambino, todo decorado con wiphalas y parafernalia que alega ritos ancestrales. Mentira, aquí ya no somos indios, ni blancos ni nada, sino lacayos de una maquinaria infernal. Las notables fotos de De Marco podrán ser retratos de ilusiones, hasta los sueños se fotografían hoy. El universo de Diane Arbus se ha materializado, se ha hecho muchedumbre para mejor decirlo. Lo que era extraño ya es colectivo. Strange days. Strange people.

 

Mientras yo me agito en veleidades de niño viejo, soslayando lo que es realmente trascendente, haciéndole el quite al precioso destino con inverosímiles jugadas de tarado, el mundo se bate en una espiral que no tendrá fin, torbellino de vanidades y oro. El panorama de 2018, a pesar de la amenaza en ciernes, era otro. Las muchachas vestían con negros atuendos elegantes, cenábamos en restaurantes georgianos de categoría, los taxis aguardaban por un centenar de grivnas.

 

Hay dos humos, el que causan los misiles explotados sobre los niños y el del gran capital. Uno peor que el otro. Todas las guerras se pueden detener pero no lo hacen hasta que convenga a las sombras que manejan los hilos de titiritero. A veces la suerte la extrae del sombrero un mono; a veces un loro. El organillo suena, los ciegos leen hojas de coca, perciben posiciones, brillos, y presagian. ¿Era Melquiades quién iba a conocer el hielo en Cien años de soledad? ¿Soy yo que voy a conocerlo y adorarlo como se debe? Brumas encima de Kostiantynivka, una de los mil Stalingrados de esta muerte. Pongo la vida sobre la balanza y, a diferencia del mundo, opto por el respeto y la sensatez, opto por el amor.

28/08/2025


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Imagen: Goya

 

Tuesday, August 26, 2025

De dos a cuarenta años


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ha retornado la paz. Con ella, la lluvia. Fresca brisa llegaba desde el Tunari. Allí, detrás de las apachetas, se humedecerían los musgos y los pies, de caminar en el lugar, se hundirían hasta los tobillos. En cada humedal que desde la cumbre baja hasta el pueblo de Morochata, luego de haber dormido en la subida de la quebrada de La Llave, apenas encima de Anocaraire, en un aire que todavía huele a aromas ingleses y catalanes. El blanco acallanto que se levantaba cinco metros por la colina seguramente permanece, ajeno al tiempo.

 

Arroyos que remojaban piernas; acantilados del río y muslos pálidos. Los puedo ver desde esta distancia del quinto piso: el cerro de los huacorretratos, la roja tierra de Viloma, el amarillo sutil, matizado de eucaliptos, de Pandoja, justo antes de la curva desde donde se observa ya la anciana torre de El Paso. Huele a retama, huele a cascajo, gris piedra modelada por el agua, olorosa como planta.

 

Aquí en el lugar en que estoy parado, cuando este edificio no existía, estaba la casa grande de los padres. Precisamente me encuentro en lo que sería su dormitorio. El cabezal de mi cama correspondería a la ventana desde donde se veía saltar a los chiru chirus y los jilgueros macho de cabeza negra comían semillas de la flor llamada laphia extranjera.

 

Está chilchando, diría el pueblo; llovizna que se hace a ratos falsa tormenta. Casi dos años que llegué aquí, luego de treinta y cinco afuera. También me recibió la lluvia porque era octubre, tan mojada la tierra por las lágrimas de mis hijas a las que dejaba después de décadas en que peleamos con uñas y dientes para estar juntos, por encima de jueces, policías y gente reacia. Vencimos y ahora que me voy, lloramos, sabiendo que es lo mejor. Dos años de entonces. Un primer año de cirugía y convalecencia; el segundo de Betanzos a Belgrado. El largo camino de Munich hacia Denver. El retorno. Ha regresado la paz pero le falta mucho para consolidarse, apenas es un maltrecho emblema que flota, valga la imagen histórica, sobre un Reichstag incendiado.

 

Contemplo la penumbra elevado por encima de la que fue casa de mis ancestros, la que se construyó dormitorio por dormitorio, cien ladrillos por cien. Estando en conserjería, ya la medianoche, me senté en el sofá de marrón claro del vestíbulo y conté mentalmente pasos desde la calle para situarme dentro del hogar. Sería el comedor, la larga mesa de doce sillas de mamá. Llovía con persistencia. Un taxi acababa de dejar el edificio, sus luces titilaban golpeados por canicas. Iba camino del oeste, al lugar por el que los quechuas invadieron el valle aymara. Yo quedé contando con los dedos, izquierda, derecha, algo así como marchando. Abriendo la puerta del hall, eludiendo las sillas de mimbre, abriendo el gran refrigerador verde para ver qué hay, tomar cualquier libro, hojearlo, mirar el ventanal por el que al amanecer cruzan los ladrones.

 

Otra noche ha avanzado. Nos invaden las noches pero nada más lindo cuando hay tranquilidad. Otra cosa fue en el largo camino entre Lyon y Ljubljana, en los stops en donde choferes y pasajeros hablando en lenguas extrañas fumaban y conversaban. Eran amables conmigo, les parecía raro que un hombre de mi edad anduviera en semejante periplo de países sin rumbo fijo, como en un viaje al jardín de las Hespérides. No lo entendían, qué buscaba, qué esperaba encontrar, qué vería en el mar Negro. En la oscuridad no se notaba mi pesadumbre. Preguntas sin respuesta específica. No había manera de hablar de Panait Istrati o de Ovidio, no cabía, excepto por una alta mujer que fumaba más que camionero y que podía compartir cosas: Ivo Andrić y Danilo Kiš... Vivía en Ginebra, nacida en Mostar, rumbo a Belgrado a ver a su madre, su “amado Belgrado”, lo llamaba. Después supe por qué. Tiene una bandera de Palestina en su portal de redes; Mostar está en Bosnia, la villa del famoso puente sobre el Neretva. Pensé en ir pero los hados habían cambiado y ni siquiera tomé el camino de Bulgaria. Se esfumó el agua del Ponto Euxino, ya ni me interesó Heródoto, ni Pausanias que no escribió sobre el mar Negro sino sobre el Peloponeso pero a quien consultaba seguido en mis sesiones oníricas.

 

Buscaba alguna cita de viajes en León el Africano, de Amin Maalouf, y encontré un delgado fajo de falsos billetes mexicanos, Emiliano Zapata de corbata, y una foto con Ligia en el Vesuvio Café del San Francisco de 2008. Cerré el libro leyendo que “aquel año cayó Melilla en manos de los castellanos…” y recordé. Barrio de North Beach, icónicos lugares de la era beat. Los patrones explotaban eso. Muy cerca estaba la famosa librería… Después nos fuimos a bailar salsa al centro con Elmer y una amiga brasilera. Noche de cerveza y trópico. Y hotel chino con desayuno americano. Vaya historias, me las habrán contado o en verdad las viví. Me guardo detalles íntimos del porqué de aquel viaje, de lo intempestivo que fue, dejando la oficina en la mañanita e ir al aeropuerto. Los repartidores de periódico estaban exaltados, ofrecí bonos aquí y allá, cubrí todo lo necesario y zarpé. Barcos de los aires. Roma a Estambul, Kiev a Denver, La Coruña a Lyon.

 

Quiero creer que dialogo con mis padres y con mi hermana en estas alturas de casa. Mi piso solo tiene dos grandes departamentos, el mío y, en el otro extremo, el segundo. Por tanto es un sitio muy tranquilo. A veces abro la puerta a la noche y cuando se apagan automáticamente las luces estamos los cuatro en silencio, bebiendo café con panes hechos por papá según receta de la abuela. Quiero creer que felices somos, que hablamos de los últimos acontecimientos y las incesantes preguntas de qué he visto en mis viajes, de si miré Edirne o bebí vermús en Madrid.

 

La fecha de la fotografía con Ligia dice veinte y dos de agosto de 2008, tiempo muchísimo y qué fue de nuestras vidas. A veces nos enviamos una nota de felicitación. Se nos olvidaron los hoteles asiáticos y las tórridas plazuelas. Hoy juegan los jóvenes baby fútbol allí. Treinta años atrás un cielo pintado de amor.

 

Escucho abrir y cerrar de puertas. La gente se alista para dormir. Frente a mi ventana hay una pizzería que siempre está vacía. Yo que tuve negocios de comida conozco el intenso dolor de no vender. Me acuerdo pero no quisiera volverlo a vivir. Horas y días de duro trabajo, de Aurora a Lakewood, de Denver a Leadville. Pueblo de plomo pueblo de plata.

 

Vi un documental de la Revolución Francesa. Saint Just era el ángel de la muerte. Lo mismo que Mengele. La cuchilla se pone motosa de tanto cortar cabezas y Sansón, el verdugo, levanta iracundas quejas.

26/08/2025

Thursday, August 21, 2025

Notas de viajes


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Letras de mujeres, poemas de Idea Vilariño y Sun Axelsson. La siempre presente Emma Goldman, a quien tengo, junto a Mijail Bakunin, como maléficos iconos encima de mi biblioteca. “Los días pasan como embrujados” escribía Rosa Luxemburgo a su amiga Lulú en Cartas de la prisión. Como embrujados, por cierto, y los hechizos tienen nombres concretos, colores específicos, humos definidos y determinantes. Rosa Luxemburgo íntima, solidaria, compañera, no diré lejos pero sí al margen de la pensadora, de la analista, dando consejos, vertiendo añoranzas, insuflando energía humana a seres queridos aun estando lejos.

 

Jueves con sensación de domingo. Mañana tomaría un café con una cronista cochabambina; lo haremos la próxima semana. Ya se me cumplió el plazo de leer al detalle, muy conocido personalmente por ella, de cuando se quiso quitar de la silla al tirano Luis García Meza. Recuerdo a un amigo militar, qué grado tendría entonces, quizá teniente, que formaba parte de los conjurados y que al fracaso de la llamémosle asonada, fue castigado a servir en el páramo de Curahuara de Carangas, entre el concreto en ruinas de los campos de concentración del MNR.

 

Mitad del camino a Chile, a la frontera, más o menos, vi Curahuara de ida y de vuelta y después ya no. Casi espejismo. El diesel congelado de los gigantescos camiones suizos, suecos, ingleses, Irina que me sonríe desde mi teléfono desde los rincones del mundo o del extramundo, en lo que era futuro entonces y hoy pasado. No es que el recuerdo de aquel viaje sea vago pero en conciencia poco existe. Sopa de asno, casuchas bajas del pueblo de Sajama. Botines amarillos de caña alta de Manaco para proteger los tobillos de quiebres y picaduras de alacrán. Carabineros chilenos que parecían el general Bernardo O'Higgins cada uno de ellos en contraposición a los modestos soldados nacionales con porte de jardineros.

 

Domingo jueves o viceversa, de visitas fracasadas. Extraigo de los poemas de Edith Wharton, que me subyugan, muchas líneas, esta entre ellas:

“con la presión de cuerpos extasiados, cuerpos como los nuestros, que se buscan el alma en el fondo de caricias insondables”. Apasionada, no de las mujeres cobardes que se entregan a lo consabido, poeta neoyorquina que conocí en largas tardes virginianas, en las de Rockville, Maryland, en feroz soledad inmigrante.

 

“El cielo de todas sus estrellas despojado”, cuando la noche es eso: oscuridad, sin rastro de neones ni faros de automóvil, apretujarse entre diarios viejos y amarrar los zapatos uno con el otro para evitar ser robados. Deseo salir a caminar antes de que el crepúsculo entre por el ventanal norte y tome primero las máscaras y luego los sillones. No quiero ponerme triste porque no hay porqué. Lo vivido ya está, y lo perdido también. Pongo una menta en la boca para combatir la tos. Así la vida, el cúmulo de las pesadumbres que siempre, en mi caso, han sido menores a las alegrías. Un taxi al centro, el placer de lustrarme los zapatos, y con la última luz avanzaré algo más en la lectura de M. Aguéev: Novela con cocaína. En Lyon leía a otro ruso, en un clásico café de esquina. Pareciera que un lustro ha pasado y es ficción. Hay calendarios y dedos que suelen contar días y meses sin yerro. De nada sirve inventar, elucubrar acerca de los intentos. A la corta no produce nada y a la larga no existe. La bella Anna Ajmátova escribe:

“Mi vida ha transcurrido en algún sitio
del que yo estaba ausente.”

 

Pido a Paola, en Belgrado, nombres de una tarde de feriado que pasamos en casa de sus suegros. Su suegro ponía la mano al pecho y repetía: “Kosovo en el corazón…”. En ciernes un drama que va a retornar tarde o temprano, en Kosovo y en Bosnia. Cerca de mi hotel mantuvieron varios edificios dañados por los bombardeos aliados contra Slobodan Milošević, testigos como maltrechos dientes de la ira del hombre. Pasar de Sarajevo a East Sarajevo es como atravesar dos países distintos. Tan pesado el ambiente, tan cargado. No veo minaretes ni musulmanes. Allí tomo transportes “Cóndor” que me llevará a Belgrado. Hielo en la columna vertebral, sensación de asesinato muy extraña. He visto la muerte cara a cara repetidas veces pero esto era distinto, Nosferatu en su caterva realidad. Llegaremos a la capital serbia antes de que anochezca, desde el taxi veré el Danubio y el Sava y al caminar por las calles en penumbra me preguntaré qué me ha traído aquí, si el sueño de ir tras Panait Istrati sigue en pie, si algo se ha transformado. Estoy en la vertiente de las aguas míticas. Digo: un lustro ha pasado, qué va, una década. Pero mi calendario afirma que es 21 de agosto; entonces miento yo. Me consuelo con la paz de las cartas de Rosa Luxemburgo, cuyo cuerpo sería arrastrado por las calles de Berlín donde supuestamente reinaba la calma.

 

Me pongo chaleco, si fuese antibalas vendría mejor, implicaría que hago algo trascendente pero dudo de este comentario venido desde la inercia. Ahora que ha salido el libro de Olga Amarís Duarte sobre conversaciones de café, me traigo en el pretérito y subo la calle de Tolstoi hacia el parque y me detengo siempre a beber un café de calle, en la vereda de la avenida y dejo que la viejita ucraniana derrame el azúcar en el líquido y lo bata para mí. Es otoño. Eso es trascendente. El viento que mueve los árboles, arbustos que se mecen.

 

En Barič, municipio de Obrenovac, Belgrado, pasamos estupenda tarde con los familiares del esposo de Paola. Abundancia de diversas comidas serbias, magnífica ensalada rusa, chorizos y un pan que era simplemente un milagro: pogača, cocido en las cenizas y del que comí demasiado. Todo regado de cerveza y salsas picantes. Luego retornamos a lo largo del Danubio y me dejaron a una cuadra de mi casa al pie del gigantesco Cristo de la antigua estación de tren. Me detuve en la esquina y tomé otro chop en un bar italiano. Observé que los ojos de Gavrilo Princip oteaban desde la pared. Cerré con llave la puerta de mi cuarto, el 6, felizmente sin la maldición de Chejov, y dormí. Soñé que el río de la capital bosnia estaba color de sangre, como el matadero de Quillacollo cuando iba a comprar sangre fresca para alimentar a mis patos en la pequeña granja cercana. Cómo resaltaba el color sobre las plumas blancas. De noche eran ruidosos pero la noche estaba por lo general abandonada y solo me despertaban a mí. En un modesto dormitorio en donde amé sin desgano a aquel primer amor sociológico.

 

Y en el bosque de cañahuecas, M mostraba sus fabulosas tetas a la luna. De las medias aguas goteaba el rocío…

21/08/2025 

Monday, August 18, 2025

Divagar


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Difícil creer lo que escucho. Parece sacado de Los Miserables. ¡Cómo me impresionó entonces, 1970 más o menos, la historia de Fantine! El señor Magdalena, Jean Valjean, es por supuesto la figura principal, pero giran cerca suyo, a cual peor, relatos de miseria y desdén. Los conocía el convicto de Tolón, tenía marcada la prisión en el cuerpo, el alma atornillada a helados muros. Mi amigo Gabriel me asegura que es falso que la sociedad acoja de nuevo a quienes subvirtieron el orden. Hay toda una reglamentación que impide que eso suceda. Un ex presidiario en Estados Unidos no puede alquilar una casa porque no tiene referencias, no puede conseguir trabajo porque no tiene dirección física. Trabas por doquier que obligan un retorno a delinquir. Fantine agobiada por la vida y con Cossette, su pequeña niña, toma el camino de vender su cuerpo, que no es acto criminal pero sí una mácula, en espiral, que conduce a la tragedia. Ese montón informe de penas, la sombra que convive con nosotros sin verla así se muestre. Piernas que no sostienen, más delgadas que brazos, una lata vacía de algo para hacer sonar las monedas. Cierto, César Vallejo, cómo innovar luego el tropo, la metáfora.

 

Pero seguimos en la burbuja, en la eterna feria de las vanidades. Nada cambiará el panorama, nunca fue cambiado, ni en el juego macabro de las izquierdas y menos en la derecha. Una moneda aquí, otra allá; no alcanzan los centavos del mundo para aliviar los males. ¿Tendrá la actual corte de los milagros que hacer volar el mundo? ¿Y cómo y para qué? La vida no deja de ser sentencia bíblica, páginas somos de un drama ha mucho escrito. Será que se ha agotado el verbo, aquel que corría sobre las aguas en manto creativo. Tolkien, recordando los campos de muerte del Somme, narra el yermo desolado en su obra. Una mujer descansa con vasta cabellera negra sobre la almohada de verde marrón. Imagen de la muerte, me tinca, con los oscuros colores de la destrucción. Los pobres del mundo siguen aguardando el retorno de Zapata, el de Garibaldoff, según llamaban los mujiks rusos a Garibaldi. Esos no regresan, son los párrafos inertes que suele tener la ilusión.

 

Decía el poeta latino Catulo: “No persigas las cosas que se han ido”. Y no es una, el mundo se nos va, inútil perseguirlo. Observo los vivos colores de August Macke y de Franz Marc. No eran coherentes con el lodo de sus muertes en trinchera. Else Lasker-Schüler  llamaba a Franz Marc su “caballo azul”. La parca no distinguía colores en los campos de Francia.

 

Let it be.

 

Buses amarillos y naranjas transitan las calles de la anciana Poltava. No hay rudos atamanes hoy convocando a las huestes para asolar Estambul. La épica de las batallas luce en papel; no hay belleza en la destrucción en Berestechko, Volinia, o en Chosin, Corea. Crimea está dividida del continente por una cintura, nada más. Luis Gonzaga cantaba en las tardes de la avenida Peoria:

Vem cá cintura fina
Cintura de pilão
Cintura de menina
Vem cá meu coração

Terrible encrucijada entre la guerra y el amor. Cintura para ser tomada o aniquilada. Nos amábamos ante la ventana abierta, conscientes de estar solos en el mundo. Veníamos del matrimonio ambos, de la derrota. Y sin embargo aromatizaban el aire los cipreses, los plátanos dejaban caer hojas moteadas. El cielo amenazaba con tornados rojos, más suaves que los del Somme, y Tolkien, a decir verdad, pero espantosos  también. El viento ululaba como un gran búho. No fuimos al frente de batalla, Denver no era Poltava, y cornejas y cuervos se regocijaban con ratones aplastados por los automóviles. Difícil no recordar Matadero Cinco, los soldados planos igual a cartón de embalaje en los caminos del este. Kurt Vonnegut.

 

Rumbo a Lakewood, dejando atrás el mítico río Platte, subiendo la colina, las calles tienen nombres de tribus indias: Navajo, Zuni, Lipán. Extraños estos últimos, guerreros de a caballo, con su jefe Flacco entrando a la batalla con ánimo de viento. Contra comanches y apaches, las feroces etnias que dominaban los llanos del sur entre Texas y México. Los bravos lipanes, apaches también, perdidos en la bruma de la historia, idolatrados por sueños niños, por fantasías de coloridos cómics, dormidos para siempre en la memoria colectiva que se minimiza más cada vez. Victorio, Mangas Coloradas, jefes y caciques de una epopeya de resistencia. Jim Morrison buscándolos en el desierto, por eso era el Rey Lagartija, no solo porque saltaba y se tiraba, micrófono en boca, al piso. Lo he sentido de igual modo, en los viajes entre Golden y Boulder, en medio de las imponentes mesas de las cascabeles.

 

Retorno a las horribles historias, los miserables redivivos en el planeta todo. La admiración por la mujer, protectora, no solo paridora, de las sociedades. Pienso en la Ucrania que amo, en el bello espectro de vestido blanco que subió a los cielos. Las mujeres de Ucrania protegieron con sus cuerpos la herencia ancestral, por mil años; lo siguen haciendo ahora, desde las estribaciones de los Cárpatos hasta la destruida Sumy de mi querida Anna.

 

Yo vago, camino por los rincones, despiadados y apacibles por igual. En una preciosa calle miro en los sótanos el oro de los Akan, del África Occidental, para luego cruzar la calzada y contemplar en físico los retratos del Cuzco que hiciera Irving Penn. En el postrero viaje de este año, plagado de premoniciones que no terminaron. Jean Valjean sabía que tarde o temprano el inspector Javert lo encontraría. Sé muchas cosas que ocurrirán tarde o temprano. Hay que trabajar la mente propia, domar los demonios, desbarrancar a los ángeles rebeldes. Dice John Milton:

¿Es esta la Región, esta la Tierra, el Clima,
dijo entonces el ángel caído, este el asiento
que debemos cambiar por el Cielo, esta lóbrega tristeza
por aquella luz celestial?

 

Entre Catulo y Milton. Entre estatuas de próceres y escritoras, de frente a un mar que ruge, con el olfato pegado a la belleza y los ojos a la belleza pegados. Niños quechuas de Cuzco, o Cusco, tomas de mí mismo debajo de la fachada occidental. Piedras talladas a viento. Cahuide que cayendo de la torre se convierte en inmortal cóndor. Oro de los akan, lanzas de los lipanes, girasoles que tocan los senos más hermosos del mundo, los de la mujer de ojos entrecerrados. El automóvil sigue arriba por la colina. En una esquina, detenidos en semáforo de buganvilla roja, observo atravesar la avenida a un viejito lisiado. Me doy cuenta que es mi amigo Jesús, menor que yo, Chuy, y al viento grito su nombre mientras enfilamos hacia la montaña.

18/08/2025 

Sunday, August 17, 2025

Lecturas de Horacio Quiroga


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Vi el Paraná anegado en 1975, con el tío Carlos Coqueugniot en Santa Fe. Ahora lo vuelvo a ver, magnífico, aguas desbocadas con misteriosos peces revoloteando en su interior.

 

Lunes por la noche, cuando la luna es nueva incluso mermada, mientras leyendo a Schwob en la terraza del piso ocho rememoro el aroma y la vista se hace diáfana en tu naturaleza soberbia. Dos lámparas rojas provocan una luz cruzada, en intento cubista de transformarte. Hablas en lenguas, eres sujeto bíblico de la estirpe de Caín, de la manzana carmesí que muerde la sierpe y se envenena con las vilezas del hombre. Trastoque de simbolismos milenarios, desafío del paradigma, prohibido ingreso a la luminosidad del mundo de sombras. Eres la increíble paradoja, quien vive cinco días y dos muere, áspid que se pica a sí misma vacunándose contra la muerte total.

 

Flotas, camalotes de estío, colectivo de desechos vegetales que arrastra el río, que lleva consigo enroscadas yayaracusúes, algo como que no fue el verbo el que corría sobre las aguas sino el pecado, transportando la solidez de los muslos y la magia que enloquece a los hombres, la floresta desnuda, la nunca platónica caverna de las ilusiones, la ira y el desdén, el fuego que destruye, la ceniza que humea, la escarcha que apacigua. Islas de víboras de ojos diamantinos buscando un destino que será cualquier orilla, un muelle que incluso despejado en principio será de brumas, haciendo en este juego de palabras un homenaje a Pierre Mac Orlan. Como contraste la lluvia, el hombre que observa bajo su modesto refugio y escribe, el niño que se pesa al fin de ser huérfano, solitario en medio de un delirio de vida.

 

Ruidos de la noche, un ladrillo que cae al azar de la construcción contigua. Sin croar de cuervos, sin zorros atentos a cómo cambia de faz la luna.

 

Aquella me dice que descienden jabalíes de las laderas a abrevar en donde un cormorán de alas crucificadas toma sol y se eterniza en el instante; en donde el amor fue sueño y se desvaneció.

 

La nave gira por geografías extensas. Del bosque nórdico a la selva ruidosa. El turbión del Paraná baja desde Ciudad del Este hacia el sur, a las llanuras de la pampa húmeda, hacia el año 1975 de acompañante del tío en un Torino blanco de lujo. Allí me regaló un carísimo Longines que tenía en la bóveda asegurada, el mismo que perdí en pelea de perros a inicios de la calle Baptista ¡tanto tiempo desencajado!

 

Tu vientre se recuesta sobre almohadas azules y se perfila pálido con el fondo oscuro de las sábanas. El sol de las nueve asoma de costado, suena el río como si lo hubiesen hecho enojar, llena el aire de olor húmedo, de antiguos lodos e inmemoriales pasos anfibios. Llega un momento en que no sé si eres tú quien se agita o el Paraná inundó hasta el dormitorio. El año setenta y cinco, del diluvio, semejaba un mar sin orilla opuesta. Lo mismo ahora, mar, mar, sin haber probado sus sales, solo percibido el misterio de tus corvas que extrañamente se mueven.

 

En una pequeña biblioteca de Arlington, Virginia, leí las notas de Svetlana Stalin sobre su padre. Escribí unas líneas al respecto. Buen libro. También detalles de la guerrilla tupamara, asunto que ahondé luego de comprar en Hispania Books, distrito de Adams Morgan de la capital norteamericana, las actas que enumeraban las trágicas e infantiles acciones de este grupo armado. Pero, sobre todo, en esa pequeña biblioteca de Arlington, Virginia, a la que llegaba manejando una bicicleta prestada que tenía solo un pedal, leí a Horacio Quiroga.

 

Se apaciguan las aguas, aflora la mansedumbre del placer y su pizca de hastío. Poco queda luego de ese destello; a veces el vacío, el tomar un bus de retorno llevándose de vuelta a casa ni siquiera el recuerdo sino la certeza de que si no hay asidero de dónde agarrarse, no hay nada, que las horas pasan y traen los años. Cierto que el Paraná estalla turbulento pero la mayor parte del tiempo es colchón apacible de colores turbios y de precarios sonidos que producen los peces saliendo a respirar. Entonces qué, pregunto, viendo tu figura en arco. Si fuese pintor podría convertirla en eterna; mereces un Tiziano. O, serás como casi todo en vida, espejismo. No hubiera sido un mirage el cormorán de entonces en medio de una roca del arroyo helado. No, eso hubiera sido lo más cercano a la eternidad, sin ánimos religiosos, la felicidad vegetal, la libertad bien entendida, el amor sensual y una paz con textura de helado de vainilla.

 

Colina arriba era casi imposible ir con la bicicleta de pedal único. La arrastraba, en la espalda mi mochila cargada de libros, hasta que en una hora de periplo similar llegaba a mi departamento de North Monroe Street y me ponía a calentar latas de corned beef. Modesta silla y mesa modesta. De la ventana se ve la calle Monroe que lleva directo a la estación del metropolitano en Virginia Square. La nieve arrecia, las rojas ardillas apenas corren por los tapiales, se guarecen de la helada. Allí abro las páginas del trópico, la sensación del calor. El hielo toca los vidrios y hace taptap.

 

Arreglo la cama, la tiendo, intento percibir los rastros del aroma, cierro los ojos como el perfumero asesino de Patrick Süskind. Me elude la epifanía y apenas me dedico a disipar el polvo que entró por la malla milimétrica. Vuelvo a lo fugaz, el fuego de artificio del sexo, el largo y cansino después, el acostarse con humos que se evaporan y quedarse sin nada, minuto a minuto, mes tras mes, un incansable té bebido en taza rota en el mesón del sombrerero loco. Mejor dar reversa y retornar a la realidad, salir del agujero que nos prometía mundos de maravilla, encontrar que las briznas que calienta el sol y donde te acuestas valen su peso.

 

Beber a sorbos, como leer a Lytton Strachey observando a Dora Carrington (en mente aquel precioso film inglés: Carrington, Christopher Hampton, 1995). Tú, yo, el cormorán, viendo de la mano ambos el descenso del poderoso río camino del sur. En un bote avasallado va un hombrecito de blanca camisa. Busca las hojas, los musgos, los helechos…

17/08/2025

Sunday, August 10, 2025

Volver a Gallaudet


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Era Astarté acariciándose. Frondoso cabello negro ante pared clara. Hablaba de Asiria, de Nabopolasar. La fuente de sus aguas había traído bajeles que se detienen en Nínive. Senos ávidos y de mácula marrón, tibios y deliciosos como la cerveza egipcia de Sinuhé, ese tono pardo peculiar de las arenas del norte de Nubia que atravesaran los etíopes de Memnón camino de Troya. Astarté, retorno a los fabulosos cómics de Robin Wood. Allí, pegada a una de las tantas puertas que anuncian escape, ilusión del pasado o regalo presente.

 

De ese recalcitrante aroma a cedrón, color de azafrán, salto al pedestre mundo de los pobres que me tocó vivir en el mercado de abasto de Gallaudet. También los tintes eran vívidos, bellos en otro sentido que el cuerpo de la diosa. Lo menciono porque lo trajimos a conversación con Fadrique Iglesias, escritor de no ficción, que visitó los lugares que describía yo en Virginianos. Hay un proyecto entre los dos acerca de una Virginia crecida en cuarenta años. Lo haremos, tenemos años pensándolo. No voy por DC desde 1994; falso, fui con mis hijas pequeñas, retornando de Bolivia vía Washington capital y Chicago en otras fechas no lejanas de esa. Visitamos a Julio en algún sitio de Northern Virginia. El 94 fue la última vez que vi a Fernando Vargas. Borrachos escuchamos ritmos de Senegal. Luego vino la muerte suya, la pendiente marital mía, sobrevivir a inundaciones majestuosas sin chaleco salvavidas, ni un breve intenso naranja que anunciara que en el turbión de la vida algunos intentábamos nadar. Casi un tango con ritmo de bailanta triste.

 

En Gallaudet imperaba el blanco, el que detentaba los dólares. Y los comerciantes coreanos también. El resto nos dividíamos en grupillos amorfos de negros y latinos. En los largos muelles se oía el típico acento salvadoreño. Sus mujeres cargaban cuchillos y los hombres pequeños machetes. La guerra civil estaba ahí, inolvidable en el horror, demasiado cercana para confiarse de que en este paraíso del mundo nada podría ocurrirles. El caso es que llegaron refugiados gente de los dos bandos, carniceros y carneados, y era difícil olvidar; perdonar ni pensarlo. Se oían historias, gritos y correteos en el segundo piso cuando las peladoras de verdura arreglaban sus cuitas asesinas persiguiéndose con punzones. Los gringos miraban, ni querían entender el mundo de los salvajes mientras produjeran.

 

Cientos de productos vegetales y frutas, casi un jardín del edén. La carne era joven y fuerte y aguantaba todo. Me hice muy amigo de los trabajadores negros, dormí en sus casas, bebimos Cisco hasta la inconciencia, me enamoré de la prima de Big Mike, de su sonrisa, sus delgados brazos de diva. Casa victoriana de tres pisos y sótano. La prima en el tercero y en el subsuelo crack. Aguantaba todo y el amor de ella era leve. Terrible que, memorioso como me creo, no recuerde su nombre y ha mucho que perdí contacto con Big Mike. El jefe negro, Joe Day, habrá muerto. Yo tenía veinte y nueve años y él seguro más de sesenta, lugar en el que estoy yo ahora, sin horizontes de vehículos de carga ni pitar de trenes al amanecer. Parece un sueño, en el febril frenesí de las cinco de la mañana, cuando salían los camiones hacia el interior de Maryland y Virginia, pasaba el expreso de Nueva York. Años después lo tomé, parando en Baltimore a visitar a Edgar Allan Poe. Crucé por Gallaudet y lo creí cambiado. El jefe coreano seguiría vendiendo mollejas de pollo preparadas al estilo de Seúl. En sus escasas mesas comí platos mexicanos, chinos, coreanos, escuché despotricar contra Panamá, cuando la asaltaban las tropas norteamericanas. Babeé de cansancio mi pecho una y mil veces en el metropolitano entre DC y Arlington. Mi cama a nivel del suelo lista para tirarme vestido encima. Un cardenal rojo siempre viene al balcón de atrás y da saltitos husmeando a ver si me dormí. Puse un disco de The Gang of Four y no recuerdo más.

 

Acabo de derribar la lámpara del escritorio. Estaba en posición endeble sobre un libro de Paustovski que compré en La Coruña el 28 de marzo del 2025, siglos de ello, se ha caído el Obelisco, se incendió Alejandría.

 

Astarté duerme. Hasta los dioses descansan. Me recuerda las largas noches de la guerra de Irak cuando veíamos botecitos escabullirse del tormento en medio de los pantanos de Basra, la Basora que al menos una vez Borges poetizó en verso. Lo buscaré, he recuperado una breve antología de Alianza Editorial pero desconozco si está allí. Escucho suspirar a la madre de los cananeos, lugar donde se multiplicó el pan, cuando todavía había peces en el mar de Galilea y los rabinos no se mojaban los pies al cruzar el agua. Tiempo de milagros, marzo del 2025, cuando los ángeles subieron al cielo y se olvidaron de descender de nuevo. Abril del 25, un automóvil guindo ataca los molinos de acero en las colinas. Cuando don Quijote fue mujer.

 

La Torre Alpha semeja un gran nicho elevado, otro obelisco, Luxor, Palmyra. Las páginas de Julián Huxley, impagables, describiendo Baalbek. Luego vino ISIS, los trajes prietos con la muerte cantante. ¿Sueño, imagino? Las épocas pasan colgadas de caballos de Chagall, veo una foto de la bella Victoria, sensual pero no fatídica, cabello entre castaño y blondo, y un beso dado en la oscuridad de una calle de Kiev. Me muestra detrás las banderas norteamericanas y la ucraniana. ¿Ves?, dice, significa que hay un destino… Ella habita la ciudad del Cid y cada año de sus tres décadas la rodea la belleza. Es dulce, no cambió su sonrisa desde el momento que visitamos Gulliver y le compré un traje de noche y un sombrero.

 

¿En dónde quedaron los míseros de Gallaudet? Los olvidé conversando sobre hadas y estepas. Me siento, torso desnudo, sobre bolsas de papas de Idaho. Del bolsillo extraigo uno de mis dos largos cuchillos que atravesarían el cuerpo de un hombre con facilidad si se los introdujera en el vientre. Pelo una palta chilena, tipo Hass, y la esparzo sobre el abierto pan francés. Añado chile serrano, con pepa, cortado en tiras largas. Añado una pizca de sal y almuerzo. Los negros almorzamos alrededor de las papas, y uno a uno se ponen marihuanos o más. Nos ponemos. Latas de cerveza Budweiser. Agujas para perforar el aluminio. ¿Dónde los hombres?, cantaría Agua Viva. Ya ninguno está, todos se fueron en pos de la diosa. Era Astarté y juro que la vi acariciarse mientras con los ojos me sonreía y contaba cosas de Baal.

10/08/2025

 

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Imagen: Astarte Syriaca por Dante Gabriel Rossetti 

Friday, August 8, 2025

Leyendo a Georg Trakl


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Con Pasternak te pregunto qué hacen tus piernas como columnas de humo azul apuntando a las estrellas. Ni estrellas hay, miento, solo la noche caduca, cansina, amodorrada y trivial. Prosigo con las páginas, las volutas de tornados disolutos se han reclinado, de azul han tomado color de pálida carne, suena una cumbia anciana en el fondo de la memoria, cuando los búhos hacían callar de miedo a los ratones y volaban a ras de las ruinas casi chocando mi cabeza. Me gustas así, acostada y desnuda. Me gustabas como un poema de Trakl. He visto las calles de Salzsburgo y de Ginebra, aire alemán de sofisticados panaderos. He mirado cuando abres los muslos y un guiño bermellón anuncia el fin, ningún principio, ese es color de final, que no es lo mismo de destrucción. Alba de los sempiternos, de los únicos.

 

En abril veinticuatro, en Sarajevo, soñaba tontamente con amores. El río corría turbio en vano. El deseo se agitaba en bravíos lejos mares. De nada servía la historiografía ni la conversación geopolítica, otro era el hombre que dominaba la tierra, armado únicamente de cuerpo. Sobre él se inclinaban las garras. En el río las aguas arrastraban cadáveres cien años de antiguos. En vano, casi como el macilento bote de Schwob hacia una tumba que nunca verá, la del delgado escocés entre las palmas. Un expreso humea bajo sombras de edificios turcos. La tarde ha adquirido el férreo color del chocolate oscuro, amargo. Subo la colina, desde donde en guerra disparaban hacia los edificios al borde del canal. Me encierro en la cómoda pieza y añoro un viaje que va desgajándose como el pequeño judío, destruido y ardiendo el panorama que desde el Armagnac se ha extendido hasta la villa bosnia. Todo pasó, todo se mueve. Preparo té de hierbas para la ventisca que asoma, el negro cabello casi de aquelarre, tormenta de penumbras, de palabras pronunciadas en lenguas misteriosas. Apenas pasaron las tres, el reloj Tissot lo marca, separo por colores los ingredientes de platos futuros.

 

A las tres de la mañana alterné la lectura de Trakl con la de André Gide, de un libro que compré en La Paz en 1980, en viaje de camión a Chile. No sabía que por años no vería a los amigos, los azotaban en las celdas de control político. No alcanzaba a oír su llanto; me enteré mucho más tarde, ya detrás el Sajama y los Payachatas. Entonces llegó la tristeza como café pasado en pueblo de altiplano. Nunca más pobre y frágil la marraqueta congelada a la intemperie. ¿Qué hice luego? Quedaban todavía años por cumplirse antes de emigrar. Apareció una y después la otra, por encima del caserío de Cliza se percibió aroma de azahar. Confundo los tiempos a propósito, deseo verte acostada, tus pies tatuados por Aubrey Beardsley con arabescos mágicos. Remuevo las mínimas medias sudando, obrero metalúrgico subido a los techos. He de parar, estas líneas escritas me sacan de rieles sino de quicio. Trenes que llevan a Kharkiv, postreros tejados de Poltava dormida. Sí, en Sarajevo me sentí tonto sin que ello tenga ahora la menor importancia. Dejo a Boris Pasternak hacer lírica del entorno. Bailan los músculos cual si fueren gitanos. Blancos, albos para mi deseo andino, picos de nieves eternas, quebradas con tibios recalcitrantes arroyos. Crecen plantas de damasco alrededor. Sonido de pífanos, claroscuros de arlequín mientras sobre tu vientre pasas los dedos creyéndote Paderewski.

 

Me acicalo para la tarde, de lo usual hay que hacer una fiesta. Corto en finas líneas el repollo blanco para preparar una ensalada que comen los cowboys en el fragor del verano. La haré sin otras verduras adicionadas. No estoy manejando por Yuma con rumbo a la reserva de los papagos, ni en las estribaciones del desierto de Sonora, sino en un apacible quinto piso con fondo de Simon & Garfunkel. He cerrado las ventanas para evitar el sonido de las mezcladoras de cemento. Lleno con cuidado el reporte que me envían los cirujanos de Denver queriendo saber cómo, a un año de eso, me siento de la espalda. Son páginas con respuestas casi perfectas, como reacia amante que dice no, nada, ninguno, a cada pregunta. Me hace pensar que en un tiempo próximo retomaré el camino de Sofía, Varna, Constanza y Braila. Antes o después de Armenia y el Asia Central, de acuerdo a los estallidos del orbe y los misiles que atraviesan el cielo semejando sombras de planeadores.

 

He conseguido las obras completas de este fatídico poeta austriaco. Antes lo leí, a mis veinte años, quizá en una edición de Visor. Tigres rojos estrangulados, qué manera de decir que hay pasiones que exceden las de los hombrecillos de título y oficina, a pesar del prejuicio que implica tal afirmación. Apuntalo el silencio de esa manera, sé que en lontananza de algunas cuadras unos tenis rosa se aproximan, los mismos que esconden trazos a tinta china del artista inglés victoriano, uñas pintadas a usanza de Odesa. Desde el parque griego el mar parece una carpa de lona. Los rodaballos del fondo no agitan la superficie. Tus pies embellecidos con tinta indeleble. Si sigo las líneas me adentraré en la noche de las casuarinas, allí donde mueren los manglares y peces tiemblan boqueando de aquel intenso placer que llaman muerte.

 

Continuaré la lectura pasada la medianoche. El departamento estará en silencio. Los latidos apenas son balbuceos de palomas enamoradas. Enciendo la luz de lámpara, la encenderé. Testigo mudo y sobrio la montaña.

 

Pilares de marfil se levantan con penachos dibujados en sus cumbres. A veces la soledad tiene nombres, y poetas les escriben palabras olorosas. Kafka ha fallecido y lo llevan a enterrar, como a Mambrú. Esta cercana no es Milena ni las letras fantasía. La tarde de Samoa se ha teñido de naranja y amo y criado chino se debaten en fiebre tropical. Sopa la pluma en índigo escribiente y redacta textos en el extremo del mundo. Alguna vez quise ir por allí, por donde se acaba la tierra y no pude. No me acongojo, nada es definitivo, no somos nosotros tejedores de destinos y la geografía no termina allí, ni siquiera comienza. Me levanto hacia el amanecer de Belgrado. Huelo cada río en su peculiar distintivo. No arrojaría los dados aunque los tuviera. Me he ido dando cuenta que no es cuestión de azar ni de cómo se manejan las manos. Apenas pongo la cucharilla para esparcir el color dentro de la taza, desconcentrar espacios densos. No disuelvo azúcar ni nada en el líquido, para qué. Ni necesito respuestas tampoco. 

08/08/2025

 

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Imagen: Lyonel Feininger 

Wednesday, July 23, 2025

De lo eterno


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hojeo Agosto 1914, de Solzhenitsin. Está en la biblioteca de mi dormitorio. En la segunda página, con lapicero azul, están anotados tres nombres: el de mi única hija entonces, Emily, el de Jenny, mi esposa, y el mío. Una fecha de octubre 1991, Cochabamba.

 

Me obligo a escribir. La modorra atrapa en silencio, a pesar de que dedico parte del día a un trabajo mayor, largamente pospuesto. A escribir otras cosas, los textos breves que han sido mi característica desde que tenía veinte años, cuando le leía a mi amigo Juan Araos en la penumbra de las chichas escritos cortísimos sobre Esenin y Pascin.

 

Abro el ordenador, abro el archivo de cartas de Irina, me pregunta ella si no le tengo miedo al despertar por la mañana. My beloved, sonríe… ¿Decir que una cosa y la otra murieron, que se están esfumando en el tiempo? No, para nada, lo efímero no existe, solo en pensamiento, en la confusión que creer nos trae en oposición a la realidad. Siguen presentes, en un grueso volumen de un autor ruso, en compilaciones de computador. Temer el fin es lógico. Pero caeríamos en gran contradicción al llamar fin a un asunto esencialmente de circunstancia, temporal. Nada muere, tú no mueres aunque ya no hables. Vivir sin la presencia es una cosa; que haya perecido, otra muy distinta. No hay de qué asustarse. Desde las supuestas sombras crecen luces también. Nos renovamos y nos mantenemos con lo que decimos fue a pesar de seguir siendo. El fragor de la guerra semeja una tormenta de verano. Luego los ríos se tornan plácidos, la mujer que amaste vive idilios contemporáneos y está bien. Tú vuelas por las nubes, ya viviste, te toca descansar. A veces el descanso aparece con empedernido bucolismo, a veces con largos cabellos femeninos. Negro el cabello de Irina, rojo el de Jennifer. Me suena aquella vieja canción, que escuchamos con Hervé en su dormitorio de la Sorbona: “negro es el cabello de mi verdadero amor”. Black Is the Color Of My True Love's Hair”. Olvida, olvida tanto como ella también lo hace, lo que quede será bueno.

 

Desdeño la guerra, el horrísono sonido de abeja mortal de los drones iranios. Recuerdo al general Samsonov, en Solzhenitsin, la campaña de los lagos masurianos. Corren despavoridos bisontes europeos de pequeños cuernos, parecen diablillos de mitos medievales de carnaval. Esta noche he retornado de caminar por el pasado, la mugre y los olores que no se transformaron por décadas. Hay otras luces, gente nueva y joven. Humea el anticucho como siempre lo hizo en la esquina de la Uruguay y Lanza. Mi chica Silvia trabajaba en una escuela primaria en esa cuadra, ella que olía a eucalipto y a retama. Que sí, vive, incluso sin saber yo por dónde está o qué hace en más de cuarenta años. La huelo todavía, bajando en moto desde Bella Vista buscando la carretera. Así me acordaré de este momento cuando pasen los años y ella seguirá viva, dando saltos en la orilla. Irina ha vencido a la muerte, es un detalle irrelevante y nada tiene que ver con la religión. Jenny vive con su esposo en un pueblito de Francia y toca música balcánica por las noches. Son dueños de un café y una galería de arte. Dice que en los estantes de su biblioteca están mis libros, los únicos que tiene en español, porque todavía quiere comprenderme. Un bello gesto, diría; yo tengo un cuadro suyo en mi sala y varios dibujos.

 

Veo a Ligia pasar neblinosa en las páginas de las redes sociales. No se detiene, de vez en cuanto suelta un saludo y por terceros me entero que todavía habla de nosotros. No lo digo por vanidad; otra vez, me parece otro gesto hermoso. Estamos juntos a diferente nivel, en las islas del Cabo Verde y en el samba de Cartola. En la adusta mirada de Mark Twain y barcos que parten de Le Havre a New York. Las noches de Denver y Aurora, los árboles del invierno construidos de cristal. ¿Y hoy? Hoy… hoy… igual, eterno, nada que agregar. En el altiplano boliviano no hay senderos que se bifurcan sino cordilleras que forman un abrazo y vuelven a juntarse en sólido poder de roca, en donde el rocío ahoga amores virtuales y forma torrentes con canoas de papel.

23/07/2025

Sunday, July 20, 2025

Bombas en Kiev


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Retorno, décadas después, a Shklovski y los obuses sobre el empedrado de Kiev. En aquel autor era la Revolución Rusa; ahora es la invasión rusa.

 

Ayer, para salir de fiesta, calcé unos zapatos que usé por última vez cuando en Jarkov fuimos con Kate a almorzar a Panorama, en un altísimo piso. Ya no debe existir. Comí medallones de conejo con puré de papas. El vino blanco australiano costaba un montón, la misma botella que en Denver no alcanzaba ni diez dólares. Es lo que había y lo disfrutamos. Tanques en las calles ya el 2018, cómo no si en la cuenca del Don se combatía por años, cerca, bastante próximo para el terror.

 

Días atrás Anna escribe desde la capital ucraniana respondiendo a una pregunta mía acerca del incesante bombardeo de Kiev, donde se refugia siendo de Sumy, en pleno frente. Siete días de calma, responde. Procesiones de muertos, blancas mortajas, banderas amarillo azul. El nombre de la calma suele ser muerte. En la plaza del Maidan, la del largo obelisco con el ángel, la actividad es sin descanso. Es difícil conseguir comida pero la gente se niega a abandonar su ciudad. Muchos lo hicieron pero la mayoría decidió quedarse. Anna, abogada de profesión, retornó ella misma de su refugio polaco para enfrentar el peligro en Kiev. Su casa de Sumy ha sido arrasada, la memoria de sus padres, la infancia, la primera bicicleta. Tiene pesadillas con los kadirovitas en frenesí de violación durante las semanas iniciales del conflicto. Armados y barbados, sedientos, babosos, detrás del mito de la belleza ucrania, carta blanca del dictador enano: las mujeres son botín. Sucedió en Bucha. Horror del siglo en la supuesta educada Europa. Para los nazis hubo juicios en Minsk, en Jarkov, cuando cayeron. Tendrá que haberlos aquí, que cuelguen de los testículos como nidos de oropéndolas hasta que el sol los seque. Llamaron al medioevo, pues que lo tengan en piel propia. Justicia, pero inflexible.

 

Si pregunto a Anna qué haría si atrapara a un soldado del Kremlin, me da escalofríos. Pensar en cómo una inteligente abogada de mente occidental actuaría luego del dolor. No hay ni habrá pretextos. Lo triste es que a pesar de la alegría de un triunfo ucraniano quedará un continente militarizado. La línea Varsovia-Kiev será un muro inexpugnable de fuego. Muchos temen la historia, su repetición, y Alemania se rearma y coopera con Reino Unido y Francia en estrategia atómica. Los países chicos se sentirán vulnerables y tendrán que buscar padrinos. Todavía existen disputas territoriales muy antiguas que, teniendo un poder armado creerán políticos y militares se pueden dirimir por la fuerza. Hasta la victoria ha de resultar derrota para nosotros; triunfo de una manera u otra para el gran capital. Se arrojará ciertos miserables muñecos de trapo a la ira popular, Putin entre ellos, y con el circo sangriento parecerá que las cosas están resueltas. Error, aquí solo comienza. Recorriendo la cronología encontramos gente descreída. Así ardieron Berlín y París. Solo se puede especular sobre los límites y la extensión de lo que se viene al continente europeo. Auge de quienes invirtieron bien, inseguridad para el resto. Los corrillos intelectuales que suelen resolver todo desde sus poltronas han de verse abrumados por una realidad que desconocen. Ucrania, y Siria, Gaza, Daguestán, Irán y muchísimos etcéteras es y son el llamado a las armas. No será el Adiós a las armas de Hemingway, más bien el de pertrecharse hasta los dientes como hacía Hunter S. Thompson, el gran cronista. Sin ánimo, ni virulento ni malamente profético, pareciera que asoman tiempos bíblicos en los que el Verbo no correrá sobre las aguas; encima de ellas flotará sangre carmesí, roja como pétalos de rosa, naranja intenso del crepúsculo enterrándose en el mar.

 

Siete días de calma en Kiev, asegura Anna, tal vez calma significa en esta era el envío de unas docenas de drones Shahed y no centenas de ellos. Calma si únicamente aparecen un par de muertos y no grupos. El humo de los pequeños ataques semeja hasta poético, un vivac a la intemperie del principio del mundo, indiferencia del hombre primitivo porque las bestias salvajes devoraron a unos cuantos y no a todos.

 

Muchachas ciegas cantan canciones día y noche en la plaza 14 de Septiembre. Blondie aquí; Gloria, de Van Morrison, un poco más allá. Esta escuchaba en boca del vocalista de los Doors, Cochabamba de ayer. Caminando por la calle de Semyon Petliura, el asesino, en Kiev, escuché en un boliche en la acera de la izquierda sus líricas: “Come on baby/Here she is in my room, oh boy”. Seguí colina arriba, me esperaban en un conocido restaurante georgiano, sobre la avenida de Taras Shevchenko. Era difícil creer que esas noches de bar bebiendo Guinness y donde se acercaban muchachas a preguntar que de dónde venía, terminarían con explosiones de bombas pocos años más tarde. Aunque lo había predicho, no por sabio sino porque era obvio. Sin embargo la gente no quería creerlo, jamás invadirán, no es posible, deja de especular. Canción de ciegos. Esta vez del tiempo de la música disco. Boney M, saltando y cantando, hey hey Rasputín…

 

¿Por qué dejaste Szczecin, a orillas del Oder?, le pregunto. Porque no quería ser empleada doméstica. De abogada a sirvienta. En vano sus clases especiales en el instituto de abogacía de Odesa, en vano todo. Durmió en la calle, en el profundo foso del metropolitano de Kiev. Al menos me salvé de los chechenos, hijos de su reputa madre, el infierno los castigue. Se persigna Anna, rubia y de fina belleza. En tres años destruyeron su existencia, ni idea tiene cuáles de sus vecinos sobrevivieron. Cumplirá creo que treinta y seis el catorce de agosto, o un poco más. No le interesa cumplirlos, primero lavar con sangre los calendarios, que chorreen igual a pesadillas del Bosco, que los hombres del este se conviertan en cuervos de mal agüero para ellos mismos. Entonces, tal vez, arda una vela en la superficie de un pastel de crema.

 

Escribe las veces que puede en una aplicación especial para mensajes, muy poco para ir delineando con precisión sus pasos. Apenas hay para comer… Llevo tapones en los oídos y rezo que por si cae un explosivo cerca de mí me arranque la cabeza de cuajo. Testa de María Antonieta.

 

Busco el nombre de su calle en la ciudad de Sumy y no lo encuentro. Hasta aquí llegaron los rusos con sus tretas. Obligarnos a perder la memoria, todo para que el falso zar, el mujik de escasas dimensiones, sienta que lo que la naturaleza no le dio se lo prestó la guerra. Cuánta equivocación. Ya está condenado a la usual muerte brutal que se aplica cruzando las fronteras de Kursk y Belgorod, territorio de los crueles. Poco le importa a Anna cómo suceda, solo quiere ver al monigote descuartizado en picas de delgado abeto.

20/07/2025

 

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Imagen: Sumy en la guerra 

Tuesday, July 15, 2025

Zamba para no morir


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El frío trae reminiscencias de Herta Müller, de la Rumania de Herta Müller. Y si no el frío, el barro, el lodo quebradizo como espejos primitivos del desierto. Espero, me levanto, camino entre plataformas de madera que elevan con forklifts hasta alturas de diez metros. Detrás de esta madera clavada, trabajada hasta el cansancio, rota, golpeada, asoma humo de fogata que hacen los trabajadores, dentro de un turril, para calentarse.

 

Hacia el oeste pululan figuras diminutas de cascos amarillos. Hay un golpeteo incesante, de martillo sobre latón. Construyen plataformas de carretera, mientras un águila calva, ajena a tanta veleidad, deja que se levanten las plumas de su cabeza en el viento. Sin relojes, nadie podría decir que estamos vivos, que hombres y cosas se mueven. El cielo gris, los copos breves e intermitentes de nieve dominan el paisaje, el movimiento. Sin minutos, horas, el tren de carbón que pasa vociferando uh, uh, quedaría de estampa guardada en un cuaderno. Actividad incomprensible, febril, con qué rumbo, me pregunto.

 

He amado los barrios industriales desde siempre. En el Kilómetro Cero, de Cochabamba, bajo pretexto de orina, cruzaba el vano de las chicherías y me enfrentaba con el sol cayendo sobre durmientes de ferrocarril, encima de piedras talladas estilo Inglaterra que se usaron para edificar viviendas obreras. Amo la naturaleza, los árboles, los ríos cristalinos, pero más amo la tierra apisonada con aceite sucio, hierros dispersos, radiadores y llantas de bicicletas, burdos ladrillos derrumbados a golpe de combo, sillas desvencijadas, negras por las décadas de manos grasosas tocando sus cojines.

 

Hoy, Estados Unidos, en Aurora, Colorado, a diez minutos de manejar de casa, comienza el imperio de los talleres mecánicos, la casi desidia de abandonar las cosas por todo lado: un resto de carrocería cubierto de llantas viejas, grúas de pico de grulla recortadas en el vacío, goteando el invierno poco a poco. Brillo azul de soldadura, estrellas rojo amarillentas que el esmeril arroja y que se evaporan antes del suelo. Ropa almidonada, ya imposible de lavar, casi como estatua adosada al cuerpo.

 

Un jeep se detiene en el lodoso camino, entre esqueletos de automóviles, cables, basureros de metal oxidado que nadie parece necesitar. Una mujer mexicana, con botas texanas y acento hondureño ofrece comida a siete dólares. Con pan o con tortilla, pregunta, y destapa ollas humeantes donde se revuelven albóndigas en salsa coágulo de sangre. Con arroz, por favor, y frijol negro machacado. La mesa alguna vez tuvo color madera; hoy es ébano opaco. Blancas sillas con lepra marrón aderezada. La servilleta semeja una nube en cielo nocturno. Cebolla y cilantro… en la radio el acordeón imita las ametralladoras del narco.

 

¿Vivirías aquí?, me digo. E imagino un cuartito con dos o tres muebles sin lujo. Despertar, hervir el agua y rebañar la miga por los restos de huevo no cocidos en extremo. Abres la puerta y escuchas los sonidos del trabajo, de motores que se esfuerzan por arrastrar pesadas cargas. Otro tren atraviesa el horizonte que dista cincuenta metros de tu puerta. Disponer de un banquillo recogido en el basural cercano, de metal oscuro y con úlceras de tiempo. Apoyar el grupo de libros que traes contigo en una repisa amoldada para la situación, y entre tornos desvencijados y perforadas garrafas de butano dedicarte a leer, contento, sabiendo que en este bosque de desechos nadie podrá buscarte, nadie querrá buscarte. Cuevas prehistóricas de la edad industrial, soslayadas de principio a fin por un universo que corre alocado en pos del consumo.

 

Anónimo, tú que siempre despreciaste la fanfarria de las reuniones intelectuales, en medio de la simpleza de ratones campestres de larga cola gris corriendo a ocultarse entre cardos secos por el invierno, y que retoñarán con ímpetu en la primavera, incluso a cuesta de las dificultades, del aserrín de aluminio que empuja el viento y que brilla con ilusión de diamante al caer el sol.

 

Enciendes las hornallas que se ponen carmesíes mientras que tú, desafiando la cronología y la muerte, cantas quedo canciones de tu madre, como si este lecho fuera aquel, y escuchas tornarse la llave que anuncia la vuelta de tu padre. Pequeñas cosas, individuos singulares, ninguna multitud. Entre los escombros de piedra, madera y metal, no se asoman ni los fantasmas. A veces cruza por tu ventana el brillo maléfico del ojo de una rata, pero nada detiene el lento caminar de los escarabajos negros, sin pausa ni descanso, que pasan debajo de tu silla que carga con el camino de Swann.

 

Silencio. Hay tanto ruido que se produce sosiego. Tanto trabajo y hombro y sudor, y hervor de bolitas de carne en chile. Sigo la primera línea, la frase, la oración. Por magia se ha detenido todo, solo un insecto de coraza negro brillante avanza apenas. Mis pupilas lo siguen como rojos dragones de Kuala Lumpur.

10/02/14

 

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Publicado en Revista OH (Los Tiempos/Cochabamba), 23/02/2014
Publicado en Palabra Abierta, Los Angeles, California. 02/2014
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 25/02/2014

 

Foto: Zona industrial de Aurora con los edificios de Denver al fondo