Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Con chamarra liviana, porque lluvia no implica frío, no para mí que trabajaba en Denver a la intemperie con 25 grados bajo cero, miro, caminando por Cochabamba, un cartel donde ofrecen sopa de quinua. De mis preferidas, me encanta; la vendía yo cuando tenía el delicatessen (The Flying Deli) sobre la West Colfax casi esquina Kipling en la ciudad de Lakewood, apenas a las afueras del antiguo barrio judío. Era alrededor de 1992 y entonces nadie conocía la quinua allí. Yo la traía de Bolivia y en la sopa del día que ofrecía a veces estaba en lista. Sold out, todo vendido, en una y toda ocasión. Preguntaban los clientes “qué son esas cosas como gusanitos” y les explicaba el futuro de este superalimento y su historia si disponía de unos minutos en aquel concurrido negocio. Muy pequeño, con dos taburetes para sentarse. La mayoría de la venta era repartida en auto para lo cual tenía tres choferes mexicanos y también por un tiempo dos de mis cuñados. Ningún local del tamaño del mío hacía delivery entonces y se asombraba le gente que lleváramos un sándwich, de los 42 ofertados, hasta el lugar donde hacían el pedido.
Alquilaba el
espacio y el equipo a un rico guatemalteco de apellido italiano, cuyo mayor
ingreso estaba en la venta de marihuana; no necesitaba el individuo tenerlo cerrado.
Luego de cuatro años de vivir de ello, decidí retornar a Bolivia con mi esposa
e hija, una entonces. Vendí el nombre y el menú, ya que nada me pertenecía, por
veinte mil dólares que era mucho dinero. Guardo dos largas cucharas de acero
todavía (acabo de usar una para servirme caldo de pollo) y partí. Bolivia es
Bolivia y luego de doce meses y un poco tuve que retornar a los Estados Unidos
y abrir un restaurante en las montañas de Colorado, donde hubo grandes minas de
plata, Leadville, pueblo asociado a John Doc Holliday y a Oscar Wilde también.
Vino la
cárcel, el retorno a la llanura rodeado de mi familia boliviana. Detalles que
no vienen al caso. Seguí la vida, dura pero triunfante, hasta no hace mucho,
con dos preciosas hijas ya. Pensaba en eso viendo caer la lluvia, suave sonido
del tamborileo del cielo. Trajeron pan tortilla, llajwa y la sopa, nunca como
la hacía yo, según vi a mi madre. Nunca como mi chaque de quinua, planta de mis
visiones por Sajama y tantos otros lugares, imágenes de Quinuera, documental de Ariel Soto Paz en las pampas de Alota
(2014), tierra multicolor.
Mañana la
tía Teresa me entregará un manojo de paico, hierba mágica. Duerme en el fondo
de los tamales mexicanos, siempre, y la llaman epazote. Crecía en el jardín de
casa. Mamá hacía infusiones y servía para los platos principales de igual
manera.
Mientras aguardaba
el espeso aunque no muy sabroso chaque leí un corto trabajo de Hugo von
Hofmannsthal, La carta, de 1902.
Supuesta misiva de Lord Chandos a Francis Bacon en el siglo XVII. Conocí al
fino escritor en las memorias de Stefan Zweig, El mundo de ayer. Pocos deben leerlo hoy, como pocos o nadie leían
las obras de Zweig cuarenta años atrás. Curiosos e inteligentes editores
rescataron a este último para la lengua castellana y es hoy bocadillo de escribidores
de fútiles temáticas y escasa trascendencia. Sin ánimo de decir que escribir es
cosa seria, de alta filosofía. Para nada, pero tengo mis complacencias y mis
críticas en literatura y soy bastante ajeno a lo que por regla casi general escriben
las élites letradas de América Latina.
Pues, Hugo
von Hofmannsthal, sólido maestro, me acompañaba bajo el tinglado plástico de
algún lugar de la amada y deleznable villa. Su Lord Chandos, joven literato, le
cuenta a Bacon el por qué no escribirá más, incluso quizá sea esta su última
carta al interlocutor. La vieja narración, dada la época en que supuestamente
la redactaba, se refiere al terror de cualquier escritor, sin límite de tiempo
ni espacio, a la invasión de la aridez sobre su alma y reflejada en sus manos.
Ya no escribir porque no se sabe qué contar, porque las palabras se confunden
en vericuetos y mixturas sin ton ni son, calesitas de caballos desbocados fuera
del arbitrio incluso de la electricidad. Breve texto que con exquisita sutileza
muestra una realidad posible para cualquiera pero sobre todo una autocrítica.
Qué falta nos hace leerlo en esta tierra tan prolífica en escritores y poetas,
así como en quinua roja, rubia, morada o negra. Lástima que no podamos hacer
caldosa de literatos aunque vi hoy que en el almuerzo del día ofrecían sopa de
letras.
Luego, días
después, en los avatares de la edad y galenos por aquí y acullá, esperábamos
sentencia con un amigo, unos diez años mayor que yo, en salón impoluto. De la
ventana contemplaba la frutera de enfrente y su manojo de tonos. No había
sepias allí, solo brillantes colores primarios o variaciones de igual
brillantez. La charla de mi acompañante giraba en pocas palabras en torno a
cómo el tiempo iba ajustándonos el gaznate para estrangularnos como pavos. “De
acuerdo”, le seguía el ritmo, a la vez que imaginaba cómo combinaría el sabor
de la uva rosa con el de la papaya apenas saliera del lugar y retornase a casa.
Que la muerte viene, venga que fiesta hay, es Bolivia finalmente y aquí se
baila la tristeza: “he vivido tolerando martirio” reza una hermosa cueca.
Llovía.
Llueve. Llovió y lloverá, sin embargo no es el período en que cayó el cielo
sobre la tierra por dos millones de años sin descanso. Destruyó y produjo vida
impactante. Ni pensemos en Macondo. Llueve porque así era en el pasado para
mantener llenos los acuíferos de Calacala, para que me detuviese en una fuente
de la hoy plaza 4 de Noviembre (creo que antes Plaza De Gaulle) a beber agua de
una fuente inagotable, para saciar con ella la deshidratación del alcohol y
peor la del amor. Bajaba de Aranjuez y tu padre había llegado.
“¡Pero por
qué insisto en buscar esas misma palabras de las que abjuré! ¿Se acuerda usted,
amigo mío, del maravilloso relato que hace Livio de las horas que precedieron a
la destrucción de Alba Longa?”, continúa Hugo von Hofmannsthal, retornado de un
pretérito largamente adormilado, de las páginas del magnífico Zweig, de la
increíble Viena de Schiele, de Klimt, de Kubin y ellos dos, de la magia de una
época que perecía en serio, no como dos quejumbrosos viejos en lo anodino de
una sala de dentistas. Sombríos como los cuadros de otro grande de la Secesión
de Múnich: Franz von Stuck.
El cielo
semeja atormentado. Nubes de negro descienden por las laderas de los usualmente
verdes cerros de Cochabamba. Diría que hay murmullo de pasos de caballo, pero
desde las guerras de independencia estos jamás se recuperaron en número. Truenos
sordos, no galopantes, los que lo producen. Me toca entrar a mi sesión del día
y me despido de la melancolía de mi acompañante. Por encima de sus
entrecerrados ojos claros, de titán venido a menos, sigo observando a la
impertinente frutera y su inmensa ración de vida. ¿Caserito, qué vas a llevar?
Dame un manojo de arándanos que voy perdiendo la sangre.
21/01/2025
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Imagen:
Koloman Moser, 1895-1900
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